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LA SENDA DE LA ESTAMPIDA (III)

Es casi imposible que el hombre moderno llegue a imaginarse lo que es vivir de la caza. La vida del cazador consiste en un desplazamiento extenuante, casi continuo, en busca de presas […]. Es una vida de preocupación constante por si la siguiente persecución tendrá éxito, por si la trampa o la emboscada fallarán, por si las manadas no aparecerán esta temporada. La vida de un cazador comporta siempre la amenaza de la penuria y la muerte a causa de la falta de alimento.

JOHN M. CAMPBELL,

The Hungry Summer

Pero ¿qué es la historia? Es la exploración sistemática a lo largo de los siglos para resolver el misterio de la muerte y superarla en el porvenir. Por ello se descubren el infinito matemático y las ondas electromagnéticas, y por ello se componen sinfonías. Pero sin cierto impulso no puede progresarse en tal dirección. Para descubrimientos de esta clase es preciso tener una preparación espiritual. Y los elementos básicos de esta preparación están en los Evangelios. ¿Qué son los Evangelios? En primer lugar el amor al prójimo, esa suprema forma de energía viva que llena el corazón del hombre y exige expansionarse y ser gastada. Luego los ideales esenciales del hombre moderno, sin los cuales el hombre no puede concebirse, es decir, el ideal de la libre individualidad y de la vida como sacrificio.»

BORIS PASTERNAK,

Doctor Zhivago

[Pasaje marcado en uno de los libros que se encontraron junto al cadáver de Christopher McCandless; el subrayado es suyo.]

Después de que la crecida del Teklanika frustrase su intento de abandonar el monte, McCandless regresó al autobús. Llegó allí el 8 de julio. Es imposible saber qué debió de pensar en aquel momento, ya que en el diario no proporciona ninguna información al respecto. Es posible que el hecho de que su vía de salida estuviera cortada no le inquietase en exceso. Es más, en aquel momento no tenía demasiadas razones para preocuparse; era pleno verano y el bosque estaba pletórico de vida, de modo que podía abastecerse de comida con regularidad. Quizás imaginase que si aguardaba hasta agosto el nivel de las aguas del Teklanika descendería y podría cruzar el río.

Una vez instalado de nuevo en el corroído cascarón del autobús, volvió a dedicarse a la caza y la recolección. Leyó La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi, y El hombre terminal, de Michael Crichton. Anotó en el diario que había estado lloviendo durante más de una semana. La caza era abundante; durante las últimas tres semanas de julio, su dieta incluyó 35 ardillas, cuatro perdices, cinco arrendajos y pájaros carpinteros, y dos ranas, así como patatas y ruibarbos silvestres, bayas de diversas especies y un gran número de setas. Sin embargo, pese a esta aparente munificencia de la naturaleza, la carne con que se alimentaba era muy pobre en grasa y consumía menos calorías de las que quemaba. Tras subsistir durante tres meses con una dieta muy descompensada, había acumulado un déficit calórico considerable, hasta el punto de encontrarse en el límite mismo de la desnutrición. Y fue entonces, a finales de julio, cuando cometió el error fatal que lo llevaría a la muerte. Había terminado de leer Doctor Zhivago, una novela que lo incitó a garabatear emocionadas notas en los márgenes y subrayar algunos pasajes:

Lara anduvo a lo largo del terraplén por un sendero trazado por los caminantes y los vagabundos, y luego cruzó los campos por una senda que conducía hacia el bosque. Allí se detuvo y, con los ojos entornados, aspiró el aire impregnado de confusos aromas. Para ella, era un aire mejor que sus padres, y más tierno que el hombre amado y más sutil que cualquier libro. Por un instante el sentido de la existencia se le reveló como algo totalmente nuevo. «Estoy aquí —pensó— para tratar de comprender la terrible belleza del mundo y conocer el nombre de las cosas, y si mis fuerzas no bastan, para engendrar hijos que lo hagan por mí.»

