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ANNANDALE

Más que el amor, el dinero o la fama, deseo la verdad. Me senté a una mesa donde había manjares exquisitos y vino en abundancia, rodeado de comensales obsequiosos, pero carente de verdad y sinceridad. Me alejé de esa mesa inhóspita sintiendo todavía hambre. La hospitalidad era tan fría como el hielo.

HENRY DAVID THOREAU,

Walden o la vida en los bosques

[Pasaje subrayado en uno de los libros que se encontraron junto a los restos de Chris McCandless.

En el margen superior, McCandless había escrito con grandes letras mayúsculas la palabra «VERDAD».]

Los niños son inocentes y aman la justicia, mientras que la mayoría de nosotros somos malvados y por esa razón preferimos el perdón.

G. K. CHESTERTON

En 1986, durante el sofocante y veraniego fin de semana en que Chris se había graduado en el instituto Woodson, Walt y Billie organizaron una fiesta para celebrarlo. El cumpleaños de Walt había sido unos días antes, el 10 de junio, y Chris aprovechó la fiesta para regalar a su padre un carísimo telescopio Questar.

«Recuerdo que cuando le regaló el telescopio a papá estaba sentada ahí —explica Carine—. Chris había tomado unas cuantas copas y estaba bastante bebido. Se puso muy sentimental. Apenas podía contener las lágrimas cuando dijo que, pese a las diferencias que habían tenido a lo largo de los años, agradecía mucho todo lo que papá había hecho por él. Chris dijo que lo respetaba enormemente pues, tras empezar de la nada, había logrado ir a la universidad y se había deslomado para mantener a sus ocho hijos. Fue un discurso muy emotivo. A todo el mundo se le hizo un nudo en la garganta. Después de esa fiesta, se fue de viaje.»

Walt y Billie no intentaron impedir que se marchara, aunque lo convencieron de que se llevara la tarjeta de crédito Texaco de Walt, por si tenía alguna emergencia, y le hicieron prometer que telefonearía cada tres días.

«Tuvimos el corazón en un puño todo el tiempo que estuvo fuera —dice Walt—, pero no había manera humana de detenerlo.»

Tras abandonar Virginia, Chris se dirigió primero hacia el sur y luego hacia el oeste. Cruzó las desoladas llanuras de Texas, soportó el intenso calor de Nuevo México y Arizona y llegó hasta la costa del Pacífico. Al principio cumplió con su palabra de telefonear con regularidad, pero las llamadas fueron espaciándose a medida que el verano avanzaba. No volvió a aparecer por Annandale hasta que faltaban dos días para el comienzo del curso universitario en Emory. Cuando entró en su casa, Chris llevaba una barba descuidada y el pelo largo y desgreñado. Se lo veía más delgado que nunca, pues había perdido 13 kilos de peso.

«En cuanto oí que había llegado, corrí a su habitación para hablar con él —explica Carine—. Estaba tumbado en la cama, adormecido. Había adelgazado tanto que parecía la viva imagen de una de esas pinturas que representan a Jesús en la cruz. Cuando mamá vio que sólo era piel y huesos, casi se murió del disgusto. Se puso a cocinar y lo atiborró de comida para intentar que recuperara un poco de peso.»

Resultó que Chris se había perdido en el desierto de Mojave casi al final del viaje y había estado a punto de morir de deshidratación. Al escuchar el relato del modo en que había logrado escapar por los pelos del desastre, sus padres se asustaron, pero no sabían cómo convencerlo de que en el futuro fuera más precavido. «Chris era muy bueno en casi todo lo que se proponía —reflexiona Walt—, lo que provocaba que estuviese demasiado seguro de sí mismo. Si intentabas hablar con él para sacarle alguna idea de la cabeza, no discutía. Se limitaba a escucharte y asentir con educación, y luego hacía lo que le venía en gana.

