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EL CASQUETE GLACIAR DE STIKINE (I)

Crecí con un cuerpo desbordante de vitalidad y entusiasmo, pero con un carácter nervioso y ansioso. Mi mente quería algo más, algo tangible. Buscaba intensamente la realidad, siempre como si la realidad no estuviera ahí […].

Sin embargo, de repente te das cuenta de lo que tienes que hacer. Escalar.

JOHN MENLOVE EDWARDS,

Letters from a Man

Ahora no sabría decir con exactitud cuáles fueron las circunstancias que rodearon mi primera ascensión, hace ya mucho tiempo. Sólo sé que sentía escalofríos según iba avanzando (recuerdo con claridad que estuve solo toda la noche) y que luego ascendía a un ritmo constante por una ladera rocosa cubierta de árboles dispersos y poblada de animales salvajes, hasta que casi me perdí entre las nubes y el aire seco de las alturas, como si hubiera traspasado la línea imaginaria que separa la colina —mera tierra amontonada— de la montaña y la montaña de la grandeza y sublimidad supraterrenas. Lo que caracteriza esa cumbre que surge por encima de la línea terrestre es que jamás ha sido hollada, que es imponente y grandiosa. Nunca podrá convertirse en un lugar familiar; en el instante que pones el pie en ella, te pierdes. Conoces el camino de regreso, pero vagas emocionado sobre la roca desnuda en la que no hay trazado ningún sendero, como si la cumbre sólo estuviera compuesta de nubes y aire solidificado. Esa cumbre pétrea y brumosa, escondida entre las nubes, es mucho más estremecedora, imponente y sublime que el cráter de un volcán que vomite fuego.

HENRY DAVID THOREAU,

Diario

En la última postal que McCandless envió a Wayne Westerberg, había escrito: «Si esta aventura termina mal y nunca vuelves a tener noticias de mí, quiero que sepas que te considero un gran hombre. Ahora me dirijo hacia tierras salvajes.» Cuando la aventura terminó mal, esta melodramática declaración alimentó numerosas especulaciones sobre si el chico tenía planeado desde un buen principio suicidarse y se adentró en el monte sin la intención de salir de él. Sin embargo, no estoy seguro de que sea así. Mi sospecha de que la muerte de McCandless no fue planeada sino un accidente desgraciado se funda en la lectura de los pocos escritos que dejó tras de sí y el testimonio de los hombres y mujeres que estuvieron con él los últimos años de su vida. Ahora bien, también es cierto que consideraciones de índole personal influyen sobre mi percepción de las intenciones de McCandless.

Según me han contado, de joven yo era un muchacho terco, poco comunicativo, temperamental y en ocasiones imprudente. Como suele suceder en estos casos, decepcioné a mi padre en muchos aspectos. Al igual que McCandless, la figura de un padre autoritario despertaba en mí una confusa mezcla de rabia contenida y afán de complacer. Si mi imaginación se sentía fascinada por algo, lo perseguía con un celo rayano en la obsesión. Y, en mi caso, desde los 17 años hasta que llegué a los 30, ese algo fue el alpinismo.

Dedicaba la mayor parte de mi tiempo a fantasear sobre las ascensiones que llevaría a cabo en las lejanas montañas de Alaska y Canadá, y luego a preparar y emprender esas ascensiones con las que tanto soñaba. Siempre se trataba de picos perdidos en algún paraje desolado, escarpados y aterradores, de los que nadie, salvo unos cuantos alpinistas, había oído hablar. El hecho es que mis ansias de escalar también tuvieron efectos positivos. Al concentrar mis expectativas en una cumbre tras otra, conseguí no desorientarme en medio de la espesa niebla que envuelve el paso de la adolescencia a la juventud. La escalada significaba mucho para mí. En una ascensión, el peligro bañaba el mundo con un resplandor difuso que hacía que todo resaltase: la curva de la roca, los líquenes anaranjados y amarillos, la textura de las nubes. La vida latía con una intensidad absoluta. El mundo se volvía real.

