Sin embargo, hasta que ponemos a prueba lo incontrolable que llevamos dentro y dejamos que la prudencia establezca los límites, sabemos poco acerca de lo que nos impulsa a atravesar glaciares y torrentes y subir a peligrosas alturas.
JOHN MUIR,
The Mountains of California
¿No has notado la ligera mueca de desprecio que se dibuja en la comisura de los labios de Sam II cuando te mira? Por un lado, quiere decir que no deseaba que le pusieras el nombre de Sam II; por otro, que tiene una escopeta de cañones recortados en la mano izquierda y un gancho para cargar balas de paja en la derecha, y está dispuesto a matarte con cualquiera de las dos armas si tiene la oportunidad. El padre se queda sorprendido. En un enfrentamiento semejante, lo que suele decir es: «Yo te cambiaba los pañales, mocoso.» No es la respuesta adecuada. Primero, porque no es verdad (nueve de cada diez veces son las madres quienes cambian los pañales) y, segundo, porque al instante recordará a Sam II la razón por la que está furioso. Está furioso por haber sido pequeño cuando tú eras mayor, aunque no, no es eso, está furioso por haberse sentido desvalido cuando tú eras poderoso, no, tampoco es eso, está furioso por haber sido dependiente cuando tú eras imprescindible, no, no exactamente, está loco de rabia porque cuando él te amaba, tú no te dabas cuenta.
DONALD BARTHELME,
The Dead Father
Tras abandonar mi intento de escalar la cara norte del Pulgar del Diablo, una ventisca me obligó a permanecer dentro de la tienda durante la mayor parte de los tres días siguientes. Las horas pasaban lentamente. Para matar el tiempo, fumé un cigarrillo tras otro hasta agotar mis reservas, y me dediqué a leer. Cuando también me quedé sin lectura, tuve que limitarme a estudiar la diminuta cenefa del tejido de nailon del techo. Echado boca arriba, la observaba durante horas interminables mientras sostenía una apasionada discusión conmigo mismo: ¿debía partir hacia la costa tan pronto como despejara o quedarme los días necesarios para hacer un nuevo intento?
La verdad era que mi incursión en la cara norte me había puesto nervioso y no tenía el menor deseo de volver a subir al Pulgar del Diablo. Sin embargo, la idea de darme por vencido y regresar a Colorado tampoco me parecía demasiado atractiva. Podía imaginarme perfectamente las condescendientes palabras de consuelo de quienes, desde que se me ocurrió la idea, no habían dudado de que fracasaría.
Al tercer día no podía soportarlo más: los trozos de nieve helada que había bajo el suelo de la tienda se me clavaban en la espalda, las paredes húmedas me rozaban la cara y el interior del saco de dormir apestaba. Revolví el desordenado montón de objetos que tenía a mis pies hasta localizar una pequeña bolsa verde donde había guardado una lata plana y circular de las que se usan para proteger bobinas de película. La lata contenía la materia prima de lo que yo había esperado fuera una especie de cigarro de la victoria. Tenía la intención de reservarlo para celebrar mi regreso de la cima, pero parecía improbable que fuese a coronarla dentro de poco. Vacié la mayor parte del contenido de la lata sobre una hoja de papel de fumar, lié un porro y lo apuré hasta no dejar más que un rescoldo.
Por supuesto, la marihuana sólo hizo que el espacio de la tienda me pareciera aún más reducido, agobiante e insoportable. Además, me vinieron unas ganas de comer espantosas. Decidí que unas gachas de avena lo arreglarían. Ahora bien, preparar las gachas suponía un proceso largo y complicado: tenía que recoger un cazo de nieve bajo la ventisca, montar el hornillo y encenderlo, encontrar la avena y el azúcar, y fregar los restos de comida del día anterior incrustados en el tazón. Cuando había conseguido encender el hornillo y la nieve ya empezaba a derretirse, olí a quemado. Comprobé que el hornillo funcionara bien y examiné cuidadosamente los objetos desperdigados alrededor de él, pero no vi nada. Me quedé perplejo. Estaba a punto de atribuirlo a los efectos bioquímicos de la marihuana sobre mi imaginación cuando oí que algo chisporroteaba a mis espaldas.