«NATURALEZA/PUREZA», escribió con gruesos trazos en el margen superior de la página.

¡Cuánto deseo a veces escapar del aburrimiento sin sentido de la elocuencia humana, de todas esas frases sublimes, y refugiarme en la naturaleza, en su sonoridad en apariencia tan inarticulada, o en el mutismo de un trabajo largo y agotador, del sueño profundo, de la música auténtica o de una comprensión humana que no necesite palabras, sino sólo emoción!

McCandless rodeó con un círculo la frase «refugiarme en la naturaleza», la marcó con un asterisco y la puso entre paréntesis.

Al lado de otro pasaje («Y así resultó que sólo una vida similar a la vida de aquellos que nos rodean, fusionándose con ella en armonía, es una vida genuina, y que una felicidad no compartida no es felicidad […]. Y eso era lo más irritante de todo.»), anotó: «LA FELICIDAD SÓLO ES REAL CUANDO ES COMPARTIDA.»

Es tentador considerar que esta última anotación constituye la prueba de que su largo período de aislamiento había cambiado de algún modo su forma de ver las cosas. Podría interpretarse en el sentido de que quizás estaba dispuesto a despojarse de la armadura que había construido alrededor de su corazón, de que pretendía abandonar su vida de vagabundo solitario, no rehuir más la intimidad y convertirse en un miembro de la comunidad humana en cuanto regresara a la civilización. Sin embargo, nunca llegaremos a saberlo, porque Doctor Zhivago fue el último libro que pudo leer.

El 30 de julio, dos días después de finalizar la lectura de la novela, aparece en el diario una entrada alarmante:

«EXTREMA DEBILIDAD. ME FALTA COMIDA. SEMILLAS. TENGO MUCHAS DIFICULTADES PARA PERMANECER DE PIE. ME MUERO DE HAMBRE. GRAN PELIGRO.» Antes de esta anotación no hay nada en las sucesivas entradas que sugiera que la situación de Chris McCandless fuese alarmante. Tenía un aspecto demacrado a causa de la pobreza de su dieta y estaba hambriento, pero su salud no parecía muy quebrantada. Luego, después del 30 de julio, su estado físico sufrió un empeoramiento tan agudo como repentino. El 19 de agosto ya había muerto.

Se han hecho muchas conjeturas sobre las causas que provocaron su rápido final. Durante los días que siguieron a la identificación del cadáver, Wayne Westerberg recordaba vagamente que, antes de partir hacia Alaska, McCandless había comprado algunos paquetes de simientes, que incluían, quizá, patatas de siembra, al parecer porque tenía la intención de sembrar un huerto en cuanto estableciera su campamento base. Según una de las teorías, McCandless nunca llegó a hacerlo —yo no vi ningún indicio de un huerto en las inmediaciones del autobús— y hacia finales de julio pasaba tanta hambre que se comió las patatas de siembra, con lo cual se intoxicó.

Es verdad que las patatas de siembra producen un agente tóxico una vez que han empezado a germinar. Contienen solanina, una sustancia que también se encuentra en las plantas de la familia de la belladona y que causa vómitos, diarrea, cefaleas y somnolencia al cabo de pocos días de ser consumidas. Si se ingiere durante un largo período de tiempo, la solanina termina por afectar el ritmo cardíaco y la tensión arterial. Sin embargo, esta teoría adolece de un defecto: para que McCandless quedara incapacitado debido a la ingestión de patatas de siembra, habría tenido que comer grandes cantidades —como mínimo, varios kilogramos—, lo que es poco probable si se tiene en cuenta el escaso peso de su mochila cuando Gallien lo recogió en la carretera. En el supuesto de que llevase patatas de siembra, no parece verosímil que se tratara de una cantidad suficiente como para envenenarlo.

