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mientras acababa de retocar sus pinturas rojas, Richard intentó no dejar que sus compañeros vieran lo dolorosas que eran en realidad sus lesiones. No quería que nada los distrajera de la tarea que tenían por delante. Sentía punzadas en el tobillo y en el hombro izquierdo, y los golpes que había recibido en la cabeza le habían dejado doloridos también los músculos del cuello. Tras la breve pero furiosa pelea no había conseguido dormir mucho. No obstante, hasta donde podía ver, no tenía nada roto.

Mentalmente dejó el dolor y el cansancio a un lado. No importaba si le dolía todo el cuerpo, o si estaba cansado. Tenía un trabajo que hacer. Tan sólo importaba si lo hacía, si tenía éxito.

Si fracasaba, dispondría de toda la eternidad para dormir.

—Hoy tenemos nuestra oportunidad de obtener la gloria —dijo La Roca.

Richard, sujetando la barbilla del hombretón, giró la cabeza de éste un poco a un lado de modo que pudiera ver mejor. No dijo nada. Se agachó y sumergió el dedo en el balde de pintura roja y luego añadió un símbolo de vigilancia encima de uno de poder. Deseó conocer un símbolo para el sentido común y pintarlo por todo el cráneo de La Roca.

—¿No lo crees, Ruben? —insistió La Roca—. ¿No crees que hoy tenemos nuestra oportunidad de obtener la gloria?

El resto de los hombres estuvieron atentos a lo que Richard respondiese.

—Eres más listo que eso, La Roca. Quítate esas ideas de la cabeza.

Hizo una pausa en su trabajo y movió el dedo, recubierto de una capa fresca de pintura roja, ante todos los ojos que lo observaban.

—Todos vosotros sois más listos que eso, o al menos deberíais. Olvidad las ideas de gloria. Esos hombres del equipo del emperador no están pensando en la gloria ahora. Están pensando en mataros. ¿Entendéis eso? Quieren mataros.

»Éste es un día en el que tenemos que pelear para permanecer con vida. Ésa es la gloria que quiero: la vida. Ésa es la gloria que quiero para todos vosotros. Quiero que viváis.

El rostro de La Roca se crispó con incredulidad.

—Pero Ruben, después de que esos hombres intentaran romperte la crisma anoche debes de querer arreglar cuentas.

Todos estaban enterados del ataque. La Roca les había contado lo sucedido; les había contado cómo su hombre punta había combatido a cinco hombres fornidos él solo. Richard no había cuestionado el relato, pero no dejaba que percibieran lo mucho que le dolía todo. Quería que se preocuparan por sus propios cuellos, no que se preguntaran si él podía llevar a cabo su parte.

—Sí, quiero ganar —dijo—, pero no por la gloria, ni para arreglar cuentas. Soy un cautivo. Me trajeron aquí para jugar. Si ganamos, vivo. Es así de sencillo. Eso es lo único que realmente importa: vivir. Los jugadores de Ja’La… tanto cautivos como soldados… mueren en partidos todo el tiempo. En ese sentido somos iguales. La única gloria auténtica que hay en el hecho de ganar en estos partidos es continuar con vida.

Algunos de los otros cautivos asintieron para indicar que comprendían.

—¿No te preocupa derrotar al equipo del emperador? —preguntó Bruce, su alero izquierdo—. Vencer al equipo del emperador podría no ser lo correcto. Al fin y al cabo, representan el poder de la Orden Imperial, y del emperador. Vencerlos podría ser visto como jactancioso y arrogante, incluso sacrílego.

Todos los ojos se giraron hacia Richard.

Richard sostuvo la mirada del hombre.

—Pensaba que, según los preceptos de la Orden, todo el mundo era igual.

Bruce le devolvió la mirada con fijeza unos instantes. Por fin, una sonrisa se extendió por su rostro.

—No vas desencaminado ahí, Ruben. Son sólo hombres, como nosotros. Imagino que deberíamos vencer.

—Eso imagino yo —repuso Richard.

Ante eso, tal y como Richard les había enseñado, los hombres, como uno solo, lanzaron un bramido colectivo de acuerdo, un rugido profundo. Era poca cosa, pero servía para establecer un vínculo entre ellos, hacerles sentir que, si bien eran todos individuos muy distintos, tenían un objetivo común.

