La influencia física del paisaje tenía su equivalente dentro de mí. Los senderos que recorría no sólo me conducían hacia colinas y ciénagas, sino también hacia mi interior. A partir del estudio de lo que descubría andando, la lectura y mis pensamientos, llegué a una especie de exploración compartida de mí mismo y de la tierra. Al cabo de un tiempo, ambas cosas se identificaron en mi mente. Con la creciente fuerza de algo esencial que se crea a sí mismo a partir de un sustrato ancestral, me vi frente a un apasionado y firme anhelo interior: abandonar para siempre el pensamiento y todas las dificultades que comporta, todas menos los deseos más inmediatos, más directos e inquisitivos. Tomar la senda y no mirar atrás; a pie, en raquetas de nieve o en trineo, hacia las colinas estivales y sus tardías sombras heladas. Una hoguera en el horizonte, un rastro en la nieve, mostrarían hacia dónde había ido. Dejad que el resto de la humanidad me encuentre si puede.
JOHN HAINES,
The Stars, the Snow, the Fire
Twenty-Five Years in the Northern Wilderness
En la repisa de la chimenea de la casa de Carine McCandless en Virginia Beach hay dos fotografías enmarcadas. En una se ve a Chris cuando empezaba el instituto; en la otra, tomada el día de Pascua, Chris que tenía siete años, aparece con un trajecito y una corbata torcida, de pie junto a Carine, que lleva un vestido de volantes y un sombrero nuevo. «Lo sorprendente es que hay diez años de diferencia entre las dos fotos, y la expresión de Chris es la misma», comenta Carine mientras observa con atención las imágenes de su hermano.
Tiene razón. En ambas fotos Chris mira fijamente hacia el objetivo con los ojos entrecerrados, pensativo y obstinado, como si lo hubiesen interrumpido en medio de una reflexión importante y estuviera enfadado por verse obligado a perder el tiempo delante de la cámara. Su expresión destaca todavía más en la foto de Pascua, porque contrasta con la sonrisa eufórica de Carine. «Éste es Chris —dice Carine con una sonrisa afectuosa mientras acaricia la superficie de la foto con la punta de los dedos—. Ésta es su mirada.»
Echado en el suelo a los pies de Carine está Buckley, el shetland al que Chris se sentía tan unido. Ahora tiene 13 años, el hocico se le ha vuelto blanco y cojea de una pata a causa de una artrosis.
Sin embargo, en cuanto Max, el rottweiler de 18 meses de Carine, intenta invadir el territorio de Buckley, éste, a pesar de ser más pequeño y estar enfermo no duda en enfrentarse con su enorme oponente soltando un fuerte gruñido e hincándole los dientes. El rottweiler de 50 kilos se escabulle para ponerse a salvo.
«Chris quería a Buck con locura —prosigue Carine—. El verano en que desapareció tenía la intención de llevárselo con él. Después de la ceremonia de graduación, preguntó a mamá y papá si podía pasar a recogerlo, pero respondieron que no, porque acababan de atropellarlo y aún estaba recuperándose. Ahora se arrepienten, claro, pero Buck estaba muy malherido y el veterinario les había dicho que no volvería a caminar después del accidente. Mis padres no pueden dejar de pensar en lo distinto que habría sido todo si Chris se hubiera llevado a Buck consigo. La verdad es que yo tampoco consigo dejar de pensar en ello. Cuando tenía que arriesgar su vida, Chris no se lo pensaba dos veces, pero jamás habría puesto a Buckley en peligro. No habría corrido los mismos riesgos si el perro hubiera estado con él.»
Carine McCandless tiene casi la misma estatura que su hermano, puede que un par de centímetros más, y se parece tanto a él que la gente solía preguntarles si eran gemelos. Es una gran conversadora. Cuando habla, echa la cabeza hacia atrás para apartar de la cara una larga melena que le llega hasta la cintura, y enfatiza lo que dice alzando las manos, que son pequeñas y expresivas. Va descalza. Lleva un crucifijo de oro colgado del cuello y unos vaqueros muy bien planchados con una raya impecable de las pinzas al dobladillo.
