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mientras recorrían los magníficos pasillos vacíos del Palacio del Pueblo, Richard sabía a dónde había ido todo el mundo porque podía oír el suave cántico resonando por los largos corredores.

Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.

Era la plegaria a lord Rahl. Incluso en un momento como el actual, incluso cuando su mundo estaba a punto de finalizar, todos en el Palacio del Pueblo acudían a la plegaria cuando oían la llamada de la campana. Supuso que éste era el momento en que estas personas más lo necesitaban y la plegaria era su modo de reconocer ese vínculo. O a lo mejor estaba pensada para recordarle que tenía la responsabilidad de protegerlas.

Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.

Richard apartó de la mente sus sentimientos respecto a la plegaria. Sentía como si estuviese haciendo malabarismos con un millar de pensamientos. No sabía qué hacer. Había tantas preguntas distintas abrumándolo, y él no era capaz de organizar aquella montaña de problemas en un orden coherente. No sabía por dónde iniciar aquella ardua ascensión.

Se sentía incompetente para ser lord Rahl.

No obstante, sí creía que aquellos problemas al parecer interminables estaban conectados, que eran todos piezas del mismo rompecabezas, y que si conseguía tan sólo dilucidar qué estaba en el meollo de lo que le preocupaba, todo empezaría a encajar.

Sólo necesitaba unos cuantos años para resolverlo. Tendría suerte si disponía de unas pocas horas.

Una vez más obligó a su mente a retroceder a las cuestiones relevantes. Baraccus le había dejado un mensaje en un libro que tenía tres mil años de antigüedad, una regla no escrita, y Richard no sabía qué significaba. Ahora que volvía a tener acceso a su don, recordaba al menos todo el Libro de las sombras contadas, pero lo más probable era que fuese una copia falsa. Jagang tenía el original. Jagang tenía las cajas.

¿Por qué era tan necesaria una Confesora en todo aquello? ¿Por qué una Confesora era fundamental para identificar las copias falsas? ¿O sólo lo imaginaba? ¿Pensaba tan sólo que una Confesora era esencial porque Kahlan era una Confesora y ella era fundamental para su vida?

Sólo pensar en Kahlan le hacía perder el hilo de sus ideas y le producía una angustia tremenda. Tener que ocultarle todas las cosas que con tanta desesperación quería contarle le oprimía el corazón. No poder tomarla en brazos y besarla lo estaba matando. Todo lo que quería era abrazarla con pasión.

Pero sabía que si destruía el campo estéril de su mente, no habría ninguna posibilidad de que el poder de las cajas hiciera que ella volviera a ser quien fue. Tenía que mantenerse distante y vago.

Lo que más lo aterraba era que Samuel ya había contaminado aquel campo estéril.

Reconocía el sonido de las pisadas de Kahlan, su aroma, su presencia. Había instantes en que rebosaba de alegría por tenerla de vuelta, y al momento siguiente le entraba el pánico de que iba a perderla.

Tenía que hacer que su mente dejara atrás el problema y se concentrara en la solución. Tenía que hallar una respuesta.

Si existía una.

Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.

Todas estas personas morirían a menos que encontrara esa respuesta. Pero ¿cómo demonios iba a hacerlo?

Regresó a lo que pensaba que tenía que ser el meollo de la solución. Necesitaba abrir las Cajas del Destino si quería invertir todo el daño hecho. Nada más, ni nada menos. Si no lo hacía, el mundo de la vida, dañado por el acontecimiento Cadena de Fuego y su posterior contaminación, se descontrolaría. Si él no abría la caja correcta, las Hermanas de Jagang lo harían. Pero no sabía cómo abrir las cajas y además no las tenía, Jagang sí.

Se recordó que al menos había llevado a cabo muchos de los pasos que tenía que realizar si quería tener una posibilidad de abrir la caja correcta. Había tenido éxito en su viaje a través del velo. Y había logrado devolver lo que había traído de vuelta del modo requerido. Eso en sí mismo había sido un rompecabezas, pero había hallado la solución. Ahora hacía falta el poder de las cajas para restituirlo de verdad.

Kahlan había aceptado la talla que él hizo de Espíritu.

Se recordó que también tenía a la Confesora que se necesitaba.

Una Confesora. Algo no estaba bien respecto a eso, pero no conseguía averiguar qué podía ser.

Pero sí sabía que sólo existía un modo de acercarse a las Cajas del Destino. Ésa era su única posibilidad… si podía resolverlo antes de que la Hermana Ulicia abriera una de ellas.