—Ahora bien —prosiguió Richard—, no hemos visto jugar al equipo del emperador, de modo que no conocemos sus tácticas, pero ellos han observado nuestro juego. Por lo que he podido ver, los equipos no acostumbran a cambiar el modo en que juegan, así que esperarán que hagamos las mismas cosas que nos han visto hacer en el pasado. Ésa va a ser una de nuestras ventajas.

»Recordad las nuevas formas de jugar que ideamos. No regreséis a las anteriores. Esas tácticas nuevas son nuestra mejor posibilidad de mantenerlos desconcertados. Concentraos en hacer vuestra parte en cada una de esas jugadas. Eso es lo que nos conseguirá puntos.

»Recordad, también, que esos hombres, además de querer ganar, van a intentar hacernos daño. Los equipos con los que hemos estado jugando sabían que lo que repartían lo recibían duplicado. Estos hombres son diferentes. Saben que si pierden los ejecutarán, tal y como sucedió con el último equipo del emperador. No tienen incentivos para jugar limpio, pero tienen todos los incentivos para intentar arrancarnos la cabeza.

»No tengo la menor duda de que van a intentar eliminar a nuestros jugadores, así que estad preparados para ello.

—Tú eres al que van a intentar abatir —señaló Bruce—. Tú eres el hombre punta. Eres al que necesitan detener. Incluso intentaron eliminarte anoche.

—Eso es todo cierto, pero como hombre punta os tengo a ti y a La Roca protegiéndome. La mayoría de vosotros no tenéis otra protección que vuestro ingenio y vuestra habilidad. Creo que es igual de probable que vayan tras uno de vosotros, primero, así que no bajéis la guardia ni un segundo. No os perdáis de vista unos a otros e intervenid si es necesario.

A lo lejos, Richard podía oír los cánticos de innumerables soldados ansiosos porque empezara el partido. Sonaba como si todo el campamento cantara. Richard sospechaba que todo hombre no obligado a trabajar en la rampa, probablemente estaría aguardando a que le transmitieran información sobre él.

Más espectadores de lo acostumbrado iban a poder ver aquel partido porque el emperador había ordenado a las cuadrillas de trabajadores, que necesitaban material para la rampa de todos modos, que sacaran tierra de una extensa zona para crear una hondonada en las llanuras Azrith. El nuevo campo de Ja’La, con sus extensos lados en suave pendiente, permitiría que muchos más espectadores pudieran contemplar los partidos de Ja’La.

Los partidos, al fin y al cabo, eran un alarde para los soldados. El nuevo campo de Ja’La era la declaración del emperador —justo a los pies del Palacio del Pueblo— de que la Orden estaba allí para quedarse y ser dueña del lugar.

Richard alzó la mirada a los nubarrones de un gris acerado. Los últimos leves tonos violáceos de la puesta de sol habían desaparecido. Iba a ser una noche oscura.

No había contado con que fuera a una hora tan tardía cuando se iniciara el partido, pero la noche le venía la mar de bien. De hecho, era el único retazo de buena suerte ante los obstáculos monumentales que tenía ante sí. Estaba acostumbrado a la oscuridad. Como guía forestal a menudo había recorrido los senderos de sus bosques con tan sólo la luna y las estrellas para iluminar su camino. A veces eran simplemente las estrellas.

Ver era algo más que utilizar sólo los ojos.

Mientras que en algunos aspectos aquellos tiempos pasados en los bosques parecían haber sido apenas unos días atrás, en otros parecía que hacía una eternidad, casi como en otra vida. Estaba muy lejos de su bosque del Corzo. Muy lejos de la paz y seguridad que había conocido.

Muy lejos de tener a la mujer que amaba de vuelta en sus brazos.

Mientras acababa con las pinturas de La Roca, Richard divisó al comandante Karg abriéndose paso entre el círculo de guardias. Tras su complicidad en la traición de la noche anterior, los soldados involucrados se mantenían bien apartados del hosco oficial. Había unos cuantos rostros nuevos entre los guardias, sin duda de más confianza. El comandante Karg conducía una escolta, hombres consagrados a la vigilancia de los jugadores.

En su mayoría, sin embargo, los soldados estaban allí para vigilar a Richard. Eran sus guardias especiales.

