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richard atisbaba por debajo de la lona impermeabilizada mientras el carro rodaba cerca de los bordes del campamento de la Orden. Cada vez que una ráfaga de viento azotaba el vehículo tenía que aferrar bien la lona para mantenerla bajada. La imponente monstruosidad de la rampa se alzaba por encima de sus cabezas, y a tan poca distancia pudo ver lo inmensa que era ahora. No parecía una falsa esperanza que acabara por alcanzar el palacio de lo alto de la meseta.

Después de que Adie hubiera usado su don para ayudarles a cruzar los combates que tenían lugar alrededor del campo de Ja’La, había sido un trayecto relativamente sin incidentes. Los soldados regulares no querían saber nada de los potenciales problemas que ofrecía un carro pequeño escoltado por lo que parecían un guardia real y una Hermana. En su mayor parte prefirieron mirar a otro lado.

El motín había quedado confinado principalmente a los espectadores del partido de Ja’La. Si bien daba la impresión de que había miles de hombres involucrados por el resultado del partido, y era un baño de sangre, quedaba limitado de todos modos a una porción del campamento. En gran parte del resto del campamento, los oficiales habían enviado a toda prisa a sus subordinados para que pusieran freno a los problemas.

De todos modos, la agitación se había extendido hasta cierto punto. La mayoría de los hombres no se habían unido a la contienda para pasar frío, hambre y cavar y amontonar tierra. Empezaban a estar resentidos por tener que trabajar en lugar de dedicarse a asesinar, violar y saquear. Estar a la espera de una conquista era una cosa, pero en la actualidad los botines que quedaban parecían limitados y la tarea para llegar hasta ellos era considerable. Daba la impresión de que la abnegación por la causa de la Orden tenía sus límites. Parecía que habían decidido que hasta allí podían llegar si había llegado el momento de tener que trabajar y esforzarse de verdad.

Los oficiales, no obstante, fueron no tan sólo veloces sino brutales en lo referente a aplastar los focos de sedición. Descontentos como estaban muchos de los hombres con sus condiciones de vida, cuando vieron lo que sucedía a algunos de aquellos que provocaban disturbios, perdieron el valor para unirse a ellos.

En varias ocasiones el general Meiffert había tenido que marcarse faroles para abrirse paso entre los amotinados. En una ocasión su bravata había necesitado ser reforzada con un tajo en el cuello de un hombre. En otras ocasiones Adie había usado sus poderes discretamente para facilitar su paso. Que los soldados creyeran que era una de las Hermanas de Jagang ponía fin a muchas preguntas antes incluso de que se hicieran. En varias ocasiones, cuando la habían detenido e interrogado soldados, ella se limitó a mirarlos con fijeza sin responder. Al mirar al interior de aquellos ojos completamente blancos mientras ella los observaba iracunda, perdían el coraje y desaparecían en la oscuridad.

Muy por detrás de ellos, en el campo de Ja’La, había focos dentro del motín que por fin estaban siendo controlados, pero en su mayor parte eran combates caóticos entre soldados borrachos. La guardia del emperador no se había preocupado en realidad de restaurar el orden. Sólo les había interesado salvar la vida del emperador.

El estremecido dolor de Nicci indicaba a Richard que Jagang seguía vivo y capaz de ejercer su influencia. Eso no significaba que estuviera consciente, sin embargo. Lo que Richard no sabía era si Jagang en algún momento, cuando se viera incapaz de obligarla a regresar, podría decidir matarla a través del collar. Si lo hacía, no había nada que Richard pudiera hacer para detenerlo. Quitarle el collar del cuello era la única solución, y para hacer eso tenían que llegar hasta Nathan, arriba, en el palacio.

Asomando por debajo de la lona, Richard distinguió una confusión de pozos enormes esparcidos a la luz de las antorchas. Pudo ver filas de hombres, animales y carros abandonando pozos en los que se excavaba material. Nubes de polvo surgían de zonas donde se cavaba. Las filas de hombres y carros que salían de esos pozos se alargaban hasta la rampa en constante movimiento mientras transportaban la tierra y las rocas a la zona de construcción.