No obstante, existe una teoría alternativa más plausible basada en una variedad de tubérculo muy distinta. En las páginas 126 y 127 de la guía de plantas comestibles que McCandless utilizaba, la Tanaina Plantlore, se describe un tubérculo con una forma parecida a la zanahoria recolectado por los indios dena’ina y conocido en Alaska como patata silvestre. Su nombre botánico es Hedysarum alpinum, y crece en los suelos pedregosos de la región.

Según la Tanaina Plantlore, «las patatas silvestres son probablemente el alimento más importante de los dena’ina aparte de los frutos salvajes». «Las consumen de múltiples maneras (crudas, hervidas, guisadas o fritas) y les gustan sobre todo maceradas en aceite o manteca, ingredientes que también utilizan para conservarlas.» El artículo dedicado a la patata silvestre explica que la mejor época del año para extraerla «es la primavera, tan pronto como empieza el deshielo […]; durante el verano, las raíces se endurecen y secan».

Priscilla Russell Kari, la autora de la Tanaina Plantlore, me contó que «la primavera era una época muy dura para los dena’ina, sobre todo en el pasado», y agrega: «A menudo, la caza de la que dependían para alimentarse escaseaba o el salmón no llegaba a los ríos a su debido tiempo. De modo que las patatas silvestres se convertían en su principal fuente de alimento hasta que la pesca empezaba a ser más abundante a finales de primavera. La patata silvestre posee un sabor muy dulce. Todavía es un alimento muy apreciado por los dena’ina.»

La planta de la patata silvestre tiene un tallo de unos 60 centímetros de altura y unos pedúnculos de los que salen delicadas flores rosáceas que recuerdan a la flor del guisante. Guiándose por la ilustración de la Tanaina Plantlore, el 24 de junio McCandless empezó a extraer y consumir los tubérculos de la planta, al parecer sin que le provocaran ninguna reacción adversa. El 14 de julio empezó a consumir también las semillas de las vainas de la planta, similares a las vainas del guisante, quizá porque los tubérculos ya se habían vuelto demasiado duros. No mucho después, tomó una fotografía en la que se lo ve con una bolsa de plástico Ziploc de cinco litros rebosante de semillas de patata silvestre. Unos días más tarde, el 30 de julio, escribió en su diario: «EXTREMA DEBILIDAD. ME FALTA COMIDA. SEMILLAS.»

Después del artículo dedicado a la Hedysarum alpinum, la Tanaina Plantlore describe en la página siguiente otra planta del mismo género: el guisante silvestre o Hedysarum mackenzii. La planta del guisante silvestre es un poco más pequeña, pero su aspecto es tan semejante al de la patata silvestre que incluso los botánicos tienen a veces dificultades para distinguirlas. Sólo existe un rasgo distintivo que permita reconocerlas con absoluta seguridad: el reverso de las diminutas hojas verdes de la planta de la patata silvestre tiene una llamativa nervadura lateral, que en las hojas de la planta del guisante silvestre es invisible.

La guía no sólo informa de las dificultades para distinguirlas, sino que advierte sobre la necesidad de «extremar las precauciones e identificar ambas plantas con exactitud antes de utilizar la patata silvestre como alimento, ya que se ha informado del posible carácter venenoso del guisante silvestre». Los casos clínicos de individuos intoxicados por comer Hedysarum mackenzii son inexistentes en la literatura médica contemporánea, pero los indígenas del norte saben desde hace miles de años que el guisante silvestre es venenoso y actúan con prudencia a fin de no confundirlas.