Me volví justo a tiempo para ver que estallaba un pequeño incendio en la bolsa de basura donde había tirado la cerilla con que había encendido el hornillo. Logré apagar el fuego en pocos segundos dando frenéticos manotazos, pero no pude evitar que una buena parte de la pared interior de la tienda se evaporara ante mis ojos. El techo inflable exterior había escapado de las llamas y, por lo tanto, la tienda seguía siendo más o menos impermeable, pero la temperatura del interior había descendido diez grados.
Sentí que la palma de la mano izquierda me escocía. Al examinarla, reconocí la mancha rojiza de una quemadura. Sin embargo, lo que más me preocupaba era que la carísima tienda ni siquiera me pertenecía, sino que se la había pedido prestada a mi padre. Era nueva al iniciar el viaje —las etiquetas aún colgaban de ella— y mi padre me la había dejado a regañadientes. Estupefacto, me quedé sentado durante varios minutos, incapaz de apartar la vista de los restos de lo que una vez habían sido las estilizadas formas de la tienda original, envuelto por un olor acre a pelos chamuscados y nailon fundido. «¿Por qué tuviste que dejármela?», pensé. Parecía como si yo tuviera un don especial para que las peores expectativas de mi padre se cumplieran.
Mi padre era una persona imprevisible, muy complicada, cuyo comportamiento resuelto y expeditivo ocultaba profundas inseguridades. Si alguna vez a lo largo de su vida admitió que se había equivocado, yo no estaba allí para presenciarlo. Con todo, fue él, un aficionado al montañismo, quien me enseñó a escalar. Cuando tenía ocho años me compró la primera cuerda y el primer piolet, y me llevó a la cordillera de la Cascada para realizar la ascensión de la Hermana del Sur, un volcán de suaves laderas y 3.000 metros de altitud que se encontraba a poca distancia de Corvallis, Oregón, la pequeña ciudad donde vivíamos. Estoy seguro de que nunca se le pasó por la cabeza que un día el alpinismo tendría una influencia determinante en mi vida.
Lewis Krakauer era un hombre bueno y generoso, que amaba profundamente a sus cinco hijos, a la manera autoritaria que suelen hacerlo los padres, pero cuya visión del mundo estaba impregnada de un espíritu competitivo implacable. La vida, tal como él la veía, era una contienda. Leía y releía las obras de Stephen Potter —el escritor inglés que acuñó expresiones como «la excelencia de la ventaja táctica individual» o «el noble arte de la maniobra en el juego»—, no como quien lee una sátira social, sino como un manual práctico. Era ambicioso en extremo y, al igual que Walt McCandless, había hecho grandes planes para su progenie.
Incluso antes de que yo entrara en el jardín de infancia, comenzó a programarme una brillante carrera de médico; en caso de que no saliera bien, tenía pensado, como mal menor, que me dedicase a la abogacía. Los regalos que recibía por Navidad o mi cumpleaños consistían en microscopios, juegos de química y la Enciclopedia Británica. Desde que empezamos la primaria hasta que terminamos el bachillerato, tanto mis hermanos como yo fuimos adoctrinados —e intimidados— para destacar en todas las asignaturas, ganar las medallas de los concursos de ciencias, vencer en las elecciones de delegados o ser las reinas del baile de fin de curso. De ese modo, y sólo de ése, se nos decía, podríamos esperar que nos admitieran en la universidad adecuada para luego acceder a la facultad de medicina de Harvard, el único camino en la vida que nos garantizaría un éxito seguro y una felicidad duradera.
Mi padre tenía una confianza inquebrantable en semejante proyecto. Después de todo, se trataba del camino que él había seguido para alcanzar la prosperidad. Sin embargo, yo no era un clon de él. Conforme llegué a esta conclusión durante la adolescencia, fui desviándome lentamente del itinerario que había trazado para mí, y al final lo abandoné por completo. Mi insurrección me valió un sinfín de diatribas; la voz de trueno de sus ultimátums hacía vibrar los cristales de las ventanas de nuestra casa. Cuando me marché de Corvallis para matricularme en una lejana universidad en cuyos muros no crecía la hiedra, había dejado de hablar con mi padre o sólo le respondía con monosílabos. Al cabo de cuatro años me gradué y no continué mis estudios en la facultad de Medicina de Harvard ni en ninguna otra, sino que me puse a trabajar de carpintero y me convertí en un montañero trotamundos. Una brecha insalvable se abrió entre los dos.
