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jennsen hizo una mueca de dolor cuando el fornido guardia le retorció el brazo y la empujó a través de la abertura de la tienda. Dio un traspié pero consiguió no caer. Tras cabalgar a través del vasto campamento bajo la brillante luz del sol invernal, tuvo dificultades para ver en los sombríos aposentos reales. Entornó los ojos, aguardando a que se ajustaran a la pobre luz. Pudo ver las figuras corpulentas de unos guardias a cada lado.

La muchacha se giró al oír un alboroto tras ella y vio a otros soldados enormes empujando a Anson, Owen y Marilee, la esposa de Owen, al interior de la tienda, como si condujeran animales al matadero. Jennsen no había visto mucho a los demás durante el curso del viaje. A todos ellos los habían mantenido amordazados y con los ojos vendados durante la mayor parte del camino para asegurarse de que no causaran problemas. A Jennsen se le partía el corazón al ver a sus amigos de nuevo en las garras de unas personas tan malvadas. Era como una pesadilla que se repetía.

Más allá, en el otro lado de la gran sala de la tienda, Jennsen vio al emperador Jagang sentado tras una pesada mesa, comiendo. Docenas de velas a cada lado de la mesa daban a aquel extremo de la estancia el aspecto de un altar. Unos esclavos aguardaban detrás del emperador. La mesa estaba cubierta de una gran abundancia de comida, como para un banquete. Jagang parecía estar comiendo solo.

Los ojos negros del emperador contemplaban a Jennsen como si fuera un faisán que estuviera pensando decapitar, destripar y asar. Alzó una mano y con dos dedos brillantes de grasa le hizo una seña para que se acercara. Los anillos enormes de sus dedos, así como las largas cadenas con joyas incrustadas que llevaba al cuello, centelleaban a la luz de las velas.

Seguida de cerca por unos atemorizados Anson, Owen y Marilee, Jennsen cruzó las gruesas alfombras para ir a detenerse ante la mesa del emperador. Los candeleros iluminaban una mesa cubierta de bandejas de jamón cocido, aves, filetes y salsas de todas clases. Había frutos secos y frutas, así como una variedad de quesos.

Sin que su terrible mirada no abandonara en ningún momento a Jennsen, Jagang utilizó los dedos de una mano para arrancar la pechuga de un ave asada. Sostenía una copa de plata en la otra mano. Dio un buen mordisco, luego lo regó con vino tinto de la copa. Ella supo que era vino tinto porque parte de él se derramó por las comisuras de su boca para gotear por todo el chaleco de lana de oveja que llevaba.

—Bien, bien —dijo él a la vez que plantaba la copa sobre la mesa—, pero si es la hermanita de Richard Rahl que ha venido a hacernos otra visita.

La última vez que ella había acudido a la mesa del emperador había estado con Sebastian. La última vez había sido una invitada. La última vez no había sabido que la estaban utilizando. Había crecido mucho desde aquel día.

—¿Tienes hambre, querida?

Jennsen estaba hambrienta.

—No —mintió.

Jagang sonrió.

—No necesito ser un Caminante de los Sueños para saber que mientes.

Jennsen se estremeció cuando el hombre descargó el enorme puño sobre la mesa. Brincaron bandejas, cayeron botellas, se derramaron copas de metal. Las tres personas que tenía detrás lanzaron una exclamación ahogada.

Jagang se puso en pie de un salto.

—¡No me gusta que me mientan!

El miedo relampagueó a través de Jennsen ante su repentina cólera. Sobresalían varias venas en la frente del hombre y todo su rostro había enrojecido. Pensó que podría matarla de un golpe allí mismo.

Antes de que él pudiera dar rienda suelta a su cólera, un haz de luz hendió la habitación y dos mujeres entraron agachadas por la abertura de la tienda. El grueso faldón que colgaba sobre la entrada descendió otra vez, y la penumbra volvió a instalarse.

Jagang desvió su atención de Jennsen a las dos mujeres.

—Ulicia, Armina, ¿alguna noticia de Nicci?

