17
LA SENDA DE LA ESTAMPIDA (II)

Allí la naturaleza era salvaje y terrible, pero hermosa. Miraba con temor reverencial el suelo que pisaba, para ver qué habían hecho las Potencias en aquel lugar, la forma, el modo y el material de su trabajo. Era una Tierra de la que sólo hemos oído hablar, surgida del Caos y la Noche Ancestral. No era el jardín del hombre, sino la esfera terrestre intacta. No era un herbazal, una pradera, un bosque, un matorral, un campo de cultivo o un yermo. Era la superficie natural del planeta Tierra, tal como fue creada para siempre, para ser la morada del hombre, decimos nosotros, pero en realidad para que la Naturaleza hiciera su trabajo y el hombre la utilizase si podía. El hombre no tenía nada que ver con ella. Era pura Materia, vasta, estremecedora; no la Madre Tierra que conocemos —un lugar hecho para que el hombre lo hollara ni en el que pudiera ser enterrado, ya que incluso dejar que los huesos de un hombre yacieran allí habría representado un acto de confianza excesiva—, sino el hogar de la Necesidad y el Destino. Se percibía con claridad la presencia de una fuerza que se negaba a ser bondadosa con el hombre. Era un lugar de paganismo y ritos supersticiosos, para ser habitado por un hombre más emparentado con las piedras y los animales salvajes que con nosotros […].

¿Qué significa entrar en un museo, contemplar una miríada de cosas particulares, comparado con que te muestren la superficie de un astro, la dura materia en su propio hogar? Me siento intimidado ante mi cuerpo, esta sustancia a la que estoy unido y que ahora se ha convertido en algo extraño para mí. No me aterran los espíritus —esos fantasmas que mi cuerpo podría temer—, ya que soy uno de ellos, sino que me aterran los cuerpos, y tiemblo ante la posibilidad de encontrármelos. ¿Quién es este Titán que se ha apoderado de mí? ¡Misterio! ¡Pienso en nuestra vida en la naturaleza —hallarse cotidianamente frente a la materia, entrar en contacto con ella—, en las piedras, en los árboles, el embate del viento en nuestras mejillas!, ¡la tierra sólida!, ¡el mundo real!, ¡el sentido común! ¡Contacto! ¡Contacto! ¿Quiénes somos? ¿Dónde estamos?

HENRY DAVID THOREAU,

Ktaadn

Un año y una semana después de que Chris McCandless decidiera que no intentaría cruzar el río Teklanika, estoy de pie en la orilla opuesta —la occidental, el lado de la carretera de George Parks— frente a las agitadas aguas. También yo tengo la esperanza de cruzar el río. Quiero visitar el autobús. Quiero ver el lugar donde murió McCandless para comprender mejor el porqué de su muerte.

La tarde es cálida y húmeda. El río tiene un color lechoso a causa de los sedimentos procedentes del rápido deshielo del manto de nieve que aún cubre las montañas de la cordillera de Alaska. En comparación con las fotografías que McCandless tomó hace doce meses, el nivel del río parece bastante más bajo, pero sería impensable cruzar este curso de agua atronador en pleno verano. Es demasiado profundo, demasiado frío, demasiado rápido. Mientras contemplo el Teklanika, oigo piedras del tamaño de un balón rechinar contra el lecho, rodando río abajo empujadas por la corriente. Si hubiese intentado atravesarlo, habría sido arrastrado antes de avanzar siquiera unos centímetros en dirección a la garganta de más abajo, donde el río se estrecha hasta convertirse en un torbellino de rápidos que continúan sin interrupción a lo largo de unos ocho kilómetros.

Sin embargo, a diferencia de McCandless, llevo en mi mochila un mapa a escala 1:100.000 (es decir, en el que un centímetro representa un kilómetro). El mismo reproduce con todo detalle la zona e indica que a 800 metros de donde estoy hay una estación fluviométrica construida por el Servicio Geológico de Estados Unidos. Asimismo, también a diferencia de McCandless, he venido hasta aquí con tres compañeros: Roman Dial y Dan Solie, ambos de Alaska, y un amigo californiano del primero, Andrew Liske. La estación fluviométrica queda oculta desde el tramo de la Senda de la Estampida que desciende hacia el río, pero, tras 20 minutos de batallar contra una maraña de piceas y abedules enanos, Roman exclama:

—¡Ya la veo! ¡Está allí! A cien metros.