Richard pudo por fin frotarse el dolorido cuello después de que el comandante Karg abriera por fin su collar de hierro. Sin la gruesa cadena agobiándolo, Richard se sintió liviano, casi como si pudiera flotar en el aire. Le proporcionó una sensación de ingravidez, y de ser inhumanamente veloz, y abrazó tal sentimiento, convirtiéndolo en parte de él.

Los cánticos de los soldados a lo lejos tenían un aire primigenio. Estaba más allá de lo sobrecogedor. A Richard se le puso la carne de gallina.

Los espectadores esperaban sangre.

Esa noche iban a ver satisfecho su deseo.

Mientras seguía al comandante Karg, que conducía a su equipo en dirección al campo de Ja’La, Richard apartó el creciente ruido de su mente. Halló un punto focal donde relajarse.

Mientras avanzaban por corredores bordeados de multitud de soldados, por todas partes surgían manos que deseaban tocar a los miembros del equipo a medida que pasaban. Algunos de los hombres del equipo de Richard sonrieron, saludaron y palmearon las manos extendidas de los soldados. La Roca, por ser el más fornido y más fácil de distinguir, era el centro de mucha de la atención. Sonreía ampliamente, saludaba, estrechaba manos y se impregnaba de todo ello mientras desfilaba. A Richard le daba la impresión de que lo que La Roca siempre había deseado era la adoración de la multitud. Le encantaba.

Palabras tanto de ánimo como de odio caían en cascada desde todos los lados. Richard dirigió los ojos al frente, haciendo caso omiso de los soldados y los gritos mientras pasaba.

—¿Estás nervioso, Ruben? —le preguntó el comandante Karg volviendo la cabeza.

—Sí.

Karg le dedicó una sonrisa condescendiente.

—Eso desaparecerá cuando empiece el partido.

—Lo sé —repuso Richard a la vez que le lanzaba una breve mirada iracunda.

La extensa depresión del campo de Ja’La era un caldero de ruido, los espectadores una espuma de rostros por encima de un arremolinado mar negro.

La multitud situada más allá del denso círculo de antorchas parpadeantes del borde del terreno de juego coreaba… no palabras, sino un gruñido gutural. Al compás, la multitud golpeaba el suelo con los pies. El profundo sonido primigenio no sólo podía oírse sino sentirse, casi como el retumbo de un trueno. El efecto era ensordecedor y, en cierto modo, embriagador.

Era una llamada primitiva a la violencia.

Richard estaba sumido ya en aquellos sentimientos, y dejó que esos crudos y salvajes sonidos alimentaran aquellas pasiones que él ya había liberado en su interior. Mientras avanzaba a través del hervidero de hombres, se hallaba en su propio mundo privado, sumido en sus impulsos internos.

El comandante Karg detuvo a su equipo en un extremo del campo justo ante las antorchas. Richard vio arqueros, con flechas listas para ser disparadas, apostados por todo el terreno. Cerca del mediocampo, a su derecha, divisó la zona reservada para el emperador.

Jagang no estaba allí.

Richard sintió que se le hacía un nudo de pánico en el estómago. Había pensado que, sin duda, Jagang acudiría al partido, que Kahlan estaría cerca.

Pero la sección acordonada estaba vacía.

Richard controló sus emociones, apartando el desaliento. Jagang no se perdería ese partido. Más tarde o más temprano aparecería.

Cuando el equipo del emperador penetró a grandes zancadas por el extremo opuesto del campo, la multitud prorrumpió en un rugido atronador. Esos hombres eran lo mejor que la Orden tenía que ofrecer. Eran héroes para miles de espectadores. Eran los que podían derrotar a todos los que se presentasen ante ellos, los jugadores que aplastaban toda competencia, los campeones más merecedores de la victoria. Muchos consideraban al equipo como una representación tangible de su propio poder.

Mientras Richard y los suyos aguardaban fuera de las antorchas, el otro equipo, con un aspecto no tan sólo resuelto sino peligroso, caminó majestuosamente alrededor de todo el perímetro del campo, respondiendo al rugido de la muchedumbre con miradas sanguinarias. A la multitud le encantó aquel semblante de odio y amenaza.