Las dos, evidentemente cogidas por sorpresa por la pregunta, intercambiaron una breve mirada.

—¡Respóndeme, Ulicia! ¡No estoy de humor para juegos!

—No, Excelencia, no ha habido noticias de Nicci. —La mujer se aclaró la garganta—. Si se me permite preguntar, Excelencia, ¿tenéis motivos para creer que pueda estar viva?

Jagang se apaciguó de un modo visible.

—Sí. —Se dejó caer en el profusamente tallado sillón—. He soñado con ella.

—Pero la conexión con el rada’han se extinguió. No hay modo de que hubiera podido quitárselo sin ayuda. A lo mejor no fueron más que sueños…

—¡Está viva!

La Hermana Ulicia agachó la cabeza en una reverencia.

—Desde luego, Excelencia. Vos sabéis más que yo sobre tales cosas.

Él se frotó la frente.

—No he estado durmiendo bien estos últimos días. Me canso de estar sentado en este lugar miserable, aguardando progresos. Debería hacer azotar a los hombres que trabajan en la rampa, lentos como son. Pensaba que las ejecuciones posteriores a los motines los estimularían para que se entregaran más a su deber. Esto es por nuestra causa, al fin y al cabo. Quizá si arrojo a algunos de los más lentos desde lo alto de la rampa eso haría que el resto fuera más de prisa.

—Bueno, Excelencia —dijo la Hermana Ulicia a la vez que daba un paso al frente, pareciendo ansiosa por desviar su atención de tales pensamientos siniestros—, tenemos algo que pensamos que puede haceros sentir mucho mejor.

Él alzó los ojos, luego cogió la copa de la mesa y bebió un largo trago. Volvió a depositar la copa en la mesa y arrancó un trozo de jamón cocido de un enorme jamón que descansaba justo a su derecha.

Tras dar un mordisco a la carne que tenía en la mano, hizo una seña a las dos Hermanas.

—¿Y qué es?

—Trajeron varios libros junto con Jennsen. Uno en particular es… bueno, Excelencia, creemos que deberíais verlo por vos mismo.

Jagang volvía a parecer impaciente. Les hizo un gesto con la mano.

Ambas mujeres avanzaron presurosas ante la orden. La Hermana Armina sostuvo en alto el libro que Jennsen recordaba que habían sacado de la habitación subterránea secreta del cementerio.

—El Libro de las sombras contadas —dijo.

Jagang miró a los ojos a cada mujer, luego extendió ambas manos a los lados. Un esclavo se adelantó al instante con una toalla y empezó a limpiar las manos del emperador. Cuando Jagang ladeó la cabeza en dirección a la mesa, otros esclavos fueron hacia ella para empezar a retirar fuentes y cuencos. Una vez que hubieron despejado un espacio sobre el tablero, una joven, vestida con unas ropas que revelaban más de lo que ocultaban, se acercó a toda prisa para limpiar la superficie de madera.

Mientras a Jagang seguían limpiándole las manos, la Hermana Armina depositó el libro ante el emperador. Éste apartó las manos del esclavo de un manotazo y se giró hacia el libro. Inclinó el cuerpo al frente a la vez que abría la tapa y empezaba a inspeccionar el texto.

—Bien —dijo mientras pasaba las páginas—, ¿qué pensáis? ¿Es la copia auténtica o una falsa?

—No es una copia, Excelencia.

Él alzó los ojos con una expresión desaprobadora que parecía como si pudiera tornarse letal.

—¿Qué quieres decir con que no es una copia?

—Es el original, Excelencia.

Jagang pestañeó, no muy seguro de haberla oído bien. Se recostó en el asiento para mirar con fijeza a la mujer.

—¿El original?

La Hermana Ulicia se acercó más. Se inclinó sobre la mesa y pasó las páginas hacia atrás, hasta el principio.

—Mirad esto, aquí, Excelencia. —Dio un golpecito en un lugar para mostrárselo—. Ésta es la marca del autor. Es su sello, que contiene un hechizo para indicar que es original.