Al llegar a la estación fluviométrica, nos encontramos con un cable de acero de dos centímetros de grosor colgado sobre la garganta. El cable va desde una torre de cinco metros de altura situada en nuestra orilla hasta un afloramiento rocoso que hay en la opuesta, a unos 120 metros de distancia, y fue tendido en 1970 para estudiar las fluctuaciones estacionales del Teklanika. Los hidrólogos se desplazaban de una orilla a la otra subidos a una cesta de aluminio suspendida del cable mediante unas poleas; desde la cesta lanzaban una sonda para medir la profundidad del cauce. La estación fluviométrica está fuera de servicio desde hace nueve años por falta de fondos, momento en el que se supone que la cesta fue puesta fuera de servicio y encadenada a la torre que se alza en nuestra orilla, en el lado de la carretera de George Parks. Sin embargo, cuando trepamos a la torre, descubrimos que la cesta no está ahí. Al mirar hacia el otro lado del río, la veo en la orilla distante, la del autobús.

Al parecer, unos cazadores del lugar cortaron las cadenas hace bastante tiempo, trasladaron la cesta a la otra orilla y la amarraron allí para impedir que los forasteros atravesaran el Teklanika y accediesen a lo que ellos consideraban un coto privado. Cuando McCandless intentó abandonar el monte hace un año, la cesta ya estaba en el mismo sitio que ahora. Si hubiera conocido su existencia, cruzar el Teklanika sin peligro habría sido una tarea fácil. Pero no disponía de mapa y, por lo tanto, no podía imaginar siquiera que se encontraba tan cerca de la salvación.

Andy Horowitz, uno de los amigos de McCandless en el equipo de cross del instituto Woodson, me comentó que Chris «había nacido en el siglo equivocado». «Esperaba más aventura y libertad de la sociedad actual de la que ésta podía proporcionarle.» Lo que McCandless deseaba cuando llegó a Alaska era vagar por tierras inexploradas, hallar una región que fuera un espacio en blanco en el mapa. Sin embargo, en 1992 esos espacios ya no existían, ni en Alaska ni en ninguna otra parte. Chris McCandless, con su lógica peculiar, dio con una solución elegante para resolver el dilema: sencillamente, se deshizo del mapa. Aunque sólo fuera en su mente, la terra se mantendría incognita.

Puesto que carecía de mapa, el cable que colgaba sobre el río permaneció en un territorio ignoto. Así pues, en el momento de inspeccionar el violento caudal del Teklanika, McCandless llegó a la errónea conclusión de que era imposible alcanzar la orilla occidental. Pensó que la única vía de salida estaba cortada y regresó al autobús; una línea de acción razonable dado su desconocimiento del terreno. Ahora bien, si esto fue así, ¿por qué se quedó en el autobús hasta morir de hambre? ¿Por qué no intentó cruzar el Teklanika otra vez cuando llegó el mes de agosto, cuando el caudal se habría reducido de modo significativo y habría conseguido vadear el río con cierta seguridad?

Desconcertado e intrigado por estas preguntas, confío que el chasis herrumbroso del antiguo autobús de la línea 142 de Fairbanks me proporcione alguna pista para responderlas. Pero, para alcanzar el vehículo, también yo tengo que cruzar el río, y la cesta de aluminio todavía está en la distante orilla oriental.

Subido a la torre que asegura uno de los extremos de esta moderna sirga, me ato al cable con la ayuda de cuerdas de escalada y mosquetones. Luego empiezo a desplazarme por él impulsándome con las manos mientras ejecuto lo que los alpinistas denominan una travesía tirolesa. La empresa resulta mucho más extenuante de lo que había previsto. Al cabo de 20 minutos, logro por fin situarme encima del afloramiento rocoso de la otra orilla, completamente agotado; me siento tan débil que apenas puedo levantar los brazos. Cuando recupero el aliento, subo a la cesta —una caja rectangular de aluminio de unos 60 centímetros de ancho por aproximadamente el doble de largo—, la desato y me dirijo hacia la orilla oriental de la garganta para transportar a mis compañeros por encima del río.

El cable se comba sobre el agua. En cuanto suelto la cesta para bajar desde el afloramiento, se desliza velozmente a causa de su propio peso, a lo largo del cable, hasta llegar al punto más bajo. La caída es emocionante. Al pasar volando por encima de los rápidos a unos 30 o 40 kilómetros por hora, oigo que un grito involuntario escapa de mi garganta, pero de inmediato advierto que no corro ningún peligro y recobro la serenidad.

Una vez que los cuatro hemos llegado a la orilla oriental, nos abrimos paso a través del bosque durante media hora para retomar la Senda de la Estampida. Los 15 kilómetros recorridos hasta ahora —el tramo entre el punto donde hemos dejado nuestros vehículos y el Teklanika— han sido agradables. El camino era poco empinado, estaba bien señalizado y parecía relativamente transitado. No obstante, los 15 kilómetros siguientes tienen un carácter muy distinto.

