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cara, sentada de rodillas junto a él, posó una mano con gesto compasivo sobre el hombro de Richard cuando éste se inclinó sobre Nicci.

Él mismo sentía como si estuviera muerto.

Rodeó a Nicci con sus brazos, incapaz de ofrecerle ninguna protección real, ninguna salvación; incapaz de arrebatarla del dominio de Jagang.

La suma de los acontecimientos que lo habían conducido hasta aquel punto de su vida parecían sobrepasarle. No importaba lo que hiciera, los que creían en la Orden Imperial hacían progresar su causa de un modo constante. En su fanatismo, estaban decididos a erradicar toda alegría de la vida, a extraerle cualquier significado, a agriar la existencia misma para convertirla en un suplicio insoportable.

Consagrados a su fe insensata en una vida perfecta y eterna después del sacrificio en esta vida, los seguidores de la Orden anhelaban hacer sufrir a cualquiera que osara querer existir para el simple disfrute. Tal deseo era para ellos pecaminoso e intolerable.

Richard los odiaba. Los odiaba con vehemencia por todo el daño que infligían.

Deseaba poder borrarlos a todos del mundo de la vida.

Nicci, a pesar de que apenas parecía consciente del entorno, apretó un brazo contra su cuello como si quisiera consolarle en su pena, como si quisiera decirle que no pasaba nada, que también ella, como tantas personas que habían peleado y muerto para defender su modo de vida, el derecho de sus seres queridos de vivir a salvo y libres, estaría pronto en una paz eterna, lejos del alcance del dolor. Aun cuando él sabía que ella estaría por fin libre de un padecimiento terrible, y fuera del alcance de Jagang, Richard no podía soportar la idea de que abandonara el mundo de la vida.

En aquel momento, todo le parecía fútil a Richard. Todo lo bueno en la vida estaba siendo metódicamente destruido por personas que creían con fervor que su piadoso propósito en la vida era asesinar a aquellos que no querían someterse a las creencias de la Orden.

El mundo estaba atenazado por una locura absoluta.

Tantos habían muerto ya, tantos morirían… Richard sentía como si estuviera atrapado en un remolino, que lo sumía constantemente en las profundidades de la desesperación. No parecía existir fin a aquella matanza sin sentido, ninguna escapatoria que no fuera la muerte.

Y ahora Nicci emprendía ese viaje final.

Él tan sólo había querido vivir su vida con la mujer que amaba, igual que tantas otras personas. En su lugar, a Kahlan le habían robado la mente, convirtiéndola en un instrumento de aquéllos con un ardiente deseo de imponer sus creencias a todo el mundo. Si bien podría haber ayudado a Kahlan a escapar, los esbirros de Jagang la estarían persiguiendo y ninguno de ellos se daría por vencido jamás. A menos que se les detuviera, la Orden se adueñaría de Kahlan tal y como se adueñaría de todos.

Ahora también a Nicci le estaba extrayendo poco a poco la vida.

Mientras se ensimismaba, ajeno a todos y a todo, Richard sintió una repentina sacudida violenta y desgarradora en su interior. Por un momento lo mantuvo inmovilizado en un extraño y silencioso mundo de las tinieblas antes de volver a dejarle caer en una tormenta interior.

No conocía el origen de esa desorientación interior, pero de improviso sintió como si se hubiera perdido entre un millón de meteoros. Y entonces todos ellos estallaron desde algún lugar dentro de las insondables profundidades de su ser.

Cara le agarró el brazo y lo zarandeó.

—¡Lord Rahl! ¿Qué sucede? ¡Lord Rahl!

Reparó en que estaba chillando, y que no podía parar.

En mitad de la incandescencia, le invadió la comprensión.

De repente supo sin la menor duda la causa de esa sensación.

Era un despertar.

El soberbio poder de aquel renacimiento era pasmoso. Cada fibra de su cuerpo ardía de improviso llena de aquella vida. Al mismo tiempo, el tuétano de cada hueso repiqueteaba con un dolor tan abrumador que casi lo dejó inconsciente.

