11

11

incluso en su atroz padecimiento, incapaz de levantarse del suelo, Richard no pudo evitar un sentimiento de júbilo porque Kahlan ya no llevaba el terrible collar. Estaba libre de Jagang.

Richard sabía que incluso si Samuel se dejaba coger o matar antes de que pudieran escapar del campamento, Kahlan era invisible a aquellos hombres y podría aún escapar. Conociendo a Kahlan, probablemente utilizaría esa ventaja para aniquilar a la mitad del campamento mientras lo abandonaba. No importaba lo que le sucediera a él, ahora, el alivio que sentía por Kahlan lo compensaba.

Kahlan no sabía quién era, y no sabría adónde ir, pero estaría viva y fuera de peligro. Richard había venido al campamento de la Orden para ayudar a liberarla. En eso había tenido éxito. A pesar del peligro en que se encontraba él ahora, valía la pena por haber conseguido ayudarla a huir.

Miró a Nicci. La hechicera estaba padeciendo un suplicio. Él había llevado uno de aquellos collares alrededor del cuello y sabía bien la agonía en que estaba sumida. Deseó poder ayudarla también, o al menos hacerle saber que no estaba sola. Pero no podía hacer nada.

Sabía que a Jillian no le iba a ir mejor. Se recordó que no debía obsesionarse con tales pensamientos terribles.

Un problema cada vez, se dijo. Tenía que hallar algún modo de ayudarlas a ambas.

El dolor desapareció repentinamente de sus brazos y piernas. El resto de él todavía parecía arder. Aun cuando por fin podía empezar a moverse, su cabeza seguía presa de tanto dolor que todo parecía empañado y distorsionado.

—En pie —dijo la Hermana.

Sonaba como si estuviera de un humor de perros. Había manifestado estar ufana de que atrapar a Richard le proporcionaría una recompensa de Jagang, pero eso no parecía haberle cambiado el talante.

Tenía que ser una Hermana de las Tinieblas, decidió, aunque supuso que tanto daba en realidad.

—Apuesto a que no estás muy contento de volver a ver mi cara —dijo ella en un tono de petulante satisfacción.

Era probable que ella pensara que todo el mundo conocería su altivo semblante malcarado, su actitud condescendiente, su lengua afilada. Algunas personas pensaban que podían obtener distinción, prestigio y renombre mediante una arrogancia pomposa. Confundían el miedo con el respeto. Richard no conocía en realidad a aquella mujer, no obstante, y no vio por qué tendría que seguirle la corriente.

—No puedo decir que te recuerde. ¿Debería?

—¡Mentiroso! ¡Todo el mundo en el palacio me conocía!

—Eso está bien —repuso él, intentando ganar tiempo para recuperar algo de sus energías.

—¡En pie!

Richard hizo todo lo posible por acatar la orden. No le fue fácil. Sus extremidades no funcionaban tan bien como le habría gustado.

Una vez que consiguió alzarse sobre manos y rodillas, ella le dio una patada en las costillas. Richard compuso una mueca de dolor. Por suerte, la mujer no poseía el peso o la fuerza para hacer que la patada causara daños importantes, sólo fue dolorosa. Su don sí era peligroso.

—¡Ahora! —chilló.

Richard se puso en pie tambaleante. Sus brazos y piernas empezaban a deshacerse del lacerante dolor, pero no su cabeza.

Los hombres que lo rodeaban seguían en el suelo, pero algunos de ellos parecían estar recuperando el sentido. Bruce rodó sobre sí mismo, gimiendo a la vez que se sujetaba la cabeza.

La mirada de la Hermana se desvió ante un aumento en el ruido de la batalla. Richard aprovechó la oportunidad para echar una ojeada, inspeccionando las armas del suelo. Si ella le daba la espalda tenía que aprovecharlo. Una vez que Jagang lo tuviera atado en las tiendas de tortura Richard sabía que jamás volvería a ver la luz del día.

Por mucho que tal destino lo aterrara, una parte de él no podía evitar sentir alegría al saber que Kahlan había escapado. Se tragó la angustia que le provocaban las lágrimas que había visto en sus ojos cuando ella había conseguido escapar. Le recordaron lo mucho que ella lo amaba, pero eso era algo que ella ya no recordaba.

—No sabes cuánto tiempo he esperado algo como esto, algo que pudiera conseguirme el favor del emperador. Por fin el Creador ha respondido a mis oraciones y te ha puesto en mis manos.