La ruta está cubierta de maleza y es cada vez menos reconocible, ya que en los meses de primavera y verano son muy pocas las personas que atraviesan el Teklanika. Después de cruzar el río, el camino gira de inmediato hacia el suroeste y termina confundiéndose con el lecho de un arroyo. A causa de la intrincada red de diques que los castores han construido a lo largo del arroyo, la senda conduce directamente hacia las aguas estancadas de un conjunto de embalses. El nivel de éstos sólo nos llega a la altura del pecho, pero el agua está muy fría y, a medida que avanzamos, nuestros pies remueven el lodo del fondo, que despide un olor fétido a limo en descomposición.

Más allá del último embalse, el camino sube por una colina. Luego desciende para unirse de nuevo al arroyo y vuelve a ascender hacia unos densos matorrales. La marcha nunca llega a ser muy difícil, pero la sombría espesura de alisos de más de cuatro metros de altura que nos rodea es claustrofóbica y opresiva. Aparecen nubes de mosquitos atraídos por el calor sofocante. Cada pocos minutos, el penetrante zumbido de los insectos es reemplazado por unos truenos lejanos, que retumban en el bosque desde un frente tormentoso que acaba de materializarse misteriosamente en el horizonte.

Las espinas de los sinforicarpos laceran mis piernas y terminan dejándolas cubiertas de arañazos. En el camino pueden verse excrementos de oso y, un poco más adelante, descubrimos las huellas frescas de un oso pardo. Esto me intranquiliza, pues son el doble de grandes que la que dejaría una bota de la talla 42, y ninguno de nosotros lleva una escopeta.

—¡Eh, oso! —grito en dirección a la espesura con la esperanza de evitar un encuentro por sorpresa—. ¡Eh, oso! ¡Sólo estamos de paso! ¡No hay ningún motivo para que te inquietes!

En los últimos 20 años he estado en Alaska otras tantas veces, ya sea para escalar, trabajar de carpintero, faenar en una trainera, realizar reportajes periodísticos o como simple turista. En el transcurso de mis numerosos viajes y excursiones, he pasado mucho tiempo solo en el monte, y siempre he disfrutado con ello. De hecho, había planeado llevar a cabo solo la incursión hasta el emplazamiento del autobús; cuando mi amigo Roman y otros dos compañeros decidieron, sin consultármelo, que vendrían conmigo, me sentí molesto. Sin embargo, ahora agradezco su presencia. Hay algo de inquietante en este paisaje agreste y terrorífico. Parece más indómito que otros remotos parajes de Alaska que ya conozco: la tundra de la cordillera Brooks, las brumas de los bosques del archipiélago de Alexander, e incluso los picos y ventisqueros del macizo del Denali. Me alegro de no estar solo.

A las nueve de la noche, después de doblar una curva del camino, divisamos el autobús. Se halla en un calvero, y en los huecos donde habían estado las ruedas del vehículo, unas hierbas de San Antonio crecen hasta sobrepasar la altura de los ejes. El antiguo autobús de la línea 142 de Fairbanks reposa junto a un bosquecillo de álamos, a unos 10 metros de un modesto talud. Desde lo alto de éste se domina la confluencia del río Sushana con un arroyo tributario. El calvero es un espacio abierto y luminoso; resulta fácil comprender la razón por la que McCandless decidió instalar aquí su campamento base.

Hacemos una pausa a poca distancia del autobús y lo contemplamos en silencio durante un rato. La pintura está descascarillada y recubierta de sales por la corrosión. Faltan los cristales de varias ventanas. En el calvero hay esparcidos centenares de delicados huesos y miles de púas de puercoespín: son los restos de la caza menor que constituía el principal sustento de McCandless. Dentro del perímetro de este osario, yace un esqueleto mucho mayor: el del alce que agonizó en el claro después de que le disparara.

Cuando interrogué a Gordon Samel y a Ken Thompson, poco después de que fuese descubierto el cuerpo sin vida de McCandless, ambos insistieron —de modo categórico e inequívoco— en que el esqueleto correspondía a los restos de un caribú, e hicieron comentarios displicentes sobre la ignorancia de un novato que ni siquiera sabía distinguir entre ambos cérvidos.

«Los lobos habían diseminado los huesos —me dijo Thompson—, pero es indudable que el animal era un caribú. El chico no sabía lo que se llevaba entre manos.»

«No cabe duda de que se trataba de un caribú —afirmó Samel con un gesto de desdén—. Cuando leí en el periódico que el chico creía haber abatido un alce, me di cuenta enseguida de que no era de aquí. La diferencia entre un alce y un caribú es muy grande. Es imposible confundirlos. Tienes que ser bastante estúpido para no ver que son dos animales distintos.»

