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sentada en la oscuridad, recostada en la pared de piedra y dando cabezadas de vez en cuando, Rachel oyó un sonido fuera de la celda que le hizo alzar la cabeza. Se sentó más tiesa, a la escucha. Pasos lejanos.

Volvió a dejarse caer contra la fría piedra de la pared. Era probable que fuera Seis, que venía a llevarla de vuelta a la cueva para empezar a hacerle dibujar imágenes con las que hacer daño. En aquella celda de piedra no había ningún sitio donde esconderse.

Rachel no sabía qué iba a hacer cuando Seis le dijera que dibujara cosas espantosas para lastimar a personas. No quería hacerlo, no quería hacer dibujos que sabía que harían daño a personas inocentes, pero sabía que una bruja tendría modos de obligarla a hacerlo. Rachel le tenía miedo a Seis, temía que la mujer le causara dolor.

No existía una sensación más horrible en todo el mundo que estar completamente solo con alguien que quería hacerte daño y sabiendo que uno no podía hacer nada para impedírselo.

Le daban ganas de llorar sólo de pensar en lo que podría avecinarse, de imaginar lo que Seis le haría. Se secó las lágrimas, intentando pensar en algo, cualquier cosa, que pudiera ayudarla.

Hacía algún tiempo que no había visto a la bruja. Podría no tratarse siquiera de Seis. Podría ser alguno de los vigilantes trayéndole comida. Un par de ellos ya servían allí antes, cuando la reina Milena había estado viva. Rachel no conocía sus nombres, pero recordaba haberles visto en el pasado.

Había otros vigilantes, sin embargo, que no reconocía. Eran soldados de la Orden Imperial. Los antiguos vigilantes no eran jamás mezquinos con ella, pero los soldados nuevos eran distintos. Eran hombres de aspecto salvaje. Cuando la miraban, Rachel sencillamente sabía que pensaban en hacerle cosas de una vileza inimaginable. No eran la clase de personas que parecían preocupadas de que alguien las detuviera. Salvo tal vez Seis. Siempre evitaban encontrarse con la bruja, y ella hacía como si no existieran, esperando que se apartaran de su camino.

De todos modos, aquellos hombres miraban a Rachel de un modo que la asustaba hasta lo más profundo de su ser. A Rachel le inquietaba que la cogieran a solas como ahora, sin Seis para mantenerlos a distancia. Pero la idea de que la bruja apareciera para hacerle daño tampoco era mucho mejor.

A Rachel jamás le había gustado vivir en el castillo antes, cuando la reina Milena vivía. Había vivido atemorizada la mayor parte del tiempo, y pasado hambre la mayor parte del tiempo.

Pero esto era diferente. Esto era peor… y jamás había creído que pudiera ser peor.

Escuchó con atención los pasos a medida que se acercaban y comprendió que no era el sonido de las botas de un hombre, sino unas pisadas más ligeras. Eran los pasos de una mujer.

Eso significaba que sería Seis. Eso significaba que era el día que había estado temiendo. Seis había prometido que cuando regresara empezaría a hacer que Rachel dibujara para ella.

La cerradura emitió un sonido metálico al girar la llave. Rachel se apretó contra la pared, queriendo huir pero sabiendo que no podía. La pesada puerta de hierro chirrió al abrirse y la luz de un farol entró a raudales en la prisión de piedra de la niña.

Una figura pasó al interior, sosteniendo el farol. Rachel pestañeó cuando vio la sonrisa.

Era su madre.

La niña se puso en pie de un salto. Con lágrimas derramándose por sus mejillas, corrió hacia la mujer y le rodeó la cintura con los brazos. Notó cómo unas manos consoladoras la rodeaban en un cálido abrazo y lloró por la alegría que le producía el inesperado abrazo.

—Vamos, vamos. Todo está bien ahora, Rachel.

Y Rachel sabía que así era. Con su madre allí todo estaba bien de repente. Los hombres pavorosos, la bruja, nada de ello importaba ya. Todo estaba bien ahora.

—Gracias por venir —dijo entre lágrimas—. He estado tan asustada…

Su madre se agachó, abrazándola con fuerza.

—Veo que usaste lo que te di la última vez.

Rachel asintió contra el hombro de su madre.

—Me salvó. Salvó mi vida. Gracias.

Una mano reconfortante le palmeó la espalda a la vez que su madre reía en voz baja ante la felicidad de la niña.

Rachel se apartó.

—Debemos escapar. Antes de que esa bruja espantosa regrese, debemos escapar. Y hay soldados… soldados mezquinos. No debes dejar que te vean. Podrían hacerte cosas terribles.

Mostrando una sonrisa radiante, su madre la contempló.

—Estamos a salvo de momento.

—Pero tenemos que escapar de aquí.

Todavía sonriendo, su madre asintió.

—Sí, debemos hacerlo. Pero necesito que hagas algo por mí.

Rachel se tragó las lágrimas.

—Cualquier cosa. Me salvaste la vida. La tiza que me diste me salvó de los engullidores espectrales. Ellos me habrían hecho pedazos. Lo que me diste me salvó la vida.

