Deseaba alcanzar la simplicidad, los sentimientos de los nativos y las virtudes de la vida salvaje; despojarme de las costumbres artificiales, los prejuicios y las imperfecciones de la civilización […] y tener una idea más exacta de la naturaleza humana y los verdaderos intereses del hombre en medio de la soledad y la grandeza de las tierras salvajes del Oeste. Prefería la temporada de las nieves, porque podía experimentar el placer del sufrimiento y la novedad del peligro.
ESTWICK EVANS
[Describiendo un viaje a pie de 6.400 kilómetros a través de los estados y territorios del Oeste durante el invierno y la primavera de 1818.]
La naturaleza atraía a todos aquellos que se sentían asqueados o estaban hartos del hombre y sus obras. No sólo ofrecía una escapatoria de la sociedad, sino que representaba el escenario ideal para que el individuo romántico practicara el culto a la propia alma que con frecuencia lo caracterizaba.
La soledad y la libertad absoluta de la naturaleza constituían un entorno perfecto para la melancolía y la exultación.
RODERICK NASH,
Wilderness and the American Mind
El 15 de abril de 1992, Chris McCandless se marchó de Carthage, Dakota del Sur, subido a la cabina de un tractor en cuyo remolque transportaba una carga de semillas de girasol. Su «gran odisea» había comenzado. Tres días después cruzó la frontera entre Alaska y Canadá a través de Roosville, un pueblo de la Columbia británica, y se dirigió hacia el norte en autostop pasando por Skookumchuck, Radium Junction, Lake Louise, Jasper, Prince George y Dawson Creek. En el centro de Dawson Creek tomó una fotografía de la señal que indicaba el principio de la autovía de Alaska. La señal rezaba: «Km. 0. Fairbanks 2.451 Km.»
Viajar haciendo autostop por la autovía de Alaska suele ser difícil. En las afueras de Dawson Creek no es raro ver a más de una docena de hombres y mujeres esperando en el arcén con expresión lastimera y el pulgar extendido. Algunos se ven obligados a esperar una semana o más antes de que algún vehículo se detenga. Sin embargo, McCandless tuvo más suerte. El 21 de abril, seis días después de haber salido de Carthage, se hallaba ya en Liard River, a las puertas del territorio del Yukon.
En Liard River hay un área pública de acampada de la que parte un paseo entablado de un kilómetro de largo que atraviesa una laguna pantanosa y conduce a una serie de charcas termales naturales. Las fuentes termales de Liard River constituyen la parada más popular de la autovía de Alaska, y McCandless decidió detenerse allí para darse un baño en sus aguas cálidas y tonificantes. Sin embargo, una vez que se hubo bañado, y nuevamente dispuesto a hacer autostop para continuar hacia el norte, descubrió que su suerte había cambiado. Nadie lo recogía. Dos días después de su llegada, aún seguía en Liard River, consumido por la impaciencia.
El jueves a las seis y media de la mañana, Gaylord Stuckey se encaminó por el paseo entablado en dirección a la mayor de las charcas. El suelo todavía estaba endurecido por la helada de la noche anterior y creía que no iba a encontrar a nadie y podría bañarse solo. Quedó muy sorprendido al descubrir que ya había alguien allí: un joven que se presentó como Alex.
Stuckey, un hombre calvo, rubicundo y campechano de 63 años, viajaba de su estado natal, Indiana, a Alaska para entregar una caravana nueva a un concesionario de Fairbanks; se trataba de una de sus ocupaciones ocasionales desde que se retiró del sector de la restauración, en el que había trabajado durante 40 años. Cuando le dijo a McCandless que su destino era Fairbanks, el muchacho exclamó:
—¡Yo también voy allí! Hace dos días que estoy plantado aquí intentando que alguien me recoja. ¿Le importaría llevarme?
—¡Vaya, lo siento! Me sabe mal, hijo, pero no puedo. Trabajo para una empresa que tiene normas muy estrictas y no nos deja llevar a autostopistas. Podrían echarme.
Sin embargo, a medida que conversaban envueltos en los vapores sulfurosos de la charca, Stuckey empezó a reconsiderar la idea. «Iba bien afeitado y llevaba el pelo corto. Por su manera de hablar, se notaba que era un chaval muy despierto. No era el típico autostopista. No suelo fiarme de los autostopistas. Algún problema tendrá un tipo que ni siquiera puede pagarse un billete de autobús ¿no? El caso es que, después de media hora de charla, le dije: "Mira, Alex, Liard River está a 1.600 kilómetros de Fairbanks. Te diré lo que haremos. Voy a llevarte unos 800 kilómetros, hasta Whitehorse. Allí seguramente encontrarás a alguien que te lleve el resto del camino."»
