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verna juntó las manos ante ella y suspiró en silencio mientras observaba cómo Cara plantaba los puños en sus caderas cubiertas de cuero rojo. El grupo de hombres y mujeres con vestiduras blancas avanzó por el pasillo, arrastrando los pies, con la mirada puesta en las paredes de mármol blanco mientras pasaban los dedos sobre él, parando aquí y allí para examinarlo de cerca, como si buscaran un mensaje del mundo de los muertos.

—¿Y bien? —preguntó Cara.

Un hombre de más edad, Dario Daraya, posó un dedo sobre sus labios. Frunció el entrecejo, pensativo, durante otro largo instante, mientras observaba al montón de gente que avanzaba por el corredor como corchos cabeceando y balanceándose en un río, luego giró sobre los talones en dirección a la mord-sith. Pasó las manos por el ribete de seda azul celeste que descendía por la parte frontal de la almidonada túnica blanca. Miró a Cara, las facciones se le crisparon un poco mientras se rascaba la orla de pelo blanco que circundaba su calva.

—No estoy seguro, ama.

—¿No estás seguro de qué? ¿No estás seguro de que tengo razón, o no estás seguro de lo que ellos piensan?

—No, no, ama Cara… Estoy de acuerdo con vos. Algo está mal aquí.

Verna se adelantó.

—¿Estás de acuerdo con ella?

El hombre asintió con seriedad.

—Pero no estoy seguro de qué podría ser.

—¿Cómo que algo da la impresión de estar fuera de lugar? —sugirió Cara.

El hombre agitó un dedo hacia el cielo.

—Sí, creo que es eso. Es como uno de esos sueños donde te pierdes en un lugar porque las habitaciones están todas entremezcladas y no están donde deberían.

Cara asintió distraídamente mientras observaba cómo el personal de la cripta se deslizaba pegado a la pared opuesta. Siguieron avanzando por el pasillo, con las cabezas zigzagueando arriba y abajo mientras escrutaban las paredes. A Verna le recordaron un poco a sabuesos cazando entre el sotobosque.

—Tú diriges al personal de la cripta —dijo Verna al hombre—. ¿Tú no sabes si algo está fuera de lugar?

No concebía cómo podía algo estar fuera de lugar. Había alfombras en unos pocos lugares, una silla o dos en pequeñas habitaciones laterales, pero aparte de eso no había gran cosa que pudiera estar fuera de lugar.

Dario observó a su gente un momento, luego se volvió hacia Cara y Verna.

—Yo me ocupo de todo lo que tiene que ver con su servicio. Hay alojamientos de los que ocuparse, comidas, ropas, suministros…, toda esa clase de cosas. Yo dirijo al personal de la cripta. Ellos son los que de verdad se ocupan del trabajo que se lleva a cabo aquí abajo.

—¿Qué clase de trabajo, exactamente? —quiso saber Verna.

—Bueno, en general, barrer, limpiar, quitar el polvo; esa clase de cosas. Hay kilómetros de pasillos aquí abajo. El personal sustituye el aceite de las lámparas y velas en algunos lugares, mantiene las antorchas renovadas en otros. De vez en cuando un trozo de piedra se agrieta y necesita ser reparada o reemplazada. Los ataúdes que no están enterrados dentro de paredes o en el suelo tienen que mantenerse en buen estado; hay que sacarle brillo al metal de algunos, hay que mantener libre de óxido el de otros, y los que son de madera tallada necesitan que les den cera y se impida que la madera se seque en exceso. Alguna que otra vez ha habido filtraciones aquí abajo, de modo que hay que inspeccionar con cuidado los ataúdes para estar seguros de que no cogen humedad o enmohecen.

»El personal de la cripta está en última instancia al servicio de lord Rahl. Atienden sus deseos específicos, si tiene alguno. Aquellos que están enterrados aquí abajo, al fin y al cabo, son sus antepasados.

»Solía darse el caso, cuando Rahl el Oscuro vivía, de que el personal llevaba a cabo ante todo los deseos de éste relacionados con la tumba de su padre. Fue Rahl el Oscuro quien ordenó que cortaran las lenguas de los empleados de la cripta. Temía que, mientras estaban aquí abajo solos, pudieran hablar mal de su difunto padre.