Su madre le posó una mano en la mejilla.

—Tú salvaste tu propia vida, Rachel. Usaste tu cabeza y salvaste tu propia vida. Yo sólo te di un poco de ayuda.

—Pero fue la ayuda que necesitaba.

—Me alegro tanto, Rachel. Ahora, yo necesito tu ayuda.

Rachel se encogió de hombros.

—¿Qué podría hacer para ayudarte? No soy lo bastante grande para hacer mucho.

Su madre sonrió de un modo que dio que pensar a la niña.

—Tienes el tamaño correcto.

A Rachel no se le ocurría para qué podría tener el tamaño correcto.

—¿Qué es, pues?

Su madre levantó el farol y se puso en pie. Alargó el brazo para coger la mano de Rachel.

—Ven. Te lo mostraré. Necesito que le lleves un mensaje muy importante a otra persona.

Cuando salieron al pasillo de piedra, el farol mostró que éste estaba vacío. No se veían guardias por ninguna parte.

A Rachel le gustó la idea de ayudar a otra persona. Sabía lo que era sentir miedo y necesitar ayuda.

—¿Quieres que lleve un mensaje?

—Así es. Sé que eres valiente, pero necesito que no te asustes por lo que verás. No es nada a lo que debas temer, lo prometo.

Mientras recorrían con paso rápido los pasillos, Rachel empezó a inquietarse. Sabía que su madre la había ayudado antes, y quería devolver el favor. Pero cuando la gente decía que no tuvieras miedo, significaba que había algo de lo que tener miedo. De todos modos, no podía ser más horripilante que los hombres de aspecto mezquino que la miraban de aquel modo, ni tan horripilante como una bruja.

Chase le había enseñado que era normal sentir miedo, pero que, para sobrevivir, uno tenía que dominar su miedo. El miedo, decía siempre, no podía salvarte, pero dominarlo sí.

Rachel alzó la vista hacia su hermosa madre.

—¿Para quién es el mensaje?

—Es para ayudar a un amigo. Richard.

—¿Richard Rahl? ¿Conoces a Richard?

Su madre bajó los ojos.

—Tú lo conoces, eso es lo que importa. Tú sabes que está intentando ayudar a todo el mundo.

—Lo sé —respondió ella, asintiendo.

—Bueno, pues va a necesitar algo de ayuda. Necesito que le lleves un mensaje para ver si podemos proporcionarle la ayuda que necesitará.

—De acuerdo —dijo Rachel—. Me gustaría ayudarle. Quiero a Richard.

Su madre asintió.

—Magnífico. Es un hombre digno de tu amor.

Se detuvo ante una pesada puerta situada a un lado, luego apretó la mano de Rachel.

—Ahora no tengas miedo. ¿De acuerdo?

Rachel alzó los ojos hacia su madre, sintiendo mariposas en el estómago.

—De acuerdo.

—No hay nada de lo que tener miedo, lo prometo. Y yo estaré contigo.

Rachel asintió. Su madre empujó la puerta y la abrió al frío aire nocturno.

Rachel pudo ver que la luna había salido. Parecía que estaban en un patio, con muros de piedra rodeándolo. El patio era lo bastante grande como para que crecieran arbustos y árboles.

Juntas salieron a la gélida oscuridad.

Rachel se quedó petrificada cuando vio que unos refulgentes ojos verdes la miraban con fijeza.

La respiración se le cortó, impidiendo que se le escapara el grito que iba a lanzar.

Unas alas enormes se abrieron de golpe, desplegándose por completo. Con la luna iluminando por detrás, Rachel pudo ver venas palpitando en la piel tensada de las alas.

Era un gar.

Rachel supo en seguida que en un instante la bestia iba a hacerlas pedazos a las dos.

—Rachel, no tengas miedo —dijo su madre con voz dulce.

Rachel era incapaz de mover las piernas.

—¿Qué?

—Éste es Gratch. Gratch es un amigo de Richard. —Se giró hacia la mortífera bestia, posó una mano sobre el enorme brazo peludo y lo acarició—. ¿No es cierto, Gratch?

La boca se abrió de par en par y unos colmillos enormes brillaron a la luz del farol. El vapor de su aliento siseó y ascendió en el frío aire.

—Grrratch queeere Raaaach aaarg —gruñó la criatura.

Rachel pestañeó. No fue un gruñido, exactamente. Sonó como si hubieran sido palabras.

—¿Ha dicho que quería a Richard?

Gratch asintió con vehemencia. La madre de Rachel asintió.

—Así es. Gratch quiere a Richard. Igual que tú.

—Grrratch queeere Raaaach aaarg —repitió la bestia.

Esta vez Rachel pudo reconocer mejor lo que Gratch había dicho.

Gratch está aquí para ayudar a Richard. Pero te necesitamos a ti también.

Rachel apartó por fin los ojos de la enorme bestia para dirigir la mirada a su madre.

—¿Qué puedo hacer? No soy grande, como Gratch.

—No, no lo eres. Es por eso que Gratch puede llevarte. Y tú puedes llevar un mensaje.