Un día y medio más tarde, cuando llegaron a Whitehorse —la capital del territorio del Yukon y la población más grande y cosmopolita de la autovía de Alaska—, Stuckey se sentía tan a gusto en compañía de McCandless que volvió a cambiar de idea y aceptó llevarlo todo el trayecto.
«Al principio fue bastante reservado y no hablaba mucho —explica Stuckey—. Pero es un viaje muy largo y no puedes correr. Nos pasamos un total de tres días en aquella carretera llena de baches y, al final, el chaval no tuvo otro remedio que bajar la guardia. Le diré una cosa: era un chico educadísimo. Era muy cortés; no soltaba palabrotas y no hablaba con esa jerga que usan algunos jóvenes. Se veía que era de buena familia. Me habló sobre todo de su hermana. Por lo visto tenía muchos problemas con sus padres. Según me explicó, su padre era un genio, un científico de la NASA, pero había sido bígamo durante un tiempo, y eso iba en contra de sus principios. Llevaba dos años sin ver a su familia, desde que se había graduado en la universidad.»
McCandless le confesó también que pensaba pasarse el verano solo en el monte, viviendo de lo que encontrara. «Dijo que era algo que deseaba hacer desde pequeño. Quería estar aislado, sin ver un avión, nada que le recordara la civilización, y demostrarse a sí mismo que podía arreglárselas solo, sin la ayuda de nadie.»
Stuckey y McCandless llegaron a Fairbanks el sábado 25 de abril. Primero efectuaron una breve parada en una tienda de comestibles. «Allí compró un saco de arroz. Luego me dijo que quería acercarse a la universidad para investigar las especies de plantas comestibles que encontraría en el bosque, ya sabe, bayas y cosas por el estilo. Le comenté que era demasiado pronto, que había más de medio metro de nieve y aún no crecía nada. Pero no me hizo caso. Estaba impaciente por salir de la ciudad.»
Stuckey lo llevó hasta el campus de la Universidad de Alaska, situado en las afueras de Fairbanks, y lo dejó allí a las cinco y media de la tarde. «Antes de despedirnos le dije:
“Alex, te he llevado conmigo a lo largo de mil quinientos kilómetros y te he dado de comer durante tres días. Lo menos que puedes hacer es mandarme una carta cuando regreses de Alaska.” Me prometió que lo haría.
«También le rogué que llamara a sus padres. No puedo imaginarme nada más horroroso que tener un hijo perdido por esos mundos de Dios, sin que sepas qué le ha ocurrido durante años, si está vivo o muerto. Le di el número de mi tarjeta de crédito y le dije: “Por favor, llámalos.” Pero todo lo que contestó fue: “Tal vez lo haga o tal vez no.” En cuanto se hubo marchado caí en la cuenta de que debería haberle pedido el número de teléfono para llamarlos yo mismo, pero fue una de esas situaciones en que todo sucede muy rápido. No atiné a pensarlo.»
Después de dejar a McCandless en la universidad, Stuckey se dirigió hacia el centro de Fairbanks para entregar la caravana, pero en el concesionario le dijeron que el encargado de registrar la entrada de vehículos nuevos ya se había marchado a casa y no regresaría hasta el lunes por la mañana. Tuvo que quedarse dos días más antes de poder tomar el avión de vuelta a Indiana. Puesto que no había nada mejor que hacer, el domingo por la mañana decidió visitar el campus. «Esperaba encontrar a Alex y pasar otro día con él. Pensé que podíamos hacer algo para distraernos, no sé, ir a la ciudad o algo así. Me pasé dos horas recorriendo el lugar, pero no lo vi. Supongo que ya se había ido.»