En 1977, mientras estaba sentado a la barra de un bar en Colorado, reflexionando con tristeza sobre mis heridas existenciales, se me metió en la cabeza la idea de escalar una montaña llamada el Pulgar del Diablo. Se trata de una formación intrusiva de diorita, de proporciones inmensas y espectaculares, esculpida por antiguos glaciares hasta transformarla en un pico, particularmente impresionante vista desde el norte. La majestuosa cara norte se eleva casi verticalmente 1.800 metros por encima del glaciar que hay en la falda de la montaña, el doble del desnivel que tiene El Capitán, el famoso pico situado en el Parque Nacional de Yosemite, y nunca había sido escalada. Decidí que iría a Alaska, me aproximaría al Pulgar del Diablo desde el mar, esquiaría a través de 50 kilómetros de tierras heladas y coronaría aquella enorme nordwand[4]. Es más, decidí que lo haría solo.

En aquel entonces yo tenía 23 años, uno menos que Chris McCandless cuando se adentró en los bosques de Alaska. Mi raciocinio, si así puede llamársele, estaba inflamado por las pasiones desordenadas de la juventud y una dieta literaria demasiado rica en obras de Nietzsche, Kerouac y John Menlove Edwards, un escritor en profundo conflicto consigo mismo, psiquiatra de profesión y uno de los más destacados alpinistas británicos de su tiempo hasta que en 1958 puso fin a su vida ingiriendo una cápsula de cianuro. Edwards consideraba que escalar obedecía a una «tendencia psiconeurótica»; según contaba, él no escalaba por deporte, sino para encontrar refugio ante la tormenta interior que dominaba su existencia.

Mientras hacía planes para coronar el Pulgar del Diablo, era vagamente consciente de que tal vez estuviese embarcándome en algo que se hallaba fuera de mi alcance, pero con eso sólo conseguía que el proyecto resultase más atractivo. Lo importante era saber que no sería fácil.

Poseía un libro con una fotografía del Pulgar del Diablo, una imagen en blanco y negro tomada por Maynard Miller, un eminente geólogo experto en glaciares. En la foto aérea que había tomado Miller la montaña parecía particularmente siniestra: una mole enorme y oscura en forma de aleta, manchada por el hielo y con la roca exfoliada. La imagen ejercía sobre mí una fascinación casi pornográfica. ¿Qué sentiría allí arriba —me preguntaba—, intentando mantener el equilibrio sobre la arista cimera afilada como una cuchilla, preocupado por las nubes de tormenta que se formarían en la distancia, encorvado para protegerme de los embates del viento y el frío, contemplando el vacío que se abriría a ambos lados? ¿Podría dominar el miedo el tiempo suficiente para alcanzar la cima y regresar? Y en caso de que lograra dominar el miedo…

Temía que el hecho de imaginar que había vencido todas las dificultades me trajera mala suerte. Sin embargo, nunca tuve ninguna duda de que escalar el Pulgar del Diablo cambiaría mi vida. ¿Cómo podía ser de otro modo?

En aquella época trabajaba de carpintero y estaba construyendo la estructura de madera de unas casas en Boulder, Colorado, un empleo retribuido a tres dólares y medio la hora. Una tarde, después de nueve horas de acarrear tablones y clavar puntas de 16 centavos, le dije a mi jefe que me marchaba.

—No, dentro de dos semanas no, Steve. Lo que quisiera es marcharme ahora.

Recoger las herramientas y empaquetar mis pertenencias para desocupar la horrible caravana en que había estado alojado me tomó unas horas. Luego subí a mi coche y partí hacia Alaska.

Me sorprendió lo fácil que había resultado marcharme —aún me sorprende— y lo bien que me sentía. De repente, el mundo parecía brindarme unas posibilidades ilimitadas.

El Pulgar del Diablo se halla en la frontera entre la Columbia Británica y Alaska, al este de Petersburg, un puerto pesquero que sólo es accesible en avión o barco. No era difícil encontrar un vuelo regular para ir hasta Petersburg, pero la suma de mis activos en aquel momento ascendía a un viejo Pontiac Star Chief de 1960 y 200 dólares en metálico, una cifra que ni siquiera me permitía comprar un billete de ida. De modo que hice un largo viaje por carretera hasta Gig Harbor, Washington, donde abandoné el coche y conseguí persuadir al patrón de un pesquero que iba al norte de que me llevara.