—¿Y qué si lo hacían? —preguntó Verna—. ¿Qué daño podía hacer?

El hombre se encogió de hombros.

—Lo siento, pero yo no tenía la más mínima intención de cuestionarle al respecto. Cuando él estaba vivo había un tráfico constante de nuevos trabajadores que reemplazaban a aquellos que habían sido ejecutados por razones diversas. No era nada saludable estar en las inmediaciones de aquel hombre, y el personal de la cripta a menudo era el objeto de sus arranques de cólera. De vez en cuando se hacía acopio de personal nuevo.

»Rahl el Oscuro me permitió conservar la lengua sólo porque mi trabajo no me llevaba aquí abajo con frecuencia. Yo necesito relacionarme con otros miembros del personal de palacio, de modo que debo hablar con la gente. El resto del personal, desde el punto de vista de Rahl el Oscuro, no tenían nada que valiera la pena decir, y por lo tanto no necesitaban lengua.

—¿Cómo te comunicas con ellos? —preguntó Cara.

Dario volvió a tocarse los labios a la vez que echaba un vistazo al grupo que seguía internándose más en el pasillo.

—Bueno, gruñen un poco, o asienten, para dar a conocer sus pensamientos. Pueden oír, por supuesto, así que no necesito utilizar sus señas para hablar con ellos.

»Comparten los mismos alojamientos y trabajan juntos, de modo que casi siempre están unos con otros. Por esa razón han llegado a estar muy versados en señas que han inventado entre ellos. No estoy ni con mucho tan familiarizado con su excepcional lenguaje como lo están entre ellos, pero en su mayor parte he llegado a ser capaz de comprenderles. Lo suficiente como para arreglármelas.

»La mayoría de ellos son bastante inteligentes. La gente a veces piensa que son estúpidos porque no pueden hablar. En algunos aspectos están más al tanto de lo que se cuece en el palacio que la mayoría del personal de palacio. Puesto que la gente sabe que son mudos, a menudo ni siquiera tienen en cuenta que oyen igual de bien que los demás. Estas personas a menudo saben lo que está sucediendo mucho antes que yo.

Verna encontraba que el pequeño mundo de aquellas personas allí abajo, en las tumbas, era una revelación extraordinaria, aunque un tanto perturbadora.

—Bien, ¿qué creen que está sucediendo aquí abajo?

Dario sacudió la cabeza con expresión preocupada.

—No han llamado mi atención sobre nada, aún.

—¿Por qué no? —preguntó Cara.

—Miedo, probablemente. En el pasado, al personal de la cripta lo ejecutaban con frecuencia por las cosas más triviales. Tales ejecuciones jamás tenían sentido. Aprendieron que para permanecer con vida era mejor formar parte del telón de fondo, ser tan invisibles como fuera posible. Sacar a colación problemas no era el modo de tener una vida larga.

»Hasta el día de hoy, han temido incluso venir a contarme cosas. En una ocasión, hubo una filtración que manchaba una pared. Jamás dijeron ni una palabra, probablemente porque temían que los ejecutarían por esa mancha que ensuciaba las tumbas de los antepasados de lord Rahl. Sólo me enteré de la existencia de la mancha porque una noche fui a verlos en sus alojamientos y no estaban. Los encontré aquí abajo, todos trabajando frenéticamente para hacer desaparecer la mancha antes de que nadie la viera.

—Vaya modo de vivir —murmuró Cara para sí.

—¿Qué están haciendo, de todos modos? —preguntó Verna mientras observaba a varios miembros del personal pasando las manos por la pared, como si palparan en busca de algo escondido en el suave mármol blanco.

—No estoy seguro —dijo Dario—. Vayamos a preguntarles.

Algo más atrás, en el corredor, un pelotón de la Primera Fila aguardaba. Algunos de ellos tenían las ballestas cargadas con las flechas especiales adornadas con plumas rojas. A Verna no le gustaba estar en las proximidades de aquellos objetos perversos. Su magia letal la hacía sudar.

