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sintiendo una soledad aplastante, Kahlan caminó con pasos lentos y pesados en dirección nordeste. Empezó a preguntarse por qué se molestaba en hacerlo. ¿De qué servía pelear por su vida si no habría un futuro? ¿Qué podía haber en un mundo dominado por las creencias fanáticas de la Orden Imperial? Ellos no querían conseguir nada, todo lo que querían era asesinar a cualquiera que lo hiciera, como si al destruir los logros de los demás pudieran revocar la realidad y vivir una vida que mereciera tal nombre.

Todos aquellos que definían su existencia mediante aquel odio virulento hacia otros le estaban arrebatando la alegría a la vida, y al hacerlo asfixiaban la vida misma y la hacían desaparecer. Sería fácil limitarse a darse por vencida. A nadie le importaría. Nadie lo sabría.

Pero a ella le importaría. Ella lo sabría. Aquélla era la única vida que tendría jamás, y al final, esa vida preciosa era todo lo que tenía. Todo lo que tenía cualquiera.

Había dependido de Samuel decidir cómo viviría su vida, y él había efectuado sus elecciones. No era menos cierto para ella. Tenía que sacar el mayor partido de lo que tenía en la vida, aun cuando sus elecciones fueran limitadas, y aun cuando esa vida misma fuera a ser segada.

Había caminado menos de una hora cuando empezó a oír el distante golpeteo de unos cascos al galope. Se detuvo al ver que unos caballos surgían de una hilera de árboles situada algo más allá. Iban directos hacia ella.

Paseó la mirada por las tierras bajas que cruzaba. A la luz sombría de aquel cielo plomizo pudo ver que los árboles que cubrían las estribaciones a cada lado estaban demasiado lejos para que alcanzara su protección a tiempo. Los pastos, secos desde hacía tiempo con la llegada del invierno, habían quedado aplastados por los vientos. El terreno no proporcionaba ningún lugar donde pudiera ocultarse.

Además, daba la impresión de que podrían haberla descubierto. Aun cuando no fuera así, a la velocidad con que se aproximaban, los caballos no tardarían en alcanzarla, y ella no tenía ninguna esperanza de que no la vieran.

Arrojó las alforjas al suelo. La suave brisa alzó sus cabellos hacia atrás, fuera de los hombros, mientras sujetaba la espada en la mano izquierda. Su única elección era plantar cara y pelear.

Cayó en la cuenta, entonces, de que era invisible casi para la mayoría de la gente, y estuvo a punto de lanzar una sonora carcajada de alivio. Ésta era una de aquellas raras ocasiones en que daba gracias por ser invisible. Permaneció donde estaba, en silencio, esperando que los jinetes no la viesen y que se limitaran a pasar por su lado y desaparecer.

Pero muy en el fondo de su cabeza recordaba que Samuel había dicho que Jagang enviaría hombres tras ellos. Jagang tenía hombres que podían verla. Si eran ésos los que cabalgaban hacia ella, iba a tener que pelear.

No desenvainó la espada por si los jinetes, en el caso improbable de que pudieran verla, no fueran hostiles. No quería iniciar un combate a menos que no tuviera elección. Sabía que podía sacar el acero en un instante si era necesario. También tenía dos cuchillos, pero sabía que podía manejar una espada. No sabía dónde había aprendido, pero sabía que era buena con una espada.

Recordaba haber visto a Richard pelear con una espada. Le vino a la cabeza que en aquel momento le recordó el modo en que ella peleaba con un acero, y se preguntó si habría sido Richard —su esposo— quien le había enseñado a usar la espada.

Reparó entonces en que si bien eran tres los caballos, únicamente uno llevaba un jinete. Eso era una buena noticia. Igualaba las probabilidades.

Cuando los galopantes caballos llegaron hasta ella, la dejó atónita reconocer al jinete.

—¡Richard!

Él saltó del caballo antes de que éste se detuviera en seco. El animal resopló, sacudiendo la cabeza. Los tres caballos estaban empapados de sudor.

—¿Estás bien? —preguntó él mientras corría hacia ella.

—Sí.

—Usaste tu poder.

Ella asintió, incapaz de apartar la mirada de sus ojos grises.

—¿Cómo lo sabes?

—Me pareció sentirlo. —Parecía aturdido por la excitación—. No te puedes imaginar cuánto me alegro de verte.

