25
corrientes ascendentes abofetearon a Richard mientras permanecía en la calzada que descendía por la ladera de la meseta. Nathan, de pie a su izquierda, se inclinó por encima del borde para echar una mirada al precipicio cortado a pico. Incluso en un momento como éste el profeta tenía la curiosidad de un niño; de un niño de mil años, ni más ni menos. Richard suponía que haber estado prisionero toda la vida podía hacerle eso a cualquiera.
Nicci, a la derecha de Richard, no tenía ganas de hablar. Richard no podía culparla. Cara y Verna aguardaban detrás de él. Las dos parecían querer arrojar a alguien por el precipicio. Richard sabía, a pesar de las apariencias, que en realidad era Nathan quien deseaba hacer algo así. Desde que había averiguado que habían matado a Ann había estado hirviendo de cólera en silencio. Richard también podía comprender su silenciosa cólera.
Chirriaron engranajes y el grueso pasador repiqueteó mientras los guardias hacían girar la manivela y bajar el puente levadizo. A medida que éste descendía poco a poco, Richard pudo empezar a ver el rostro del solitario soldado que lo esperaba al otro lado. Los primero que vio fueron sus ojos oscuros, mirando iracundos.
El joven era corpulento, justo en el inicio de la flor de la vida, con un pecho y unos brazos macizos. Guedejas grasientas de pelo le colgaban hasta los poderosos hombros. No parecía haberse bañado en toda su vida. Richard pudo olerle desde su lado.
El joven parecía estarse transformando en una magnífica bestia de la Orden Imperial. Era un ejemplo típico de un soldado de la Orden: un matón despectivo e indisciplinado, un joven gobernado por su lascivia y sus instintos, y al que le traía sin cuidado el daño y el padecimiento que infligía para obtener lo que quería. No sentiría clemencia, compasión ni empatía por nadie. El sufrimiento de los demás no significaría nada para él. Estaba consagrado por entero a sus propias necesidades y apetencias, sin importarle lo que tuviera que hacer para satisfacerlas.
No acostumbrado a considerar las consecuencias de sus actos, era un joven cuyos músculos se habían desarrollado mucho más que su intelecto, y por lo tanto apenas sabría lo que significaba ser un hombre civilizado. Lo que era peor, el concepto carecería de interés para él, puesto que no ofrecía satisfacción inmediata a sus instintos.
Lo habían escogido para transmitir un mensaje. Era un recordatorio de qué clase de hombres aguardaban abajo, en las llanuras Azrith.
Con todo, el individuo, cubierto con una coraza de oscuras placas de cuero, correas, aretes, tatuajes y cintos cargados de armas toscas, en realidad no significaba nada. Era su mente lo que importaba.
Y esa mente estaba infiltraba, poseída y dominada por un Caminante de los Sueños, el emperador Jagang.
El emperador había contactado con ellos mediante el libro de viaje que Verna todavía llevaba consigo. Ann había llevado durante muchos años el gemelo de aquel libro de viaje, pero éste estaba ahora en posesión de la Hermana Ulicia y, por lo tanto, de Jagang.
A Verna la había sorprendido el contacto. A Richard no. Lo había estado esperando. De hecho, era él quien había pedido a Verna que comprobara su libro de viaje por si había un mensaje.
Jagang había deseado una reunión. Dijo que acudiría solo, pero que, por seguridad, lo haría en la mente de uno de sus hombres. Dijo que Richard podía llevar a quien quisiera a la reunión; a tantas personas como quisiera, a todo un ejército si lo deseaba. A Jagang no le preocupaba precisamente la vida de aquel soldado. El emperador había dicho que incluso si decidían matar al soldado, a él no le importaba.
Richard sabía, no sólo por propia experiencia, sino por la de Kahlan también, que atrapar al Caminante de los Sueños en la mente de otra persona era imposible. Ella había dicho que había tocado a una persona poseída por Jagang con su poder, pero que el emperador había sido capaz de escapar sin esfuerzo. A pesar de las personas con gran talento que estaban con Richard, él no se engañaba pensando que alguna de ellas pudiera ser capaz de atrapar al Caminante de los Sueños.
Ni que decir tiene que el soldado moriría. Pero ése no era más que el sacrificio que ese joven tendría que hacer por la causa, desde el punto de vista de Jagang.
Las personas que acompañaban a Richard no estaban allí para intentar matar a Jagang a través de la mente de un suplente; Richard era más listo que eso. Las había traído por otros motivos.
El puente levadizo cayó por fin sobre el otro lado con un ruido sordo. Richard ya había dado a los servidores del puente y a los guardias instrucciones, así que una vez que hubo descendido el puente les hizo la señal y todos ellos empezaron a retroceder.
