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sentado en la agonizante luz, con las rodillas dobladas a la altura del pecho mientras escuchaba los sonidos incesantes del campamento enemigo, más allá del círculo de carros y vigilantes, Richard lanzó un abatido suspiro. Pasó los dedos de una mano por sus cabellos. Apenas podía creer que Jagang hubiera conseguido capturar a Nicci. No era capaz de imaginar cómo podía haber sucedido tal cosa. Verla con un rada’han alrededor del cuello le producía náuseas.
A Richard le parecía como si el mundo entero se estuviera desmoronando. Y por más que temía considerar siquiera la idea, parecía como si la Orden Imperial fuera incontenible. Aquellos que querían decidir por sí mismos el modo en que vivirían sus propias vidas estaban siendo metódicamente sojuzgados por los innumerables seguidores de la Orden, seguidores consagrados hasta el fanatismo y ansiosos por imponer su fe sobre todos los demás. Tal concepto violaba la naturaleza misma de la fe, pero eso no importaba a los auténticos creyentes: todos los hombres tenían que doblegarse y creer lo que ellos creían. O morir.
Los que creían en las enseñanzas de la Orden controlaban en la actualidad la mayor parte del Nuevo Mundo así como todo el Viejo. Incluso se habían adentrado en la Tierra Occidental, el lugar donde él había crecido.
A Richard le daba la impresión de que el mundo entero se había vuelto loco.
Peor aún, Jagang también poseía al menos dos de las Cajas del Destino. Aquel hombre siempre parecía tenerlo todo bajo control.
Y ahora tenía a Nicci.
Pero si a Richard le partía el corazón ver a Nicci con el aro dorado de una esclava atravesando su labio inferior, de nuevo cautiva de un hombre que la había maltratado de un modo tan terrible en el pasado, le hervía la sangre al ver a Kahlan también prisionera de aquel mismo hombre.
A Richard le descorazonaba también profundamente saber que Kahlan no lo recordaba. Ella le importaba más que cualquier otra cosa en el mundo… Era su mundo… Pero ahora ella ni recordaba su nombre.
La fuerza y el coraje de Kahlan, su compasión, su inteligencia, su ingenio, su sonrisa especial, que no mostraba a nadie salvo a él, estaban siempre en sus pensamientos y su corazón, y lo estarían hasta el día en que muriera. Recordaba el día en que se casaron, recordaba lo mucho que ella lo amaba y lo feliz que ella se había sentido sólo por estar en sus brazos. Pero ahora ella no recordaba nada de eso.
Sería capaz de hacer cualquier cosa por salvarla, por que volviera a ser quien era, por devolverle su vida… por tenerla de vuelta en la suya. Pero quién era, ya no estaba allí, dentro de ella. El hechizo Cadena de Fuego se lo había quitado todo a los dos.
No importaba en realidad lo mucho que él quisiera vivir su propia vida con Kahlan, o lo mucho que quisiera que otras personas fueran capaces de vivir sus propias vidas. Los miembros de la Orden Imperial tenían sus propios designios para la humanidad.
En aquellos momentos, Richard sólo podía ver un futuro desolador.
Por el rabillo del ojo vio que La Roca se deslizaba a toda prisa hacia él. La pesada cadena repiqueteaba mientras el hombretón la arrastraba por el duro suelo.
—Ruben, necesitas comer.
—Ya he comido.
La Roca indicó con un ademán el pedazo de jamón medio devorado en equilibrio sobre la rodilla de Richard.
—Sólo la mitad. Necesitas tus energías para el partido de mañana. Deberías comer.
Pensar en lo que iba a suceder al día siguiente sólo sirvió para que a Richard se le formara un nudo de ansiedad en el estómago. Tomó el grueso pedazo de jamón cocido y se lo ofreció a su compañero.
—He comido todo lo que quería. Si quieres, puedes comerte el resto.
La Roca sonrió abiertamente ante su inesperada suerte. Su mano se detuvo, su sonrisa titubeó. Alzó la mirada para clavarla en los ojos de Richard.
—¿Estás seguro, Ruben?
Richard asintió. El hombretón tomó por fin el jamón y le dio un buen mordisco. Una vez que hubo tragado, dio un codazo a Richard.
—¿Te encuentras bien, Ruben?
Richard suspiró.
—Soy un prisionero, La Roca. ¿Cómo podría estar bien?
La Roca sonrió burlón, pensando que Richard se limitaba a bromear. Cuando Richard no sonrió, La Roca adoptó una expresión seria.