Tras separarse de Stuckey, McCandless estuvo dos días y tres noches en las cercanías de Fairbanks, la mayor parte del tiempo en la universidad. En la librería de ésta dio con una guía de campo de plantas comestibles que estaba escondida en el estante de abajo de la sección de Alaska. Era una obra académica muy bien documentada y con una información exhaustiva, Tanaina Plantlore/Dena’ina K’et’una: An Ethnobotany of the Dena’ina Indians of Southcentral Alaska, de Priscilla Russell Kari. Del expositor que había junto a la caja registradora escogió dos postales con la imagen de un oso polar, escribió en ellas sus últimos mensajes a Wayne Westerberg y a Jan Burres y las envió desde la estafeta de correos de la universidad. Luego buscó en los anuncios clasificados de los periódicos y encontró uno en que se ofrecía vender un rifle de segunda mano, un Remington semiautomático del 22, con la culata de plástico y una mira telescópica de 4 x 20. Era un modelo llamado Nylon 66; en la actualidad ya no se fabrica, pero es muy apreciado por los tramperos de Alaska a causa de su fiabilidad y poco peso. Cerró el trato en un aparcamiento, pagando 125 dólares por el arma. Después compró la munición en una armería cercana, cuatro cajas de cien balas de punta hueca para rifle largo.
Cuando concluyó los preparativos, McCandless se cargó la mochila a la espalda y se puso en marcha hacia el oeste. Al abandonar el campus de la universidad, pasó por delante del Instituto Geofísico, un moderno edificio de cristal y hormigón coronado por una enorme antena parabólica. Ésta, cuya silueta recortada contra el horizonte constituye una de las vistas características de Fairbanks, se construyó para recoger los datos enviados por los satélites equipados con el radar de apertura sintética diseñado por Walt McCandless. Walt McCandless incluso había ideado algunos de los programas informáticos imprescindibles para su funcionamiento y había viajado a Fairbanks para asistir a la inauguración del instituto. En el caso de que Chris McCandless se acordara de su padre mientras recorría los alrededores del edificio, no dejó constancia de ello.
Al atardecer, McCandless acampó a seis kilómetros de la ciudad. Levantó la tienda en un bosquecillo de abedules, cerca de una colina desde la que se divisan las luces de la gasolinera de Gold Hill. La noche era gélida y el terreno estaba completamente helado. El terraplén de la carretera de George Parks, que lo llevaría hasta la Senda de la Estampida, se encontraba a menos de 50 metros del lugar que había elegido para acampar. La mañana del 28 de abril despertó muy temprano, bajó hasta la carretera al despuntar el alba y se quedó agradablemente sorprendido cuando el primer vehículo que vio aparecer se detuvo en el arcén para recogerlo. Era una camioneta Ford de color gris, con un adhesivo en el parachoques trasero en el que se leía: «Pesco, luego existo. Petersburg, Alaska.» El conductor era un electricista no mucho mayor que McCandless, que se dirigía hacia Anchorage. Le dijo que se llamaba Jim Gallien.
Al cabo de tres horas, Gallien dobló a la izquierda para salir de la carretera de George Parks y se internó todo lo que pudo por un camino secundario cubierto de nieve. Cuando McCandless se apeó, la temperatura no llegaba a un grado bajo cero —por la noche descendería hasta diez grados bajo cero— y medio metro de crujiente nieve primaveral obstruía el paso del vehículo. McCandless no cabía en sí de alegría. Por fin estaba a punto de iniciar su solitaria aventura por las vastas tierras salvajes de Alaska.
Unos minutos después, se alejó de la camioneta andando con dificultad entre la nieve, arropado en una parka de piel sintética y con el Remington colgado del hombro. Todos los víveres que llevaba consistían en un saco de arroz de cinco kilos y los dos emparedados y la bolsa de maíz frito que acababa de darle Gallien. El año anterior había subsistido durante más de un mes en el golfo de California con dos kilos de arroz y el pescado que sacaba con una caña de pescar de mala calidad; la experiencia lo había llevado al convencimiento de que también en los bosques de Alaska podría encontrar el alimento suficiente para sobrevivir una larga temporada.
Lo que pesaba más en la mochila medio vacía de McCandless era su biblioteca ambulante: nueve o diez libros encuadernados en rústica. La mayor parte se los había dado Jan Burres en Niland. Entre ellos había obras de Thoreau, Tolstoi y Gogol, pero los gustos literarios de McCandless no eran los de un esnob. Sencillamente, había puesto en la mochila aquellos con los que pensaba que se distraería más, incluyendo libros de autores tan populares como Michael Crichton, Robert Pirsig y Louis L’Amour. Como se había olvidado de llevar papel para escribir, se sirvió de las páginas en blanco del final de la guía de plantas comestibles para empezar un lacónico diario.