Richard volvió a echar una ojeada a Nicci, tendida en la plataforma del carro. La mujer le aferraba la mano. Todo su cuerpo temblaba. Sintió una terrible empatía con su padecimiento. Sabía lo que se sentía. Había soportado la misma magia procedente de un collar, aunque su suplicio no había durado tanto. No sabía cuánto tiempo podría sobrevivir ella.

Jillian yacía al otro lado de Nicci, sujetándole la otra mano. Bruce estaba tumbado más allá de Jillian, atisbando con cautela por debajo de la lona con la espada lista por si había problemas.

Richard no estaba seguro de hasta qué punto podía confiar en él. Bruce había intervenido en más de una ocasión para proteger a Richard con gran riesgo para su propia vida, y Richard sabía que no todos los guerreros de la Orden elegirían obedecerla, si de verdad se le permitiera escoger. Tenía que haber algunos, aunque fueran unos pocos, que preferirían no tener nada que ver con la Orden. Richard no conocía en realidad tan bien a Bruce, de modo que no sabía por qué experiencias había pasado éste que hubiesen provocado que aprovechara esta posibilidad para ponerse de su lado. Pero lo alegraba que lo hubiera hecho. Le daba esperanzas de que no todo el mundo se había vuelto loco. Todavía había personas que valoraban su propia vida y que querían la libertad de vivir como creyeran conveniente. Incluso estaban dispuestas a luchar por ello.

Cuando el carro se detuvo con un bamboleo, Adie se acercó, posando un codo sobre el lateral del lado donde estaba Richard. Echó una mirada.

—Hemos llegado.

Richard asintió, luego se inclinó cerca de Nicci.

—Hemos llegado. Estamos cerca de la rampa.

La frente de la hechicera estaba fuertemente contraída por el dolor. Parecía estar en un lejano mundo de sufrimiento. Con un gran esfuerzo aflojó algo de la presión que ejercía sobre la mano de Richard, luego volvió a apretarla para hacerle saber que lo había oído.

A pesar del frío que hacía, estaba empapada de sudor. Sus ojos permanecían cerrados la mayor parte del tiempo, aunque de vez en cuando se abrían como platos cuando ella jadeaba debido a una terrible punzada de dolor.

A Richard le desesperaba no poderla ayudar, que ella tuviera que esperar, padecer en su aislado mundo de tormento, soportando la interminable eternidad que parecía que estaban tardando en llevarla hasta Nathan.

—Nicci, ¿puedes decirme qué hemos de hacer? Estamos aquí, pero no sé por qué. ¿Por qué querías que fuéramos a la rampa?

Richard le apartó con delicadeza pelo que tenía pegado a la frente cubierta de sudor. Sus ojos se abrieron de par en par con una punzada de abrumador dolor.

—Por favor… —susurró.

Richard se inclinó más cerca aún para poder oírla.

—¿Qué es?

Acercó más el oído a su boca.

—Por favor… ponle fin. Mátame.

Nicci se estremeció con un gemido cuando la recorrió otro ataque de dolor. Empezó a sollozar.

Richard, sintiendo un nudo de terror en la garganta, la abrazó con fuerza.

—Ya casi hemos llegado. Aguanta. Si podemos entrar en el palacio creo que Nathan podrá quitarte ese collar. Sólo aguanta.

—No puedo —lloró ella.

Richard apretó la mano contra su mejilla.

—Te ayudaré a deshacerte de él. Sólo necesitamos entrar. Necesito saber cómo entraremos.

—Catacumbas… —dijo ella en un jadeo a la vez que su espalda se arqueaba.

¿Catacumbas? Richard pestañeó ante la palabra. ¿Catacumbas?

Alzó la lona un poco y atisbó fuera otra vez. La rampa se alzaba a poca distancia. Más allá de la rampa, la meseta se erguía en la noche.