Mientras lo miraba con fijeza, Kahlan deseó poder recordar el pasado de ambos, recordar todo lo que significaban el uno para el otro.

—Temía que estuvieses muerto. No quería abandonarte allí. Tenía tanto miedo de que estuvieras muerto…

Él estaba allí de pie, contemplándola, dando la impresión de ser incapaz de hablar. Parecía hallarse en la misma situación que ella, como si tuviera un millar de cosas que decirle, todas queriendo ser la primera en salir.

Kahlan recordó el modo en que había peleado cuando había iniciado la guerra que Nicci había dicho que iniciaría. Recordó el modo en que se había movido con tanta fluidez entre los otros jugadores de Ja’La, y luego entre aquellos brutos que se abrían camino a machetazos con sus espadas y hachas, intentando desesperadamente matarle.

Recordó el modo en que la espada había parecido ser una parte de él, casi una extensión de su cuerpo, una extensión de su mente. Había estado embelesada aquel día mientras le contemplaba abrirse paso peleando en dirección a ella. Había sido como contemplar una danza con la muerte, y la muerte no había sido capaz de tocarlo.

Alargó la espada.

—Cada arma necesita un amo.

La cálida sonrisa de Richard brilló como la luz del sol en un día frío y nublado, y le reconfortó el corazón. Él la contempló un instante, aún incapaz de desviar la mirada, luego tomó con delicadeza el arma de sus manos.

Pasó la cabeza por debajo del tahalí, colocándolo sobre el hombro derecho, de modo que la espada descansara sobre la cadera izquierda. La espada parecía por completo acorde con él, a diferencia de lo que había parecido en manos de Samuel.

—Samuel está muerto.

—Cuando percibí que usabas tu poder ya lo pensé. —Posó la palma izquierda sobre la empuñadura de la espada—. Demos gracias de que no te lastimara.

—Lo intentó. Por eso está muerto.

Richard asintió.

—Kahlan, no puedo explicarlo todo ahora, pero están sucediendo muchas cosas que…

—Te perdiste toda la emoción.

—¿Emoción?

—Sí. Samuel confesó. Me contó que estamos casados.

Richard se quedó rígido como un palo. Una expresión parecida al terror cruzó por su rostro.

Ella pensó que a lo mejor la tomaría en brazos y le diría lo feliz que estaba por haberla recuperado, pero él se limitó a permanecer allí parado, dando la impresión de que temía respirar.

—Entonces, ¿estábamos enamorados? —preguntó ella, intentando darle un empujoncito.

El rostro de Richard perdió algo de color.

—Kahlan, ahora no es el momento de hablar sobre eso. Tenemos más problemas de los que puedes imaginar. No tengo tiempo para explicarlo pero…

—Así pues, ¿estás diciendo que no estábamos enamorados?

No había esperado esto. Ni lo había considerado siquiera. De improviso fue ella quien tuvo problemas para hablar.

No podía comprender por qué él se limitaba a permanecer allí parado, por qué no decía nada. Supuso que no había nada que pudiera decir.

—Entonces, ¿fue sólo una especie de arreglo? —Engulló el nudo que sentía en la garganta—. ¿La Madre Confesora casándose con lord Rahl por el bien de sus respectivos pueblos? Una alianza de conveniencia. ¿Algo así?

Richard parecía más aterrado de lo que había estado Samuel cuando ella lo había interrogado. Se mordió el labio inferior como si intentara pensar cómo responder.

—No pasa nada —dijo Kahlan—. No herirás mis sentimientos. No recuerdo nada. Así pues, ¿eso es lo que fue, entonces? ¿Sólo un matrimonio de conveniencia?

—Kahlan…

—Entonces, ¿no estamos enamorados? Por favor, respóndeme, Richard.

—Mira, Kahlan, es más complicado que eso. Tengo responsabilidades.

Eso era lo que Nicci había dicho cuando Kahlan le había preguntado si amaba a Richard. Era más complicado que eso. Ella tenía responsabilidades.

Kahlan se preguntó cómo podía haber estado tan ciega. Era a Nicci a quien él amaba.

—Tienes que confiar en mí —dijo él mientras ella lo miraba fijamente—. Hay cosas muy importantes en juego.

Ella asintió, conteniendo las lágrimas y adoptando un rostro inexpresivo para ocultarse tras aquella máscara. No quería poner a prueba su voz justo en aquel momento.

No sabía por qué había permitido que su corazón fuera por delante de su cabeza. No sabía si las piernas iban a sostenerla.