Cuando oyó unos pasos apresurados alzó los ojos y vio que Verna y Nathan iban hacia él a toda velocidad. Cara y el general Meiffert les pisaban los talones. Y lo mismo Zedd, Tom y Rikka.

En un puente cubierto de mármol verde bellamente veteado desde el que se dominaba una plaza de plegaria y una conjunción de amplios pasillos, Richard se detuvo. Las personas situadas abajo estaban de rodillas, inclinadas hacia delante, con las frentes contra las baldosas mientras salmodiaban. No sabían lo que él estaba a punto de hacer.

—¡Richard! —jadeó Verna, recuperando el aliento.

—Me alegro de verte de vuelta —dijo Nathan a Richard con un movimiento de cabeza adicional en dirección a Zedd.

—Seis ya no será un problema —contó Zedd al profeta.

Nathan soltó un suspiro.

—Un avispón menos, pero me temo que no escasean.

Verna, sin prestar atención al alto mago que tenía al lado, agitó su libro de viaje ante Richard.

—Jagang dice que ha llegado la luna nueva. Exige tu respuesta. Dice que si no recibe esa respuesta ya conoces las consecuencias.

Richard dirigió una ojeada a Nathan. El profeta tenía un semblante más que lúgubre. Cara y el general Meiffert también parecían tensos. Eran los indefensos guardianes de un lugar con decenas de miles de personas que estaban a punto de ser masacradas.

Un quedo salmodiar ascendió desde abajo.

Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.

Richard se tragó el nudo que sentía en la garganta. No tenía elección… por más de un motivo.

Alzó los ojos hacia Verna con ominosa irrevocabilidad.

—Di a Jagang que acepto sus condiciones.

El rostro de Verna enrojeció violentamente.

—¿Aceptas?

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Kahlan, situada a su derecha.

A Richard le animó vagamente oír el tono de reavivada autoridad de su voz. Pero hizo caso omiso de Kahlan y habló a Verna. Haciendo un esfuerzo supremo, Richard dijo:

—Dile que he decidido dar lo que quiere. Acepto sus condiciones.

—¿Hablas en serio? —Verna estaba a punto de estallar—. ¿Quieres que le diga que nos rendimos?

—Sí.

—¿Qué? —dijo Kahlan, agarrando la manga de su camisa para obligarle a girarse hacia ella—. No puedes rendirte a él.

—Tengo que hacerlo. Es el único modo que tengo de impedir que todas esas personas de ahí abajo sean torturadas y asesinadas. Si entrego el palacio les permitirá vivir.

—¿Y confías en la palabra de Jagang? —le planteó Kahlan.

—No tengo elección. Es el único modo.

—¿Me trajiste aquí para entregarme a ese monstruo? —Los ojos verdes de Kahlan rebosaban lágrimas nacidas de la cólera y el pesar—. ¿Para eso querías encontrarme?

Richard desvió la mirada. Lo habría dado prácticamente todo por contarle lo mucho que la amaba. Si él tenía que ir a su muerte, al menos querría que ella conociera sus auténticos sentimientos y no que pensara que la había desposado porque debía hacer honor a un acuerdo y la utilizaba ahora como un tesoro que debía de ser entregado en una rendición. Le destrozaba el corazón que ella pudiera pensar eso.

Pero no tenía elección. Si corrompía el campo estéril, la Kahlan que conocía quedaría perdida para siempre… si es que no había sido corrompido ya por Samuel, si es que no la había perdido ya…

Richard volvió su atención a otra cosa.

—¿Dónde está Nicci? —preguntó a Nathan.

—Encerrada como me dijiste que hiciera hasta que Jagang viniera a buscarla.

Kahlan se revolvió contra él.

—Y ahora también vas a entregar a la mujer que amas a…

Richard alzó una mano, exigiendo silencio.

Relajó la mandíbula a la vez que se volvía hacia Verna.

—Haz lo que te he dicho.

El tono de voz dejó claro que era una orden que no había que discutir, y mucho menos desobedecer.

Mientras todo el mundo permanecía allí parado en aturdido silencio. Richard empezó a alejarse.

—Estaré en el Jardín de la Vida, esperando.

Necesitaba pensar.

Tan sólo Kahlan lo siguió.

La luz cada vez más apagada del día penetraba oblicuamente por los cristales del techo. Esa noche habría luna nueva; la noche más oscura del mes. Richard había oído decir que tal oscuridad aproximaba más el mundo de la vida al inframundo.