Mientras miraba la meseta, aquello tuvo sentido.

Jillian se inclinó por encima de Nicci.

—¿Podría referirse a catacumbas como las de mi tierra natal? —Bajó los ojos hacia la hechicera—. ¿Catacumbas como en Caska?

Nicci asintió.

Richard volvió a mirar fuera desde debajo de la lona, buscando algo que pareciera diferente, alguna señal de dónde podía estar la entrada. Repasó mentalmente todo lo que pudo recordar sobre las antiguas catacumbas de Caska. En lo más profundo de aquellas habitaciones subterráneas fue donde habían encontrado el libro Cadena de Fuego. El laberinto de antiguos túneles y estancias había discurrido a lo largo de kilómetros. Richard había pasado casi toda la noche registrando las catacumbas y sabía que sólo había visto una mínima parte de ellas.

Encontrar la entrada, sin embargo, había sido difícil. Hallar una pequeña abertura en campo abierto, con todos aquellos hombres por allí, iba a ser mucho más difícil todavía.

Volvió a mirar atrás.

—Nicci, ¿cómo encontraste las catacumbas del palacio?

Ella negó con la cabeza.

—Nos encontraron.

—¿Os encontraron? —Richard volvió a atisbar fuera a la vez que comprendía de repente—. Queridos espíritus…

Todo empezó a tener sentido para él. Los hombres de Jagang, cavando los pozos, habían dejado al descubierto las antiguas catacumbas.

—¿Ellos subieron al palacio y te capturaron? ¿Es eso a lo que te refieres?

Nicci asintió.

Pero si ellos habían conseguido introducirse en el palacio, ¿por qué seguían trabajando en la rampa? Comprendió que si las catacumbas guardaban algún parecido con las de Caska necesitarían más túneles que aquéllos para meter todo su ejército en el Palacio del Pueblo.

También podría ser que la rampa fuera una diversión para conseguir tiempo.

Diversión o no, Jagang podría haber introducido espías en el palacio a través de las catacumbas. Si había un modo de entrar, no había forma de saber el daño que tal brecha podía causar.

Tenían que ser Hermanas las que se habían introducido dentro. Habrían hecho falta Hermanas para capturar a Nicci. Con todos sus poderes debilitados por el hechizo del palacio, sabía que habría hecho falta más de una.

—Las cuadrillas que extraían tierra para la rampa descubrieron catacumbas —adivinó Richard en voz alta, dirigiéndose a Nicci—. Unas Hermanas recorrieron las catacumbas y hallaron un modo de subir al interior del palacio. Así es como te capturaron.

Entre los temblores y el dolor, Nicci le oprimió la mano a modo de confirmación.

Richard se inclinó muy pegado a Nicci.

—¿Sabe alguien ahí arriba que Jagang tiene un modo de entrar?

Ella movió la cabeza de lado a lado.

—Agrupándose dentro… —consiguió responder.

A Richard le dio un vuelco el corazón.

—¿Están agrupando hombres dentro para atacar el palacio?

Ella volvió a asentir.

—Será mejor que entremos ahí y los advirtamos —dijo Bruce.

—Adie —dijo Richard a la anciana—, ¿has oído todo eso?

—Sí. El general está aquí. También lo oyó.

Richard miró fuera desde debajo de la lona. A lo lejos, un poco a la derecha, vio un pozo donde no había ni hombres ni carros.

—Mirad ahí, alrededor de ese pozo. Hay centinelas repartidos por toda la zona.

—Guardias… —confirmó el general Meiffert.

—Ése tiene que ser el lugar donde encontraron las catacumbas… abajo, en ese pozo. Mirad el modo en que han interrumpido todas las excavaciones entre ese lugar y la meseta.

—¿Por qué habrán hecho eso? —preguntó el general.

—Las catacumbas son antiguas. No hay forma de saber en qué estado podrían hallarse. No quieren arriesgarse a derrumbar ninguno de los túneles que discurran bajo el palacio.