Desde edad muy temprana se me habían concedido una libertad y una responsabilidad desacostumbradas, y debería haberme sentido agradecido por ello, pero no lo estaba.
Al contrario, me sentía abrumado por las esperanzas que mi padre había depositado en mí. Se me había recalcado hasta la saciedad que todo lo que no fuera una victoria suponía un fracaso, una idea que no me tomaba como una frase retórica, sino al pie de la letra, tal como correspondía a un niño impresionable. Ésta fue la razón por la que más tarde no pude reaccionar con entereza cuando salieron a la luz secretos familiares que habían permanecido largo tiempo ocultos, y me di cuenta de que esa deidad que sólo exigía la perfección distaba de ser perfecta, de que en realidad no era tal deidad. En vez de sobreponerme, me sentí consumido por una rabia ciega. La revelación de que mi padre era un mero ser humano, terriblemente humano además, era algo que no podía perdonarle.
Veinte años después descubrí de pronto que la rabia se había desvanecido mucho tiempo atrás. Había sido sustituida por una simpatía no exenta de arrepentimiento y un sentimiento parecido al afecto. Llegué a comprender que había enfurecido a mi padre y había hecho que se sintiera frustrado al menos tanto como él a mí. Tomé conciencia de que yo había sido intransigente y egoísta, una verdadera cruz. Él me había construido un puente hacia el privilegio, un puente levantado ladrillo a ladrillo que conducía al bienestar, y yo se lo había pagado derribándolo y escupiendo sobre los escombros. Sin embargo, la epifanía sólo tuvo lugar tras la mediación del tiempo y el infortunio, cuando la existencia satisfecha de mi padre ya había empezado a desmoronarse. Todo comenzó con el progresivo deterioro de su cuerpo: 30 años después de haber superado una poliomielitis, los síntomas volvieron a aflorar de modo misterioso. Los músculos lisiados se le atrofiaron aún más, el sistema nervioso periférico dejó de responder con normalidad y las piernas perdieron su movimiento funcional hasta tornarse inútiles. Gracias a la lectura de revistas médicas pudo deducir que padecía una enfermedad recientemente descubierta, conocida como síndrome de la pospolio. El dolor, que en ocasiones era atroz, invadió su vida como un ruido constante y estridente.
Para detener el avance de la enfermedad, cometió el disparate de empezar a automedicarse. No iba a ninguna parte sin un maletín de piel de imitación repleto de docenas de frascos de medicamentos. Cada una o dos horas hurgaba en el fondo del maletín entrecerrando los ojos para leer las etiquetas de los frascos y sacaba tabletas de Dexedrina, Prozac o Deprenil. Se tragaba las tabletas de golpe, sin agua. En el lavabo aparecían jeringuillas usadas y ampollas vacías. Su vida empezó a girar cada vez más alrededor de una farmacopea compuesta de esteroides, anfetaminas, antidepresivos y analgésicos que él mismo se recetaba y administraba, y los fármacos fueron destruyendo lo que una vez había sido una mente extraordinaria.
A medida que su comportamiento se volvió más irracional y delirante, fue perdiendo a todas sus amistades. Al final, mi madre, que había sufrido lo indecible, no tuvo más remedio que abandonarlo. Mi padre cruzó la frontera de la demencia y luego estuvo a punto de quitarse la vida, asegurándose de que yo estuviera presente en el momento del intento.
Tras esta tentativa de suicidio, lo ingresamos en un hospital psiquiátrico cercano a Portland. Cuando lo visité tenía los brazos y las piernas sujetos con correas a la barandilla de la cama. Farfullaba incoherencias y se había ensuciado. Tenía la mirada extraviada. Sus ojos tan pronto brillaban con expresión desafiante como se sumían a continuación en un terror incomprensible o se quedaban en blanco, ofreciendo un testimonio evidente y estremecedor del estado torturado de su mente. Cuando las enfermeras intentaron cambiarle las sábanas, se revolvió furiosamente en la cama intentando liberarse de las correas; maldecía las correas, me maldecía a mí, maldecía al destino. El hecho de que su infalible plan de vida lo hubiera llevado hasta aquel lugar, hasta aquella escena de pesadilla, era una ironía que no me producía placer alguno y escapaba totalmente a su comprensión.