Richard empezó a cruzar el puente. Su séquito apresuró el paso para permanecer cerca de él. El hombre del otro lado siguió parado un instante antes de avanzar con indiferencia hasta el centro del puente y adoptar una pose arrogante.
Cuando el grupo se detuvo, los ojos oscuros del hombre —la oscura visión de Jagang— estaban clavados en Nicci. Mientras el amo que miraba a través de aquellos ojos estaba sin duda furioso, el joven mostraba con toda claridad su deseo sexual por la mujer rubia que lucía un atrevido vestido negro. El escote del corpiño estaba flojo, y el hombre parecía de lo más interesado en lo que veía.
—¿Qué quieres? —preguntó Richard en un tono de ir al grano.
Los ojos del hombre —la visión de Jagang— se giraron hacia Richard, pero luego regresaron a Nicci.
—Bien, querida —dijo la profunda voz—. Veo que has vuelto a traicionarme.
Nicci le devolvió una expresión de indiferencia.
—Dijiste que querías encontrarte conmigo —dijo Richard, manteniendo la voz calmada—. ¿Qué es tan importante para ti?
La desdeñosa mirada resbaló hacia Richard.
—No es importante para mí, muchacho. Lo es para ti.
Richard se encogió de hombres.
—De acuerdo, para mí, entonces.
—¿Te importan todas esas personas de ahí atrás?
—Sabes que sí —respondió Richard con un suspiro—. ¿Qué pasa con ellos?
—Bueno, voy a darte una oportunidad de demostrarlo. Escucha con atención, porque no estoy de humor para intercambiar insultos.
Richard quiso preguntar al joven —preguntar a Jagang— si tenía problemas para dormir, pero resistió el impulso. Estaban allí para un propósito.
—Expón tu oferta.
El joven alzó un brazo, con bastante vacilación, para señalar al palacio, que se alzaba imponente detrás de ellos.
—Tienes a miles de personas ahí dentro, aguardando su destino. Ese destino ahora está por completo en tus manos.
—Por eso me llaman lord Rahl.
—Bien, lord Rahl, mientras que tú sólo te representas a ti mismo, yo represento la sabiduría colectiva de toda la Orden.
—¿Sabiduría colectiva?
Una vez más, Richard tuvo que obligarse a no hacer un comentario impertinente.
—La sabiduría colectiva es lo que guía a nuestra gente. Juntos, porque somos muchos, somos más sabios.
Richard bajó la mirada, y se frotó el pulgar con el índice.
—Bueno, ya he jugado contra la sabiduría colectiva de tu equipo de Ja’La y les vencí del derecho y del revés.
El hombre dio medio paso al frente, como si estuviera a punto de atacar. Richard se mantuvo impertérrito, cruzando los brazos mientras alzaba la mirada para clavarla en los ojos de Jagang.
El joven se detuvo.
—¿Ése eras tú?
Richard asintió.
—¿Cuál es tu oferta?
—Cuando entremos ahí… y entraremos… hombres como mi joven soldado aquí presente, el orgullo del pueblo del Viejo Mundo que han venido a aplastar a los paganos del Nuevo Mundo, serán soltados en el palacio. Dejaré a tu imaginación lo que tales hombres harán a las refinadas personas del palacio.
—Ya sé cómo la Orden trata a los inocentes. Ya he visto los resultados de su sabiduría colectiva. No me hace falta la imaginación.
—Bien, si estás interesado en que eso se repita aquí, sólo que diez veces peor porque están furiosos con vuestra obstinada rebeldía, entonces no tienes que hacer nada. Vendrán, entrarán y se tomarán su venganza por todo lo que le has hecho a su gente en su tierra natal.
—Todo eso ya lo sé —dijo Richard—. Es de lo más evidente, después de todo.
—¿Y te gustaría ahorrarle a tu gente ese dolor?
—Sabes que me gustaría.
El hombre se irguió un poco, adoptando la sonrisa de Jagang.
—¿Y sabes que tengo a tu hermana, a Jennsen?
Richard pestañeó, sorprendido.
—¿Qué?
—Tengo a Jennsen. Lo cierto es que es un regalo para vista. Me la trajeron tras una visita a un cementerio en Bandakar para honrar a los difuntos.
Richard estaba perdiendo el hilo de lo que contaba Jagang.
—¿Qué difuntos?
—Pues, Nathan Rahl, por supuesto.
Los ojos de Richard se cerraron mientras recordaba aquella lápida.
—Queridos espíritus… —musitó para sí.