Cuando el equipo del emperador terminó de dar la vuelta al campo y se congregó para ir hacia el otro extremo del terreno de juego, los arqueros y otros guardias especiales se apartaron a ambos lados. El comandante Karg hizo una seña a Richard y a su equipo para que cruzaran en fila. Cuando Richard pasó, el comandante le advirtió en un susurro que sería mejor que ganara.

Richard penetró en el campo. Su preocupación por su plan quedó mitigada cuando las resonantes aclamaciones a su equipo fueron casi tan ensordecedoras como las que habían sonado para el equipo del emperador. Habían sido muchos los partidos que habían jugado desde que habían llegado al campamento de la Orden Imperial, y el equipo de Richard los había ganado todos, y al hacerlo se habían ganado el respeto de muchos. No hacía ningún daño el que Richard fuera famoso por haber matado a un hombre punta contrario. Probablemente incluso más importante que eso, sin embargo, era la visión del equipo cubierto con aterradores dibujos en pintura roja. Era un atrezo que encajaba con aquellos partidos. Richard contaba con ese respaldo.

También sintió inquietud cuando por fin pudo ver bien a todos sus adversarios. Eran algunos de los hombres más grandes que Richard había visto nunca. Le recordaron a Egan y a Ulic, los guardias personales de lord Rahl, y pensó que no le iría nada mal tenerlos allí en ese momento.

Dejando a los suyos reunidos en un extremo del campo, Richard cruzó solo el terreno hasta donde estaba el árbitro, en el centro del campo, con un puñado de pajitas. El hombre punta del equipo del emperador, que aguardaba junto al árbitro, parecía ser casi treinta centímetros más alto que Richard.

Una hilera de rojas marcas en un lado del rostro dejaba constancia del lugar donde le habían alcanzado los eslabones de la cadena. Mientras Richard aguardaba, el imponente hombre punta, mirando con ira a Richard en todo momento, fue el primero en sacar una pajita.

Cuando Richard sacó, la suya fue más corta. Los espectadores rugieron su aprobación a que el equipo del emperador tuviera la primera oportunidad de marcar. El hombre lanzó a Richard una sonrisita de suficiencia antes de coger el broc y encaminarse a su lado del terreno de juego.

Mientras regresaba junto a sus jugadores, la mirada de Richard barrió las interminables masas de hombres, con los puños alzados en salvaje emoción, que esperaban ver sangre de un bando o del otro. Richard podía sentir las emociones febriles de miles de hombres que presionaban todos al frente, intentando ver lo que sucedería; hombres que habían llegado a donde estaban pisoteando innumerables cadáveres de inocentes que tan sólo habían querido vivir sus propias vidas y prosperar.

Richard se sentía atrapado en un mundo que había enloquecido.

Su mirada paseó por el espacio vacío donde se suponía que debía de estar el emperador. Donde se suponía que debía de estar Kahlan. Sin Kahlan, aunque fuera una Kahlan que no lo reconocía, el mundo era un lugar frío y vacío.

Justo en aquellos momentos, Richard se sentía muy pequeño y solo.

Sumido en un aturdido entumecimiento, ocupó su puesto junto con sus compañeros. Cuando sonó el cuerno y el adversario, agrupado en una formación cerrada, empezó a ir hacia ellos, estar allí abajo, en la depresión del campo de Ja’La, fue como estar en un valle, contemplando como un alud descendía sobre él. Justo entonces, en aquel momento de desolación, Richard no sabía qué hacer.

La colisión fue brutal. Rechinando los dientes por el esfuerzo, intentó hacer girar a los hombres que protegían al hombre punta, pero éstos se abrieron camino a través de Richard y su equipo.

Sin demasiadas complicaciones, su hombre punta alcanzó la zona de disparo y lanzó el broc. Los defensores pintados con símbolos rojos saltaron para intentar desviar el lanzamiento, pero los atacantes los avasallaron. El broc aterrizó firmemente en la red, marcando el primer punto.

La multitud estalló en un ensordecedor rugido de aprobación.

Richard acababa de averiguar algo. El equipo del emperador parecía confiar en su tamaño y peso superiores para abrirse paso como una trituradora a través de la defensa adversaria. No tenían ninguna necesidad de actuar con astucia. Dirigió a sus hombres una señal furtiva con la mano mientras el otro equipo formaba para su segunda carga.