—¿De modo que —dijo Richard— tu Creador tiene por costumbre entregarte víctimas en respuesta a tus oraciones? ¿Hasta tal punto se siente adulado por tus manos mugrientas, unidas en una súplica, que no tiene el menor inconveniente en ayudarte a llenar las tiendas de tortura?

Ella lo contempló con una sonrisa maliciosa.

—Tu lengua impertinente no tardará en ser cortada y los humildes siervos del Creador no tendrán que oír cómo viertes tus blasfemias.

—Algunas personas me han dicho que mi lengua impertinente es uno de mis defectos, así que me estaréis haciendo un favor al cortármela.

La sonrisa maliciosa de la mujer se agrió. Volvió la cabeza a un lado, indicando con un amplio ademán el campamento.

—Crees que tú…

Richard le lanzó una patada al rostro con todas las fuerzas que pudo reunir. El potente golpe la cogió desprevenida, alzándola del suelo. Dientes y sangre volaron en la oscuridad. Aterrizó de costado con un fuerte golpe sordo. El contundente impacto de la bota de Richard parecía haberle fracturado la mandíbula.

Richard se lanzó a por una espada. Sabía que no debía subestimar a una mujer como aquélla. Hasta que estuviera muerta, podía matarle… o hacer que deseara estar muerto. Giró en redondo para hundírsela.

Hubo un estallido de luz en el aire. Richard aterrizó sobre la espalda con tal violencia que se quedó sin aire en los pulmones.

La Hermana estaba en pie, con sangre manando de la parte inferior de su rostro. Richard apenas podía creer que la mujer fuera capaz de permanecer en pie. Tenía el aspecto de alguien que acaba de morir y vuelve a la vida. Richard sabía que ella no podía durar mucho tiempo, pero podía durar lo suficiente para matarlo.

Era evidente que el golpe le había causado daños espantosos, sin embargo aquella repentina conmoción en el fragor de la batalla también le impedía sentir el dolor ahora. Aunque él sabía que podría empezar a sentirlo dentro de un instante y desplomarse entre alaridos de atroz dolor, por el momento no lo sentía.

El deseo de matar brillaba en los ojos de la Hermana.

Richard intentó ponerse en pie a toda prisa para acabar con ella, pero sentía como si tuviera un toro tumbado sobre el pecho. Le faltaba el aire.

La mujer dio un paso hacia él, luego paró, con expresión desconcertada. Sus ojos se desenfocaron, y se llevó las manos al pecho.

Richard pestañeó sorprendido mientras la veía dar otro paso tambaleante hacia él y caer de bruces, contra el suelo sin ni siquiera intentar frenar la caída. La contempló un instante, no muy seguro de que no fuera un truco. Ella no se movió. El peso desapareció de su pecho.

Puesto que no quería desperdiciar la oportunidad, agarró la espada que había dejado caer.

Algo atrajo la atención de Richard. Alzó los ojos y no pudo creer lo que veía de pie en la oscuridad detrás del lugar donde la Hermana había estado sólo un momento antes.

—¿Adie?

La anciana sonrió.

—Adie… jamás me he alegrado tanto de verte —dijo Richard a la vez que se alzaba a toda prisa.

—Lo entiendo —dijo ella.

—¿Qué haces aquí?

—Iba en dirección al Alcázar cuando vi el más extraño de los partidos de Ja’La. Había jugadores pintados con cosas muy, muy, peligrosas. Entonces supe que sólo podía ser obra tuya. Desde entonces, intentaba llegar hasta ti. Ha sido un poco problemático.

Él podía imaginarlo a la perfección.

No dedicó ni un momento a considerar todo el asunto o a interrogar a la anciana hechicera. Corrió hasta donde Nicci yacía en el suelo retorciéndose de dolor. Los ojos de la mujer se alzaron hacia él aterrados, como si suplicara ayuda. Estaba inmersa en un mundo de dolor insoportable. Era el collar, él lo sabía, lo que le infligía aquella tortura. No sabía qué hacer.

—¿Puedes ayudarla? —preguntó Richard girándose.

Adie se arrodilló junto a él. Negó con la cabeza.

—Lleva un rada’han. Yo no se lo puedo quitar.

—¿Tienes alguna idea de quién puede?

—Nathan, tal vez.

—Lord Rahl, tenemos que darnos prisa —dijo una voz que se acercaba—. Estos hombres están despertando.