—Debe de ser eso —repuso Adie.

—¿Cómo vamos a bajar al interior del pozo? —preguntó el general Meiffert.

—Si dispusiéramos de más uniformes de la guardia real podríamos conseguirlo —sugirió Bruce.

—Tal vez —replicó Richard—, pero ¿y Nicci y Jillian?

Bruce no tenía una respuesta.

—Desde luego no podrían entrar como si tal cosa —convino el general Meiffert—, y bajar un carro al interior de un pozo custodiado provocaría sospechas.

—Tal vez —dijo Richard, pensando en voz alta—. Tal vez no…

—¿Qué tenéis en mente? —preguntó el general Meiffert.

Richard movió con delicadeza los hombros de Nicci.

—¿Hay libros en las catacumbas?

—Sí —logró contestar ella.

Richard se volvió hacia el general.

—Podríamos decir a los guardias que, con todo el alboroto que hay en el campamento esta noche, el emperador quiere llevar un cargamento de libros importantes a su tienda para asegurarse de que están a salvo. Que envió a esta Hermana para que se ocupara de esos libros. Y que deben organizar una escolta para proteger los libros.

—Querrán saber por qué no hemos traído soldados con nosotros.

—Debido al motín —sugirió Bruce—. Los oficiales no querían arriesgarse a retirar guardias de la tarea de proteger al emperador.

Richard asintió.

—Mientras están ocupados yendo a conseguirnos algunos hombres, nos deslizamos dentro de las catacumbas.

—No todos los soldados van a abandonar el emplazamiento para ir a reunir hombres —dijo Bruce—. Sonaría terriblemente sospechoso si sugiriéramos siquiera tal cosa. Cualquiera que se quede en la zona verá a las dos mujeres.

»No subestiméis a esos guardias. ¿Veis sus uniformes? Ésos son hombres en los que el emperador confía. No son idiotas y no son gandules. No se les pasa nada por alto.

—Eso tiene sentido —repuso Richard mientras consideraba el consejo de Bruce, y frunció el entrecejo mientras se le ocurría una idea que le hizo girarse hacia Adie—. Es una noche ventosa. ¿Crees que podrías ayudar al viento?

—¿Ayudar al viento? —Sus ojos completamente blancos lo contemplaron bajo la débil luz de las antorchas—. ¿Cuál tu idea es?

—Hacer que uses tu don para agitar el aire… Algunas ráfagas al azar… Después de que el general Meiffert les haya dicho que empiecen a reunir algunos hombres para que sirvan de escolta, bajaremos el carro al interior del pozo. Entonces una ráfaga de viento aún más fuerte apagará las antorchas. Cuando todo quede a oscuras, y antes de que los guardias puedan llevar más antorchas allí bajo, bajamos a Nicci y a Jillian al interior sin que las vean.

—De acuerdo, pero dentro de los túneles —dijo el general Meiffert— seguirá habiendo soldados. ¿Qué proponéis respecto a eso?

Richard compartió una mirada de preocupación con él.

—Tenemos que pasar a través de ellos, de un modo o de otro. Pero, sí, es probable que haya muchos hombres.

—Será difícil pelear en los túneles. Eso igualará las probabilidades —apuntó Bruce.

—Tienes razón —dijo el general Meiffert—. Hasta cierto punto no importa cuántos soldados haya ahí abajo. En lugares tan reducidos sólo pueden tener unos pocos hombres a la vez combatiéndonos.

Richard soltó un suspiro.

—Pero eso sigue siendo un problema. Cada uno de los hombres de ahí abajo intentará detenernos. A medida que nos abrimos paso por la fuerza ellos pueden rodearnos por detrás. Seguro que hay innumerables estancias, lo que les dará la oportunidad de atacar desde los lados a medida que avanzamos. Será un camino largo. Y teniendo que ayudar a Nicci va a ser más que difícil abrirnos paso.