Podía sentir su herencia inalienable ardiendo otra vez en su interior, volvía a sentirse completo por primera vez desde lo que parecía una eternidad. Era casi como si hubiera olvidado quién era, qué era, como si hubiera perdido su camino y todo hubiera regresado de repente en un instante cegador.

Su don había regresado. No tenía ni idea de por qué o cómo, pero había regresado.

Lo que lo mantenía consciente, no obstante, lo que mantenía su mente centrada, era la rabia que hervía en su interior hacia aquellos que justificándose en sus propias creencias retorcidas infligían daño a otros que no pensaban como ellos.

En aquel momento, mientras su rabia ciega hacia todos aquellos que existían para odiar y hacer daño a otros, volvía a fluir a través de aquella conexión integral con su don, oyó un chasquido metálico.

Nicci jadeó.

Richard, casi sin darse cuenta de lo que sucedía, advirtió que los brazos de la mujer lo rodeaban, y que ésta jadeaba para recuperar el aliento.

—¡Lord Rahl —dijo Cara, zarandeándolo— mirad! ¡El collar se ha soltado! Y el aro de oro que tenía en el labio ya no está.

Richard se echó atrás para contemplar los ojos azules de Nicci. Ella tenía la vista alzada hacia él. El rada’han se había hecho pedazos y yacía roto en el suelo.

—Tu don ha regresado —musitó Nicci, apenas consciente—. ¡Puedo percibirlo!

Él sabía sin la menor duda que era verdad. Su don había regresado de un modo inexplicable.

Advirtió la presencia de un bosque de piernas cuando miró a su alrededor. Unos soldados de la Primera Fila, empuñando armas, lo habían rodeado. Ulic y Egan estaban entre ellos y Richard. Entre Ulic y Egan había un muro de cuero rojo.

Richard comprendió que había gritado cuando el dolor abrasador había estallado a través de él y que ellos probablemente habían pensado que lo estaban asesinando.

—Richard —dijo Nicci, atrayendo su atención con una voz que apenas era un débil susurro—. ¿Has perdido el juicio?

La hechicera tuvo que obligar a sus ojos a abrirse varias veces. Tenía la frente perlada de sudor. Richard sabía que estaba agotada por el suplicio y necesitaba descanso. Con todo, era de lo más alentador ver la vida en sus ojos otra vez.

—¿A qué te refieres?

—¿Cómo demonios se te ocurrió pintar esos símbolos en rojo por todo tu cuerpo?

Cara echó una ojeada a Richard.

—Me gusta como quedan.

Berdine asintió por encima de la cabeza de Cara.

—A mí también. En cierto modo me recuerda a nuestro cuero rojo.

—Le proporciona una apariencia estupenda —convino Nyda.

Incluso a través del agotamiento que sentía, la expresión de Nicci reveló que no le parecía gracioso.

—¿Dónde aprendiste a hacer eso? ¿Tienes alguna idea del peligro que representan esos símbolos?

Richard se encogió de hombros.

—Desde luego. ¿Por qué crees que los pinté?

Nicci se dejó caer atrás sin fuerzas, demasiado débil para discutir.

—Escúchame —dijo—. Si yo no… si algo… escucha… no puedes hablar a Kahlan sobre vosotros dos.

Richard frunció el entrecejo a la vez que se inclinaba más cerca de ella, intentando oírla con claridad.

—¿De qué estás hablando?

—Hace falta un campo estéril. Si algo me sucede, si no sobrevivo, es necesario que lo sepas. No puedes hablarle sobre vosotros dos. Si le cuentas a Kahlan su pasado contigo, no funcionará.

—¿Qué no funcionará?

—El poder de las cajas. Si alguna vez tienes la oportunidad de invocar el poder de las cajas, éste necesita un campo estéril para funcionar. Eso significa que Kahlan no puede tener un conocimiento previo sobre el amor entre vosotros dos, o los recuerdos no podrán reconstruirse. Si se lo cuentas, la perderás para siempre.

Richard asintió, no muy seguro de qué le hablaba ella, pero enormemente preocupado de todos modos. Temía que Nicci pudiera delirar debido al padecimiento provocado por el collar. En realidad no tenía el menor sentido lo que decía, pero sabía que no era el momento ni el lugar para ahondar en ello. La necesitaba recuperada por completo.