Para hallar un caso de envenenamiento atribuible al guisante silvestre, tuve que remontarme a los anales decimonónicos de las exploraciones del Ártico. Descubrí lo que buscaba en los diarios de sir John Richardson, un famoso cirujano escocés, naturalista y explorador que había formado parte de las dos primeras expediciones de sir John Franklin y había sobrevivido a ambas. Richardson fue el ejecutor material del supuesto caníbal de la primera expedición. También fue el botánico que efectuó por primera vez una descripción científica de la Hedysarum mackenzii y la clasificó. En 1848, mientras estaba al mando de una expedición por el Ártico canadiense en busca del por entonces desaparecido Franklin, tuvo la oportunidad de comparar la Hedysarum alpinum y la Hedysarum mackenzii. En su diario, señaló que la Hedysarium alpinum está dotada de unas raíces tuberculosas flexibles y largas, su sabor es dulce, con un regusto a alcohol. Los nativos las comen en abundancia en primavera, pero se vuelve leñosa y pierde su jugosidad y frescor a medida que la estación avanza. La Hedysarum mackenzii tiene una forma decumbente, un color rucio y produce más flores, pero es menos elegante y sus raíces son venenosas. Casi mata a una anciana india de Fort Simpson que la confundió con la anterior. Por fortuna, la planta resultó ser emética. La mujer vomitó todo lo que había ingerido y recuperó la salud, aunque durante algún tiempo su restablecimiento pareció dudoso.

No es difícil imaginar a Chris McCandless cometiendo el mismo error que la mujer india y sufriendo una intoxicación similar. A partir de los indicios de que disponemos, no parece arriesgado afirmar que McCandless, impetuoso e imprudente por naturaleza, tomó el guisante silvestre por la patata silvestre y murió como consecuencia de esta confusión. En el reportaje de la revista Outside sostuve que la causa de la muerte del muchacho había sido la ingestión de Hedysarum mackenzii. Casi todos los periodistas que escribieron sobre la tragedia de McCandless llegaron a una conclusión parecida.

Sin embargo, a medida que los meses pasaron y pude reflexionar con detenimiento sobre su muerte esta hipótesis empezó a parecerme poco creíble. Durante tres semanas, desde el 24 de junio, McCandless había estado extrayendo docenas de patatas silvestres para comérselas, y en ningún caso confundió la Hedysarum mackenzii con la Hedysarum alpinum. ¿Por qué el 14 de julio sí lo hizo, justo cuando empezaba a recolectar las semillas en lugar de los tubérculos?

Cada vez estoy más convencido de que McCandless fue muy cuidadoso en lo que a evitar la Hedysarium mackenzii se refiere y nunca se alimentó de semillas de guisante silvestre ni de ninguna otra parte de esta planta. Es cierto que se envenenó, pero no fue el guisante silvestre la causa de su muerte. Lo que provocó su fallecimiento fue la propia patata silvestre, la Hedysarum alpinum, una planta que la Tanaina Plantlore identifica sin ningún género de dudas como comestible.

La guía sólo informa de que las raíces tuberculosas de la patata silvestre son comestibles, pero no incluye comentario alguno sobre las semillas. Para ser justos con McCandless, debe mencionarse que no hay ninguna publicación que califique de tóxicas las semillas de la Hedysarum alpinum. Una búsqueda pormenorizada en la literatura médica y botánica pone de manifiesto que no existe ni una sola referencia sobre la toxicidad de la patata silvestre en general.

Sin embargo, la familia de las leguminosas (a la que pertenece el género hedysarum) incluye numerosos géneros productores de alcaloides, unas sustancias que producen un potente efecto farmacológico en los seres humanos y los animales (entre los alcaloides más conocidos están la morfina, la cafeína, la nicotina, el curare, la estricnina o la mescalina). Además, en las plantas que producen alcaloides, la toxina se localiza exclusivamente en su interior.

«Lo que ocurre con muchas leguminosas es que a finales del verano la planta concentra los alcaloides en la piel de las semillas para evitar que los animales se las coman —explica el doctor John Bryant, profesor de bioquímica de la Universidad de Alaska—. En función de la época del año, no es extraño que una misma planta tenga unas raíces comestibles y unas semillas venenosas. Si una planta produce alcaloides, lo más probable es que a principios de otoño las toxinas se localicen en las semillas.»