Richard se sujetó la frente entre el índice y el pulgar, bajando la mirada al suelo.

—Kahlan… escúchame. Te lo explicaré todo… todo… lo prometo, pero no puedo hacerlo justo ahora. Por favor, tú sólo confía en mí.

Ella quiso preguntar por qué debería confiar en un hombre que se casó con ella sin amarla, pero en ese momento no estaba segura de ser capaz de conseguir hacer uso de su voz.

—Por favor —repitió él—, prometo que te lo explicaré todo cuando pueda, pero ahora tenemos que llegar a Tamarang.

Ella carraspeó, haciendo acopio de coraje para poder hablar.

—No podemos ir allí. Samuel dijo que Seis estaba allí.

Él asintió.

—Lo sé. Pero tengo que ir allí.

—Yo no.

Él hizo una pausa, mirándola.

—No quiero que te suceda nada malo —dijo por fin—. Por favor, es necesario que vengas conmigo. Te lo explicaré más tarde. Lo prometo.

—¿Por qué más tarde?

—Porque estaremos muertos si no nos damos prisa. Jagang va a abrir las Cajas del Destino. Tengo que detenerle.

Ella no aceptó esa excusa. De haber querido él, le habría respondido.

—Iré contigo si respondes una pregunta. ¿Me amabas cuando te casaste conmigo?

Los ojos grises de Richard estudiaron su rostro un momento antes de que finalmente respondiera en voz baja:

—Eras la persona perfecta para casarme.

Kahlan se tragó el dolor, el grito que quería escapar. Le dio la espalda, no queriendo que viera sus lágrimas, y empezó a andar en dirección al lugar al que Samuel la había estado conduciendo.

Fue bastante después de anochecer cuando se vieron finalmente obligados a parar. Richard habría seguido adelante pero el terreno, densamente arbolado, rocoso y cada vez más irregular, era demasiado traicionero para sortearlo en la oscuridad. La estrecha media luna no proporcionaba luz suficiente para iluminar. Incluso la luz que habrían proporcionado las estrellas quedaba oculta por las gruesas nubes. La oscuridad era tan completa que era de todo punto imposible seguir adelante.

Kahlan estaba cansada, pero cuando Richard encendió un fuego pudo ver que él estaba en un estado mucho peor. Se preguntó si habría dormido en los últimos días. Después de que el fuego estuviera en marcha, él colocó unos sedales en un río cercano y luego empezó a reunir suficiente leña para que les durara toda la fría noche. Pegados a una elevación rocosa tenían al menos cierta protección del cortante viento.

Kahlan hizo todo lo que pudo por atender a los caballos, llevándoles agua en un balde de lona que Richard llevaba en su montura. Una vez que hubo terminado de recoger leña, Richard descubrió que tenían algunas truchas en los sedales. Mientras le observaba limpiar los peces, arrojando las entrañas al fuego para que no atrajeran animales, Kahlan decidió no hacer más preguntas sobre ellos dos. No podía soportar el dolor de las respuestas. Además, él ya le había dicho lo que había preguntado: ella sólo era la persona perfecta para casarse.

Se preguntó si la habría conocido siquiera antes de desposarla. Comprendió que debía de haberle partido el corazón a Nicci ver que el hombre que amaba se casaba con otra por motivos prácticos y nada románticos.

Kahlan obligó a su mente a abandonar todos aquellos pensamientos.

—¿Por qué vamos a Tamarang? —preguntó.

Richard alzó la mirada del pescado.

—Bueno, hace mucho tiempo, allá por la época de la gran guerra, hace tres mil años, las personas de aquellos tiempos libraron la misma guerra que libramos ahora, una guerra para defendernos de aquéllos que querían eliminar la magia y todas las otras formas de libertad.

»Las personas que se defendían de tal agresión cogieron muchos objetos mágicos sumamente valiosos… objetos que habían creado a lo largo de muchos siglos… y los colocaron en un lugar llamado el Templo de los Vientos. Luego, para protegerlo todo del enemigo, enviaron el templo al inframundo.

—¿Lo enviaron al mundo de los muertos?

Richard asintió mientras preparaba unas cuantas hojas grandes.

—Durante la guerra, magos de ambos bandos conjuraron armas terribles; hechizos construidos y cosas así. Pero algunas de esas armas estaban creadas a partir de personas. Así es como aparecieron los Caminantes de los Sueños. Los crearon de personas capturadas en Caska, de los antepasados de Jillian.