Al igual que Chris, Carine es una persona enérgica y segura de sí misma, que logra lo que quiere, siempre dispuesta a dar su opinión sobre las cosas. También al igual que Chris, tuvo enfrentamientos con Walt y Billie durante la adolescencia. Sin embargo, entre ambos hay más diferencias que semejanzas.
Carine hizo las paces con sus padres poco después de la desaparición de Chris y, en la actualidad, a sus 22 años, define la relación con ellos como «excelente». Es mucho más sociable que Chris y no se imagina a sí misma adentrándose sola en el monte ni, de hecho, en cualquier otro lugar demasiado alejado de la civilización. Aunque comparte la misma indignación que Chris ante la discriminación racial, Carine no tiene ninguna objeción contra la riqueza, sea moral o de otro tipo. Hace poco se compró una casa nueva que le costó bastante y por lo general trabaja catorce horas al día. Lleva la administración de C.A.R. Services, un taller de reparaciones que posee junto con su marido, Chris Fish, con la esperanza de obtener su primer millón antes de los 40.
«Yo siempre criticaba el ejemplo de mamá y papá porque se pasaban el día trabajando y nunca estaban —observa con una sonrisa irónica—, y ahora míreme: estoy haciendo lo mismo.» Explica que Chris solía burlarse de su celo capitalista llamándola duquesa de York, Ivana Trump McCandless y «la sucesora de Leona Helmsley». Sin embargo, sus críticas nunca iban más allá de una tomadura de pelo inocente y bienintencionada; los unían unos lazos que no suelen ser corrientes entre hermanos. En una carta en que describía sus enfrentamientos con Walt y Billie, Chris le escribió una vez: «En cualquier caso, me gusta hablar de estas cosas contigo, porque eres la única persona del mundo que puede comprender lo que estoy diciendo.»
Diez meses después de la muerte de Chris, Carine todavía llora a su hermano. «Es como si no pudiera pasar ni un solo día sin echarme a llorar —dice con perplejidad—. Por alguna extraña razón, lo peor es cuando voy sola en coche. Ni una sola vez he conseguido hacer el trayecto de veinte minutos desde mi casa al taller sin acordarme de Chris y emocionarme hasta las lágrimas. Luego me siento un poco mejor, pero, cuando ocurre, lo paso muy mal.»
La tarde del 17 de septiembre de 1992 Carine estaba en el jardín bañando al rottweiler cuando vio que su marido llegaba a casa. La sorprendió que volviera tan temprano, ya que solía quedarse en el taller hasta bien entrada la noche.
«Actuaba de un modo raro y no hacía muy buena cara —recuerda Carine—. Entró en la casa, salió y empezó a ayudarme con el baño de Max. Entonces supe que algo iba mal, porque él nunca lava al perro.»
—Tengo que hablar contigo —le dijo Fish.
Carine lo siguió al interior de la casa, aclaró el collar de Max en el fregadero de la cocina y fue a la sala de estar. «Estaba sentado en el sofá, a oscuras y cabizbajo. Tenía cara de estar muy abatido. Intenté animarlo y bromear. Le pregunté qué le había ocurrido. Me imaginaba que alguno de sus amigos se habría reído de él, que quizá le hubiesen dicho que me habían visto con otro hombre, vete a saber. Me reí y le pregunté si los chicos le habían jugado alguna mala pasada, pero él ni siquiera sonrió. Cuando me miró, observé que tenía los ojos enrojecidos.»
—Es tu hermano —dijo Fish—. Lo han encontrado. Está muerto.
Sam, el hijo mayor de Walt, había llamado a Fish al taller y le había dado la noticia. A Carine se le nubló la vista, y tuvo la sensación de que entraba en un túnel. De manera involuntaria, empezó a echar la cabeza hacia delante y hacia atrás una y otra vez.
—No —lo corrigió—. Chris no está muerto.
Luego empezó a gemir. Su llanto era tan fuerte e insistente que su marido temió que los vecinos creyeran que le estaba haciendo daño y llamasen a la policía.