Tampoco estaba en condiciones de apreciar otra ironía: que, después de todo, sus denodados esfuerzos por moldearme a su imagen y semejanza habían tenido éxito. De hecho, había logrado inculcarme un sentido de la ambición profundo y ardiente, sólo que ese sentido de la ambición se había concretado en una meta que no era la prevista. Jamás comprendió que el Pulgar del Diablo representaba lo mismo que la facultad de Medicina, sólo que distinto.
Supongo que fue este sentido heredado de la ambición, de rechazo al fracaso, lo que me impidió admitir la derrota en el casquete de Stikine después de que mi asalto inicial al Pulgar del Diablo se hubiera saldado con un fiasco y la tienda hubiera estado a punto de ser consumida por las llamas. Tres días después de abandonar mi primer intento, me dirigí de nuevo hacia la cara norte. Esta vez sólo conseguí ascender unos 40 metros por encima del bergschrund antes de que la falta de serenidad y una ventisca me obligaran a dar media vuelta.
Así y todo, en lugar de regresar al campamento base emplazado en el glaciar, decidí pasar la noche en el flanco escarpado de la montaña, justo debajo del punto más elevado al que había logrado llegar. Resultó ser un error. Al atardecer, la ventisca había sufrido una metástasis que la había transformado en otra ventisca aún mayor. El grosor de la capa de nieve crecía a razón de dos centímetros por hora. Mientras me acurrucaba dentro del saco de vivac en el reborde del bergschrund, el viento formaba corrientes turbulentas que arrastraban hacia abajo la nieve en polvo de la pared superior. La nieve arrastrada por las rachas de viento me bañaba como una ola, sepultando lentamente la repisa en la que me había instalado.
Esta especie de alud sólo tardó veinte minutos en cubrir el saco de vivac —un delgado envoltorio de nailon con una forma parecida a las bolsas de plástico de los bocadillos Baggies, sólo que más grande— hasta la altura de la rendija por la que respiraba. Me desenterré, pero tuve que repetir la operación cuatro veces. Cuando quedé sepultado por quinta vez, consideré que ya había tenido suficiente. Metí todo el equipo en la mochila y corrí hacia el campamento base en busca de refugio.
El descenso fue aterrador. A causa de las nubes, la ventisca y la luz mortecina del atardecer no podía distinguir el cielo de la rampa de hielo por la que bajaba. Estaba angustiado por la posibilidad de dar un paso a ciegas desde lo alto de un serac y precipitarme hacia el glaciar del Caldero de las Brujas, 800 metros más abajo.
Cuando por fin llegué a la llanura helada del glaciar, descubrí que el viento había borrado el rastro de mis huellas. No tenía la menor idea de cómo localizar la tienda; la altiplanicie era ahora una extensión informe donde no se veía ningún accidente que sirviese de punto de orientación. Esquié en círculos durante una hora esperando tener suerte y tropezar por casualidad con el campamento, hasta que, tras resbalar a causa de una pequeña grieta, comprendí que estaba actuando como un idiota; lo que debía hacer era no moverme más y aguardar a que la ventisca amainara.
Cavé un agujero poco profundo, me envolví con el saco de vivac y me senté sobre la mochila. La nieve se arremolinaba y acumulaba en torno a mí. Se me durmieron los pies. Sentí que un escalofrío húmedo me recorría el pecho desde la base del cuello a causa de la nieve que se me metía por el forro del anorak y empapaba la pechera de mi camiseta. «Ojalá tuviera un cigarrillo —pensé—. Con un único cigarrillo podría reunir las fuerzas suficientes para poner buena cara frente a esta mierda de tiempo y esta mierda de viaje.» Me arropé todavía más con el saco de vivac. Violentas ráfagas de viento me azotaban la espalda. Sin ningún pudor, metí la cabeza entre los brazos y me sumí en un sinfín de lamentaciones.