Richard contempló con el entrecejo fruncido al hombre que surgía de la oscuridad, espada en mano. Era Benjamín Meiffert. Iba vestido como uno de los guardias de más confianza de Jagang.

—General, ¿qué demonios está haciendo aquí? —El reciente convoy de suministros acudió a la mente de Richard—. Se supone que tiene que estar en el Viejo Mundo destruyendo la capacidad de la Orden para mantener en funcionamiento este ejército.

El hombre asentía.

—Lo sé. Tuve que regresar para daros un informe. Hemos topado con un problema. Un gran problema.

Richard lo conocía lo bastante bien para saber que el problema tenía que ser muy serio para que abandonara su misión. Ése no era precisamente el lugar para discutirlo, no obstante.

—No estaba seguro de dónde podría encontraros —siguió el general—, pero se me ocurrió que la última vez que os vi fue cerca de aquí. Razoné que si no estabais aquí, al menos podrían darme noticias de vuestro paradero.

»No hace mucho Adie y yo nos encontramos por casualidad. Ella me contó que estabais aquí, en mitad de este desbarajuste. No estaba seguro de que… de que eso fuera posible. Resulta que tenía razón.

Richard no perdió tiempo preguntando cómo había conseguido hacerse con el uniforme de uno de los guardias de Jagang. Ese uniforme era a todas luces lo que le había permitido moverse por el campamento sin que lo capturaran o mataran.

—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó el general a Adie—. A lo mejor podemos regresar al palacio por ese camino.

Adie negó con la cabeza.

—Bajé por la calzada. Estaba oscuro e iba sola. Usé mi habilidad para que ayudara a ocultar mi presencia al llegar al ejército que custodiaba el final de la calzada.

»No podemos regresar por allí. Hay demasiados guardias. Tienen allí a gente con el don, con telarañas mágicas colocadas para detectar a los que intenten pasar. Esos escudos no son poderosos, pero sí suficiente para atraparnos.

—Pero con tu poder…

—No —replicó, al general—. Mi poder débil es en el palacio. Incluso cerca de la meseta no es como debería. Todos los que tienen el don son más débiles allí, pero usan su habilidad en conjunto para hacerla más fuerte. No tengo a otras personas con el don para ayudarme. Pude ayudar a ocultarme de ellos cuando pasé, pero lo bastante poderosa no soy para ayudar a todos nosotros, en especial con la carga de Nicci en un estado tan grave. Si intentamos regresar por ese camino, moriremos.

—Las grandes puertas interiores están cerradas —dijo el oficial, pensando en voz alta—. Y además están fuertemente custodiadas. Aun cuando pudiéramos pasar no podríamos abrir esas puertas.

—Nicci dijo que conocía un modo de subir al interior del palacio —les dijo Richard—. Me contó que tenemos que llegar a la rampa. No sé de qué hablaba, pero es necesario que hallemos un modo rápido de salir de este campamento antes de que nos cojan. No creo que a Nicci le quede mucho tiempo, tampoco.

Adie, inclinándose cerca de ella, tocó con sus delgados dedos la frente de Nicci.

—Cierto.

Richard levantó a Nicci en brazos.

—En marcha.

El general Meiffert dio un paso al frente.

—Yo puedo llevarla, lord Rahl.

—Ya le he cogido yo —Richard ladeó la cabeza—. Coja a Jillian.

El general alzó a toda prisa a la atontada muchacha.

—Lo que no comprendo —dijo Adie a la vez que pasaba una mano por la frente de Nicci, intentando reconfortarla un poco—, es cómo la capturaron. Ella arriba estaba en el palacio, la última vez que la vimos.

Richard sintió el peso de la responsabilidad.

—Conociendo a Nicci, es probable que intentara encontrarme.

—Ann desaparecida está también —repuso Adie a la vez que posaba dos dedos de la mano derecha en la barbilla de Nicci.

—No he visto a Ann —respondió Richard.

Lo que fuera que Adie estuviera haciendo por Nicci no parecía ayudar. Richard no creía que Nicci fuera a durar mucho más a menos que hallaran un modo de quitarle el collar del cuello. Nathan era la esperanza más cercana.

—Adie —dijo Richard, indicando con el mentón atrás, al lugar donde había estado caído en el suelo cuando la Hermana había aparecido—. El hombre que hay ahí, con la pintura roja en el cuerpo… ¿Puedes ayudarle?