—Recibiste un buen golpe en la cabeza hoy. —Se inclinó un poco más cerca, enarcando una ceja en dirección a Richard—. No fue muy inteligente por tu parte…
Richard dirigió una ojeada al otro.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Casi perdimos hoy.
—Casi no cuenta. No existen los empates en el Ja’La. O ganas o pierdes. Ganamos. Eso es lo que importa.
La Roca retrocedió un poco ante el tono de su compañero.
—Si tú lo dices, Ruben. Pero si no te importa que lo pregunte, ¿qué sucedió?
—Cometí un error.
Richard jugueteó con una piedra pequeña medio enterrada en el suelo. La Roca masticó mientras reflexionaba.
—Nunca antes te vi cometer un error como ése.
—Esas cosas suceden.
Richard estaba furioso consigo mismo por cometer tal equivocación, por permitirse perder su concentración de aquel modo. Debería haber sido más listo. Debería haberlo hecho mejor.
—Con suerte, no cometeré ningún error mañana. Mañana es el día importante, el día que cuenta. Espero no cometer un error mañana.
—Eso espero yo también. Hemos llegado muy lejos. —La Roca agitó el grueso pedazo de jamón ante Richard para añadir énfasis a su comentario—. No sólo estamos ganando partidos sino ganando admiradores. Muchos nos animan ahora. Una victoria más y seremos campeones. Entonces toda la multitud nos vitoreará.
Richard echó una ojeada a su alero.
—¿Viste el tamaño de los hombres del equipo de Jagang?
—No tienes por qué sentir miedo. —La Roca le lanzó una sonrisa socarrona—. Yo también soy grande. Te protegeré, Ruben.
Richard no pudo evitar sonreír junto con su fornido alero.
—Gracias, La Roca. Sé que lo harás. Siempre lo haces.
—Bruce también lo hará.
Richard sospechaba que muy bien podría ser así. Bruce era un soldado de la Orden Imperial, pero también era un miembro de un equipo potente con una reputación: el equipo de Ruben, como la mayor parte de sus hombres lo llamaba, aunque no lo llamaban así delante del comandante Karg. Los espectadores lo llamaban el Equipo Rojo, y el comandante Karg lo llamaba «su equipo», pero entre ellos, los jugadores, lo llamaban «el equipo de Ruben». Él era su hombre punta, y habían llegado a confiar en él. Bruce, como algunos de los otros soldados del equipo, se había mostrado reacio en un principio a dejarse pintar de rojo, pero ahora lucía esos símbolos con orgullo. Lo aclamaban cuando salía al terreno de juego.
—El partido de mañana va a ser… peligroso, La Roca.
El hombretón asintió.
—Tengo intención de que así sea.
Richard volvió a sonreír.
—Ten cuidado, ¿quieres?
—Mi tarea es cuidar de ti.
Richard hizo girar la piedrecita que había arrancado del suelo en la palma de su mano a la vez que elegía las palabras.
—Llega un momento en que un hombre tiene que velar por sí mismo. Hay momentos en que…
—Cara de Serpiente se acerca.
Richard dejó de hablar ante la advertencia hecha en voz baja. Alzó la mirada y vio al comandante Karg avanzando a través de los centinelas. El oficial no parecía contento.
Richard arrojó lejos la piedra y se recostó a la vez que el comandante Karg se detenía ante él. Se alzó polvo alrededor de las botas del militar. El oficial bajó una mirada iracunda hacia Richard a la vez que se ponía en jarras.
—¿A qué vino lo de hoy, Ruben?
Richard alzó los ojos hacia los tatuajes de escamas de serpiente apenas visibles a la agonizante luz.
—¿No apreciasteis el que ganásemos?
En lugar de responder, el comandante volvió la mirada furiosa sobre La Roca, quién captó el mensaje y se alejó a toda prisa, hasta que llegó al final de lo que permitía la cadena y no pudo ir más lejos. El comandante se acuclilló delante de Richard. Los tatuajes de las escamas se movieron de un modo que a Richard le pareció como si fuesen de la auténtica piel de serpiente.
—Ya sabes a lo que me refiero. ¿De qué iba toda esa estupidez?
—Me zurraron. Eso es lo que el otro equipo siempre intenta hacer. Tiene que suceder alguna que otra vez.
—Te he visto esforzarte al máximo y no conseguir puntuar por muy poco, o hacer todo lo posible por esquivar una carga de bloqueadores y no escaparte del todo, pero jamás te he visto cometer un error estúpido.
—Lo siento —repuso Richard, que no veía la utilidad de discutirlo.