Durante los meses de invierno, los amantes del esquí de fondo, los entusiastas de las motonieves y los aficionados a los trineos de perros recorren el tramo de la Senda de la Estampida más cercano a Healy, pero el tránsito se interrumpe a finales de marzo o principios de abril, cuando los ríos empiezan a deshelarse. En el momento en que McCandless se puso en camino hacia el interior, casi todos los cursos de agua empezaban a fluir libremente y hacía dos o tres semanas que nadie iba más allá de las cabañas que se alzaban al comienzo del camino; el único rastro borroso que podía seguir eran los restos de nieve amontonada que había dejado una máquina quitanieves.
McCandless llegó al río Teklanika tras dos días de marcha. Aunque a lo largo de ambas orillas unas desiguales placas de hielo cubrían todavía el agua formando una especie de antepecho, no había modo de salvar el canal por el que circulaba la corriente, de modo que se vio forzado a vadearlo. Aquel año se había producido un fuerte deshielo a principios de abril, pero luego el tiempo empeoró durante unas semanas y las temperaturas volvieron a descender, lo que explica que el nivel del agua no fuera muy alto cuando McCandless lo atravesó —quizá le llegaba a la altura de las rodillas— y lograse alcanzar la otra orilla sin problemas. Nunca sospechó que, al cruzar el Teklanika, también estaba cruzando su Rubicón. A los inexpertos ojos de McCandless, nada anunciaba que en los dos meses siguientes, con el calor del verano y el deshielo de los glaciares y campos de nieve que alimentaban las fuentes del río, el volumen del caudal de éste se multiplicaría por nueve o diez y se transformaría en un torrente profundo y violento, muy distinto del arroyo tranquilo que había vadeado con despreocupación en abril.
Sabemos por su diario que el 29 de abril sufrió una caída en el hielo. Es probable que le sucediera mientras atravesaba la superficie helada de una serie de embalses de castores que se hallan un poco más allá de la orilla occidental del Teklanika, pero al parecer salió ileso del percance. Un día más tarde, a medida que la pista iba subiendo por un collado, vio por primera vez el blanco deslumbrante de las laderas nevadas del monte McKinley. El 1 de mayo, a unos 30 kilómetros del punto en que se había despedido de Gallien, se tropezó con el viejo autobús abandonado junto al río Sushana. El vehículo estaba equipado con una litera y una estufa cilíndrica de leña, y los visitantes anteriores habían dejado en él cajas de cerillas, repelente para insectos y otros artículos de primera necesidad. «El día del autobús mágico», escribió en el diario. Decidió quedarse un tiempo allí y aprovechar las rudimentarias comodidades que el vehículo ofrecía.
El hallazgo hizo que se sintiese eufórico. En el interior del autobús, garabateó una exultante declaración de independencia sobre una deteriorada lámina de madera contrachapada que tapaba el hueco de una ventana:
HACE DOS AÑOS QUE CAMINA POR EL MUNDO. SIN TELÉFONO, SIN PISCINA, SIN MASCOTAS, SIN CIGARRILLOS. LA MÁXIMA LIBERTAD. UN EXTREMISTA. UN VIAJERO ESTETA CUYO HOGAR ES LA CARRETERA. ESCAPÓ DE ATLANTA. JAMÁS REGRESARÁ. LA CAUSA: «NO HAY NADA COMO EL OESTE.» Y AHORA, DESPUÉS DE DOS AÑOS DE VAGAR POR EL MUNDO, EMPRENDE SU ÚLTIMA Y MAYOR AVENTURA. LA BATALLA DECISIVA PARA DESTRUIR SU FALSO YO INTERIOR Y CULMINAR VICTORIOSAMENTE SU REVOLUCIÓN ESPIRITUAL. DIEZ DÍAS Y DIEZ NOCHES SUBIENDO A TRENES DE CARGA Y HACIENDO AUTOSTOP LO HAN LLEVADO AL MAGNÍFICO E INDÓMITO NORTE. HUYE DEL VENENO DE LA CIVILIZACIÓN Y CAMINA SOLO A TRAVÉS DEL MONTE PARA PERDERSE EN UNA TIERRA SALVAJE.
ALEXANDER SUPERTRAMP
MAYO DE 1992
Sin embargo, la realidad no tardó en irrumpir en los sueños de McCandless. Cazar le resultaba muy difícil y las entradas del diario correspondientes a su primera semana en el monte incluyen comentarios como «Debilidad», «Ha nevado dentro» y «Desastre». El 2 de mayo vio un oso pardo, pero no le disparó. El 4 de mayo sí lo hizo, contra unos patos, pero erró el tiro. Finalmente, el 5 de mayo cazó una perdiz, el único animal que logró abatir en varios días. La siguiente pieza la cobró el 9 de mayo, cuando le dio a una pequeña ardilla. Aquel día había escrito en el diario: «Cuarto día de hambre.»