Adie echó una mirada al hombre del suelo.

—Es posible.

La anciana fue a toda prisa a donde estaba Bruce y se arrodilló junto a él. Estaba consciente sólo en parte, igual que todos los otros que la Hermana había abatido con su explosión de poder. Los lacios cabellos grises y negros de Adie colgaron alrededor de su rostro mientras ésta se inclinaba al frente, presionando los dedos sobre los símbolos rojos pintados en las sienes del hombre. Bruce jadeó. Abrió los ojos de par en par e inhaló profundamente unas cuantas veces más mientras Adie retiraba la mano de un lado.

Al cabo de un momento Bruce se levantó en el suelo, torciendo la cabeza en un intento de estirar músculos del cuello agarrotados y evidentemente doloridos.

—¿Qué sucede?

—Bruce, date prisa —dijo Richard—. Tenemos que salir de aquí.

El alero izquierdo de Richard paseó la mirada por los hombres del suelo, por Benjamín, que sostenía a Jillian e iba vestido como uno de los guardias reales de Jagang, por Adie, y por fin Richard que estaba unos pasos más allá, con Nicci en los brazos.

Bruce agarró una espada a toda prisa.

—Ruben, ¿qué sucede?

—Es una larga historia. Viniste a ayudarme. Salvaste mi vida. Es hora de que decidas de qué lado estás.

Bruce frunció el entrecejo.

—Soy tu alero. Estoy contigo.

Richard miró al hombre a los ojos.

—Mi nombre es Richard.

—Bueno, ya sabía que no era Ruben. Es un nombre estúpido para un hombre punta.

—Richard Rahl —dijo Richard.

—Lord Rahl —puntualizó el general Meiffert, con aspecto de estar preparado para enfrentarse a problemas aun cuando sostenía a Jillian en sus brazos.

Bruce pasó la mirada de un rostro a otro.

—Bueno, si todos vosotros queréis morir, os podéis quedar por aquí hasta que estos tipos despierten. Si ése es el caso, entonces no estoy con vosotros. Si tenéis intención de vivir, sí estoy con vosotros.

—Rampa… —jadeó Nicci.

Richard la apretó un poco más contra él.

—¿Estás segura, Nicci? Podríamos probar la calzada que asciende a la meseta. —Se sentía reacio a cambiar un camino que conocía por la vaga posibilidad de otra ruta—. Sé que está fuertemente custodiada pero a lo mejor podríamos abrirnos paso. Adie podría ayudar un poco. Quizá podríamos conseguirlo.

Nicci le agarró el cuello con firmeza, bajándole la cabeza hacia ella. Fijó con intensidad los azules ojos en su rostro.

—Rampa… —musitó con todas sus energías.

Aquella expresión en sus ojos fue todo lo que Richard necesitó.

—Vamos —dijo a los demás—. Tenemos que llegar a la rampa.

—¿Cómo vamos a pasar a través de los hombres que todavía combaten? —preguntó Bruce mientras iniciaban la marcha al interior de la noche—. Hay un largo trecho hasta la rampa.

Con todos los guardias caídos, la zona en la que estaban resultaba relativamente tranquila. Más allá, no obstante, seguía el caos.

El general cambió levemente de posición el peso de Jillian y señaló con la espada.

—Hay un pequeño carro de suministros justo allí. Podemos ocultar a Jillian y a Nicci dentro. Con esa pintura, vosotros dos no conseguiréis llegar lejos antes de que unos cuantos miles de estos hombres decidan acabar con ambos. No es mi intención ofender, lord Rahl, pero las probabilidades son muy escasas. Sería mejor que os ocultarais dentro con Jillian y Nicci. Adie y yo conduciremos el carro. Cualquiera pensará que soy uno de los guardias del emperador y que Adie es una Hermana. Podemos decir que el emperador nos ha encomendado una tarea urgente.

Richard asintió.

—Estupendo. Me gusta la idea. Démonos prisa.

—¿Quién es este tipo? —preguntó Bruce a la vez que se inclinaba hacia Richard.

—Es mi principal general —respondió Richard.

—Benjamín Meiffert —dijo el oficial con una veloz sonrisa mientras todos iniciaban la marcha hacia el carro—. Te has ganado la gratitud de muchas buenas personas por colocarte ante las fauces de la muerte para pelear junto a lord Rahl.

—Nunca antes había conocido a un general —masculló Bruce mientras apresuraba el paso.