Tanto Thompson como Samel son cazadores veteranos que han dado muerte a numerosos alces y caribúes, así que confié en su testimonio y, en el reportaje que se publicó en la revista Outside, describí el error de apreciación que había cometido McCandless, confirmando la opinión que ya tenían innumerables lectores acerca de su falta de preparación y el sinsentido que representaba que se adentrara en el monte para perderse solo en las vastas extensiones salvajes de la Última Frontera. Un lector de Alaska llegó a observar que McCandless no sólo falleció a causa de su estupidez, sino que, además, «el alcance de su autoproclamada aventura era digno de lástima: refugiarse en un autobús desguazado a pocos kilómetros de Healy, alimentarse de ardillas y arrendajos, tomar un caribú por un alce (¡que ya es difícil!)»; el párrafo terminaba diciendo que «la palabra que mejor lo define es: incompetente».

Casi todos aquellos que en sus cartas arremetían contra McCandless mencionaban su confusión al respecto como una prueba evidente de que no tenía la menor idea de qué hacer para sobrevivir en aquellas latitudes. No obstante, lo que ignoraban los autores de estas indignadas misivas era que el cérvido abatido por McCandless era exactamente el que éste describía en su diario. En contra de lo que afirmé en el reportaje de Outside, el animal era un alce, como demostró un examen detenido de los huesos y luego ratificaron más allá de toda duda las fotos que el propio McCandless había tomado del animal muerto. Es verdad que Chris McCandless cometió diversas equivocaciones en la Senda de la Estampida, pero entre ellas no estaba la de confundir un caribú con un alce.

Paso por delante de lo que queda del esqueleto del alce, me aproximo al vehículo y subo a éste por la puerta de emergencia de la parte trasera. En el interior, delante mismo de la puerta, está el colchón rasgado, manchado y deformado sobre el que McCandless exhaló su último suspiro. Por alguna razón, quedo estupefacto al comprobar que hay numerosos objetos personales suyos desperdigados sobre el colchón: una cantimplora verde de plástico; un pequeño frasco de tabletas para purificar el agua; una barra de crema protectora de labios, usada; un par de pantalones de aviador forrados por dentro, del tipo que venden las tiendas de excedentes militares; un ejemplar de ¡Oh Jerusalén! encuadernado en rústica y con el lomo partido; unas manoplas de lana; un bote de repelente de Muskol; una caja de cerillas grande y un par de botas de goma marrones con el nombre «Gallien» escrito con tinta negra en el dobladillo exterior del forro.

A pesar de la ausencia de cristales, dentro del estrecho vehículo huele a moho y el aire está viciado.

—¡Qué asco! —exclama Roman—. Esto apesta a pájaros muertos.

Unos segundos después, tropiezo con el origen del olor: una bolsa de basura llena de plumas y varias alas cortadas de pájaro abandonadas en el suelo. Al parecer, McCandless guardaba las plumas como posible termoaislante para la ropa, o quizá para confeccionar una almohada.

En la parte frontal del autobús, las escudillas y platos de McCandless todavía están apilados sobre un tablero que hace las veces de mesa, al lado de una lámpara de queroseno. La alargada funda de cuero en que se ven grabadas las iniciales R. F. es la vaina del machete que Ronald Franz regaló a McCandless cuando éste se marchó de Salton City.

El cepillo de dientes de McCandless descansa junto a un tubo de Colgate medio vacío, una cajita de seda dental y la corona que, según el diario, se le desprendió y le hizo perder una muela cuando ya llevaba tres semanas en el autobús. Pocos centímetros más allá, hay un cráneo del tamaño de una sandía, con unos gruesos colmillos que sobresalen de los blanquecinos maxilares. Corresponde a un oso pardo, lo que queda de un ejemplar cazado por algún visitante del autobús años antes de que McCandless lo ocupara. El cráneo tiene un orificio de bala rodeado por un mensaje en forma de círculo, escrito con la cuidada letra de molde de McCandless: «SALUDOS AL OSO FANTASMA, A LA BESTIA QUE TODOS LLEVAMOS DENTRO. ALEXANDER SUPERTRAMP. MAYO DE 1992.»

Al mirar hacia arriba observo que la chapa de las paredes y el techo está llena de inscripciones y garabatos que los numerosos visitantes han ido dejando a lo largo de los años. Roman señala con el dedo el mensaje que él mismo escribió hace cuatro, durante una excursión por la cordillera de Alaska: «COMEDORES DE FIDEOS EN RUTA HACIA EL LAGO CLARK 8/89.» Al igual que Román, la mayoría de quienes han pasado por aquí dejaron garabateado poco más que el nombre y una fecha. La inscripción más larga y elocuente es una de las varias que escribió McCandless, la alegre declaración de independencia que empieza con un saludo tomado de su canción favorita de Roger Miller: «HACE DOS AÑOS QUE CAMINA POR EL MUNDO. SIN TELÉFONO, SIN PISCINA, SIN MASCOTAS, SIN CIGARRILLOS. LA MÁXIMA LIBERTAD. UN EXTREMISTA. UN VIAJERO ESTETA CUYO HOGAR ES LA CARRETERA […].»