Durante mi estancia en el río Sushana recogí ejemplares de patata silvestre que crecían a pocos metros del autobús y envié muestras de las semillas al doctor Tom Clausen, un colega del profesor Bryant en el departamento de Farmacología de la Universidad de Alaska. Todavía no se han realizado análisis espectrográficos concluyentes, pero las pruebas preliminares que realizaron el doctor Clausen y uno de sus ayudantes, Edward Treadwell, indican que las semillas contienen rastros de un alcaloide. Más aún, es muy probable que este alcaloide sea la swainsonina, sustancia bien conocida por granjeros y veterinarios por ser el agente tóxico del astrágalo.

Existen unas cincuenta variedades tóxicas de astrágalo, la mayor parte de las cuales se agrupan bajo el género astragalus, estrechamente emparentado con el hedysarum. Los síntomas de envenenamiento por astrágalo más evidentes afectan el sistema nervioso central. Según un artículo publicado en el Journal of the American Veterinary Medicine Association, los síntomas del envenenamiento por astrágalo consisten en «depresión, andar lento y vacilante, pelaje áspero, ojos opacos, mirada extraviada, delgadez extrema, falta de coordinación muscular y nerviosismo, en especial bajo condiciones de tensión. Asimismo, los animales afectados suelen adoptar un comportamiento solitario, volverse difíciles de controlar y tener crecientes dificultades para comer y beber».

El descubrimiento de Clausen y Treadwell prueba que las semillas de patata silvestre pueden almacenar reservas de swainsonina u otra sustancia tóxica parecida, lo que constituye un argumento sólido para sostener que fueron la causa de la muerte de McCandless. En el caso de ser cierto, significaría que Chris McCandless no era tan imprudente ni incompetente como se ha creído hasta ahora. No confundió por descuido las dos plantas, sino que desconocía que lo que consumía era tóxico. De hecho, durante semanas estuvo comiendo tubérculos de Hedysarum alpinum sin problemas. En su estado rayano en la desnutrición, McCandless sencillamente cometió el error de ingerir también las semillas. Alguien con mayores conocimientos de botánica tal vez no lo hubiese hecho, pero fue un error derivado de la desinformación, no de la irresponsabilidad. En cualquier caso, bastó para que falleciera.

Los efectos de la intoxicación por swainsonina pueden llegar a ser irreversibles, pero el alcaloide sólo actúa como el responsable indirecto de la muerte del sujeto. La toxina opera de un modo insidioso y oculto, por el procedimiento de inhibir una enzima que es esencial para metabolizar las glucoproteínas. En los mamíferos provoca una obstrucción generalizada de los mecanismos de absorción de los alimentos, de modo que el cuerpo no puede convertir lo que come en una fuente de energía aprovechable. La ingestión de grandes cantidades de swainsonina provoca la muerte por inanición del sujeto con independencia del alimento que su estómago reciba.

A veces, los animales se restablecen progresivamente de la intoxicación por swainsonina a partir del momento en que dejan de comer astrágalo, pero para que ello ocurra su estado físico ha de ser excelente. Para que la sustancia tóxica sea eliminada mediante la orina, primero tiene que combinarse con las moléculas disponibles de glucosa o aminoácidos. Es necesario que el cuerpo tenga unas reservas suficientes de proteínas y azúcares para absorber la toxina y expulsarla.

«El problema es que si uno está demasiado delgado y hambriento, no podrá desperdiciar la glucosa y las proteínas, con lo que será imposible expulsar la toxina del sistema —explica el profesor Bryant—. Cuando un animal desnutrido ingiere un alcaloide, incluso uno tan benigno como la cafeína, le produce un efecto mucho mayor que el previsible en circunstancias normales, puesto que carece de las reservas de azúcares necesarias para eliminar la sustancia. El alcaloide irá acumulándose en el sistema. Si McCandless hubiera ingerido grandes cantidades de semillas de patata silvestre cuando ya estaba en unas condiciones próximas a la desnutrición, el resultado habría sido catastrófico.»