»En consecuencia, al principio no le comenté nada acerca de lo que había sucedido. Jugamos a tenis y hablamos de otras cosas. Luego Billie y yo nos sentamos con él para comentar los riesgos excesivos que había corrido durante el viaje. Para entonces, yo ya había aprendido que el abordaje directo era una estrategia que no funcionaba. No podías decirle, por ejemplo: “¡Por el amor de Dios! ¡Que sea la última vez que intentas hacer una proeza semejante!” Intenté explicarle que no nos oponíamos a que viajara, que lo único que queríamos era que tuviese más cuidado y nos mantuviera informados de su paradero.»

Su reacción los dejó consternados. Aquella pequeña dosis de consejos paternos lo irritó, y el único efecto que pareció tener en él fue que a partir de entonces se volvió todavía menos comunicativo.

«Chris pensaba que nos comportábamos como idiotas al preocuparnos por lo que pudiera ocurrirle», dice Billie.

En el transcurso del viaje se había comprado un machete y un rifle del calibre 30. Cuando Walt y Billie lo acompañaron en coche a Atlanta para empezar el curso en la universidad, insistió en llevarse ambas cosas. «Cuando subimos a la habitación de Chris, pensé que los padres del chico con quien la compartía iban a sufrir un síncope allí mismo —dice Walt entre risas—. Su compañero era uno de esos niños bien de Connecticut, vestido como si fuera a un internado inglés, y Chris se presentó con una barba rala y unos vaqueros muy desgastados, como si fuera un colono del Oeste, cargando con el machete y el rifle para cazar ciervos. ¿Sabe qué ocurrió finalmente? Al cabo de tres meses aquel figurín abandonó los estudios y Chris se convirtió en el primero de la clase.»

Para sorpresa de sus padres, Chris parecía cada vez más entusiasmado ante la perspectiva de seguir estudiando en Emory. Se afeitó, se cortó el pelo y volvió a adoptar el aspecto cuidado de la época del instituto. Sus notas eran casi perfectas. Empezó a escribir para el periódico de la facultad; incluso hablaba con entusiasmo de especializarse en Derecho cuando terminase la licenciatura.

—Creo que mis notas serán lo bastante buenas como para entrar en la facultad de Derecho de Harvard —dijo vanagloriándose a Walt.

Al terminar el primer curso, Chris regresó a Annandale para pasar las vacaciones de verano y trabajó en la empresa de sus padres escribiendo programas informáticos.

«El programa que escribió aquel verano no tenía ni un solo fallo —dice Walt—. Todavía seguimos utilizándolo, y hemos vendido copias a muchos clientes. Sin embargo, cuando le pedí a Chris que me explicara su funcionamiento y me enseñase cómo lo había ideado, se negó. "Lo único que necesitas saber es que funciona. No es necesario que sepas por qué ni cómo», me dijo. Sabía que ésa era la manera de ser de Chris, pero me enfurecí. Habría sido un buen agente de la CIA. Lo digo en serio. Conozco a tipos que trabajan para la CIA. Chris sólo nos contaba lo que creía que necesitábamos saber. Nada más. Se comportaba así con todo.»

Muchos aspectos de la personalidad de Chris confundían a sus padres. Podía ser generoso y cariñoso en extremo, pero también tenía un lado oscuro, caracterizado por la monomanía, la impaciencia y el ensimismamiento, rasgos que parecieron intensificarse durante el tiempo que estuvo en la universidad.

«Vi a Chris en una fiesta cuando él acababa de terminar el segundo curso en Emory, y era obvio que había cambiado —recuerda Eric Hathaway—. Tenía una actitud introvertida y distante, muy fría. Cuando le comenté que me alegraba de verlo, respondió con cinismo: “Sí, claro, es lo que todo el mundo dice.” Le costaba abrirse a los demás. El único tema de conversación que le interesaba eran los estudios. La vida social de Emory giraba en torno a las fraternidades, algo en lo que Chris no quería tomar parte. Creo que cuando todo el mundo se fue por su lado, Chris se distanció de sus antiguos amigos y se encerró todavía más en sí mismo.»