Cuando llegaron a la línea de bloqueo, todo el equipo de Richard se lanzó a placar a los hombretones centrales y a derribarlos. No fue elegante, pero cumplió la función de abrir un agujero. Antes de que el agujero pudiera cerrarse, Richard había pasado. El hombre punta no alteró su rumbo, confiando en su tamaño para aplastar a Richard y apartarlo.

Richard giró sobre los talones y se coloco a la altura del hombre a la vez que lanzaba una pierna contra sus tobillos. Cuando éste dio un traspié para mantener el equilibrio, Richard le arrebató el broc de los brazos cuando éstos se aflojaron.

Richard efectuó un regate y atravesó a toda velocidad una floja hilera de contrincantes. Cuando más hombres convergieron sobre él, arrojó el broc a La Roca, colocado ya tras la hilera de enemigos. Bajo los enloquecidos vítores de sus seguidores, La Roca alzó por un instante el broc para que todos lo vieran mientras huía de un grupo de perseguidores. La Roca, disfrutando del momento, se giró mientras corría para poder reírse de quienes lo perseguían, luego arrojó el broc por encima de sus cabezas a Richard.

Se abalanzaron hombres desde todas direcciones al mismo tiempo que Richard atrapaba el broc, pero él se escabulló de uno, esquivó a otro y se apartó de un tercero, cambiando de dirección frenéticamente. A pesar de que sus propios jugadores placaban a muchos o les cerraban el paso para apartarlos del camino de Richard, los oponentes acortaban distancias por todas partes. Mientras Richard intentaba evitar a uno, otro lo agarró por los hombros e, igual que si fuera un niño pequeño, lo arrojó al suelo. Richard sabía que no iba a poder impedir que le quitaran el broc, y no quería que se amontonaran todos sobre él y le rompieran los huesos, así que en cuanto chocó contra el suelo alzó con gran esfuerzo el broc y lo lanzó. Bruce corría por el lugar adecuado en el momento adecuado. Atrapó el broc, pero lo placaron.

Sonó el cuerno, poniendo fin al tiempo de juego del equipo del emperador. Habían marcado un punto, y Richard les había impedido conseguir dos.

Mientras corría por su lado del campo, se reprendió por permitir que sus sentimientos lo dominaran. No estaba prestando suficiente atención. No tenía la mente puesta en lo que hacía. Acabaría consiguiendo que lo mataran.

No podía hacer nada para ayudar a Kahlan a menos que espabilara.

Sus hombres jadeaban, la mayoría agachados con las manos sobre las rodillas. Parecían abatidos.

—De acuerdo —dijo Richard cuando llegó junto a ellos—, les hemos dejado tener su momento de gloria. Ahora acabemos con ellos.

Todos los hombres se animaron y sonrieron al oír eso.

A la vez que atrapaba el broc cuando el árbitro lo lanzó en su dirección, Richard paseó la mirada por sus hombres.

—Enseñémosles con quién se las ven. Jugad uno-tres y luego invertidlo. —Les mostró rápidamente un dedo, luego tres, por si acaso no podían oírle por encima de todo el ruido—. Vamos.

Como un solo hombre salieron a la carrera, apiñándose al instante en un grupo que rodeaba a Richard. Ningún bloqueador avanzó al frente, ni se colocaron aleros a los lados. En su lugar, todos se comprimieron en una formación lo más cerrada posible.

El otro equipo pareció complacido ante la táctica. Era su táctica favorita: la fuerza bruta. Con sus seguidores alentándolos corrieron directos hacia el grupo contrario.

Todos los hombres de Richard observaron con atención al equipo de Jagang, aguardando. Momentos antes del impacto, cuando los defensores llegaban a aquel punto, el equipo de Richard se dividió de improviso en todas direcciones a la vez.

Fue una jugada tan sorprendente que los otros jugadores titubearon, girando en una dirección y en otra, indecisos sobre qué hacer. Cada uno de los hombres de Richard corrió en un enloquecido zigzag que parecía no tener ni pies ni cabeza. Los hombretones de Jagang no sabían a quién agarrar, a quién perseguir, o adónde iban. En un instante, la carga concentrada había quedado disuelta como un enjambre de libélulas.