—¿Estás escuchando? —preguntó ella, con los ojos cerrándosele mientras pugnaba por permanecer consciente.

Richard no estaba seguro de si había conseguido quitar el collar a tiempo. Sí sabía que Nicci todavía no era ella misma.

—Sí, de acuerdo. Escucho. Un campo estéril. Entendido. Ahora, relájate hasta que podamos llevarte a un lugar donde puedas descansar. Luego puedes explicármelo todo. Estás a salvo ahora.

Richard se puso en pie mientras Cara y Berdine ayudaban a Nicci a levantarse.

—Necesita un lugar tranquilo donde pueda descansar —les dijo.

Berdine rodeó con un brazo la cintura de Nicci.

—Me ocuparé de ello, lord Rahl.

Había transcurrido algún tiempo desde que había oído referirse a él como «lord Rahl». Se le ocurrió que Nathan podría experimentar cierto resentimiento al verse desplazado. Ésta no había sido la primera vez que había actuado como lord Rahl, el protector del vínculo, para encontrarse a continuación con que Richard regresaba para reclamar el título.

Antes de que pudiera realmente pensar en ello, oyó un ruido curioso. Pareció como algo que chisporroteaba, seguido por un golpe sordo. Cuando todos se hicieron a los lados para dejar pasar a Richard y a Nicci, éste vio que un hombre iba hacia ellos.

Tras un segundo vistazo, Richard no estuvo seguro de qué veía. Parecía un soldado de la Primera Fila, pero no era así. El uniforme tenía un aspecto distinto.

El general Trimack extendió un brazo, empujando a algunos de sus subordinados fuera del paso para que Richard pudiera pasar. Éste, no obstante, se había detenido. Miraba al soldado que avanzaba entre la carnicería.

El hombre carecía de rostro.

Lo primero que le pasó por la cabeza fue que a lo mejor había recibido quemaduras espantosas y el rostro se le había consumido. Pero el uniforme estaba intacto y su carne no parecía en absoluto quemada o cubierta de ampollas. En su lugar, era lisa y sin heridas. Tampoco caminaba como si estuviera herido.

Pero carecía de rostro.

Donde debería haber habido ojos había sólo leves depresiones en la piel lisa, y por encima de ellas un atisbo de un arco superciliar. Donde debería haber estado la nariz había sólo una ligera elevación, un simple indicio de una nariz. No había boca. Parecía como si su rostro estuviera hecho de arcilla pero aún no le hubieran esculpido las facciones. También las manos estaban por terminar. Sólo tenía pulgares. El resto parecían muñones.

Era una visión tan sorprendente que su contemplación producía un terror instantáneo.

Un soldado de la Primera Fila, que ayudaba a un herido y que sólo atisbó de soslayo un uniforme de la Primera Fila, se enderezó y se giró un poco, alzando un brazo como para pedir al hombre que permaneciera atrás. El hombre sin rostro alzó la mano y tocó el brazo del soldado.

El rostro y las manos del soldado se resquebrajaron y ennegrecieron, como si un calor intenso hubiera achicharrado al instante su carne, convirtiéndola en una costra negra. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de quedar carbonizado. Cayó, chocando contra el suelo con un golpe sordo; el ruido que Richard había oído sólo un momento antes.

El hombre sin rostro había adoptado un aspecto más nítido. La nariz había ganado definición, y ahora mostraba el indicio de una hendidura a modo de boca. Era como si hubiera extraído las facciones de la vida que acababa de eliminar.

En un instante, otros soldados de la Primera Fila se colocaron ante la amenaza que se aproximaba. El hombre sin rostro los tocó a medida que atravesaba su línea de defensa. También los rostros de estos soldados se arrugaron al instante, convertidos en negros pliegues quemados que ya ni siquiera parecían humanos, y todos ellos se desmoronaron sin vida al suelo.

—La bestia… —dijo Nicci, situada justo al lado de Richard.

Él la ayudaba a sostenerse en pie y ella tenía un brazo alrededor de sus hombros.