A partir de entonces los acontecimientos tomaron un cariz más favorable. Hacia mediados de mayo, la trayectoria del sol en el horizonte ya había ganado altura, inundando el bosque de luz. El sol sólo se ocultaba cuatro horas al día. A medianoche, el cielo estaba aún tan iluminado que le permitía leer. Salvo en las laderas orientadas hacia el norte y las gargantas más angostas, el manto de nieve fue derritiéndose hasta desaparecer, dejando al descubierto los escaramujos y arándanos de la temporada anterior, que McCandless recogía y comía en grandes cantidades.
Su habilidad para la caza también fue mejorando, y durante las seis semanas siguientes consiguió regalarse con ardillas, perdices, patos, gansos y puercoespines. El 22 de mayo se le rompió la corona de una de las muelas pero el accidente no pareció desmoralizarlo, ya que al día siguiente trepó hasta la cima de un cerro en forma de joroba que se alzaba al norte del autobús. La altitud del cerro superaba los 1.000 metros y desde allí pudo contemplar la inmensidad helada de la cordillera de Alaska e interminables extensiones de tierra deshabitada. La entrada de su diario de aquel día es tan escueta como las anteriores, pero refleja una alegría inconfundible: «¡He escalado una montaña!»
McCandless le había contado a Gallien que no tenía la intención de permanecer acampado en ningún sitio.
—En principio —dijo—, lo que voy a hacer es ponerme en camino y seguir andando hacia el oeste. Puede que llegue hasta el mar de Bering.
El 5 de mayo, después de descansar cuatro días en el autobús, continuó desplazándose en dirección a la cordillera de Alaska. A juzgar por las instantáneas que se recuperaron de su cámara Minolta, McCandless abandonó el itinerario cada vez más impreciso de la Senda de la Estampida, ya sea adrede o porque se confundió, y se encaminó hacia el noroeste a través de las colinas situadas por encima del río Sushana, combinando largas horas de marcha con la caza.
Sin embargo, avanzaba a ritmo muy lento. Para alimentarse tenía que dedicar gran parte de la jornada al reconocimiento del terreno. Además, según progresaba el deshielo la ruta iba convirtiéndose en un cenagal obstaculizado por impenetrables espesuras de alisos. McCandless aprendió demasiado tarde uno de los axiomas fundamentales (e inapelables) a que debe someterse el viajero que pretende adentrarse en las tierras del Norte: que la mejor estación para recorrerlas a pie no es el verano, sino el invierno.
Confrontado con el hecho evidente de que su intención de caminar 800 kilómetros hasta el mar era una quimera, reconsideró sus planes iniciales. El 19 de mayo sólo había logrado alcanzar el río Toklat —a menos de 25 kilómetros del autobús— y dio media vuelta. Una semana después estaba de regreso en el autobús, al parecer sin lamentarlo. Había decidido que los alrededores del río Sushana constituían un entorno natural lo bastante agreste para satisfacer sus propósitos, y que el antiguo autobús de la línea 142 de Fairbanks sería un excelente campamento base para el resto del verano.
Aunque parezca irónico, los parajes solitarios que rodean el vehículo —el área cubierta de bosquecillos y maleza en que McCandless tomó la determinación de «perderse»— apenas pueden calificarse como tales según los parámetros que rigen en Alaska. La carretera de George Parks queda a menos de 50 kilómetros del lugar en dirección este. Sólo 25 kilómetros más al sur, detrás de una estribación de la cordillera Exterior, los coches de centenares de turistas entran en el parque del Denali por un camino que patrullan los guardas forestales. Y sin que el Viajero Esteta lo supiera, en un radio de unos diez kilómetros alrededor del autobús hay cuatro cabañas (aunque dio la casualidad de que en el verano de 1992 ninguna de ellas estaba ocupada).
Sin embargo, pese a la relativa proximidad entre el vehículo y la civilización, a efectos prácticos McCandless estaba aislado del resto del mundo. Se pasó casi cuatro meses en el monte, y en todo ese tiempo no vio ni un alma. Al final, el emplazamiento del autobús abandonado junto al río Sushana resultó un lugar lo suficientemente remoto como para que le costase la vida.