—¿Y fue entonces cuando crearon el acontecimiento Cadena de Fuego? —preguntó ella—. Durante esa gran guerra…

—Así es —repuso él a la vez que extendía una capa de barro sobre las hojas—. Otros magos trabajaban constantemente para contrarrestar las cosas que habían sido creadas a partir de la magia. Las Cajas del Destino, por ejemplo, fueron creadas durante esa gran guerra para poder anular el hechizo Cadena de Fuego.

—Recuerdo a las Hermanas hablando a Jagang sobre eso.

—Bueno, todo el asunto es bastante complicado pero, en esencia, un traidor llamado Lothain fue al Templo de los Vientos, en el inframundo. En secreto, hizo cosas para que un día ayudaran a la Orden cuando ésta renaciera.

—¿Pensaban que la guerra volvería a estallar?

—Siempre ha habido, y siempre habrá, aquéllos a los que mueve el odio y quieren culpar de su miseria a los que son felices, creativos y productivos.

—¿Qué clase de cosas hizo ese Lothain?

Richard alzó los ojos.

—Entre otras, se aseguró de que, un día, un Caminante de los Sueños volviera a nacer en el mundo de la vida. Jagang es ese Caminante de los Sueños.

Richard terminó de envolver los peces en las hojas y el barro y colocó los paquetitos en los refulgentes carbones del borde de la hoguera.

—Tras eso, los de nuestro bando enviaron al Primer Mago al Templo de los Vientos. Su nombre era Baraccus. Era un mago guerrero. Él se aseguró de que otro mago guerrero nacería para detener a las fuerzas que intentasen llevar a la humanidad a una era oscura.

Kahlan dobló las rodillas hacia arriba y se arrebujó bien en la manta para mantenerse caliente mientras escuchaba el relato.

—¿Quieres decir que no ha habido ningún mago guerrero desde esa época?

Richard negó con la cabeza.

—Soy el primero en casi tres mil años. Baraccus hizo algo en el templo para asegurar que otro mago guerrero nacería un día para proseguir la lucha. Yo soy el que nació debido a lo que él hizo en aquella época.

»Comprendiendo que tal persona no sabría nada sobre su habilidad, Baraccus regresó y escribió un libro llamado Secretos del poder de un mago guerrero. Hizo que su esposa, Magda Searus, a quien amaba muchísimo, se llevara el libro y lo escondiera para mí. Tuvo buen cuidado de asegurarse de que nadie, excepto yo, pudiera conseguir el libro.

»Mientras Magda Searus llevaba a cabo su viaje para ocultar Secretos del poder de un mago guerrero, Baraccus se suicidó.

Kahlan se quedó atónita al oír aquello.

—Pero ¿por qué tendría que hacer una cosa así? Si amaba a Magda Searus, ¿por qué hizo eso y la dejó sola?

Richard miró en su dirección bajo la parpadeante luz.

—Creo que había visto tanto dolor y sufrimiento en la guerra, así como traiciones, por no mencionar la experiencia de viajar a través del inframundo, que ya no podía soportarlo más. —Sus ojos adoptaron una expresión angustiada—. Yo he atravesado el velo. Puedo comprender lo que hizo.

Kahlan apoyó la barbilla sobre las rodillas.

—Tras pasar tiempo en el campamento de la Orden, imagino que sé lo descorazonada que una persona puede acabar. —Miró en dirección a él—. Así pues, ¿necesitas ese libro para detener a la Orden Imperial?

—Lo necesito. Lo encontré, pero tuve que esconderlo otra vez cuando me llevaron al campamento de la Orden.

Para rescatarla a ella.

—No me lo digas, el libro está en Tamarang.

Él sonrió.

—¿Por qué otro motivo estaríamos yendo allí?

Kahlan suspiró. Ahora podía comprender por qué era tan importante. Clavó los ojos en las llamas, pensando en Baraccus.

—¿Sabes qué le sucedió a Magda Searus?

Richard utilizó una ramita para arrastrar un pescado envuelto fuera del fuego. Abrió la envoltura y lo examinó con su cuchillo. Cuando vio que la piel saltaba y la carne estaba hecha, lo colocó junto a ella.

—Ten cuidado, está caliente. —Arrastró fuera el otro paquete—. Bueno, Magda Searus quedó desconsolada. Después de la guerra necesitaban sacarle la verdad a Lothain, el traidor que los había traicionado. Un mago de la época, Merritt, ideó un modo.