—Mientras presentaban sus respetos a la tumba de Nathan Rahl, mis representantes toparon con unos libros muy interesantes. Creo que has oído hablar de uno de ellos: el Libro de las sombras contadas.
Richard lo miró iracundo, pero no dijo nada.
—Ahora, como estoy seguro de que lo sabes, existen cinco copias de ese libro concreto. De hecho, yo tengo tres de ellas. Por lo que mis buenas Hermanas me cuentan, tú has memorizado otra copia. No estoy seguro de dónde está la quinta, pero supongo que podría estar en cualquier parte.
»La cuestión es que ya nada de esto importa. Verás, el Libro de las sombras contadas que llegó a mi poder, junto con tu hermosa hermanita y unos cuantos de sus amigos, no es una copia.
Richard miró con perplejidad al hombre.
—¿No una copia? ¿Entonces qué es?
—Es el original —respondió Jagang con su voz profunda, sonando muy satisfecho consigo mismo—. Debido a que es el original, no tengo que preocuparme por cuál de los cinco es la copia auténtica. Eso ya no me interesa, puesto que ahora tengo el original.
Richard lanzó un profundo suspiro.
—Ya veo.
—Además de eso, ahora también tengo las tres Cajas del Destino. Mi amiga Seis tuvo la amabilidad de traerme la tercera. —Los oscuros ojos giraron hacia Nicci—. La consiguió en el Alcázar del Hechicero. Pregunta a Nicci. Por suerte, Nicci se recuperó del contacto con la bruja. Me habría sentido tan contrariado si hubiera muerto…
Richard volvió a cruzar los brazos.
—Así que tienes el Libro de las sombras contadas, y ahora tienes las tres cajas. Suena como si lo tuvieras todo bajo control. ¿Qué quieres de mí?
El soldado movió un dedo de forma admonitoria.
—Sabes lo que quiero, Richard Rahl. Quiero entrar en el Jardín de la Vida.
—Ya lo suponía, pero no creo que sea muy saludable para mí permitírtelo.
—Sugiero que pienses en todas esas personas de ahí dentro, y te preguntes lo saludable que será para ellas si no aceptas. Verás, vamos a entrar. Es sólo cuestión de tiempo, y de qué sucederá cuando entremos. Si me obligas a abrirme paso peleando, como te he dicho, tendré que permitir que mis hombres se cobren venganza en cada una de las personas de ahí dentro: en todo hombre, mujer y niño. Será más aterrador de lo que puedan imaginar.
»Pero, si os rendís…
—¡Rendirnos! —gritó Verna—. ¡Te has vuelto loco!
Richard la acalló empujándola con suavidad atrás. Se volvió hacia Jagang.
—Sigue.
—Si te rindes, no haré daño al palacio.
—Si nos rindiéramos, ¿por qué tendrías que creer que estás dispuesto a cumplir tal acuerdo?
—Bueno, verás, estábamos planeando construir un palacio magnífico para que fuera el cuartel general de la Orden Imperial. El hermano Narev en persona supervisaba el proyecto. Pero tú pusiste fin a ese sueño de nuestro pueblo.
»Podríamos empezar de nuevo y construir tal palacio… —El hombre efectuó un ademán indulgente—. Pero sería mucho más apropiado, puesto que tú nos quitaste nuestro palacio, que nosotros al final cogiéramos el tuyo y gobernáramos desde él para demostrar a todos los que quieran desafiar a la Orden lo inútil que es la resistencia. Esta sede de la Orden sería como una declaración.
»Por supuesto, después de que presenciases la apertura de la Caja correcta del Destino tendría que ejecutarte.
—Por supuesto —repuso Richard.
—Sería una muerte relativamente rápida, pero no demasiado. Me gustaría que pagases por algunos de tus crímenes, después de todo.
—Qué tentador.
—Bueno, tu gente viviría. ¿No te importan ellos? ¿No tienes compasión? Tendrían que inclinarse ante las creencias de la Orden, que son, al fin y al cabo, la ley moral del Creador mismo, pero mis hombres no los importunarían.
—Sigue sin sonar muy convincente —dijo Richard, con los brazos todavía cruzados.
El soldado se encogió de hombros, fue un movimiento torpe, como el de un títere al que tiran de sus hilos.
—Bueno, ésas son tus dos únicas elecciones. O bien nos abrimos paso a la fuerza en un río de sangre, o bien tú entras en razón y permites que tu gente viva en paz, mientras mis Hermanas y yo mismo hacemos lo que debemos hacer en el Jardín de la Vida.
»En cualquier caso tendré el Jardín de la Vida. La única cuestión es dentro de cuánto tiempo, y cuánta sangre y padecimiento le costará a tu gente.