Carine se acurrucó en el sofá en posición fetal, sollozando sin cesar. Cuando él intentó consolarla, lo empujó y le gritó que la dejase sola. Permaneció en ese estado histérico durante las cinco horas siguientes, pero hacia las once de la noche se había calmado un poco y fue capaz de poner algo de ropa en una bolsa, subir al coche y dejar que Fish la llevara a casa de Walt y Billie, en Chesapeake Beach, un viaje que duraba cuatro horas.
Cuando ya habían salido, Carine le pidió a su marido que se detuviera en la iglesia a la que asistían todos los domingos. «Entré y me senté frente al altar durante una hora más o menos, mientras él me esperaba en el coche —recuerda Carine—. Quería que Dios me diera respuestas, pero no obtuve ninguna.»
Aquella misma tarde, Sam había confirmado a la policía que la fotografía del autostopista desconocido que habían enviado por fax desde Alaska era, sin lugar a dudas, de Chris, pero la médico forense de Fairbanks quería ver su ficha dental antes de proceder a la identificación definitiva del cadáver. Tardaron más de un día en comparar las radiografías de la dentadura, y Billie se negó a mirar la foto hasta que la identificación dental no hubiese finalizado y no existiera la certeza de que el muchacho que había muerto de hambre en el autobús abandonado junto al río Sushana era, efectivamente, su hijo.
Al día siguiente, Carine y Sam fueron en avión a Fairbanks para recoger los restos mortales de Chris. En la oficina de la forense les entregaron los objetos que se habían encontrado junto al cuerpo: el rifle del 22, unos prismáticos, la caña de pescar que Ronald Franz le había regalado, una de las navajas suizas que le había dado Jan Burres, la guía de plantas silvestres donde había escrito su diario, una cámara Minolta y cuatro rollos de película; no era demasiado. La médico forense les tendió unos papeles. Sam los firmó y se los devolvió.
Cuando aún no llevaban un día en Fairbanks, Carine y Sam tomaron otro avión hacia Anchorage, donde el cadáver de Chris había sido incinerado después de que el laboratorio de la policía judicial realizara la autopsia. El tanatorio les envió al hotel las cenizas de su hermano en una caja de plástico. «Me sorprendió lo grande que era la caja —dice Carine—. Habían escrito mal el nombre. En la etiqueta ponía CHRISTOPHER R. MCCANDLESS, cuando la inicial de su segundo nombre era una jota. Me enfadé al ver que se habían equivocado. Comencé a gritar como una loca. Pero luego pensé que a Chris no le habría importado. Lo habría encontrado divertido.»
A la mañana siguiente volaron de regreso a Maryland. Carine llevaba las cenizas de su hermano en la bolsa de mano. Durante el vuelo, dio cuenta hasta el último bocado de la comida que las azafatas le pusieron enfrente. «Y eso que era esa comida horrible que te sirven en los aviones. No podía soportar la idea de desperdiciarla sabiendo que Chris había muerto de hambre.» Sin embargo, durante las semanas siguientes perdió el apetito y adelgazó cuatro kilos y medio, lo que hizo que sus amigos temieran que sufriese de un principio de anorexia.
En Chesapeake Beach, Billie también había dejado de comer. Pese a ser una mujer menuda, de 48 años y rasgos infantiles, perdió casi cuatro kilos antes de recuperar el apetito. Walt reaccionó de manera contraria: empezó a comer de modo compulsivo y ganó ocho kilos.
Un mes después, Billie está sentada junto a la mesa del comedor, examinando cuidadosamente el testimonio gráfico de los últimos días de Chris. Todo lo que puede hacer ahora es forzarse a ver las borrosas instantáneas. De vez en cuando, mientras estudia las fotos, rompe a llorar como lo haría una madre que ha sobrevivido a su hijo, transmitiendo un sentimiento de pérdida tan enorme e irreparable que sobrepasa todo lo imaginable. Visto de cerca, un sufrimiento semejante por la pérdida de un ser querido convierte la más elocuente apología de los deportes de riesgo en algo vacuo y banal.
«Sencillamente no lo entiendo. No entiendo por qué tuvo que correr tantos riesgos —dice Billie, con los ojos arrasados en lágrimas—. No lo entiendo en absoluto.»