El Ocean Queen era una trainera sólida y segura, construida con gruesas cuadernas de cedro de Alaska. A cambio del transporte, sólo tenía que hacer turnos regulares en el puente —cuatro horas de guardia al timón cada 12 horas— y ayudar a atar los innumerables boyarines de las redes para la pesca del halibut. La lenta travesía por la ruta marítima conocida como el Paso Interior transcurrió entre vagas ensoñaciones de lo que me esperaba. Estaba en camino, llevado por un imperativo que estaba más allá de mi capacidad de control o comprensión.

La luz del sol centelleaba en las olas mientras navegábamos por el estrecho de Georgia. Las colinas se alzaban abruptamente desde la orilla, tapizadas por una penumbra de cedros de Alaska, tsugas y tréboles. Las gaviotas revoloteaban sobre nuestras cabezas. Cerca de la isla de Malcom, la trainera pasó junto a un grupo de siete orcas. Sus aletas dorsales, algunas de la talla de un hombre, cortaban la cristalina superficie del agua a poca distancia de la barandilla.

La segunda noche, un par de horas antes de que amaneciera, la luz del reflector iluminó la cabeza de un cariacú mientras me encontraba de guardia en el puente. El animal estaba en medio del estrecho de Fitz Hugh, a más de un kilómetro y medio de la costa canadiense, nadando en las frías y negras aguas. Las retinas se le volvieron rojas cuando el haz de luz lo cegó; parecía estar exhausto y aterrorizado. Viré a estribor, la trainera se deslizó por su lado y su cabeza emergió un par de veces en nuestra estela antes de desaparecer en la oscuridad.

La mayor parte del Paso Interior es un brazo de mar que va estrechándose hasta formar sinuosos canales naturales semejantes a fiordos. Sin embargo, una vez que rebasamos la isla de Dundas, el panorama cambió de pronto. Hacia el oeste se veía el mar abierto, el Pacífico en toda su inmensidad, y la trainera empezó a cabecear y balancearse con violencia a causa del fuerte oleaje que venía de estribor. Las olas batían contra el costado y barrían la cubierta. Hacia el noreste, por encima del castillo de proa, apareció la confusa silueta de un conjunto de picos, minúsculos en la distancia; al verlo, sentí que mi pulso se aceleraba. Aquellas montañas anunciaban que me aproximaba al objetivo deseado. Habíamos llegado a Alaska.

Cinco días después de zarpar de Gig Harbor, el Ocean Queen atracó en Petersburg para abastecerse de combustible y agua. Salté a tierra, me colgué al hombro mi pesada mochila y atravesé el muelle bajo la lluvia. Sin saber qué hacer, me refugié bajo el alero del tejado de la biblioteca municipal y me senté sobre mi equipo.

Petersburg es una población no demasiado grande, elegante y cuidada para los parámetros de Alaska. Una mujer alta y ágil pasó por delante de la biblioteca y nos pusimos a hablar. Se llamaba Kai, Kai Sandburn. Era alegre, extrovertida, locuaz y agradable. Le confesé que planeaba escalar el Pulgar del Diablo y, para mi alivio, no se rió ni se comportó como si se encontrara frente a un individuo con ideas extravagantes.

—Cuando el día es claro, el Pulgar puede verse desde aquí —dijo con naturalidad, mientras hacía un ademán para señalar unas brumas que quedaban hacia el este—. Es muy bonito. Está allí, justo al otro lado del estrecho de Frederick.

Kai me invitó a cenar y me ofreció alojamiento en su casa. Después de cenar, desenrollé mi saco de dormir en el suelo. Mucho después de que ella se hubiera dormido, yo seguía tendido, despierto y escuchando su respiración tranquila en la habitación contigua. Había pasado muchos meses intentando convencerme de que, en realidad, no me importaba la ausencia de intimidad en mi vida, la falta de calor humano, pero el placer que acababa de sentir por estar en compañía de aquella mujer —el sonido de su risa, el roce inocente de su mano en mi brazo— me había revelado lo engañoso de mi convencimiento, dejándome con una dolorosa sensación de vacío.