—Quiero saber por qué.
Richard encogió los hombros.
—Como habéis dicho, fue un error estúpido.
Richard estaba más enojado consigo mismo de lo que el comandante podría comprender jamás. No podía cometer un error como aquél al día siguiente.
—Ganamos, de todos modos. Eso significa que jugaremos contra el equipo del emperador. Eso es lo que os prometí… que conseguiría que vuestro equipo compitiera con el equipo del emperador.
Los ojos del comandante se alzaron al cielo, contemplando las primeras estrellas nocturnas por un momento, antes de hablar.
—Recuerdas que fuiste capturado, ¿verdad?
—Lo recuerdo.
Los ojos del hombre volvieron a bajar para clavarse en Richard.
—Entonces recuerdas que deberías haber sido ajusticiado ese día. Te dejé vivir con la condición de que harías todo lo posible por hacerle ganar a mi equipo este campeonato. Hoy no estuviste al máximo. Estuviste a punto de arrojar por la borda la posibilidad de que mi equipo ganara.
Richard no rehuyó la mirada del otro.
—No os preocupéis, comandante. Mañana me esforzaré al máximo. Lo prometo.
—Bien. —Rostro de Serpiente sonrió por fin, aunque fue una sonrisa fría—. Bien. Vosotros ganáis mañana, Ruben, y tú consigues a tu mujer.
—Lo sé.
La sonrisa se tornó maliciosa.
—Vosotros ganáis mañana, y yo consigo a mi mujer.
Richard no estaba interesado en realidad.
—¿Es eso así?
El comandante Karg asintió.
—Si ganamos, esa espectacular rubia que estaba con el emperador Jagang será mía.
Richard alzó los ojos con el entrecejo fruncido y el semblante sombrío.
—¿De qué habláis? Jagang no va a dejaros tener a alguien así, a una mujer marcada como suya.
—Es una pequeña apuesta hecha con el emperador. Está tan seguro de que su equipo ganará que conseguí que se jugara a su mujer más valiosa a que así sería. Se llama Nicci. La llama su Reina Esclava. Jagang no quiere tener que entregármela, ella es más bien… una obsesión para él. Pero creo que puedes ganarla para mí. —Sus ojos se concentraron en sus propios pensamientos lujuriosos—. Eso me gustaría muchísimo… tanto como no le gustaría a Jagang. —Regresó al tema del que hablaban y agitó un dedo ante el rostro de Richard—. Y será mejor que ganes por tu propio bien.
—¿Para que pueda elegir a una mujer?
—Para que puedas vivir. Pierde mañana y recibirás la muerte que deberías haber recibido después de que matases a todos aquellos hombres míos. —La sonrisa maliciosa del comandante Karg regresó—. Pero si ganas, podrás elegir a una mujer, como prometí.
Richard le devolvió la mirada con expresión feroz.
—Ya os he prometido que lo haré lo mejor posible mañana. Siempre cumplo mis promesas.
El comandante asintió.
—Estupendo. Gana mañana, Ruben, y todos nos sentiremos felices. —Rió entre dientes—. Bueno, Jagang no estará contento. Ni un ápice. Y ahora que lo pienso, no creo que Nicci vaya a estar contenta, tampoco; pero bien mirado, eso no es de mi incumbencia en realidad.
—¿Y el emperador? ¿No creéis que le importará?
—Ah, le importará, ya lo creo. —Karg lanzó una risita—. Jagang se volverá loco cuando tenga que dejar que me lleve a Nicci a mi lecho. Tengo unos cuantos asuntos que solventar con esa mujer. Y tengo intención de que sea muy placentero.
Richard consiguió permanecer en silencio y parecer sereno, a pesar de que deseaba pasarle la cadena alrededor del cuello para estrangularlo.
El comandante Karg se puso en pie.
—Tú gana ese partido, Ruben.
Richard dirigió una mirada iracunda a la espalda del oficial mientras lo observaba alejarse a grandes zancadas.
Una vez que estuvo seguro de que el comandante se había marchado, La Roca sostuvo flojo un trozo de cadena para impedir que tirara del collar que llevaba al cuello, y regresó junto a Richard.
—¿Qué te ha dicho, Ruben?
—Quiere que ganemos.
La Roca soltó una risotada.
—Apuesto a que sí. Como propietario de un equipo campeón podrá tener cualquier cosa que quiera.
—Eso es lo que me asusta.
—¿Qué?
—Descansa un poco, La Roca. Mañana va a ser un día lleno de acontecimientos.