Sabía que en ocasiones la gente moría por escalar montañas, pero, a los 23 años la mortalidad individual —la idea de la propia muerte— aún estaba fuera del alcance de mi horizonte mental. Mientras recogía mis cosas de la caravana de Boulder para partir hacia Alaska, poseído por la visión de la gloria y la redención que comportaría conquistar el Pulgar del Diablo, no se me había ocurrido pensar que podía estar sujeto a las mismas relaciones de causa y efecto que gobernaban las acciones de los demás. Había pensado en el Pulgar del Diablo durante tanto tiempo y con una intensidad tal que me parecía imposible que algún impedimento menor, como el mal tiempo, las grietas o una costra de escarcha sobre la roca, pudiera doblegar en última instancia mi voluntad.
Al anochecer el viento cesó y el cielo pareció despegarse unos 50 metros por encima del glaciar permitiéndome localizar el campamento base. Conseguí llegar a la tienda, que estaba intacta, pero no podía seguir ignorando que mis planes de escalar el Pulgar del Diablo se habían ido al traste. Me veía obligado a reconocer que la sola voluntad, por poderosa que fuera, no me llevaría a conquistar la cara norte. Al final, me veía obligado a reconocer que nada lo haría.
Sin embargo, todavía quedaba una posibilidad de salvar la expedición del fracaso. La semana anterior había ido esquiando hasta la cara sureste de la montaña para observar la ruta por la que pretendía descender después de coronar la cara norte, una vía que el legendario alpinista Fred Beckey había abierto en 1946 en el transcurso de su primera ascensión al Pulgar del Diablo. Me había dado cuenta, con sorpresa, de que a la izquierda de la vía abierta por Beckey —una sucesión de placas de hielo desiguales que subían en diagonal formando una línea—, existía otra vía que, aunque obvia, nadie había escalado aún y parecía ofrecer un acceso relativamente fácil a la cima. En aquel momento, ni siquiera la había considerado digna de ser tenida en cuenta, pero ahora, mientras intentaba recuperarme de mi calamitoso enfrentamiento con la nordwand, mis aspiraciones se habían vuelto más modestas.
La tarde del 15 de mayo, cuando por fin dejó de nevar, regresé a la cara sureste y empecé la ascensión. Logré llegar a la estrecha cresta de un contrafuerte que parecía colgar de la parte superior del pico como un arbotante de la bóveda de una catedral gótica. Decidí pasar la noche allí, a menos de 500 metros de la cima. El cielo estaba despejado y el aire era glacial. Podía ver la costa y el mar a lo lejos. Al anochecer, contemplé hipnotizado las luces de Petersburg, que parpadeaban al oeste. Aquellas luces distantes eran lo más parecido al contacto humano que había experimentado desde que la avioneta lanzara las cajas de provisiones, y desataban en mí un flujo de emociones incontrolable. Imaginé a la gente viendo el béisbol por televisión, comiendo pollo frito en una cocina resplandeciente, bebiendo cerveza, haciendo el amor. Cuando me tendí para dormir, una soledad desgarradora se apoderó de mí. Jamás me había sentido tan solo.
Por la noche tuve pesadillas. Soñé con una redada de la policía, vampiros, una ejecución entre hampones. Luego oí una voz que me susurraba: «Creo que está aquí dentro…»
Me incorporé y abrí los ojos. El sol estaba a punto de salir. El cielo se había vuelto escarlata. Todavía estaba despejado, pero en las capas altas de la atmósfera podían verse unos delgados y tenues cirros y una oscura línea de nimboestratos que venía del suroeste presagiando una borrasca. Me calcé las botas y me até las correas de los crampones a toda prisa. Cinco minutos después, ya estaba escalando lejos del lugar donde había vivaqueado.
No llevaba las cuerdas, la tienda ni el equipo de vivac y mis únicas herramientas eran los piolets. Mi intención era avanzar con rapidez sin llevar peso, coronar la cima y bajar antes de que cambiase el tiempo. Forzando la marcha hasta quedar casi sin aliento, fui encaramándome en zigzag a través de pequeños bancos de nieve helada conectados entre sí por grietas recubiertas de hielo y cortos escalones rocosos. La escalada era casi divertida —la roca ofrecía numerosos puntos de apoyo y los bancos de hielo, si bien delgados, nunca tenían una inclinación superior a los 70 grados—, pero estaba muy inquieto por la borrasca que iba acercándose desde el Pacífico oscureciendo el cielo.