La multitud estalló en carcajadas.

Richard corrió siguiendo una ruta disparatada al igual que sus compañeros, salvo que él era quien tenía el broc. Cuando por fin el otro equipo cayó en la cuenta, Richard ya había rebasado a la mayoría de ellos y se había adentrado profundamente en el campo enemigo. Corrió como si le fuera la vida en ello mientras dos de los bloqueadores iban tras él.

Al alcanzar la zona de tiro alzó el broc. En cuanto éste abandonó sus dedos recibió un golpe por detrás, pero ya era demasiado tarde para detener el lanzamiento. El broc voló al interior de la red. Richard chocó contra el suelo con un hombre encima. Fue una suerte que el atacante hubiera estado corriendo a toda velocidad porque el impulso le hizo rodar por encima de la espalda de Richard.

Richard se incorporó a toda prisa y trotó a su lado del campo entre enloquecidas aclamaciones de la multitud. Estaban empatados, pero no le interesaba un empate. Necesitaba sacar el máximo partido de su ventaja. La jugada que había ideado no había terminado aún. Necesitaba completarla.

Sus compañeros, todo sonrisas, se congregaron tan de prisa como les fue posible. Richard no necesitó hacerles una seña. Ya les había indicado toda la jugada la primera vez. Cuando el árbitro le arrojó el broc todos echaron a correr al instante.

Una vez más, se colocaron en una formación cerrada mientras cargaban campo a través. En esta ocasión, no obstante, el equipo de Jagang, mientras corría a su encuentro, se desperdigó en el último instante, listo esta vez para interceptarlos cuando intentaran salir en todas direcciones. La multitud los vitoreó y aulló su aprobación.

En vez de separarse, sin embargo, el equipo de Richard permaneció bien unido mientras cargaban directamente por el centro del campo. Los pocos jugadores que quedaban dentro de la zona para interceptarlos fueron arrollados. El otro equipo, comprendiendo de improviso lo que sucedía, emprendió la persecución. Pero fue demasiado tarde.

En cuanto Richard alcanzó la zona de puntuación y sus hombres formaron un escudo protector, Richard lanzó el broc. Contempló a la luz de las antorchas como describía un arco en el aire nocturno y luego entraba en la red. La multitud prorrumpió en aclamaciones. Sonó el cuerno, indicando el final del juego.

El árbitro, en el centro del campo, anunció la puntuación: un punto para los campeones —el equipo de Jagang— y dos para los aspirantes.

Pero entonces, antes de que el árbitro diera la vuelta al reloj de arena, Richard le vio girarse hacia la banda. Era Jagang. Estaba en la zona que habían acordonado para él. Nicci estaba a su lado. Kahlan permanecía un poco más atrás. Jillian la acompañaba.

Mientras todo el mundo aguardaba, el árbitro fue hasta la banda y escuchó durante unos instantes al emperador. Asintió y regresó al centro del campo, donde anunció que se había resuelto que el segundo punto había entrado después de sonar el cuerno, de modo que no contaba. La puntuación, anunció en voz alta, era un empate.

Parte de la multitud chilló enfurecida, mientras que otros gritaban de alegría.

Los hombres de Richard empezaron a chillar, discutiendo la decisión. Richard paseó por delante de ellos a grandes zancadas. El ruido de la multitud era tan fuerte que temió que sus hombres no pudieron oírle, así que pasó un pulgar por delante de la boca, poniendo fin a sus objeciones.

—¡No podéis cambiarlo! —les chilló—. ¡Tranquilizaos! ¡Concentraos!

Dejaron de protestar, pero no estaban contentos. Richard tampoco lo estaba, pero sabía que no podía hacer nada al respecto. Había sido una orden del emperador la que había anulado el punto marcado. Iba a tener que alterar sus planes.

—Es necesario que los detengamos —dijo mientras paseaba por delante de su equipo—. Cuando vuelva a ser nuestro turno, jugad dos-cinco. —Les mostró primero dos dedos, luego cinco, y los demás asintieron—. No podéis cancelar lo que acaba de pasar, pero podéis impedir que marquen. Entonces podemos llevar a cabo nuestra jugada y recuperar lo que nos quitaron injustamente. Dejad de obsesionaros en lo que no tiene remedio y pensad en lo que debemos hacer.