Debilitado por el efecto de las semillas, McCandless descubrió de pronto que no le quedaban fuerzas para ponerse a andar y recorrer la distancia que lo separaba del Teklanika. Su debilidad le impedía incluso cazar con un mínimo de efectividad, lo cual no hizo sino debilitarlo aún más y empujarlo hacia las puertas de la muerte. Su vida se transformó en una espiral incontrolable que giraba a velocidad de vértigo.

Los días 31 de julio y 1 de agosto no existen entradas en el diario. La correspondiente al 2 de agosto se limita a una sola observación: «HACE UN VIENTO TERRIBLE.» La llegada del otoño era inminente. Las temperaturas descendían y los días se acortaban con rapidez. Cada veinticuatro horas, había siete minutos menos de luz natural, que a su vez se convertían en otros tantos de oscuridad y frío. En una sola semana, la noche se alargó casi una hora.

«¡DÍA 100! ¡LO HE CONSEGUIDO!», anotó con alegría el 5 de agosto, orgulloso de haber alcanzado un hito tan significativo. Y añadió: «PERO NUNCA ME HABÍA SENTIDO TAN DÉBIL. LA MUERTE EMPIEZA A SER UNA GRAVE AMENAZA. ESTOY DEMASIADO ENFERMO PARA SALIR ANDANDO Y ME HE QUEDADO LITERALMENTE ATRAPADO EN EL MONTE. NO HAY CAZA.»

Si McCandless hubiera llevado consigo un mapa del Servicio Geológico de Estados Unidos, habría advertido que hay una cabaña del servicio de guardas forestales del parque del Denali a sólo nueve kilómetros del autobús, remontando el curso del Sushana, una distancia que tal vez hubiese podido recorrer incluso en su estado de extrema debilidad. El refugio se halla dentro de los límites del parque y está provisto de literas, víveres para situaciones de emergencia y un equipo de primeros auxilios, con el fin de que los guardas forestales que patrullan puedan utilizarlo durante el invierno. Asimismo, pese a no estar señalizadas en el mapa, a unos tres kilómetros del autobús había dos cabañas en las que McCandless podría haber encontrado comida. Una pertenece a Will y Linda Forsberg, unos conocidos conductores de trineos de perros que residen en Healey; la otra, a Steve Carwile, un empleado del parque del Denali.

En resumidas cuentas, la salvación de McCandless parecía depender sólo de una caminata de tres horas río arriba. Esta triste ironía fue apuntada con reiteración en el período inmediatamente posterior al descubrimiento del cadáver. Sin embargo, aunque hubiera conocido la existencia de estas tres cabañas, no se habría librado del peligro. A mediados de abril, después de que la última de las cabañas quedase vacía a causa de lo problemático que resulta en primavera, debido al deshielo, viajar con trineo incluso con una máquina quitanieves, alguien entró en las tres cabañas y las saqueó. Los víveres terminaron por estropearse al quedar a merced de los animales y las inclemencias del tiempo.

El acto vandálico no se descubrió hasta finales de julio, cuando un biólogo que realizaba un trabajo de campo, Paul Atkinson, llegó a la cabaña del servicio de guardas forestales por el camino del parque del Denali, después de una agotadora travesía de 15 kilómetros por los bosques cercanos a la cordillera Exterior. Quedó sorprendido y perplejo por el grado de violencia gratuita con que la habían asaltado.

«Desde luego, no era la obra de un oso —explica Atkinson—. Estoy especializado en el comportamiento de los osos y sé el aspecto que habrían tenido los daños si uno de ellos hubiera sido el causante. Parecía más bien como si alguien hubiese entrado allí con un martillo de carpintero decidido a llevárselo todo por delante. A juzgar por la altura de las hierbas que crecían a través de los colchones que habían arrojado fuera, había sucedido hacía varias semanas.»