Clavó los ojos en las llamas un momento antes de proseguir.

—Creó una Confesora para obtener la verdad.

Kahlan dejó de mordisquear el pescado.

—¿De verdad? ¿Es de ahí de dónde surgieron las Confesoras? —Cuando él asintió, preguntó—: ¿Sabes quién fue?

—Magda Searus. Estaba tan desconsolada por la muerte de su esposo que se ofreció voluntaria para el experimento. Era sumamente peligroso, pero funcionó. Las Confesoras fueron creadas. Ella fue la primera. Con el tiempo se enamoró de Merritt y contrajeron matrimonio.

Ser una Confesora era la única parte de su pasado con el que Kahlan se sentía conectada. Ahora sabía de dónde habían salido las Confesoras. Provenían de una mujer que había perdido al hombre que amaba.

Richard levantó un leño e hizo intención de arrojarlo al fuego, pero en su lugar interrumpió el movimiento y lo sostuvo en la mano, dándole vueltas, mientras lo miraba con atención. Por fin lo dejó a un lado y arrojó un trozo de leña distinto al fuego.

—Sería mejor que durmieras un poco —dijo cuando hubieron terminado de comer—. Quiero salir de aquí tan pronto como haya luz suficiente para ver.

Kahlan podía advertir que él estaba más agotado que ella, pero también que algo lo preocupaba profundamente, de modo que no discutió. Se envolvió en la manta lo bastante cerca del fuego como para permanecer caliente.

Cuando dirigió una mirada hacia Richard, vio que seguía sentado ante el fuego, con la vista fija en el leño que había dejado a un lado antes. Ella había pensado que estaría más interesado en contemplar su espada ahora que por fin la había recuperado.

Kahlan despertó con suavidad. Fue una sensación agradable no despertar del modo en que lo había hecho el día anterior, con Samuel casi encima de ella. Se frotó los ojos y vio que Richard seguía sentado ante el fuego. Tenía un aspecto terrible. Kahlan no podía ni imaginar siquiera lo que debía de estar pasando por su cabeza, con las responsabilidades que recaían sobre sus hombros, con todas las personas que dependían de él.

—Tengo algo que me gustaría darte —dijo él con una voz queda que le resultó de lo más relajante mientras despertaba.

Kahlan se sentó en el suelo, desperezándose durante un momento. Vio que había apenas un indicio de luz en el cielo. Tendrían que iniciar la marcha pronto.

—¿Qué es? —preguntó mientras doblaba la manta y la depositaba a un lado.

—No tienes que cogerlo, pero significaría mucho para mí si lo hicieras.

Él apartó por fin la mirada de las llamas y la posó en sus ojos.

—Sé que no sabes lo que está pasando, ni siquiera quién eres, y mucho menos qué estás haciendo aquí conmigo. Ojalá pudiera explicártelo todo. Has pasado por una auténtica pesadilla y mereces saberlo todo, pero lo que sucede es que no puedo contártelo ahora. Te pido que confíes en mí.

Ella desvió la mirada de sus ojos. No podía soportar mirar al interior de aquellos ojos.

—Entretanto, me gustaría que tuvieras algo.

Kahlan tragó saliva.

—¿Qué es?

Richard alargó el brazo al otro lado del cuerpo y sacó algo. Se lo ofreció a la débil luz de las llamas.

Era la estatua que ella tenía antes, la estatua que había dejado en el Jardín de la Vida cuando había cogido las cajas para las Hermanas.

Era una talla de una mujer con la espalda arqueada, la cabeza echada hacia atrás y las manos cerradas con fuerza a los costados. Era la personificación del espíritu de desafío contra las fuerzas que querían sojuzgarla. Era una talla que reflejaba nobleza y fortaleza.

Era la estatua que había tenido. Había sido la cosa más valiosa que poseía, y había tenido que dejarla atrás. Ésta no era la misma, pero lo era. Recordaba cada curva y línea de aquélla. Era igual, pero un poco más pequeña.

Vio entonces las virutas de madera por todo el suelo. Él había pasado la noche tallándola para ella.

—Se llama Espíritu —dijo él con una voz quebrada por la emoción—. ¿Me la aceptas?

Kahlan la alzó de sus manos con veneración y la apretó contra su corazón a la vez que se echaba a llorar.