Durante la última semana de mayo, después de colocar sus escasas pertenencias en el autobús, McCandless escribió en un trozo de corteza de abedul en forma de pergamino una lista de actividades: recoger y almacenar hielo del río para conservar la carne, tapar las ventanas rotas con plásticos, aprovisionarse de leña y limpiar la ceniza acumulada en la estufa. Al lado, bajo el epígrafe «A LARGO PLAZO», anotó otra lista de tareas más ambiciosas: levantar un mapa de la zona, improvisar una tina para bañarse, recoger pieles y plumas para hacer ropa, construir un puente sobre un arroyo cercano, reparar las partes estropeadas del autobús y abrir sendas para cazar.
Las entradas del diario posteriores a su regreso al autobús recogen un inventario de lo que cazaba. 28 de mayo: «¡Un ánade real!» 1 de junio: «Cinco ardillas.» 2 de junio: «Un puercoespín, una perdiz nival, cuatro ardillas y un pinzón gris.» 3 de junio: «¡Otro puercoespín! Cuatro ardillas, dos pinzones grises y una cerceta.» 4 de junio: «¡el TERCER PUERCOESPÍN!, una ardilla y un pinzón gris.» El 5 de junio cazó una barnacla canadiense que era tan grande como un pavo de Navidad. Luego, el 9 de junio, abatió una pieza de caza mayor. «¡UN ALCE!», escribió en el diario. No cabía en sí de gozo. Orgulloso de sí mismo, se hizo una fotografía arrodillado ante su trofeo, con el rifle levantado por encima de la cabeza en un gesto de triunfo y las facciones distorsionadas por un rictus de éxtasis y asombro, como si fuera un modesto conserje que hubiera ido a Reno y acabase de ganar un millón de dólares en una máquina tragaperras.
Aunque McCandless era lo bastante realista para saber que en el monte la caza era una parte inevitable de la estrategia de supervivencia, siempre había experimentado cierto sentimiento contradictorio al respecto, el cual se trocó en remordimientos una vez que hubo abatido el alce. El animal era bastante pequeño y no debía pesar más de 120 kilos, pero para una sola persona constituía una cantidad enorme de carne. McCandless creía que desperdiciar los restos de un animal al que se da muerte con el fin de alimentarse era un sacrilegio moral y se pasó seis días trabajando sin descanso para conservar la carne antes de que se pudriera. Envuelto en una nube de moscas y mosquitos despedazó el cuerpo, coció las vísceras y luego excavó un agujero junto al arroyo que corría un poco más abajo del autobús, donde intentó ahumar los grandes trozos de carne púrpura.
Los cazadores de Alaska saben que el mejor procedimiento para curar la carne consiste en cortarla en tiras delgadas que luego se dejan secar al aire libre colgadas de algún tendedero improvisado. Sin embargo, McCandless, en su ingenuidad, siguió la recomendación de los cazadores de Dakota del Sur, quienes le habían aconsejado que la ahumara, una tarea casi imposible en aquellas condiciones. «El despiece es muy difícil —escribió el 10 de junio en el diario—. Enjambres de moscas y mosquitos. Extraigo los intestinos, el hígado, los riñones, un pulmón, trozos de carne. Arrojo los cuartos traseros y una pierna al arroyo.»
11 de junio: «Extraigo el corazón y el otro pulmón. Las dos piernas delanteras y la cabeza. Tiro el resto al arroyo. Coloco la carne cerca del fuego. Intento ahumarla.»
12 de junio: «Extraigo la mitad del costillar y trozos de carne. Sólo puedo trabajar de noche. Sigo ahumando.»
13 de junio: «Cargo con lo que queda del costillar, la espalda y el cuello. Comienzo a ahumar.»
14 de junio: «¡Ya hay gusanos! Ahumar la carne no parece servir de nada. Ignoro la razón, pero tiene un aspecto repugnante. Desearía no haber disparado al alce. Es una de las peores tragedias de mi vida.»
En este punto cejó en su empeño de conservar la carne y abandonó los restos a los lobos. A pesar de que se culpaba de haber sacrificado sin objeto la vida de un animal, al día siguiente pareció reconsiderar un poco su apreciación sobre las razones que lo habían impulsado a hacerlo, ya que anotó en el diario: «De ahora en adelante aprenderé a aceptar mis errores, por imperdonables que puedan parecer.»