—La bestia —susurró ella otra vez, un poco más fuerte, por si acaso él no la había oído—. Tu don ha regresado. La bestia puede encontrarte.

El general Trimack conducía ya a media docena de sus soldados hacia la nueva amenaza, pero aquella amenaza seguía andando hacia Richard, indiferente a quienes corrían a enfrentarse a ella.

El general Trimack rugió a la vez que descargaba la espalda sobre la amenaza. El hombre no efectuó el menor esfuerzo por esquivar el golpe. La espada se abrió paso sus buenos treinta centímetros a través del hombro, justo al lado del cuello, casi seccionando el hombro del cuerpo. Era una herida que habría detenido a cualquiera. A cualquiera que estuviera vivo.

El general, con las manos aún en la espada, se descompuso en carne arrugada, carbonizada, agrietada y sangrante que empezó a desprenderse. El militar cayó desplomado al suelo sin ni siquiera una mueca o un grito. Salvo por el uniforme, el cuerpo era irreconocible.

El hombre sin rostro, con la espada del general todavía profundamente clavada en el cuerpo, ni siquiera dio un traspié. El rostro había obtenido aún más definición y ahora asomaban dos ojos rudimentarios en las depresiones. A lo largo de un lado de la cara había aparecido un atisbo de una cicatriz, similar a la que tenía el general Trimack.

La hoja de la espada, allí donde sobresalía del hombre, empezó a humear a medida que se tornaba incandescente, como si la acabaran de sacar de la forja de un herrero; luego, ambos extremos se combaron al fundirse en dos, desprendiéndose del lugar en el que había estado incrustada en el pecho del hombre. La punta de la espada, tras la espalda, cayó con un ruido metálico al suelo. El extremo de la empuñadura cayó y rebotó, para aterrizar a continuación siseando y humeando sobre un cadáver próximo.

De todas direcciones salieron hombres a la carrera para detener la amenaza.

—¡Retroceded! —chilló Richard—. ¡Retroceded!

Una de las mord-sith estrelló su agiel contra la base del cuello del hombre. Al instante, la mujer chisporroteó y humeó hasta convertirse en un ennegrecido cadáver carbonizado y luego cayó hacia atrás.

Lo que había sido sólo un indicio de cabellos en la bestia ahora eran unos meros mechones rubios, como los que había lucido ella sólo un momento antes.

Todo el mundo se frenó y empezó a retroceder, intentando permanecer fuera del alcance de la amenaza.

Richard cogió una ballesta de un soldado de la Primera Fila que tenía cerca. El arma estaba ya cargada con una de las mortíferas flechas con plumas rojas que Nathan había encontrado para ellos.

Mientras el hombre con la cara en plena evolución caminaba decidido hacia él, Richard alzó el arco y pulsó el disparador.

Una saeta con plumas rojas se estrelló en el centro de su pecho. El hombre —la bestia— se detuvo. Su carne empezó a ennegrecerse y calcinarse igual que la de todos aquellos que había tocado. Las rodillas se le doblaron y la bestia cayó en un ovillo humeante, adquiriendo a los ojos de todos el mismo aspecto que sus víctimas.

Sin embargo, siguió ardiendo en forma de rescoldos. No surgieron llamas, pero toda la criatura, incluido el uniforme que Richard pudo ver entonces que no era en realidad tal, sino una parte de la bestia misma, se fundió y borboteó. La masa que se disolvía empezó a coagularse y a ennegrecerse y, mientras todo el mundo permanecía allí, de pie, atónito, contemplándola, ardió sin llama, secándose, resquebrajándose y enroscándose sobre sí misma hasta que sólo quedaron cenizas.

—Utilizaste tu don —dijo Nicci, con la cabeza colgando sin fuerzas—. Te encontró.

Richard asintió sin dirigirse a nadie en particular.

—Berdine, por favor lleva a Nicci a algún sitio donde pueda descansar un poco.

Richard esperaba que ella pudiera recuperarse. Nicci no tan sólo le importaba, también la necesitaba. Adie había dicho que Nicci era su única esperanza.