Justo debajo de esta proclama se encuentra la estufa, hecha con un bidón oxidado de aceite. Un tronco de picea de tres metros de largo se sostiene apoyado dentro de la caldera; de él cuelgan dos pares de Levi’s rasgados, que parecen tendidos allí para que se sequen. Uno de los pares —talla 40 de cintura, 32 de largo— está remendado de una manera muy burda con cinta aislante; en el otro se puso más cuidado en el arreglo y tiene cosidos unos retales desteñidos de colcha sobre los agujeros de las rodillas y la parte de atrás. Estos últimos llevan también un cinturón confeccionado con una tira de tela arrancada de una manta. McCandless, supongo, se vio forzado a improvisar un cinturón cuando adelgazó tanto que los pantalones se le caían.

Me siento en el camastro de acero que hay frente a la estufa para reflexionar sobre este fantasmagórico cuadro, y en todos los sitios en que poso la vista descubro indicios de la presencia de McCandless. Aquí, el cortaúñas; allí, su tienda de campaña verde extendida para tapar el hueco de la ventana de la puerta delantera. Sus botas de montaña Kmart están dispuestas con pulcritud debajo de la estufa, como si fuese a regresar en cualquier momento, atárselas e irse andando. No puedo evitar sentirme incómodo, una especie de espía o un intruso que se ha colado en el dormitorio de McCandless aprovechando su ausencia momentánea. De repente, me mareo. Salgo del autobús y camino por la orilla del arroyo para respirar aire puro.

Una hora más tarde, a la luz del atardecer, encendemos una hoguera en el exterior. Las tormentas de la tarde han disipado la neblina de la atmósfera y unas colinas lejanas se recortan con nitidez contra el horizonte. Hacia el noroeste, una franja de cielo se vuelve incandescente debajo de una nube solitaria. Roman desenvuelve unos filetes procedentes de un alce que cazó en la cordillera de Alaska el pasado mes de septiembre, y los coloca encima de una parrilla ennegrecida, la misma que McCandless utilizaba para asar sus piezas de caza menor. La grasa de la carne de alce se derrama sobre las brasas, que chisporrotean. Mientras comemos la carne cartilaginosa cogiéndola con los dedos y dando manotazos para ahuyentar los mosquitos, charlamos sobre este muchacho singular que ninguno de nosotros llegó a conocer, dando vueltas a las causas que explicarían su triste final e intentando comprender por qué algunas personas parecen despreciarlo tanto por el hecho de haber muerto aquí.

McCandless decidió adentrarse en el monte con víveres insuficientes y un equipo que carecía de las herramientas que los habitantes de Alaska consideran imprescindibles para semejante excursión: un rifle de gran calibre, un mapa, una brújula y un hacha. Esto ha sido juzgado no sólo como una muestra de estupidez, sino, lo que es más grave todavía, como un pecado de arrogancia. Algunos de sus detractores incluso han visto paralelismos entre McCandless y la figura de más infausta memoria en la historia del Ártico, sir John Franklin, un oficial de la marina británica cuyo carácter petulante y altivo provocó en el siglo XIX la muerte de 140 personas, incluido él mismo.

En 1819, el almirantazgo encargó a Franklin la organización de una expedición por las tierras vírgenes del noroeste de Canadá. Dos años después de partir de Inglaterra, el invierno sorprendió al pequeño destacamento mientras avanzaba con dificultad por la tundra, en una región tan vasta y desolada que fue bautizada como los Yermos, nombre con el que aún se la conoce. Se quedaron sin víveres. Dado que la caza escaseaba, Franklin y sus hombres se vieron obligados a subsistir con los líquenes que obtenían raspando las rocas, chamuscando pieles de ciervo, royendo huesos de animales abandonados por los carroñeros, comiendo el cuero de sus propias botas y, al final, la carne de sus compañeros. Antes de que este calvario llegara a su fin, como mínimo dos hombres fueron asesinados y devorados, el presunto asesino fue ejecutado sumariamente y otros ocho miembros de la expedición murieron a causa de las enfermedades y el hambre. El mismo Franklin estuvo a punto de fallecer uno o dos días después de que él y los demás supervivientes fueran rescatados por un grupo de mestizos francoindios.