Poco después del episodio del alce, McCandless empezó a leer Walden o la vida en los bosques, de Thoreau. En el capítulo titulado «Leyes superiores» subrayó un pasaje que rezaba: «Después de haber capturado el pez, de limpiarlo, cocinarlo y comérmelo, me pareció que en lo esencial no me había alimentado. Era un acto insignificante e innecesario, cuyo resultado no valía el esfuerzo.»
En el margen, McCandless escribió «EL ALCE». Un poco más adelante, subrayó otro pasaje:
La repugnancia ante la carne y el pescado no proviene de la experiencia, sino del instinto. En muchos aspectos, parece más agradable vivir menos y disfrutar más; aun cuando nunca he llegado a vivir de este modo, sí que he ido lo suficientemente lejos al respecto como para complacer a mi imaginación. Creo que todo hombre dispuesto a conservar sus facultades poéticas o espirituales en las mejores condiciones posibles se ha sentido particularmente inclinado a abstenerse de consumir carne y pescado, y de comer demasiados alimentos de cualquier clase […].
Es difícil proporcionarse unos alimentos y unos platos tan sencillos y puros que no ofendan la imaginación; pero creo que esto es tanto como decir que sólo te sientes saciado cuando alimentas el cuerpo; el alma y el cuerpo deberían sentarse a la misma mesa. Es probable que no sea imposible. Comer fruta con moderación no tiene por qué provocar que nos avergoncemos de nuestro apetito ni interferir en nuestras metas más valiosas. Sin embargo, añade un condimento innecesario a tu plato y te envenenará.
«SÍ —anotó al margen, dos páginas más adelante—. Conciencia de los alimentos. Come y cocina con concentración […]. Sagrada comida.» En las páginas en blanco de la guía que utilizaba para redactar su diario, escribió:
He vuelto a nacer. Es el despertar de mi existencia. La vida auténtica acaba de empezar.
Vivir con sabiduría: Una atención consciente a los elementos esenciales de la vida, y una atención constante al entorno inmediato que te rodea y lo que exige; por ejemplo un trabajo, una tarea, un libro; todo lo que requiere una concentración eficaz. (Las circunstancias no tienen ningún valor. Es el modo de relacionarse con una situación lo que tiene valor. El significado verdadero de las cosas reside en la relación personal con el fenómeno, con lo que significa para nosotros).
La Santidad de la COMIDA, el Aliento Vital.
Positivismo, el Gozo Incomparable de la Estética de la Vida.
Autenticidad absoluta y honestidad.
Realidad.
Independencia.
Finalidad - estabilidad - coherencia.
A medida que dejó de reprocharse por el despilfarro que había supuesto la muerte del alce, la alegría que experimentaba a mediados de mayo reapareció y fue prolongándose hasta principios de julio. Fue entonces, en mitad de este idilio, cuando se produjo el primero de los dos incidentes cruciales que lo condujeron al desastre.
Satisfecho con lo que había aprendido a lo largo de aquellos dos meses de vida solitaria en plena naturaleza, McCandless decidió regresar a la civilización. Había llegado el momento de poner punto final a «su última y mayor aventura» y volver al mundo de los hombres y las mujeres, donde podría tomarse una cerveza, mantener discusiones filosóficas y cautivar a desconocidos con el relato de sus hazañas. Parecía haber superado la necesidad de reivindicar con tanta firmeza su independencia, la necesidad de separarse de sus padres. Tal vez se sintiera en disposición de perdonarles sus imperfecciones; tal vez se sentía incluso en disposición de perdonarse algunas de sus propias faltas. McCandless parecía dispuesto, quizás, a regresar a casa.
O tal vez no; lo que pretendía hacer después de abandonar el monte sólo puede ser objeto de especulaciones. En cualquier caso, es indudable que pretendía abandonarlo.
En otro trozo de corteza de abedul, escribió una lista de las cosas que tenía que hacer antes de marcharse: «Remendar los téjanos. ¡Afeitarme! Organizar la mochila […].» Poco después, colocó la Minolta encima de un bidón de aceite vacío y tomó una fotografía en la que aparece sonriente y recién afeitado, blandiendo una maquinilla desechable de plástico amarillo y con las rodillas de los mugrientos vaqueros remendadas con unos retales de una manta del ejército. Si bien su aspecto es el de una persona sana, había adelgazado de una manera preocupante. Sus mejillas se ven hundidas y los tendones del cuello se le marcan como si fueran cables de acero.