Aunque no llevaba reloj, en lo que me pareció muy poco tiempo reconocí de modo inconfundible el último banco de hielo. Cuando llegué a ese punto, los nubarrones ya cubrían todo el cielo. Parecía más fácil seguir en zigzag hacia la izquierda, pero la distancia hasta la cumbre era más corta si ascendía en línea recta. Por miedo a que la ventisca me sorprendiera en la cima sin darme tiempo a buscar un refugio, opté por tomar la vía más corta. El último banco de hielo era más delgado y empinado. Cuando clavé el piolet, golpeó en la roca. Lo intenté en otro punto y el piolet rebotó de nuevo contra la dura y compacta diorita emitiendo un ruido sordo y metálico. Y así una y otra vez. Era una repetición de lo que me había sucedido en mi primer intento de escalar la cara norte. Eché una ojeada hacia el glaciar, que estaba a más de 1.000 metros bajo mis pies. Se me hizo un nudo en el estómago.
Catorce metros más arriba, la pared se transformaba en la arista de la cima. Me quedé inmóvil aferrándome a los piolets, sudoroso, asustado, atormentado por la duda. Eché otra ojeada al interminable precipicio que caía hacia el glaciar, luego miré hacia arriba y me quité la escarcha del pelo frotándomelo con la mano. Clavé el pico del piolet izquierdo en un saliente rocoso del grosor del canto de una moneda y probé si me sostenía. El saliente resistía. Saqué el piolet derecho del hielo, tendí el brazo y removí el pico para encajarlo en una sinuosa fisura de menos de dos centímetros de espesor. Casi sin atreverme a respirar, me impulsé hacia arriba haciendo fuerza con los piolets y escarbando la fina película de hielo con los crampones. Levanté el brazo izquierdo todo lo que pude y golpeé suavemente con el piolet la superficie brillante y opaca sin saber lo que iba a encontrar debajo. ¡El pico del piolet penetró en el hielo y con un sólido clonc quedó anclado! Al cabo de unos minutos me encontraba en una amplia repisa. La cima propiamente dicha, una aguja de roca de la que parecía brotar una nube grotesca, estaba a sólo seis metros.
La débil consistencia de la placa de hielo auguraba que esos últimos seis metros serían difíciles, laboriosos, estremecedores. De repente, ya no pude subir más. Noté que mis labios agrietados esbozaban una dolorosa sonrisa. Había llegado a la cima del Pulgar del Diablo.
Tal como correspondía, el lugar era completamente irreal, maléfico, una cuña de roca y hielo increíblemente pequeña, no más ancha que el archivador de una oficina. Nada invitaba a permanecer allí. Cuando me senté a horcajadas sobre el punto más elevado, el declive de la cara sur caía con un desnivel de unos 800 metros bajo mi bota derecha y el declive de la cara norte el doble de esa distancia bajo mi bota izquierda. Tomé algunas fotografías para demostrar que había estado allí y perdí unos minutos intentando reparar el pico torcido de un piolet. Luego me levanté, me volví con cuidado y emprendí el camino de regreso.
Una semana más tarde estaba acampado a la orilla del mar, bajo la lluvia, maravillado por el musgo, los helechos y los mosquitos. El aire salobre transportaba el exuberante olor a putrefacción de la marea. Poco tiempo después, una pequeña lancha fueraborda cruzó la bahía de Thomas y ancló en la playa, no muy lejos de donde yo había levantado la tienda. El hombre que conducía la lancha se presentó y me dijo que se llamaba Jim Freeman. Era un leñador de Petersburg que había aprovechado su día libre para mostrar el glaciar a su familia y buscar osos.
—¿Has estado cazando? —me preguntó.
—No —respondí con timidez—. La verdad es que acabo de escalar el Pulgar del Diablo. Llevo aquí 20 días.
Freeman jugueteó nerviosamente con una cornamusa y permaneció en silencio. Era evidente que no me creía. Tampoco parecía aprobar mi pelo desgreñado y largo hasta los hombros ni el modo en que olía después de tres semanas sin lavarme ni cambiarme de ropa. Cuando le pregunté si podía llevarme de regreso a Petersburg, contestó de mala gana:
—No veo por qué no.