—Puede que nunca entres. Piensas que lo harás, pero puede que no. Tienes que considerar esa posibilidad.
—No en realidad —dijo Jagang con una falsa sonrisa—. Verás, siempre tengo la opción adicional de que Seis nos ayude. Ella no tendría que abrirse paso a través del palacio. Puede simplemente… soltarnos dentro, como si dijéramos. Aparte de eso, si me vuelvo demasiado impaciente siempre podría hacerlo del modo fácil, limitándome a utilizar el libro tal y como fue pensado para abrir la caja correcta.
—Necesitas el Jardín de la Vida.
El hombre hizo un gesto desdeñoso.
—Las cajas son anteriores al Jardín de la Vida. No hay nada que diga que deben abrirse en tal lugar… Mis Hermanas, así como Seis, me advirtieron que, si bien el Jardín de la Vida fue construido como un campo de contención específico para las Cajas del Destino, las cajas pueden abrirse de todos modos donde ya están.
Richard contempló iracundo al hombre que tenía delante.
—Sin el campo de contención específico que ofrece el Jardín de la Vida sería muy peligroso intentar abrir una de las cajas. Cualquier pequeño error haría que se corriera el riesgo de destruir el mundo de la vida.
Jagang volvió a sonreír con una sonrisa muy perversa.
—Este mundo, esta vida, es todo pasajero. Es el otro mundo lo que importa. Destruir este mundo detestable, esta vida miserable, sería hacerle un gran servicio al Creador. Aquellos de nosotros que hemos servido a Su causa a través de la Fraternidad de la Orden seremos recompensados en esa otra vida eterna. Aquellos de vosotros que os hayáis opuesto a nosotros caeréis en la oscuridad eterna del Custodio. Poner fin a este mundo desdichado en pro de la causa de salvarlo sería un acto noble, digno de una gran recompensa.
»Así pues, ya ves, Richard Rahl, en este juego de Ja’La dh Jin voy a ganarlo todo, de un modo u otro. Simplemente te ofrezco la posibilidad de decidir cómo deseas que termine.
El viento levantó una cortina de polvo por delante de ellos mientras Richard observaba al joven. Sabía por las cosas que había estudiado, y las que Nicci le había contado, que Jagang no se marcaba ningún farol cuando decía que podía abrir las cajas sin estar en el Jardín de la Vida. También sabía lo peligroso que sería. Por desgracia, también sabía que a la Orden no le importaba en realidad si la vida finalizaba. Valoraban la muerte, no la vida. Incluso si ellos podían eliminar a Jagang no influiría para nada, en realidad. Él representaba las creencias de la Orden, no les daba forma.
Al fin y al cabo, él no era precisamente la parte más peligrosa de la Orden. Eran las creencias malvadas que la Orden enseñaba las que eran peligrosas. Jagang no era más que una bestia que imponía esas creencias.
—Me parece que no puedo tomar una decisión así de un modo inmediato.
—Comprendo. Te concederé algún tiempo para pensártelo. Tiempo para recorrer los pasillos del palacio y mirar a los ojos a esas mujeres y niños bajo tu cuidado.
Richard asintió.
—Sí, tendré que pensar. Hay mucho que considerar. Llevará tiempo.
El joven sonrió.
—Desde luego. Tómate tu tiempo. Te concedo unas cuantas semanas. Te daré hasta la luna nueva.
El hombre empezó a darle la espalda, pero luego se volvió.
—Ah, otra cosa. —Su oscura mirada resbaló hasta Nicci—. Tendrás que entregarme a Nicci como parte del trato. Su lugar está conmigo. Debes devolvérmela.
—¿Y si ella no quiere regresar a tu lado?
—Quizá no me he explicado bien. No importa lo que ella quiera. Debe volver conmigo. ¿Está claro?
—Lo está.
—Bien —dijo el otro con una sonrisa condescendiente—. Eso concluye nuestra conversación. Tienes hasta la luna nueva para entregar el palacio… y a Nicci.
El hombre se giró para contemplar el ejército desplegado abajo; luego caminó rígidamente hasta el borde del puente y, sin una palabra, dio un paso al vacío. Ni siquiera chilló mientras caía entre las corrientes ascendentes.
Jagang quería que Richard comprendiera lo poco que le importaba la vida, y con qué facilidad estaba dispuesto a quitarla.
Verna y Cara empezaron a gritar objeciones y furiosos alegatos.
Richard alzó una mano.
—Vamos, vamos. Hay cosas que debo hacer.
Hizo una seña a los encargados del puente.
—Alzad el puente —les gritó mientras iba a encontrarse con ellos.
Varios puños golpearon sus corazones a modo de saludo.