El puerto de Petersburg está situado en una isla, mientras que el Pulgar del Diablo se halla en el continente, erguido sobre un frente de hielos perpetuos conocido como el casquete glaciar de Stikine. Vasto y laberíntico, el casquete de Stikine se extiende como un caparazón a lo largo del pliegue sinclinal oriental de la cordillera de la Frontera, y de él surgen numerosos glaciares, cuyas largas lenguas azuladas avanzan lentamente hacia el mar empujadas por el peso acumulado durante milenios. Si quería llegar a la falda del Pulgar del Diablo, tendría que encontrar a alguien que me llevara a través de 40 kilómetros de agua salada y luego subir 50 kilómetros esquiando por una de esas lenguas, el glaciar de Baird, un valle de hielo que, estaba casi seguro, hacía muchísimos años que no era hollado por el hombre.

Compartí la corta travesía hacia la bahía de Thomas con tres leñadores que trabajaban en una explotación forestal; una vez en la bahía de Thomas, desembarqué en una solitaria playa de grava. A un kilómetro de distancia, aproximadamente, se divisaba la amplia morrena frontal del glaciar. Media hora después, subí gateando por las heladas rocas y pedruscos de la morrena y empecé la larga marcha hacia el Pulgar del Diablo. El hielo no estaba cubierto de nieve y tenía incrustada una arenilla tosca y negra que crujía bajo las puntas de acero de mis crampones.

Después de recorrer unos cinco o seis kilómetros, llegué al punto donde comenzaba la nieve y cambié los crampones por los esquís; así me ahorraría tener que cargar con casi siete kilos adicionales de peso y, además, avanzaría más rápido. Sin embargo, la nieve ocultaba numerosas grietas, lo que comportaba mayores peligros.

Anticipándome a esta eventualidad, en Seattle me había detenido en una ferretería y había comprado un par de resistentes barras de aluminio, de ésas que se usan para las cortinas, de tres metros de largo. Las até en forma de cruz y luego las amarré con una correa a los tirantes de mi mochila, de modo que las barras quedaran extendidas horizontalmente sobre la nieve. Mientras ascendía por el glaciar tambaleándome bajo el peso de mi mochila y portando aquella ridícula cruz de metal, me sentía como una especie de extraño penitente. Sin embargo, en el caso de que una capa de nieve helada fuera demasiado delgada y se quebrara dejando al descubierto una grieta oculta, las barras de aluminio se anclarían en los bordes de la hendidura —o al menos eso esperaba yo— y evitarían que me precipitara hacia las heladas entrañas del glaciar de Baird.

Durante dos días subí trabajosamente, pero sin contratiempos, por la lengua de hielo. Hacía buen tiempo, la ruta era fácil de reconocer y no había grandes obstáculos que salvar. Sin embargo, a causa de la soledad todo lo que me rodeaba, incluso lo más simple y corriente, aparentaba tener un mayor significado. El hielo parecía más frío y misterioso, y el azul del cielo más nítido. Los picos sin nombre que se alzaban sobre el glaciar se veían más altos y hermosos, pero también infinitamente más amenazadores, y ello porque no estaba acompañado. Del mismo modo, mis emociones parecían más intensas: los momentos de euforia eran más exultantes, los de desesperación, más sombríos. Para un joven que era dueño de su destino y estaba embriagado con el desarrollo del drama de su propia existencia, todo aquello poseía un atractivo irresistible.

Cuando ya hacía tres días que había salido de Petersburg, llegué al casquete de Stikine propiamente dicho, allí donde la larga lengua del glaciar de Baird se une al cuerpo principal de aquél. En este lugar el casquete glaciar se derrama por el borde de una altiplanicie, vertiendo masas fantasmagóricas de hielo en dirección al mar a través de una brecha entre dos montañas. Al observar los corrimientos de hielo, me sentí realmente asustado por primera vez desde que me había marchado de Colorado.

En la cascada de hielo se entrecruzaban multitud de grietas e inseguros seracs[5]. Vista desde lejos, la cascada recordaba un grave accidente de ferrocarril, como si docenas de espectrales y blancos vagones de carga hubieran descarrilado en el borde del casquete glaciar despeñándose tumultuosamente. Cuanto más me acercaba, más temible era su aspecto. Las barras de aluminio de tres metros de largo parecían una pobre defensa contra grietas de 12 metros de anchura y cientos de profundidad. Antes de que consiguiera calcular una ruta lógica para abrirme paso entre aquellas empinadas rampas de hielo, se desató una fuerte ventisca y los remolinos de nieve empezaron a azotarme la cara, reduciendo la visibilidad hasta hacerla desaparecer.