Durante las horas pasadas esperando a que Jagang ascendiera a la meseta y llegara al Jardín de la Vida, Richard no había dejado de pasear de un lado a otro, inmerso en sus pensamientos, pensando sobre aquellos dos mundos: el mundo de la vida y el mundo de los muertos.

Había algo en todo ello que no tenía sentido para él. Repasó el Libro de las sombras contadas que había memorizado, sabiendo que era probable que hubiera algún defecto en él que haría que fuera imposible utilizarlo para abrir las cajas, pero sabiendo también que los elementos seguirían siendo en gran medida auténticos, si bien no estarían en el orden correcto. Con tan sólo cambiar un único detalle se habría obtenido una copia falsa. Sabía que existía un defecto en la copia que había memorizado, pero no sabía cómo identificarlo.

Jagang tenía el original. No tendría que preocuparse de que hubiera errores en su libro. La Hermana Ulicia, con Jagang en su mente todo el tiempo, leería el original, de modo que utilizarían la versión auténtica del libro. Por lo tanto, no les haría falta una Confesora.

Se detuvo delante de Kahlan.

—Las copias del Libro de las sombras contadas deben ser verificadas por una Confesora. ¿Si tuvieras el texto del Libro de las sombras contadas, si te lo recitara, crees que serías capaz de verificar las partes auténticas?

Kahlan, inmersa en sus propios pensamientos, alzó la mirada.

—Me he hecho esa misma pregunta innumerables veces. Lo siento, Richard, pero simplemente no sé cómo.

»Es una lástima que la primera Confesora, Magda Searus, no me dejara un libro sobre cómo usar mis poderes, de la misma forma que su primer esposo te dejó uno.

Para lo que le servía a él aquel libro… Richard soltó un suspiro abatido y reanudó su deambular.

Devolvió sus pensamientos al libro que Baraccus había deseado con tanta desesperación que él tuviera: Secretos del poder de un mago guerrero. Baraccus había pensado que era vital que Richard tuviera aquel libro con la regla no escrita. Todo ello resultaba tan estrambótico que a Richard lo había dejado pasmado, sin saber qué pensar. Había requerido un esfuerzo monumental recuperar aquel libro. También debía de haber significado un gran esfuerzo por parte de Baraccus ocuparse de que únicamente Richard fuera capaz de encontrarlo llegado el momento.

¿Por qué dejarle un libro que no ponía nada?

A menos que en realidad lo contara todo.

Richard echó una ojeada a su silencioso abuelo, sentado junto a un muro bajo situado a poca distancia. Zedd le devolvió la mirada pero su tristeza por no poder ayudar a Richard era evidente.

—Lo siento —dijo Kahlan.

Richard le echó una mirada.

—¿Cómo?

—Lo siento. Tuvo que ser una decisión terrible. Sé que sólo intentas impedir que esas bestias a las órdenes de Jagang masacren a todos los que están aquí. Ojalá pudiera tocar a Jagang con mi poder de Confesora.

El poder de las Confesoras. Creado en un principio en Magda Searus. La mujer que había estado casada con Baraccus. Pero había estado casada con Baraccus en la época de la gran guerra, mucho antes de convertirse en Confesora…

—Queridos espíritus —musitó Richard para sí. Una luminosa comprensión le recorría las venas.

Baraccus le había dejado a Richard Secretos del poder de un mago guerrero para decirle lo que necesitaba saber.

Eso era exactamente lo que Baraccus había hecho.

Había dado a Richard la regla no pronunciada, la regla no escrita, desde el principio de los tiempos.

En aquel momento, a la vez que comprendía Secretos del poder de un mago guerrero, Richard consiguió encajar todas las demás piezas y entenderlo todo.

Lo comprendió todo, cómo funcionaba, por qué habían hecho ellos lo que habían hecho, por qué lo habían hecho todo.

Con dedos temblorosos, sacó el trozo de tela blanca con las dos manchas de tinta. La desdobló y clavó la mirada en ambos puntos.

—Lo comprendo —dijo—. Queridos espíritus, comprendo lo que tengo que hacer…

Kahlan se inclinó hacia él, bajando la mirada hacia la tela.

—¿Comprendes qué?

Richard lo comprendía todo.

Casi se echó a reír como un loco.

Zedd lo observaba con el entrecejo fruncido. Zedd conocía a Richard lo bastante bien para saber que lo había descifrado. Cuando Richard clavó la mirada en él, su abuelo le dedicó una sonrisa y un orgulloso movimiento de cabeza apenas perceptibles, aun cuando no tuviera ni idea de qué había averiguado su nieto.