«Lo habían destrozado todo —dice Will Forsberg—. Destruyeron cuanto no estaba clavado. Las lámparas aparecían rotas, así como los cristales de las ventanas, casi sin excepción. Arrastraron fuera camas y colchones y los amontonaron, arrancaron tablones del techo, agujerearon los bidones de gasóleo, movieron de sitio la estufa e incluso sacaron una gran alfombra para que se pudriera. La comida había desaparecido. Si Alex hubiese encontrado la cabaña, no le habría servido de gran cosa. O tal vez el problema es que la encontró.»

Forsberg considera que McCandless es el primer sospechoso del ataque que sufrieron las tres cabañas. Cree que las descubrió poco después de llegar al autobús, a principios de mayo, y las saqueó en un acceso de rabia porque encarnaban una injerencia de la civilización en su valiosa experiencia de contacto con la naturaleza. Sin embargo, esta teoría no explica por qué no destruyó también el autobús.

«Sólo es una intuición —dice Carwile mientras confiesa que también sospecha de Chris—, pero me parece que sus opiniones eran similares a las de algunos ecologistas radicales. Desde su punto de vista, destrozar las cabañas habría sido una manera de proteger la naturaleza. O puede que sintiera un profundo odio contra el Gobierno. Si vio el rótulo de la cabaña del parque del Denali, a lo mejor supuso que las tres eran propiedad gubernamental y decidió dar un golpe contra el Gran Hermano. Entra en el terreno de lo posible.»

Por su parte, el servicio de vigilancia de parques no cree que McCandless fuera el saqueador.

«No hemos logrado averiguar quién lo hizo —dice Ken Kehrer, el jefe del servicio de guardas forestales del Parque Nacional del Denali—, pero no sospechamos de McCandless.»

De hecho, no hay nada en el diario o en las fotografías que indique que se aproximó a las cabañas. Cuando se alejó del autobús a primeros de mayo, las fotografías muestran que se dirigió hacia el norte siguiendo el curso del Sushana, es decir, en la dirección opuesta. Aunque hubiera dado con ellas por casualidad, es difícil imaginar que las saqueara sin vanagloriarse de su hazaña por escrito.

Entre el 6 y el 8 de agosto el diario no tiene ninguna entrada. El 9 de agosto anotó que había disparado a un oso, pero sin alcanzarlo. El 10 de agosto avistó un caribú, pero el animal no se puso a tiro; luego abatió cinco ardillas. No obstante, en el supuesto de que hubiera acumulado en su cuerpo una cantidad significativa de swainsonina, estas piezas de caza menor llovidas del cielo no debieron de suponer una gran fuente de alimento. El 11 de agosto cazó una perdiz nival. El 12 se arrastró fuera del autobús para recolectar bayas, no sin antes pegar una nota de socorro para el caso improbable de que alguien se presentase mientras él rondaba por los alrededores. En una página arrancada de Taras Bulba de Gogol, escribió con su pulcra letra de molde:

S.O.S. NECESITO QUE ME AYUDEN. ESTOY HERIDO, MORIBUNDO, Y DEMASIADO DÉBIL PARA SALIR DE AQUÍ A PIE. ESTOY COMPLETAMENTE SOLO, NO ES UNA BROMA, POR DIOS, LE PIDO QUE SE QUEDE PARA SALVARME. HE SALIDO A RECOGER BAYAS Y VOLVERÉ ESTA NOCHE. GRACIAS.

Firmó la nota con un: «Chris McCandless. ¿Agosto?» Al comprender la gravedad de la situación, abandonó el sobrenombre que había estado utilizando durante años, Alexander Supertramp, en favor de aquel que le habían puesto sus padres.

Muchos habitantes de Alaska se han preguntado por qué McCandless, en su desesperación, no encendió un fuego para pedir auxilio. En el autobús había casi 10 litros de gasóleo para la estufa; se presume que todo habría sido una mera cuestión de mantener encendida una hoguera lo suficientemente grande para atraer la atención de las avionetas que sobrevolaran la zona o al menos quemar la maleza dibujando una gigantesca señal de S.O.S en el suelo.