—¿Qué elección tenemos? —preguntó el general Meiffert—. Tenemos que pasar y el único modo es eliminar a cualquiera que intente detenernos. No será fácil, pero es nuestra única esperanza.

—Las catacumbas estarán negras como el carbón —dijo Adie en su voz áspera—. Si uso mi don para apagar todas las luces ahí abajo ellos vernos no podrán.

—Pero ¿entonces cómo podemos ver nosotros? —quiso saber Bruce.

—Tu don —dijo Richard a Adie a la vez que comprendía el plan de la anciana—. Tú ves con tu don.

Ella asintió.

—Yo seré vuestros ojos. Mis ojos fueron cegados cuando era joven. Veo mediante mi don, no mediante la luz. Todos vosotros me seguiréis. Sin hacer el menor ruido. Ni siquiera sabrán que estamos escabulléndonos entre ellos. Si tropiezo con algunos guardias, encontraré un modo de rodearles por otras rutas, de modo que no sepan que estamos allí. Si no hay otro remedio, los mataremos, pero mejor pasar a hurtadillas junto a ellos.

—Eso me da la impresión de que es nuestra mejor posibilidad.

Richard echó una ojeada a Nicci antes de mirar a los demás. Nadie presentó ninguna objeción, así que siguió diciendo:

—Está decidido, entonces. El general Meiffert habla con el capitán de los guardias. Nosotros bajamos el carro al interior del pozo mientras él va en busca de hombres. Una vez abajo, Adie usa su don para levantar una ráfaga de viento que apague las antorchas. En la confusión creada antes de que puedan encender las antorchas descendemos al interior de las catacumbas. Ellos probablemente pensarán que hemos iniciado nuestro trabajo de recoger los libros para el emperador. Una vez dentro, Adie encabeza la marcha y apaga cualquier luz con la que topemos. Nos guiará por la ruta más segura. Cualquiera que se nos cruce en el camino que intente detenernos morirá.

—Pero estad preparados por si el capitán de la guardia recela y quiere crearnos problemas —indicó el general.

—Si necesario —repuso Adie—, haremos frente a esos problemas. Yo me aseguraré de ello.

Richard asintió.

—De todos modos, tenemos que apresurarnos. Pronto habrá luz. Necesitamos la oscuridad para descender a las catacumbas sin que ninguno de los guardias vea a Nicci y a Jillian. Una vez que estemos dentro no importará.

—Entonces pongámonos en marcha —dijo el general, a la vez que se dirigía a la zona delantera para conducir los caballos.

Richard echó una ojeada al cielo oriental. No faltaba mucho para el amanecer. Bruce y él tiraron hacia abajo de la lona y la sujetaron con fuerza mientras el carro empezaba a traquetear al frente. Richard confió en que pudieran descender a la noche eterna de las catacumbas a tiempo.

Junto a él, Nicci lloraba quedamente, incapaz de soportar el atroz dolor, incapaz de invocar a la muerte.

Su padecimiento le partía el corazón a Richard, quien no podía hacer otra cosa que oprimirle la mano para hacerle saber que no estaba sola.

Richard oyó el aullido del viento mientras el general Meiffert hablaba con el capitán de la guardia.

Se inclinó más cerca de Nicci y le susurró:

—Aguanta. No falta mucho.

—No creo que pueda oírte ya —musitó Jillian.

—Puede oírme —dijo Richard.

Tenía que oírle. Tenía que vivir. Richard necesitaba su ayuda. No sabía cómo abrir la Caja del Destino correcta. No conocía a nadie que pudiera serle de más ayuda que Nicci.

Y más importante que eso, Nicci era su amiga. Ella le importaba muchísimo. Siempre podía hallar otras soluciones llegado el caso, pero no podía soportar perderla.

Nicci había sido a menudo la única persona a la que podía recurrir, la persona que había ayudado a mantenerle centrado, quien le había recordado que confiara en sí mismo. En muchos modos había sido su única confidente desde que se habían llevado a Kahlan.

No podía soportar la idea de perderla.