—¿Y qué? A lo mejor el sello es falso.

La Hermana Ulicia negaba ya con la cabeza.

—No, Excelencia. Cuando un profeta redacta profecías en un libro pone una especie de marca al principio de sus escritos para indicar que es el original, que es su obra, de su propia mano, y no una copia.

—Poseéis muchos libros de profecía, Excelencia, pero con un par de excepciones, todos son copias de un original. La mayoría no tiene ningún sello. A veces el copista deja su propia marca de modo que su trabajo pueda identificarse como una copia. Tal sello para indicar una copia nunca es como éste. Ésta es una especie de marca única que jamás se pone en una copia, sólo en el original.

»Esto es una marca del autor dejada en forma de hechizo. Es el modo en que se identifican los originales. Éste es el Libro de las sombras contadas original. —Cerró el libro y le mostró el lomo—. ¿Veis? “Sombras”, no “sombra”. Tiene la marca del que lo hizo. Lo encontraron tras barreras y escudos. Éste es el original.

—¿Y los otros?

—Ninguno tiene un sello como éste. Ninguno de los tres lleva siquiera una marca del copista. De hecho, ninguno tiene ninguna clase de marca. Son simplemente copias. Éste es el original.

Jagang, con una mano apoyada sobre la mesa, dio unos golpecitos con el pulgar mientras reflexionaba.

—Sigo sin ver por qué no podría ser una copia falsa. Si hicieron una copia falsa y querían que pareciera real podrían haber puesto una marca fraudulenta en el libro para engañar a la gente.

—Técnicamente es posible, pero hay varias cosas que apuntan a que no es un fraude. También existen varias pruebas que podemos llevar a cabo para verificar la autenticidad de la marca. Ése, al fin y al cabo, es el motivo de que el autor deje una marca en una configuración de hechizo: para que pueda ponerse a prueba. Hemos efectuado unas cuantas pruebas, y los resultados han mostrado que es genuina, pero hay algunas redes de verificación más complejas que todavía podríamos utilizar para comprobarla.

La Hermana Armina agitó una mano en dirección al libro.

—También está la cuestión de lo que dice al principio, Excelencia, la parte sobre la verificación de la Confesora.

La Hermana Ulicia chasqueó la lengua con impaciencia. Al parecer era una discusión que ya habían tenido. Lanzó a la Hermana Armina una mirada asesina antes de volver una vez más su atención al emperador.

—El libro dice que hay que utilizar una Confesora para verificar la copia, Excelencia, no el original. Por ese motivo no podemos confiar en ella como un modo fiable de identificar el original. No es eso lo que se supone que tiene que hacer. La marca del autor lo hace, y podemos llevar a cabo más comprobaciones sobre la marca. Tengo la confianza de que esas pruebas confirmarán nuestra idea.

Jagang consideró sus palabras.

—¿Dónde se encontró este libro?

—En Bandakar, Excelencia —contestó la Hermana Ulicia.

—¿Quieres decir que estuvo tras aquellas barreras de magia todo este tiempo?

—Sí, Excelencia —dijo la hermana Ulicia con evidente agitación—. Otra prueba de que es el manuscrito original.

—¿Por qué?

—Porque, si el original pudiera ser identificado por una marca, ¿dónde lo esconderíais?

—Tras barreras de magia —respondió él, pensativo.

—Excelencia, éste es el original. Estoy segura de ello.

Él la escrutó con sus ojos negros.

—¿Estás dispuesta a jugarte la vida?

—Sí, Excelencia —respondió la Hermana Ulicia sin vacilar.

Jennsen despertó de repente ante un sonido de lo más extraño. Mientras salía de una especie de rugido. En un principio pensó que debía de ser el emperador Jagang padeciendo otra de sus pesadillas, pero al sonido lo siguió una conmoción en el exterior. Unos hombres gritaban y repiqueteaba metal, sonaba como si pilas de lanzas fuesen volcadas. Volvió a oír el rugido, más cerca, y más gritos.