Durante la mayor parte del día anduve a tientas por el glaciar, volviendo sobre mis pasos cada vez que mi ruta quedaba cortada. Una y otra vez pensaba que había encontrado una salida, sólo para terminar en una ratonera de un azul intenso o quedarme encallado en lo alto de un pilar desprendido. Los ruidos que surgían bajo mis pies me instaban a redoblar mis esfuerzos. El concierto de crujidos y chasquidos —la especie de protesta que se oye al doblar despacio una gran rama de abeto hasta romperla— eran un recordatorio constante de que el movimiento forma parte de la naturaleza de los glaciares, y de que los seracs se desmoronan.

Estuve a punto de pasar sobre un puente de nieve que se extendía a lo largo de una grieta tan profunda que no logré vislumbrar el fondo. Poco después atravesé otro puente y me hundí en la nieve hasta la cintura. Las barras impidieron que cayera por una grieta de 30 metros de profundidad, pero, cuando por fin conseguí liberarme, me vinieron arcadas al pensar que podía estar yaciendo en el fondo de la sima, esperando la muerte, sin que nadie se enterase jamás de cómo y dónde había llegado mi final.

Casi era de noche cuando logré salvar la cascada de hielo y llegué a la altiplanicie, una gran extensión de hielo y nieve erosionada por el viento. Estaba conmocionado por la experiencia y aterido de frío, pero esquié hasta dejar atrás la cascada para no tener que oír su sordo rumor. Levanté la tienda, me metí tiritando en el saco de dormir y me sumí en un sueño inquieto.

Había planeado que me detendría tres o cuatro semanas en el casquete de Stikine. Al no hacerme ni pizca de gracia la perspectiva de tener que subir por el glaciar de Baird cargado con los víveres de cuatro semanas y los equipos de escalada y acampada, pagué a un piloto de Petersburg 150 dólares —todo el dinero en metálico que me quedaba— para que me lanzara seis cajas de provisiones desde la avioneta en cuanto yo alcanzara la falda del Pulgar del Diablo. Le señalé en su mapa el lugar exacto al que pretendía ir y le dije que me diera un plazo de tres días para llegar hasta allí; me prometió que realizaría el vuelo y el lanzamiento tan pronto como el tiempo lo permitiese.

El 6 de mayo acampé en un punto del casquete situado al noroeste del Pulgar del Diablo y me puse a esperar la llegada de la avioneta. Nevó durante los cuatro días siguientes, lo que imposibilitaba la aproximación al glaciar desde el aire. Demasiado aterrorizado por las grietas como para alejarme del campamento, me pasé la mayor del tiempo recostado en la tienda —que no era lo bastante alta como para que pudiera sentarme—, luchando contra las crecientes dudas que me asaltaban.

A medida que pasaban los días mi nerviosismo iba en aumento. No llevaba radio ni tenía ningún medio para comunicarme con el mundo exterior. Habían transcurrido muchos años desde la última vez que alguien había visitado aquella parte del casquete de Skitine y transcurrirían muchos más antes de que nadie volviera a hacerlo. Se estaba terminando el gas del hornillo y para comer sólo me quedaba un pedazo de queso, un paquete de fideos de arroz y media caja de hojaldres de coco. Imaginaba que, llegado el caso, podría resistir tres o cuatro días más, pero ¿qué haría luego? Aunque sólo tardaría dos días en volver a la bahía de Thomas esquiando por el glaciar de Baird, podía pasar más de una semana antes de que apareciera algún pescador que me llevase de regreso a Petersburg (los leñadores que me habían traído estaban acampados 24 kilómetros más abajo de la playa donde había desembarcado, pero la costa era intransitable por tierra a causa de su relieve accidentado, y el lugar sólo podía alcanzarse en avión o barco).