El personal de la cripta, compuesto tanto por mujeres como por hombres, estaba inspeccionando las paredes y cada intersección que hubiera lo largo del camino. Todos habían estado en los niveles de las tumbas la mayor parte del día, y Verna estaba cansada. Por lo general ya se había acostado a aquellas horas y era en la cama donde quería estar. En su opinión, aquella meticulosa inspección sin resultado podía aguardar hasta el día siguiente.

Cara no parecía cansada. Parecía ansiosa. Tenía el «problema abajo en las tumbas» bien sujeto entre los dientes y no iba a soltarlo por nada.

Verna se habría desentendido de la preocupación, salvo que cuando habían ido en busca de Dario Daraya, el hombre a cargo del personal de la cripta, y le preguntaron qué podía decirles, él no había desestimado la investigación, como Verna había esperado. Incluso parecía ponerle nervioso que hubieran hecho la pregunta. Resultó que compartía la desasosegante sospecha de Cara, pero por el momento no lo había mencionado a nadie. Contó a Verna y a Cara que sospechaba firmemente que los miembros de su personal también eran conscientes de que pasaba algo.

Verna había averiguado que, entre el extenso número de personas que formaban el personal de palacio, los servidores de la cripta estaban considerados como los más inferiores. Aquéllos con responsabilidades sobre secciones importantes del palacio desestimaban el trabajo llevado a cabo en las tumbas como una tarea simple y casi sin importancia. A los trabajadores de la cripta también se les evitaba porque pasaban su existencia trabajando entre los muertos, llevando consigo de ese modo la mácula de la superstición.

Dario había explicado que tales actitudes los habían convertido en una gente tímida y encerrada en sí misma. No comían en las zonas comunes, se mantenían aparte y se guardaban sus opiniones.

Verna los observó corredor adelante, a cierta distancia, conversando entre ellos en su extraño lenguaje por señas. Nadie más les comprendía salvo, quizá, Dario Daraya.

Por mucho que Verna, y en especial Cara, querían interrogar al personal directamente, se veían obligadas a recurrir a Dario. La simple cercanía de alguien de fuera —en especial una mord-sith— provocaba temblores e incluso lágrimas al silencioso grupo. Eran personas a las que el último lord Rahl había tratado muy mal, y probablemente también su antecesor. Muchos de ellos, sin duda amigos íntimos y seres queridos, habían sido ejecutados por permitir que el pétalo de una rosa blanca descansara demasiado tiempo sobre el suelo de la tumba del padre de Rahl el Oscuro. Habían vivido y muerto según los decretos de un demente.

A aquellas personas, con razón, les aterraba la autoridad.

Verna había advertido a Cara que si de verdad quería obtener respuestas, tenía que mantenerse aparte y dejar que Dario les consiguiese esas respuestas.

La Prelada contempló a Dario, de pie en medio de todos ellos, haciendo preguntas en voz baja. Las personas que lo rodeaban se mostraron excitadas en ciertos momentos, señalando en una dirección y en otra, y haciéndole señas. Dario asentía de vez en cuando y hacía más preguntas con delicadeza, que daban pie a más lenguaje silencioso por parte de algunos miembros del servicio de las tumbas.

Dario regresó por fin.

—Dicen que no hay ningún problema en este corredor. Todo aquí está bien.

Cara le replicó apretando los dientes:

—Bien, entonces, si ellos no…

—Pero —la interrumpió Dario—, dicen que en ese corredor de ahí… —señaló más adelante, a la derecha— hay algo que no está bien.

Cara estudió el rostro del hombre por un instante.

—Vamos, pues, echemos una mirada.

Antes de que Verna pudiera retenerla, Cara se acercó con paso decidido al grupo de una docena y media de personas. Verna pensó que varias de ellas iban a desmayarse de miedo cuando se replegaron hacia atrás, temerosas de lo que la mord-sith fuera a hacerles.

—Dario dice que creéis que hay algo que no está bien en aquel corredor de ahí. —Cara indicó con un ademán la intersección situada más adelante—. También yo creo que hay algo que no está bien. Por eso quise que todos vosotros vinieseis. Yo soy quien os hizo venir. Os hice venir porque sé que vosotros sabéis más sobre este lugar que ninguna otra persona.

Parecieron inseguros respecto a las intenciones de la mord-sith.