Vio que los vigilantes de la entrada de la tienda asomaban la cabeza al exterior por el faldón que cubría la abertura. Temió levantarse del lugar que ocupaba en el suelo. Jagang le había dicho que permaneciera allí. Con lo violento que aquel hombre podía ser, sabía bien que no debía ponerle a prueba.

Anson la miró con expresión inquisitiva. Jennsen se encogió de hombros. Owen cogió la mano de Marilee. Era evidente que los tres estaban asustados. Jennsen compartía el sentimiento.

Jagang salió hecho una furia de su dormitorio, todavía abotonándose los pantalones. Tenía un aspecto cansado y aturdido. Jennsen sabía que no estaba consiguiendo dormir demasiado por las pesadillas que lo atormentaban.

El emperador estaba a punto de hablar cuando el faldón que cubría la entrada se hizo a un lado. El ruido inundó el interior.

Una mujer delgada cruzó la abertura. En medio del ruido y la confusión, se movía con el frío y deliberado porte de una serpiente.

Sólo con verla, Jennsen deseó poder arrastrarse bajo una alfombra y esconderse.

Los ojos pálidos de la mujer se fijaron en las cuatro personas del suelo antes de mirar al emperador. Hizo caso omiso de los guardias. La piel pálida de la recién llegada destacaba en contraste con el vestido negro que llevaba.

—¡Seis! —dijo Jagang—. ¡Qué haces aquí, en mitad de la noche!

Ella lo contempló casi con desdén.

—He cumplido tus órdenes.

Jagang la miró iracundo.

—Bien, ¿qué tienes?

—Lo que convine obtener para ti.

Alzó algo que había llevado bajo el brazo. Jennsen no lo había visto porque era muy negro y la tienda estaba poco iluminada.

Mientras contemplaba el objeto que ella tendía, el ánimo del emperador empezó a animarse.

Los ojos de Jagang eran negros. El vestido de Seis era negro. La medianoche en una noche sin luna dentro de una cueva en un bosque espeso era negra. Sin embargo, ninguna de aquellas cosas podía compararse con el color negro de lo que la mujer sostenía. Era más negro que nada que Jennsen hubiera visto nunca antes. Le pasó por la cabeza que cuando una persona moría, ésa era la clase de negrura que debía de envolverla.

Jagang lo miraba con fijeza, los ojos abiertos de par en par de placer mientras una sonrisa aparecía en sus facciones.

—La tercera caja…

Seis no daba la impresión de compartir su repentina satisfacción.

—He cumplido mi parte del acuerdo.

—Ya lo creo que lo has hecho —dijo Jagang mientras alzaba con reverencia la caja de sus manos—. Ya lo creo que lo has hecho.

Por fin depositó la negrísima caja sobre una cómoda.

—¿Y las otras cuestiones? —preguntó volviendo la cabeza.

—Abrasé sus fuerzas, desperdigándolas. He eliminado sus patrullas cuando las encontraba. He reconocido las rutas para los convoyes de suministros y asegurado que pudieran pasar sin peligro.

—Sí, han estado llegando… y en buena hora.

—Sería infinitamente mejor limitarse a acabar con esto —dijo la mujer—. ¿Has conseguido encontrar la copia auténtica del Libro de las sombras contadas?

—No. —Sonrió burlón—. Pero creo que tengo el original.

Ella lo contempló durante unos largos instantes, como si sopesara la verdad de sus palabras, o a lo mejor tan sólo preguntándose si estaba borracho.

—¿Crees que has encontrado el original? —Una sonrisa carente de humor distendió sus finos labios—. ¿Por qué no te limitas a usar a tu Confesora?

—Tuvimos algunos… problemas. Consiguió escapar.

Lo que fuera que Seis pensara no lo reveló en su rostro demacrado.

—Bueno, te es de una utilidad reducida de todos modos.

La expresión de Jagang se ensombreció.

—Reducida o no, tengo planes para ella. ¿Crees que podrías encontrarla y traérmela? Yo haría que te mereciera la pena.

Seis se encogió de hombros.