De este caballero Victoriano afable se ha dicho que era un personaje cargado de buenas intenciones, pero torpe, obstinado e incapaz, con los ideales ingenuos propios de un niño y un desdén absoluto por las duras condiciones de supervivencia en el Ártico. Su preparación de la expedición fue deplorable, y a su regreso a Inglaterra, fue apodado como «el hombre que se comió sus zapatos», aunque en ocasiones la frase era pronunciada más con respeto que con sorna. Fue aclamado como un héroe nacional y ascendido a capitán por el almirantazgo, obtuvo pingües beneficios por escribir el relato de sus desventuras y, en 1825, se le puso al mando de una nueva expedición al Ártico.

Este segundo viaje transcurrió relativamente sin incidentes, pero, en 1845, con la esperanza de descubrir el legendario Paso del Noroeste, Franklin cometió el error de regresar por tercera vez a Canadá. Tanto él como los 128 hombres bajo su mando desaparecieron sin dejar rastro. Las cuarenta y tantas expediciones enviadas en su búsqueda lograron al final establecer que todos habían perecido víctimas del escorbuto, el hambre y otros sufrimientos indescriptibles.

Cuando McCandless fue hallado muerto, no sólo se le comparó con Franklin por su imprevisión, sino también porque se le atribuía la misma falta de humildad; se consideró que ambos habían menospreciado las condiciones del entorno. Un siglo después de la desaparición de Franklin, el famoso explorador Vilhjalmur Stefansson señaló que el expedicionario inglés nunca se había tomado la molestia de aprender las técnicas de supervivencia que practicaban los indios y los esquimales, pueblos que habían conseguido prosperar «durante generaciones, criando a sus hijos y cuidando de los ancianos», en las mismas tierras inhóspitas donde él encontró la muerte. Sin embargo, Stefansson omitió mencionar que también numerosos indios y esquimales habían muerto de inanición en aquellas latitudes desde tiempos inmemoriales.

En cualquier caso, la arrogancia de McCandless no era de la misma índole que la de Franklin. Éste pensaba que la naturaleza era un adversario que se sometería, de grado o por la fuerza, al poder, las buenas costumbres y la disciplina de la Inglaterra victoriana. En lugar de vivir en armonía con la naturaleza, en lugar de buscar el sustento que podía proporcionarle la tierra que pisaba, como llevaban haciendo los indígenas desde siempre, Franklin trató de aislarse del entorno con instrumentos y tradiciones militares inadecuadas. McCandless, por su lado, fue demasiado lejos en la dirección opuesta. Trató de vivir de lo que la naturaleza le ofrecía y nada más, pero sin preocuparse de aprender previamente todas aquellas técnicas imprescindibles para hacerlo.

En este sentido, censurar a McCandless por su falta de preparación equivale a no entender sus intenciones. Era poco experimentado y sobreestimó su capacidad de resistencia, pero tuvo la habilidad suficiente para aguantar las últimas 16 semanas valiéndose de poco más que su ingenio y cinco kilos de arroz. Al internarse en el bosque, tenía plena conciencia de que se había concedido un margen de error peligrosamente pequeño. Sabía con exactitud lo que estaba en juego.

Es habitual que un muchacho se sienta atraído por una actividad que sus mayores consideran imprudente; adoptar un comportamiento arriesgado forma parte de los ritos iniciáticos de nuestra cultura tanto como de cualquier otra. El peligro siempre ha sido seductor. En gran medida, esto es lo que lleva a muchos adolescentes a conducir demasiado rápido, beber en exceso o pasarse en el consumo de drogas; o lo que ha hecho que las naciones nunca hayan tenido demasiados problemas para reclutar a numerosos jóvenes en caso de guerra. Puede argumentarse que el arrojo de la juventud es, en realidad, una adaptación evolutiva, un comportamiento que ya está codificado en nuestros genes. A su manera, todo lo que hizo McCandless fue asumir un riesgo desde la perspectiva de llevarlo a su extremo lógico.

Experimentaba la necesidad de probarse a sí mismo en aquellas cosas «que tienen importancia», como le gustaba afirmar. Tenía grandes aspiraciones espirituales —algunos dirían que grandiosas— y, de acuerdo con el absolutismo moral que caracterizaba sus creencias, un reto que pudiera afrontarse con total garantía de éxito no era un reto.