Todos asintieron mientras formaban, preparándose para la carga del rival. Seguían enojados pero estaban listos para concentrar aquella ira en el adversario.

La carga del equipo del emperador fue desordenada. Les embargaba todavía el júbilo por su golpe de suerte. En un choque demoledor su hombre punta recibió el impacto de un bloqueo coordinado. Richard se sintió orgulloso de sus hombres por el modo en que utilizaban su cólera.

En el furioso forcejeo que siguió a la colisión La Roca se alzó con el broc. Lo lanzó a Bruce cuando sus perseguidores se le acercaron mucho. Bruce por su parte pasó el broc a Richard. Éste corrió campo adelante y, ante las delicias de la multitud, usó toda su fuerza para lanzar desde la línea de dos puntos. El broc entró. No contaba, claro, pero la multitud rugió como si lo hiciera. Los vítores hicieron temblar el suelo. Era una reivindicación del tanto perdido, y era lo más aproximado a un desaire a Jagang que podía conseguir Richard.

Sus seguidores empezaron a entonar:

—¡Cuatro a uno! ¡Cuatro a uno!

El resultado seguía siendo oficialmente uno a uno, pero desde el punto de vista de aquellos que lo aclamaban ahora era de cuatro a uno.

En su siguiente carga, cuando el hombre punta del equipo del emperador penetró a la carrera en la zona de lanzamiento y arrojó el broc, uno de los compañeros de Richard saltó muy alto y consiguió apartarlo justo lo suficiente para que saliera desviado y no entrara. Cuando sonó el cuerno, el resultado seguía siendo uno a uno.

En su primera jugada, Richard estaba casi en la zona de lanzamiento cuando lo placaron. Mientras caía al suelo, Richard arrojó el broc en dirección a La Roca, quien lo recogió justo antes de que un adversario pudiera hacerse con él.

La Roca alcanzó la zona de puntuación y lanzó. Desde el suelo Richard contempló cómo el broc entraba en la red, marcando un punto.

La Roca, rebosante de alegría, agitó ambos brazos en el aire a la vez que pegaba brincos igual que un niño. A la multitud le encantó. Richard no pudo evitar sonreír mientras se liberaba de su placador, quien le asestó un doloroso puñetazo en la espalda justo antes de irse. Richard no mordió el anzuelo. Sabía bien que no debía verse arrastrado a una pelea cuando el broc no estaba en juego.

Alcanzó a La Roca y corrieron juntos de vuelta a la zona de inicio para su próxima carrera. Richard dio una palmada a su alero en el hombro.

—Lo has hecho muy bien, La Roca —chilló por encima de los vítores.

—¡Yo he conseguido nuestra gloria!

Richard no pudo evitar una carcajada.

—Gloria —convino a la vez que volvía a dar una palmada a La Roca en la espalda—. Y un punto que cuenta.

Mientras formaban a la espera de que el árbitro entregara el broc, todos sus compañeros gritaron sus felicitaciones a La Roca, que estaba radiante. El hombretón movió un puño arriba y abajo, obteniendo un sonoro grito de todo el equipo, antes de ocupar su lugar de costumbre a la derecha de Richard. Bruce ocupó el lado izquierdo. Los bloqueadores formaron una cuña por delante de La Roca. La jugada tenía como objetivo atraer a los defensores hacia la izquierda, donde la defensa era más débil.

Mientras arremetían campo adelante, el equipo del emperador empezó a ir hacia la izquierda de Richard, como él quería; pero en el último instante hicieron un brusco giro y fueron hacia el centro de la cuña. Una táctica así no detendría a Richard ni les permitiría hacerse con el broc. Iban tras otra cosa.

—¡La Roca! —chilló Richard—. ¡A la derecha!

La Roca, en su lugar, hundió su enorme hombro en lo más reñido del ataque. Tres placadores saltaron. El cuarto enganchó un brazo alrededor del cuello de La Roca. Un quinto hombre a toda velocidad, lo golpeó en el cuello.

Richard sintió como si estuviera inmerso en un sueño y no consiguiera que sus piernas se movieran lo bastante de prisa.

Mientras corría con todas sus energías, oyó que un hueso se partía.