Cuando el 10 de mayo por la tarde me dispuse a dormir, seguía nevando y el viento soplaba con fuerza. Unas horas más tarde oí un zumbido débil y momentáneo, apenas más fuerte que el de un mosquito. Saqué la cabeza por la puerta de la tienda y comprobé que la mayor parte de las nubes habían desaparecido, pero no pude divisar ninguna avioneta. Luego oí otra vez el zumbido, esta vez más intenso. Y entonces la vi: una diminuta mota roja y blanca en la lejanía que zumbaba cada vez más fuerte acercándose hacia mí.

Al cabo de unos minutos pasó justo por encima del campamento. Sin embargo, el piloto no estaba acostumbrado a sobrevolar glaciares y había juzgado mal la escala del terreno. Le preocupaba volar demasiado bajo y que pudiera sorprenderlo una turbulencia inesperada. Se mantenía a una altura de más 300 metros sobre el glaciar —creyendo que iba en vuelo rasante— y no veía mi tienda a la pálida luz del atardecer. De nada sirvió que gritara y agitase los brazos. Desde la altura a la que se hallaba el avión, la tienda y yo éramos indistinguibles de un montón de rocas. Estuvo volando en círculos durante una hora, inspeccionando sin éxito los contornos. Pero el piloto, dicho sea en su honor, se había dado cuenta de la gravedad de mi situación y no se rindió. Desesperado, até el saco de dormir en el extremo de una de las barras de aluminio y lo hice ondear con todas mis fuerzas. La avioneta describió una cerrada curva en el cielo y se dirigió directamente hacia mí.

Sobrevoló por tres veces la tienda dejando caer dos cajas cada vez; luego desapareció detrás de unos riscos, y me quedé solo. Cuando el silencio volvió a apoderarse del glaciar, me sentí abandonado, vulnerable y perdido. Caí en la cuenta de que estaba llorando. Avergonzado, contuve las lágrimas por el procedimiento de soltar tacos hasta quedar afónico.

El 11 de mayo me levanté temprano. El cielo estaba despejado y la temperatura era relativamente cálida: siete grados bajo cero. Sorprendido por el buen tiempo, dejé el campamento a toda prisa y me dirigí esquiando hacia la falda del Pulgar del Diablo pese a no estar mentalmente preparado para iniciar el asalto a la montaña. Dos expediciones anteriores a Alaska me habían enseñado a no desperdiciar un fenómeno tan infrecuente como unas condiciones meteorológicas favorables.

Un pequeño glaciar sube hacia la cara norte del Pulgar del Diablo desde el borde del casquete de Skitine como si de una pasarela se tratara. Mi plan consistía en seguir esta pasarela hasta un prominente anfiteatro situado en el centro de la pared y, de ese modo, ejecutar un movimiento de flanco para rodear la mitad inferior, donde existía peligro de aludes.

De cerca, la pasarela resultó ser una serie de rampas de hielo con una pendiente de 15 grados, plagadas de grietas, y cubiertas de una capa de nieve blanda que me llegaba a la altura de las rodillas. El espesor de la nieve hacía que la marcha fuera lenta y cansadora. Cuando por fin coroné con la ayuda de los crampones la última pendiente que sobresalía de la bergschrund[6], unas tres o cuatro horas después de haber abandonado el campamento, estaba agotado. Y ni siquiera había empezado a escalar de verdad, algo que tendría que hacer un poco más arriba, allí donde el glaciar daba paso a la formación rocosa.

La roca no tenía un aspecto prometedor: no presentaba demasiados puntos de apoyo y estaba recubierta de una resquebrajada capa de hielo de 30 centímetros de espesor. Sin embargo, en la parte izquierda del anfiteatro había un ángulo por el que subía un estrecho canal de aguanieve helada. Este avanzaba hacia arriba a lo largo de unos 90 metros, y si el hielo era lo bastante consistente como para aguantar los picos de mis dos piolets, la ruta podía ser practicable. Me arrastré hasta el extremo inferior del canal y con el pico de uno de los piolets removí con cautela el hielo hasta una profundidad de seis centímetros. El hielo era sólido y maleable, más delgado de lo que me habría gustado, pero por lo demás alentador.

El canal era tan empinado y expuesto que la cabeza me daba vueltas. Bajo mis suelas Vibram se abría un precipicio de aproximadamente 900 metros que llegaba hasta el circo del glaciar del Caldero de las Brujas, sucio y marcado por las cicatrices de los aludes. La pared del anfiteatro se elevaba imponente hacia la arista cimera, que estaba 800 metros por encima de mi cabeza. Cada vez que clavaba uno de los piolets en el hielo, la distancia se reducía medio metro.