Por supuesto, los jóvenes no son los únicos que se sienten atraídos por el riesgo. John Muir ha pasado a la historia como el conservacionista sensato y serio que fundó el Sierra Club, pero también fue un aventurero intrépido, un valeroso escalador de picos, glaciares y cascadas, cuyo libro más conocido incluye un relato cautivador sobre cómo estuvo a punto de sufrir una caída mortal en 1872, durante una ascensión al monte Ritter. En otro libro, Muir describe con entusiasmo la violenta tempestad a la que tuvo que enfrentarse en Sierra Madre, encaramado a la copa de un abeto de Douglas de 30 metros de altura:

Jamás había disfrutado de un movimiento tan estimulante y majestuoso. Las delgadas copas de los árboles ondeaban y se agitaban con la fuerza de un torrente, oscilando y danzando hacia adelante y hacia atrás, en una dirección y en otra, trazando curvas indescriptibles, verticales y horizontales, mientras yo permanecía allí arriba colgado, con los músculos en tensión, como si fuera un bobolinco posado en un junco.

En aquel momento, Muir tenía ya 36 años. Me imagino que no habría calificado la actitud de McCandless de extraña o incomprensible.

Incluso el formal y sedentario Thoreau, quien dijo en una famosa frase que le bastaba con «haber viajado mucho por Concord», sintió la necesidad de recorrer las regiones salvajes del Maine del siglo XIX y escalar el monte Katahdin. La ascensión de aquella montaña «salvaje y espantosa, pero hermosa» lo impresionó y asustó, pero también le provocó una especie de vertiginoso sobrecogimiento. Los turbadores sentimientos que experimentó en la cumbre granítica del Katahdin inspiraron algunas de sus obras más impactantes y a partir de entonces influyeron profundamente en su forma de pensar sobre la tierra no domesticada, originaria.

A diferencia de Muir y Thoreau, McCandless no se adentró en el monte para reflexionar sobre la naturaleza o el mundo en general, sino para explorar el territorio concreto de su propia alma. Sin embargo, pronto descubrió algo que Muir y Thoreau ya sabían: que una estancia prolongada en un lugar salvaje y desconocido agudiza tanto la percepción del mundo exterior como del interior, y que es imposible sobrevivir en la naturaleza sin interpretar sus signos sutiles y desarrollar un fuerte vínculo emocional con la tierra y todo lo que la habita.

Las entradas del diario de McCandless contienen pocas reflexiones abstractas sobre la naturaleza; en realidad, apenas si encontramos en ellas reflexiones de ningún tipo. Las referencias al paisaje circundante son escasas. Es más, tal como comenta Andrew Liske, el amigo de Roman, tras haber leído una fotocopia del diario, la mayor parte de las entradas tratan acerca de lo que comía.

—Apenas escribía sobre otra cosa que no fuese su alimentación.

Andrew no exagera. El diario es poco más que un recuento de las piezas de caza menor que logró abatir y las plantas comestibles que encontró. Pese a todo, inferir de ello que McCandless no llegó a apreciar la belleza del entorno natural, que permaneció impasible ante la fuerza del paisaje, sería un error. Como ha observado el ecologista cultural Paul Shepard.

El beduino nómada no reverencia lo que le rodea, la representación pictórica del paisaje, ni se dedica a compilar una historia natural inservible […]. Su vida está tan íntimamente ligada a la naturaleza que en ella no hay lugar para un pensamiento abstracto, una estética o una «filosofía de la naturaleza» aislados del resto de su existencia […]. La naturaleza y su relación con ella es un asunto muy serio, en el que intervienen la convención, el misterio y el peligro. Su tiempo de ocio está concebido lejos de la contemplación frívola o la manipulación despreocupada de los procesos de la naturaleza. Pero la conciencia de ésta, del terreno, del clima impredecible, del estrecho margen que le permite sobrevivir, es inseparable de su vida.

Lo mismo podría afirmarse de lo que experimentó McCandless durante los meses que pasó junto al río Sushana.

Sería fácil analizar el comportamiento de Christopher McCandless siguiendo el estereotipo del adolescente excesivamente impresionable, del muchacho que tiene ideas descabelladas porque ha leído demasiado y le falta el sentido común más elemental. Sin embargo, en este caso el estereotipo no encaja con su vida ni con su personalidad. McCandless no era un irresponsable, ni un adolescente desorientado y confundido, atormentado por la desesperación existencial. Al contrario: su vida rezumaba sentido y propósito. Pero el sentido que se esforzaba en extraer de su existencia se situaba más allá de los caminos trillados y confortables: McCandless desconfiaba del valor de las cosas que se obtenían con facilidad. Se exigía mucho, más de lo que al final pudo dar de sí.

Para intentar explicar el comportamiento poco convencional de McCandless, algunas personas han destacado que, al igual que John Mellon Waterman, su principal atributo físico era la poca estatura, lo que habría provocado en él una especie de «complejo de bajo», y, como consecuencia de ello, una permanente sensación de inseguridad que lo habría llevado a demostrar su hombría afrontando desafíos extremos. Otros han postulado que la raíz de su funesta aventura es un complejo de Edipo sin resolver. Puede que haya algo de verdad en ambas hipótesis, pero el análisis psicoanalítico póstumo resulta dudoso y altamente especulativo; de modo inevitable, termina por rebajar y trivializar la conducta del sujeto sometido a dicho análisis. No parece que reducir la extraña búsqueda espiritual de Chris McCandless a una lista de trastornos psicológicos pueda ser muy clarificador.