Cara paseó la mirada por los rostros que la observaban.

—Cuando era una niña, Rahl el Oscuro vino a nuestro hogar y capturó a mi familia. Torturó a mi padre y a mi madre hasta matarlos. Me tuvo encerrada durante años. Me torturó para convertirme en una mord-sith.

Se giró un poco y alzó el cuero rojo que le cubría la cintura, mostrándoles una larga cicatriz que discurría por su costado y su espalda.

—Me hizo esto. ¿Veis?

Los reunidos se inclinaron al frente, comiéndose con los ojos la cicatriz. Un hombre alargó la mano y la tocó tímidamente. Cara se volvió hacia él para permitírselo. Tomó la mano de una mujer e hizo que frotara el dedo a lo largo de la irregular longitud de la cicatriz.

—Mirad, echad un vistazo a esto —dijo, subiéndose las mangas y extendiendo las muñecas para que las vieran—. Éstas me las dejaron los grilletes cuando me colgó…, encadenada al techo.

Todos se inclinaron para mirar. Algunos tocaron con suavidad las cicatrices de sus muñecas.

—Él también os hizo daño, ¿verdad? —Cara conocía la respuesta, pero la hizo de todos modos, y cuando todos asintieron, dijo—: Enseñádmelo.

Todos abrieron las bocas de par en par para que viera que carecían de lengua. Cara miró en cada boca, asintiendo ante lo que veía. Algunos apartaron las comisuras de una de las mejillas, girando las cabezas para asegurarse de que veía sus cicatrices. Cara miró con atención a cada uno hasta que estuvieron convencidos de que realmente lo había querido ver.

—Me alegro de que Rahl el Oscuro esté muerto —les dijo por fin—. Lamento lo que os hizo a todos. Habéis sufrido. Lo comprendo. Yo he sufrido también. Ya no puede lastimarnos nunca más.

Ellos permanecieron allí de pie escuchando con atención mientras ella proseguía.

—Su hijo, Richard Rahl, no se parece en nada a su padre. Richard Rahl jamás me haría daño. De hecho, cuando estaba herida y me moría, arriesgó su propia vida para usar magia con la que salvarme. ¿Podéis imaginaros eso?

»Él jamás habría hecho daño a ninguno de vosotros, tampoco. Se preocupa porque todo el mundo pueda tener una oportunidad de vivir su propia vida. Incluso me dijo que soy libre de abandonar su servicio en cualquier momento que quiera y que él me deseará todo lo mejor. Sé que me dice la verdad. Permanezco con él porque quiero ayudarle. Quiero ayudar a un hombre bueno para variar en lugar de ser la esclava de uno malo.

»He visto a Richard Rahl llorar por mord-sith que han muerto. —Se golpeó el pecho sobre el corazón con un dedo—. ¿Comprendéis lo que eso significa para mí? ¿Aquí dentro? ¿En mi corazón?

»Creo que Richard Rahl tiene problemas. Quiero ayudarle y a aquellos que pelean con él contra toda esa gente que hace daño a los demás. Queremos proteger vuestras vidas, de todos esos hombres que están ahí fuera, en las llanuras Azrith, que querrían haceros daños o esclavizaros otra vez.

Los que la escuchaban pestañeaban llorosos ante el relato, un relato que podían comprender mejor que muchos.

—¿Me ayudaréis? ¿Por favor?

Verna sabía lo muy sentidas que eran de verdad las palabras de Cara.

La avergonzó no haber pensado nunca realmente que Cara pudiera ser amable y comprensiva, haber confundido la férrea defensa de Richard que llevaba a cabo Cara por simple naturaleza agresiva de una mord-sith. Era mucho más que eso. Era aprecio. Richard había hecho más que salvarle la vida; le había enseñado a vivir su vida. Verna se preguntó si, como Prelada, podía esperar hacer algo parecido alguna vez.

Dos de las mujeres, una a cada lado, tomaron las manos de Cara y empezaron a conducirla por el pasillo. Verna intercambió una mirada con Dario, quien enarcó una ceja, como para indicar que ahora ya lo había visto todo.