Lo único que me sujetaba a la ladera de la montaña, y, de hecho, al mundo, eran dos delgadas cuchillas de cromo-molibdeno clavadas en una alargada mancha de aguanieve congelada. Sin embargo, cuanto más ascendía, más cómodo me sentía. Cuando se inicia una escalada difícil, sobre todo si es en solitario, sientes constantemente la llamada del abismo a tus espaldas. Resistirla requiere un tremendo esfuerzo consciente; no te atreves a bajar la guardia ni un solo instante. El canto de sirena del vacío te crispa, convierte tus movimientos en torpes, vacilantes, espasmódicos. No obstante, a medida que la ascensión continúa, te acostumbras al riesgo, a contemplar de cerca la muerte, y llegas a creer en la habilidad de tus manos, tus pies y tu cabeza. Aprendes a confiar en tu propio autocontrol.

Al cabo de poco tiempo estás tan absorto en lo que haces que ya no notas los nudillos en carne viva, los calambres en los muslos, la tensión que produce la concentración ininterrumpida. Un estado parecido al trance gobierna tus esfuerzos, y la escalada se convierte en una especie de sueño clarividente. Las horas transcurren como si fueran minutos. La confusa carga que comporta la vida cotidiana —los descuidos y olvidos, las facturas sin pagar, las oportunidades perdidas, el polvo debajo del sofá, la inexorable dependencia de los genes— queda olvidada temporalmente, borrada de tus pensamientos por la arrolladora claridad de la meta y la seriedad de la tarea en curso.

En tales momentos te invade algo que se asemeja a la felicidad, pero no es un sentimiento en el que puedas confiar para seguir adelante. Lo que mantiene la cohesión de la empresa en la escalada en solitario es la confianza absoluta en uno mismo, lo que no representa ninguna garantía desde el punto de vista de una mayor adherencia del terreno. Por la tarde, un solo movimiento de piolet bastó para que sintiera que esa cohesión se desintegraba.

Había salvado más de 200 metros de desnivel desde el glaciar con la única ayuda de los piolets y las puntas delanteras de los crampones, cuando advertí que el canal de aguanieve congelada se terminaba y era sustituido por placas de hielo agrietadas y quebradizas. A pesar de que apenas tenía la consistencia suficiente para aguantar el peso de un cuerpo, el hielo recubría la roca formando una capa de 60 centímetros de grosor o más, de modo que seguí ascendiendo. Sin embargo, según lo hacía, la verticalidad de la pared aumentaba de modo imperceptible y las placas se volvían más delgadas. Iba a un ritmo lento e hipnótico —clavar, clavar, patear, patear, clavar, clavar, patear, patear— cuando el piolet izquierdo golpeó la diorita bajo el hielo.

Lo intenté primero por la izquierda y luego por la derecha, pero seguí golpeando roca. Era evidente que sólo me sostenía sobre una costra de escarcha de unos diez centímetros de espesor tan consistente como un mendrugo de pan duro. Bajo mis pies había un precipicio de más de 1.000 metros y tuve la impresión de que me balanceaba sobre un castillo de naipes. Percibí el amargo sabor del pánico. La vista se me nubló y me sentí mareado. Las piernas me temblaban. Me arrastré con dificultad hacia la derecha, esperando encontrar una capa de hielo más gruesa, pero sólo conseguí doblar el pico de un piolet contra la roca.

Agarrotado por el miedo, empecé a descender con movimientos inseguros. El espesor de las placas de hielo fue en aumento. Después de descender unos 25 metros, llegué por fin a una zona que parecía razonablemente sólida. Me detuve un rato para calmarme. Luego dejé los piolets, me apoyé en la pendiente y miré hacia lo alto en busca de algún indicio de hielo sólido, alguna variación en los estratos de roca, cualquier cosa que me permitiera abrirme paso a través de la insegura escarcha de la pared superior. Miré hacia lo alto hasta que el cuello empezó a dolerme, pero no vi nada. La ascensión había concluido. El único camino que podía tomar era hacia abajo.