El mar estaba encrespado y la travesía por el estrecho de Frederick duró dos horas. Cuando llevábamos un rato hablando, noté que empezaba a caerle más simpático. Todavía no estaba convencido de que hubiera escalado el Pulgar del Diablo, pero cuando puso rumbo al estrecho de Wrangell ya fingía que lo estaba. Después de atracar, insistió en invitarme a una hamburguesa con queso. Luego me ofreció pasar la noche en una vieja furgoneta desguazada que descansaba sobre unos travesaños en el patio trasero de su casa.
Me eché en la parte de atrás del vehículo durante un rato, pero no conseguía dormir. Al final me levanté y salí a pasear. Fui andando hasta un bar llamado Kito’s Kave. La euforia, la desbordante sensación de alivio que me había acompañado desde mi regreso a Petersburg, se esfumó, reemplazada por una melancolía inesperada. Las personas con quienes charlé en Kito’s no parecían dudar de que yo hubiera coronado el Pulgar del Diablo; sencillamente, no les importaba demasiado. El local fue vaciándose a medida que la noche avanzó. Al final, los únicos clientes del local éramos un viejo y desdentado indio tlingit que estaba sentado a una mesa del fondo y yo. Estuve bebiendo solo y echando cuartos de dólar en la máquina de discos. Seleccioné las mismas cinco canciones una y otra vez hasta que la camarera me gritó enfadada:
—¡Oye, chico! Déjalo ya, ¿de acuerdo?
Murmuré una disculpa, me dirigí hacia la puerta y regresé con paso vacilante a la furgoneta desguazada de Freeman. Envuelto por un suave aroma a aceite de motor, me tendí en el suelo del vehículo al lado de una caja de cambios desmontada y me quedé profundamente dormido.
No había pasado un mes desde que me había sentado en la cima del Pulgar del Diablo cuando ya estaba de nuevo en Boulder, clavando el entablado exterior de las casas de la calle Spruce, las mismas cuya estructura estaba construyendo en el momento en que había decidido partir hacia Alaska. Me aumentaron el sueldo a cuatro dólares la hora, y a finales del verano pude dejar la caravana donde dormía y trabajaba y alquilar un diminuto apartamento al oeste del centro comercial.
Cuando eres joven es fácil creer que mereces aquello que deseas y asumir que si quieres una cosa con el suficiente empeño tienes todo el derecho del mundo a conseguirla. En el momento de partir rumbo a Alaska aquel mes de abril, era un joven inexperto que confundía la pasión con la reflexión y actuaba siguiendo una lógica inconexa y oscura. Mi actitud no difería de la de Chris McCandless. Estaba convencido de que escalar el Pulgar del Diablo era la solución a todos mis problemas. Al final, claro está, no cambió casi nada. Pero comprendí que las montañas no eran buenas depositarias de los sueños, y sobreviví para contar mi historia.
Es cierto que yo era, en muchos aspectos, diferente de Chris McCandless. No poseía su capacidad intelectual ni sus ideales elevados. Sin embargo, creo que la sesgada relación que manteníamos con un padre autoritario nos afectó de modo parecido. Tengo además la sospecha de que actuábamos con la misma intensidad emocional, la misma imprudencia, el mismo espíritu agitado e inquieto.
El hecho de que yo sobreviviera a la aventura de Alaska y él no se debió, en gran medida, al azar; si en 1977 yo no hubiera regresado del casquete glaciar de Stikine, la gente no habría tardado en afirmar de mí —como ahora afirman de él— que deseaba morir. Dieciocho años después, reconozco que tal vez pecaba de un orgullo desmedido y, ciertamente, de una ingenuidad tremenda; pero no era un suicida.
En aquella época, la muerte era para mí un concepto tan abstracto como la geometría no euclidiana o el matrimonio. Aún no percibía su terrible significado ni el dolor devastador que puede causar entre las personas que aman al que muere. El oscuro misterio de la mortalidad me fascinaba. No podía resistir la tentación de escapar hacia al abismo y atisbar desde el borde. Lo que se insinuaba entre aquellas sombras me aterrorizaba, pero alcanzaba a ver un enigma prohibido y elemental, no menos imperioso que los dulces y ocultos pétalos del sexo de una mujer.
En mi caso —y creo que también en el de Chris McCandless—, este impulso no tenía nada que ver con el deseo de morir.