Los dos siguieron al lento grupo de personas. Varias de ellas alargaban las manos mientras recorrían el corredor para tocarla, para pasar una mano por el cuero rojo de su brazo, para posar una mano sobre su espalda, como si quisieran decirle que comprendían el dolor y los malos tratos que había padecido y que lamentaban haberla juzgado mal.

Cuando tomaron por el pasillo siguiente, Verna comprendió que ya no estaba segura de dónde estaban. La zona de las tumbas era un laberinto confuso que ocupaba varios niveles. Además de eso, la mayoría de los pasillos eran idénticos. Todos tenían la misma anchura y altura, y todos estaban construidos con el mismo mármol blanco veteado de gris. Sabía que habían descendido al nivel más bajo pero, aparte de eso, dependía de los demás para saber con exactitud dónde estaban.

Detrás, manteniendo la distancia para no interferir, los soldados, siempre vigilantes, los seguían tan silenciosamente como era posible.

El grupo vestido con túnicas blancas fue a detenerse por fin en una sección del corredor donde no había una intersección.

Varios miembros del personal posaron las palmas de las manos sobre el mármol. Echaron una mirada a Cara mientras pasaban las manos levemente por las paredes.

—¿Aquí? —preguntó Cara.

Los empleados, la mayoría de ellos alrededor de ella igual que pollitos alrededor de una gallina clueca, asintieron.

—¿Qué hay en este lugar que os resulta extraño? —les preguntó.

Varias personas, con las manos separadas, efectuaron movimientos al frente y atrás.

Cara no comprendió. Tampoco Verna. Dario se rascó la orla de cabellos blancos. Incluso a él le desconcertaba la extraña exhibición. Los empleados se apiñaron un momento, utilizando sus señas para discutir en silencio el problema entre ellos.

Todos se giraron de nuevo hacia Cara. Tres de ellos señalaron la pared, luego negaron con las cabezas. Todos giraron y volvieron a mirar a Cara para evaluar su reacción y comprensión.

—¿No os gusta el aspecto que tiene la pared? —adivinó Cara.

Todos ellos negaron con la cabeza. Cara lanzó una mirada inquisitiva a Verna y a Dario. Éste volvió las palmas hacia arriba y se encogió de hombros. Verna tampoco pudo ofrecer ninguna sugerencia.

—Sigo sin comprender —dijo Cara—. Sé que pensáis que hay algo en esta pared que no está bien. —Asintieron cabezas—. Pero no sé qué es. —Suspiró—. Lo siento, no es culpa vuestra. Soy yo que no lo entiendo. No sé gran cosa sobre paredes. ¿Podéis ayudarme a comprender?

Uno de los hombres del grupo tomó la mano de Cara y tiró con suavidad de la mord-sith para acercarla más a la pared. Alargó el brazo y con el dedo de la otra mano tocó la piedra. Volvió la mirada hacia Cara.

—Sigue —dijo ella—, te escucho.

El hombre sonrió ante el modo en que ella lo había expresado y luego devolvió la atención a la pared. Empezó a seguir con el dedo algunas de las vetas grises. Cara se inclinó un poco al frente y frunció el entrecejo mientras observaba. Él miró atrás. Cuando la vio concentrada, regresó a la tarea de reseguir con el dedo la espiral gris. Lo hizo varias veces, una y otra vez en el mismo lugar.

—Parece una cara —dijo la mord-sith con quedo asombro.

El hombre asintió frenéticamente. Otros asintieron con él. Todos se regocijaron en silencio. Una mujer alargó el brazo y resiguió con entusiasmo la misma espiral gris. El dedo siguió un rizo, un arco. Luego, al igual que el hombre, tocó el centro en dos lugares. Unos ojos.

Cara alargó la mano y resiguió el mismo rostro en la piedra, tal y como ellos habían hecho, siguiendo los remolinos grises con un dedo, dibujando la boca, la nariz, luego los ojos.

El grupo vestido de blanco emitió gruñidos de alegría, dándole palmadas en la espalda, contentísimos al ver que habían podido hacerle ver la cara.

Verna no tenía ni idea de qué podía significar.