El 2 de julio, McCandless terminó de leer Felicidad familiar de Tolstoi, dejando subrayados algunos pasajes que lo habían conmovido:
El tenía razón al decir que la única felicidad segura en la vida es vivir para los demás […].
He pasado por muchas vicisitudes y ahora creo haber descubierto qué se necesita para ser feliz. Una vida tranquila de reclusión en el campo, con la posibilidad de ser útil a aquellas personas a quienes es fácil hacer el bien y que no están acostumbradas a que nadie se preocupe por ellas. Después, trabajar, con la esperanza de que tal vez sirva para algo; luego el descanso, la naturaleza, los libros, la música, el amor al prójimo… En esto consiste mi idea de la felicidad. Y finalmente, por encima de todo, tenerte a ti por compañera y, quizá, tener hijos… ¿Qué más puede desear el corazón de un hombre?
El 3 de julio volvió a cargarse la mochila a la espalda y empezó a recorrer los 30 kilómetros que lo separaban del tramo mejor conservado de la Senda de la Estampida. Al cabo de dos días, y en medio de un fuerte aguacero, llegó a los embalses de castores que bloqueaban el acceso a la orilla occidental del río Teklanika. En abril estaban helados y no representaban un obstáculo difícil de franquear. McCandless debió de alarmarse al descubrir que en julio se habían transformado en un lago de una hectárea y media que anegaba el camino. Para no aventurarse por unas aguas enlodadas que le llegaban a la altura del pecho, subió por una colina escarpada, rodeó los embalses por el norte y luego bajó hasta la boca de una estrecha garganta por donde fluía el río.
Cuando 67 días antes lo había atravesado bajo las frías temperaturas del mes de abril, se había encontrado con un arroyo flanqueado de placas de hielo, pero pacífico, cuyas aguas le llegaban a la altura de las rodillas, y sólo había tenido que chapotear un poco para cruzarlo. Sin embargo, el 5 de julio el Teklanika estaba en plena crecida a causa de las lluvias y el deshielo de los glaciares de la cordillera de Alaska.
Si lograba alcanzar la orilla opuesta, el resto del camino hasta la carretera de George Parks sería fácil, pero para hacerlo tenía que salvar primero los 30 metros de anchura del cauce. El agua, opaca debido a los sedimentos de las morrenas, tenía el color del cemento y estaba a una temperatura apenas superior a la del hielo. Demasiado profundo para vadearlo, el río bajaba con el estrépito de un tren de carga. Si lo intentaba, pronto perdería pie y la corriente lo arrastraría.
McCandless no era un buen nadador, y había confesado a varias personas que el agua le daba miedo. Zambullirse en aquel torrente glacial o atravesarlo a remo con una balsa de troncos era una empresa demasiado arriesgada. Un poco más abajo del punto donde la Senda de la Estampida se cruza con el Teklanika, éste se convertía en un caos de aguas espumeantes que recordaban a un volcán en erupción. Mucho antes de que consiguiese llegar a la otra orilla, ya fuera a nado o remando, los rápidos lo engullirían y se ahogaría.
Escribió en su diario: «Desastre […]. Llueve. Imposible cruzar el río. Me siento solo y asustado.» Llegó a la conclusión, por lo demás correcta, de que la corriente lo arrastraría si intentaba atravesarla por aquel lugar y en aquellas condiciones. Sería suicida; sencillamente, no era una opción razonable.
Si McCandless hubiera andado río arriba unos dos kilómetros, habría descubierto que el cauce se ensanchaba desgajándose en varios arroyos en un lugar donde las rocas formaban una especie de trenzado. Si hubiera examinado cuidadosamente aquel tramo del río, habría acabado por descubrir, quizás incluso por error, un punto en que el cauce sólo le llegaría a la altura del pecho. Sin duda, la fuerza de la corriente le habría hecho perder pie, pero nadando de un modo poco ortodoxo y brincando sobre el fondo es muy probable que hubiera conseguido cruzarlo antes de llegar a la garganta o sucumbir a la hipotermia.
Así y todo, se habría tratado de una decisión muy arriesgada, y en aquel momento McCandless no tenía motivo para correr semejante riesgo. Se las había compuesto bastante bien en el monte, y tal vez pensara que, si tenía paciencia y aguardaba, las aguas del río terminarían por descender hasta un nivel que le permitiría vadearlo sin peligro. En consecuencia, después de sopesar todas las opciones, eligió la más prudente: empezó a andar hacia el oeste, de regreso al autobús y el corazón caprichoso de la naturaleza.