Sin embargo, al contrario de lo que la mayoría de la gente cree, el autobús y sus alrededores no se hallan debajo de ninguna ruta aérea transitada, y son muy pocas las avionetas que lo sobrevuelan. Durante los cuatro días que pasé en la Senda de la Estampida, no vi ni un solo aeroplano, salvo algún reactor comercial que viajaba a una altitud de 7.000 metros o más. Las avionetas sólo pasan por encima del autobús muy de vez en cuando, de manera que para tener la seguridad de que atraería la atención de alguien, McCandless debería haber provocado un incendio forestal a gran escala. Por otro lado, como señala Carine McCandless: «Chris jamás habría incendiado un bosque a sabiendas, ni siquiera para salvar su vida. Todos los que piensan lo contrario no tienen ni idea de cómo era mi hermano.»

La muerte por inanición es un proceso terrible. En los últimos estadios, cuando el cuerpo ha agotado todas sus reservas, la víctima sufre dolores musculares, problemas cardíacos, caída del pelo, insuficiencia respiratoria, hipersensibilidad al frío, aturdimiento y un agotamiento físico y mental generalizado. La piel pierde su pigmentación. A causa de la ausencia de nutrientes esenciales, el cerebro sufre graves desequilibrios bioquímicos que desembocan en convulsiones y alucinaciones. Sin embargo, algunas personas que han conseguido escapar a la muerte por inanición explican que, hacia el final, el hambre se desvanece, así como los dolores atroces; un estado de euforia sublime, una sensación de absoluta calma acompañada de una especie de clarividencia trascendente, reemplaza el sufrimiento. Es un consuelo pensar que tal vez McCandless experimentó un éxtasis similar.

El 12 de agosto escribió lo que serían sus últimas palabras anotadas en el diario: «Hermosos arándanos.» Del 13 al 18 de agosto, el diario sólo registra la cuenta de los días que iban pasando. En algún punto de esta semana, arrancó la última hoja de unas memorias imaginarias de Louis L’Amour, Education of a Wandering Man. En una cara de la misma, L’Amour había citado unos versos de un poema de Robinson Jeffers, «Los hombres sabios en sus malos momentos»:

La muerte es una alondra temible:

pero morir después de dejar

algo más a los siglos venideros

que la carne y los huesos

es despojarse de casi toda la debilidad.

Las montañas son piedra muerta,

las personas admiran y odian su estatura,

su quietud insolente.

Las montañas son imperturbables e inconmovibles,

y los pensamientos de unos pocos hombres muertos

poseen el mismo carácter.

En la otra cara de la hoja, que estaba en blanco, McCandless dejó escrita una breve despedida: «HE TENIDO UNA VIDA FELIZ Y DOY GRACIAS AL SEÑOR. ADIÓS Y QUE DIOS OS BENDIGA.»

Luego se tendió arropado por el saco de dormir que su madre le había confeccionado y fue perdiendo la conciencia. Su fallecimiento tuvo lugar probablemente el 18 de agosto, 112 días después de adentrarse a pie en el monte y 19 días antes de que seis personas llegaran al autobús y descubrieran dentro de éste su cuerpo sin vida.

Uno de sus últimos actos fue tomar una fotografía, donde se le ve de pie cerca del autobús bajo la majestuosa bóveda del cielo de Alaska, mientras muestra la nota de socorro al objetivo con una mano y levanta la otra con un gesto de despedida plácido y valeroso, casi beatífico. Su aspecto físico refleja el horror del hambre: tiene la cara consumida, el cuerpo esquelético. Sin embargo, en el caso de que se compadeciera de sí mismo durante la agonía —porque era muy joven, porque estaba solo, porque el cuerpo lo había traicionado, porque la voluntad lo había abandonado—, la fotografía no lo trasluce. Sonríe y su mirada tiene un brillo inconfundible: Chris McCandless se sentía en paz con el mundo, sereno como un monje que va a reunirse con Dios.