Roman, Andrew y yo contemplamos los rescoldos de la hoguera y seguimos hablando de McCandless. Roman Dial tiene 32 años y se doctoró en biología en Stanford. Dice lo que piensa sin rodeos, posee una mente inquisitiva y desconfía de las opiniones basadas en la sabiduría popular.

Pasó la adolescencia en un barrio residencial de los alrededores de Washington D.C. parecido a aquél en que había vivido McCandless, y opina que era un lugar agobiante. La primera vez que viajó a Alaska fue para ver a tres tíos suyos que trabajaban de mineros en Usibelli, en una gran explotación subterránea de hulla situada pocos kilómetros al este de Healy. Tenía nueve años y se enamoró de inmediato de todo lo que tenía que ver con el Norte. Durante los años siguientes regresó varias veces a Alaska. En 1977, después de terminar el bachillerato a los 16 años como el primero de la promoción, se trasladó a Fairbanks e hizo de Alaska su hogar adoptivo.

En la actualidad, Roman reside en Anchorage, donde enseña en la Universidad del Pacífico. Goza de gran renombre en todo el estado por sus atrevidas expediciones al interior. Entre otras proezas, ha realizado una travesía de 1.500 kilómetros de una punta a otra de la cordillera Brooks; otra de 1.100 kilómetros a través de la cresta de la cordillera de Alaska; ha cruzado los 400 kilómetros de la Reserva Natural del Ártico esquiando en pleno invierno bajo temperaturas polares, y ha sido el primero en coronar la cima de más de 30 picos de Alaska y Canadá. Roman no ve una gran diferencia entre sus hazañas, que gozan de la consideración general, y la aventura de McCandless, salvo en el hecho de éste tuvo la mala fortuna de perecer.

Mientras conversamos, saco a colación el orgullo desmedido de McCandless y las estúpidas equivocaciones que cometió, los dos o tres errores garrafales que habrían podido evitarse y terminaron por costarle la vida.

—Sí, es verdad, metió la pata —dice Roman—. Pero lo que intentaba hacer me parece admirable. Vivir de la caza y la recolección durante meses es mucho más difícil de lo que nadie se imagina. Yo nunca lo he hecho, y te aseguro que muy pocos de los que lo tachan de incompetente han llegado a hacerlo, si es que ha habido alguno; como mucho, habrán resistido una semana o dos. La mayoría de la gente no tiene ni idea de lo difícil que es en la práctica vivir largo tiempo en el bosque o en la tundra alimentándote sólo de lo que encuentras. Y, fíjate, McCandless casi lo consiguió. No puedo evitar identificarme con el chico —confiesa Roman mientras hurga con un palo en los rescoldos—. No me gusta admitirlo, pero hace algunos años yo mismo podría haberme encontrado en una situación semejante. Supongo que en la época de mis primeros viajes por el interior de Alaska me parecía mucho a McCandless. Era tan inexperto como él, y mis ansias de aventura eran las mismas. Estoy seguro de que muchos habitantes de Alaska también tenían mucho en común con McCandless cuando llegaron aquí por primera vez, incluyendo quienes lo critican. Tal vez por eso son tan duros con el muchacho. Quizá les evoca demasiados recuerdos sobre sus propias actitudes.

La observación de Roman pone de manifiesto lo difícil que resulta para algunos de nosotros, preocupados como estamos por los problemas rutinarios de la edad adulta, recordar con cuánta intensidad nos espolearon las pasiones y los deseos de la juventud. Tal como dijo el padre de Everett Ruess reflexionando en voz alta sobre la desaparición de su hijo de 20 años en el desierto: «Los adultos no comprendemos la evolución anímica de los adolescentes. Creo que ninguno de nosotros llegó a entender a Everett.»

Ya es medianoche. Roman, Andrew y yo continuamos despiertos, intentando entender la vida y la muerte de Chris McCandless, pero la esencia de su comportamiento se nos escapa, como si fuera una realidad vaga e inasible. Poco a poco, la conversación va apagándose hasta extinguirse. Cuando me levanto para buscar un sitio donde echar el saco de dormir, las primeras luces del alba asoman ya en el horizonte por el noreste. Aunque los mosquitos son muy molestos y el autobús sería un buen refugio, decido no dormir en él. Antes de sumirme en un sueño profundo, compruebo que los demás han tomado la misma decisión.