—Si lo deseas… Déjame ver el libro.

Jagang fue a una cómoda y abrió un cajón. Cogió el libro y se lo entregó. Seis lo sostuvo entre las palmas de las manos un largo rato.

—Déjame ver los otros.

Jagang fue a un cajón diferente de la cómoda y sacó tres libros, que parecían tener todos el mismo tamaño. Los depositó uno junto al otro sobre una mesa con tablero de mármol, luego colocó un quinqué junto a ellos.

Seis se acercó con paso majestuoso, los brazos cruzados. Bajó la vista para inspeccionar los tres libros. Posó las yemas de sus largos dedos sobre uno de ellos, luego su mano pasó a un segundo libro, haciendo una pausa en él antes de ocuparse del tercero.

—Estos tres llegaron después. —Sacó el libro original de debajo de un brazo y lo agitó antes de depositarlo en la mesa encima de los otros tres—. Éste llegó primero.

—¿Llegó primero… eso significa que es el original? ¿Estás segura?

—Yo no corro riesgos estúpidos. Si fuera una copia falsa, y debido a eso tu Hermana abriera la caja equivocada, entonces yo perdería todo por lo que tanto he trabajado, e incluso mi vida.

—Eso no responde a mi pregunta.

Ella se encogió de hombros.

—Soy una bruja. Poseo talentos arcanos. Éste es el libro original. Úsalo. Abre la caja correcta y tus pesadillas finalizarán.

Jagang la contempló un momento, con expresión apesadumbrada ante la mención de sus pesadillas, pero luego sonrió por fin.

—Tráeme a la Confesora.

Seis mostró una especie de sonrisa letal.

—Tú tenlo todo preparado, todo organizado, hechizos lanzados, invocaciones hechas, y yo traeré a la Confesora a la fiesta.

Jagang asintió.

—La Hermana Ulicia me dice que es necesario que accedamos al Jardín de la Vida.

—Si bien no es la única manera, sería el mejor modo de asegurar el éxito. Deberías tomar en serio a tu Hermana.

—Sí que la tomo en serio. Puesto que es quien abrirá la caja, conmigo en su mente desde luego, cualquier cosa que no hiciese correctamente resultaría muy desafortunado para ella. Si el Custodio del inframundo se la llevara, sería el peor resultado posible para ella, por lo tanto hacerlo bien va en su propio beneficio. Creo que por eso insiste tanto en abrir la caja en el Jardín de la Vida en lugar de hacerlo aquí.

Seis dirigió una penetrante mirada a Jennsen.

—Utilízala. Es la hermana de Richard Rahl. Poco a poco, todo se está volviendo contra él. Añadir su vida a la mezcla inclinará aún más la balanza.

Jagang volvió sus negros ojos hacia Jennsen.

—¿Por qué crees que la hice traer aquí?

—Pensaba que era venganza —respondió Seis con un encogimiento de hombros.

—Quiero poner fin a esta resistencia a la voluntad de la Orden. Si la venganza fuera mi objetivo, ella estaría ya en las tiendas de tortura, agonizando entre alaridos. Será de más utilidad para la Orden de otras formas. Mi objetivo es que la Fraternidad de la Orden gobierne por fin a la humanidad como debería por derecho.

—Salvo por mi porción —dijo Seis con una mirada mortífera.

Jagang sonrió con indulgencia.

—No eres una socia codiciosa, Seis. Tu petición es bastante modesta. Puedes hacer cualquier cosa que desees con tu pequeña parte del mundo, bajo la autoridad rectora de la Orden, desde luego.

—Desde luego.

»Si la vida de su hermana no le hace cambiar de opinión, no dudes en mencionar mi nombre. Dile que me encantaría hacer llover fuego sobre él.

A Jagang eso le pareció agradable.

—Buena idea. Como sospeché desde el principio, estás resultando ser una aliada valiosa, Seis.

—Reina Seis, si no te importa.

Jagang se encogió de hombros.

—En absoluto. No tengo inconveniente en ser justo contigo… Reina Seis.