Un hombre del grupo hizo un gesto para que lo siguieran, luego fue a toda prisa a un punto en el otro lado. Rápidamente trazó algo en el veteado gris. Verna no podía verlo desde donde estaba, pero asumió que era probable que fuera otro rostro. El hombre corrió a otro punto a lo largo del pasillo y dibujó un rostro pequeño en la piedra que los miraba desde la pared. Se trasladó a toda prisa a otro lugar y señaló un rostro más grande.

Verna empezaba a comprender. Aquellas personas habían aprendido a ver las marcas distintivas en lo que parecían a primera vista losas iguales de mármol blanco. Pero no eran indistinguibles para ellos. Para el personal de la cripta, que pasaban sus vidas allí abajo y cuidaban del lugar, esas marcas eran como rótulos de calles. Las reconocían todas.

La comprensión había aparecido a su vez en el rostro de Cara, que también parecía más preocupada.

—Volved a mostrarme lo que está mal —dijo en voz seria y queda.

Los empleados, entusiasmados al ver que Cara los seguía ahora, regresaron a toda prisa a la sección de pared donde le habían mostrado el primer rostro. De pie ante la pared, todos ellos movieron ambas manos adelante y atrás, acercándose y apartándose de la pared.

Hicieron una pausa, en la que todo el grupo se giró hacia Cara para ver si comprendía. Ella los observó con atención.

Uno de los hombres señaló entonces la pared y más allá en un movimiento en arco, como si indicara algo que estaba más allá, al otro lado de una colina situada a lo lejos. Verna volvió a sentirse confundida.

Cara clavó la mirada en el rostro de la pared. Arrugó la frente. Su semblante era ahora de suma preocupación. Verna seguía a oscuras, como lo estaba Dario, pero los ojos de Cara brillaban, empezando a comprender.

La mord-sith rodeó de improviso con los brazos las espaldas de varios miembros del grupo y les hizo ir de vuelta en dirección a Verna y Dario. Posó una mano en las espaldas de otros y los empujó con suavidad, llevándoselos lejos de la perturbadora pared. Con los brazos extendidos a los lados, guió al resto de vuelta por el corredor.

En el camino, Cara recogió a Verna y a Dario. Los mudos empleados de la cripta la siguieron todos de cerca, mostrándose a la vez preocupados de que Cara estuviera alarmada, y orgullosos de sí mismos.

Cara se inclinó muy cerca de Verna cuando hubieron retrocedido por el pasillo y doblado la esquina de la intersección.

—Trae a Nathan —dijo con un sereno tono de autoridad.

La frente de Verna se crispó.

—¿Tiene que ser esta noche? ¿No crees que podríamos…?

—Tráelo ahora —repuso la mord-sith en el mismo tono que antes.

Sus ojos azules ardían con un fuego gélido. Verna sabía, no obstante lo amable y comprensiva que Cara había sido con los empleados, que no se podía discutirle algo en aquellos momentos. Ahora estaba al mando de la situación. Verna no tenía ni idea de cuál era la situación, pero confiaba en la mujer y sabía que no tenía que poner en duda la palabra de Cara en esto.

La mord-sith chasqueó los dedos a los hombres que aguardaban a poca distancia. El comandante avanzó presuroso para ver qué quería. En cuanto llegó, se inclinó hacia ella, atento a lo que pudiera decir.

—¿Sí, ama?

—Trae al general Trimack aquí abajo. Dile que es urgente. Dile que traiga hombres. Muchos hombres. Alerta a las mord-sith. Las quiero aquí abajo también. Hazlo ya.

Sin discutir, el hombre se golpeó un puño contra el pecho y se fue corriendo.

Verna agarró el brazo de la mord-sith.

—Cara, ¿qué sucede?

—No estoy segura.

—¿Estamos a punto de poner el palacio en alerta total, de arrastrar a cientos de hombres por no decir miles hasta aquí abajo… al general Trimack, a toda la Primera Fila… y no sabes por qué?

—No dije que no supiera por qué. Dije que no estaba segura. Creo que hay rostros que nos miran que no deberían estarnos mirando.

Cara se giró hacia todos los rostros que la observaban.

—¿Estoy en lo cierto?

El personal de la cripta prorrumpió en entusiasmadas sonrisas mudas, emocionados por tener a alguien que los comprendía y les creía.