Todos alzaron la vista ante el repentino clamor. Los pocos hombres de la Primera Fila presentes, tal y como les habían ordenado, retrocedieron sin ofrecer resistencia. Richard vio a Jagang a la cabeza de una oleada de gente que entraba en tropel por las puertas. La Hermana Ulicia estaba junto a él. Otras Hermanas iban detrás transportando las tres Cajas del Destino. Soldados fuertemente armados, con las botas golpeando el suelo al unísono, desfilaron a través de las puertas dobles, inundando el interior de jardín igual que una marea negra.

La presencia de Jagang, su odio abrasador y permanente mancillaba el Jardín de la Vida.

Richard sonrió interiormente.

La mirada de los ojos negros de Jagang estaba fija en Richard mientras el emperador avanzaba por el sendero entre los árboles, pasando ante arriates de flores que se habían marchitado hacía mucho y ante muros bajos cubiertos de enredaderas. Sus guardias reales estaban desplegados tras él, repartiéndose entre los matorrales a medida que establecían un perímetro defensivo.

Jagang lucía una sonrisa condescendiente mientras dejaba atrás la arena de hechicero y cruzaba la extensión de césped.

Su odio lo definía.

Las Hermanas depositaron las tres cajas negras como la noche sobre la amplia losa de granito que sostenían dos bajos pedestales acanalados. La Hermana Ulicia hizo caso omiso de las personas que había en el jardín. Concentrada en la tarea que tenía entre manos, se limitó a echar una ojeada a Richard antes de colocar el libro sobre el altar de granito, delante de las cajas. Sin más preámbulos, alargó una mano, y encendió un fuego en el hoyo, aumentando la luz que proporcionaban las antorchas.

Anochecía. La luna nueva ascendía. La oscuridad hacía acto de presencia, una oscuridad que estaba más allá de lo que ningún vivo había visto jamás. Richard conocía esa oscuridad. Él había estado allí.

Jagang avanzó majestuoso hasta detenerse a poca distancia frente a Richard, como si lo desafiara a un combate. Éste permaneció impertérrito.

—Me alegro de que hayas entrado en razón. —Su mirada se deslizó hasta Kahlan, a quién contempló con expresión lasciva—. Y me alegro de que hayas traído a tu mujer. Me ocuparé de ella más tarde. —Volvió a mirar a Richard a los ojos—. Estoy seguro de que no te va a gustar lo que tengo en mente.

Richard le devolvió una mirada furiosa pero no dijo nada. No había nada que decir en realidad.

Jagang, a pesar de su presencia intimidante, sus ojos totalmente negros, su cabeza afeitada, el modo en que exhibía su musculatura, así como las joyas que había robado, parecía más que cansado. Richard sabía que el emperador estaba teniendo pesadillas e incluso más que eso, sueños inquietantes sobre Nicci. Richard lo sabía porque eran pesadillas y sueños que Richard le había provocado, a través de Jillian, la sacerdotisa de los huesos, la lanzadora de sueños que descendía del mismo pueblo que Jagang.

El emperador se acercó de mal talante al lugar donde la Hermana Ulicia permanecía aguardando ante la arena de hechicero.

—¿A qué esperas? Empieza. Cuanto antes acabemos con esto, antes podremos seguir adelante con la aniquilación de toda resistencia a la Orden.

—Ahora lo comprendo —murmuró para sí. Kahlan, de pie cerca de él, como si también ella hubiera tenido su propia revelación—. Ahora veo a quién quiere lastimar a través de mí, y por qué sería tan terrible.

Alzó los ojos para clavarlos en los de Richard con un semblante de repentina comprensión.

Richard no podía permitir que lo distrajeran justo en aquel momento. Devolvió su atención a las Hermanas. Todavía le quedaban unas cuantas cosas que tenía que resolver. Tenía que asegurarse de que todo tenía sentido, o todos morirían… por su decisión.

Varias Hermanas se arrodillaron ante la arena de hechicero, alisándola para prepararla. Por el modo en que trabajaban, Richard imaginó que ya habían estudiado el original del Libro de las sombras contadas y habían memorizado todos los procedimientos y encantamientos.

Le sorprendió ver que todas empezaban a dibujar los elementos requeridos. Los reconoció del Libro de las sombras contadas que él había memorizado de muchacho. Había esperado que fuese la Hermana Ulicia, que era quien había puesto en funcionamiento las cajas, quien dibujara aquellos elementos; pero mientras ellas trabajaban, la Hermana Ulicia fue de un símbolo al siguiente, acabándolos. Richard comprendió que tenía sentido. Puesto que la Hermana Ulicia era quien finalizaba cada elemento, Richard imaginó que el libro indicaba el requisito de que el jugador fuera quien completara las configuraciones de hechizo.

Ella era quien invocaba el poder. Ella era el jugador. Jagang, sin embargo, poseía su mente y de este modo controlaría en última instancia ese poder.

Richard recordaba bien el mucho tiempo que había necesitado Rahl el Oscuro para llevar a cabo todos los procedimientos. Tal y como lo hacían las Hermanas no iban a tardar tanto. Al trabajar en conjunción podían dividir el trabajo en componentes más simples.

Jagang regresó a donde estaba Richard.

—¿Dónde está Nicci? —gruñó a la vez que sus ojos negros lo miraban iracundos.

Richard se había estado preguntando cuánto tiempo pasaría antes de que él hiciera aquella pregunta. Fue antes de lo que Richard esperaba.

—La tienen retenida para ti, como se te prometió.

La acalorada expresión de Jagang se transformó en una sonrisa burlona.

—Es una lástima para ti que en realidad no sepas jugar a Ja’La dh Jin.

—Te vencí.

La sonrisa de Jagang no hizo más que ensancharse.

—No al final.

Mientras el emperador reanudaba su impaciente deambular, la Hermana Ulicia leyó las partes pertinentes del libro. Richard comprendía las cosas que dibujaban. Partes de ellas eran la danza con la muerte. Cuando Rahl el Oscuro las había dibujado por primera vez habían parecido misteriosas, sin embargo ahora el lenguaje de todas ellas tenía sentido.

Jagang parecía cada vez más tenso.

Richard sabía el motivo.

—Ulicia —dijo por fin el emperador—. Voy a ir a buscar a Nicci. No hay ninguna razón para que permanezca aquí mientras trabajas. Puedo observar esto a través de tus ojos.

La Hermana Ulicia inclinó la cabeza.

—Sí, Excelencia.

Jagang volvió su mirada iracunda hacia Richard.

—¿Dónde está?

Richard hizo una seña a uno de los oficiales de la Primera Fila, el hombre a quien Richard tenía preparado para aquel propósito. Sólo había unos pocos miembros de la Primera Fila presentes, y todos ellos habían aguardado junto a Richard la llegada de la Orden Imperial. Estaban allí para protegerlo hasta que llegara el amargo final.

—Lleva al emperador a la celda de Nicci —indicó Richard al oficial.

El hombre saludó llevándose un puño al corazón. Antes de que condujera fuera a Jagang, el emperador, con una expresión satisfecha, se volvió hacia Richard.

—Parece que pierdes en el turno final del Ja’La dh Jin también esta vez.

Richard quiso decir que el tiempo no se había agotado y que el juego no había finalizado, pero en su lugar contempló cómo el hombre salía mientras aguardaba a que la pesadilla empezara en serio.

Kahlan permanecía en silencio junto a él, pero el modo en que Richard le dirigía veloces miradas le producía inquietud.

Zedd y Nathan parecían absortos en sus propios pensamientos. Verna parecía enojada y resentida porque se hubiera llegado a aquello. Richard no podía culparla. Cara, de pie junto a Benjamín, cogió la mano de éste. Junto con el resto del grupo, Jagang había llevado a Jennsen al Jardín de la Vida, pero la guardia real la mantenía en el otro extremo. La mirada de Tom estaba fija en ella y ella hacía otro tanto, incapaz de decir todas las cosas que era evidente que quería decir.

Cara se acercó un poquitín.

—Suceda lo que suceda ahora, lord Rahl, estaré con vos hasta mi último aliento.

Richard le devolvió una sonrisa de agradecimiento.

Zedd, no muy lejos, asintió para indicar que compartía el sentimiento de Cara. Benjamín acercó levemente el puño al corazón. Incluso Verna sonrió finalmente y le dedicó un movimiento de cabeza. Estaban todos con él.

Kahlan, pegada a él, susurró:

—¿Pasaría algo si simplemente me cogieras la mano?

Richard no podía ni imaginar lo sola que debía de sentirse en aquel momento. Con el corazón apesadumbrado porque no podía decir nada, le cogió la mano.