Aquel verano, Chris pasó otra vez las vacaciones en Annandale y se puso a trabajar de repartidor de pizzas en Domino’s.

«Le daba igual que el trabajo no requiriera ninguna calificación —dice Carine—. Ganó mucho dinero. Recuerdo que llegaba a casa por la noche y hacía las cuentas en la mesa de la cocina. No importaba lo cansado que estuviera; calculaba los kilómetros que había hecho, lo que Domino’s le pagaba en concepto de gasolina, cuánto le costaba ésta en realidad y los beneficios netos que había hecho aquella noche comparados con los de la misma noche de la semana anterior. Lo calculaba todo al detalle y me mostraba cómo se hacía, cómo conseguía que un negocio funcionara. No parecía tan interesado en el dinero como en el hecho de que lo hacía bien. Era como un juego en que el dinero era la puntuación.»

Las relaciones de Chris con sus padres, que habían sido cordiales desde que se había graduado en el instituto, se deterioraron significativamente aquel verano. Walt y Billie no comprendían las razones de su cambio. Según cuenta Billie: «Cada vez parecía más molesto con nosotros y era más retraído; no, ésa no es la palabra. Chris nunca había sido retraído. Sin embargo, no quería contarnos qué pensaba, y pasaba mucho más tiempo solo.»

El resentimiento que consumía a Chris se alimentaba del descubrimiento que había hecho dos veranos atrás, durante el viaje que lo había llevado a la costa del Pacífico. Cuando llegó a California, visitó el barrio de El Segundo, donde había vivido los primeros seis años de su vida. Llamó a un gran número de amigos de la familia que aún residían allí y, a partir de las conversaciones que mantuvo con ellos, ató cabos sobre la historia del anterior matrimonio de su padre y el consiguiente divorcio, una historia que, por otro lado, no le era del todo desconocida.

La separación entre Walt y su primera esposa, Marcia, no había sido fácil. Mucho tiempo después de haberse enamorado de Billie y de que ésta diera a luz a Chris, Walt seguía viéndose con Marcia en secreto, dividiendo su tiempo entre dos casas y dos familias. Para mantener el engaño, contó mentiras que al final se descubrieron y dieron pie a nuevas mentiras para justificar las mentiras anteriores. Dos años después de que Chris naciera, Walt tuvo otro hijo con Marcia, Quinn McCandless. Cuando la doble vida de Walt fue descubierta, la revelación hirió a todas las partes implicadas, que sufrieron terriblemente.

Al final, Walt, Billie, Chris y Carine se mudaron a la costa Este. Cuando por fin concluyó el proceso de divorcio, Walt y Billie legalizaron su situación y se casaron. La pareja capeó la tormenta lo mejor que pudo y la dejó atrás. Pasaron dos décadas. La culpabilidad, los reproches y los celos fueron desvaneciéndose; la tormenta sólo parecía un mal recuerdo. Entonces, en 1986, Chris decidió visitar El Segundo, se dedicó a dar vueltas por el vecindario y se enteró con lujo de detalles del doloroso episodio.

«Chris era de esas clase de personas que se obsesionan con las cosas —explica Carine—. Si algo le preocupaba, no venía y te lo decía; se lo guardaba para sí, ocultaba su resquemor y acumulaba cada vez más rabia.»

Al parecer, eso fue lo que le ocurrió a Chris tras descubrir la historia del primer matrimonio de Walt. Los niños y adolescentes pueden ser unos jueces implacables cuando se trata de sus padres y se sienten muy poco inclinados a dar muestras de clemencia, lo que fue particularmente cierto en el caso de Chris, quien, más si cabe que la mayoría de adolescentes, veía el mundo en blanco y negro. Se medía a sí mismo y a quienes lo rodeaban de acuerdo con un código moral tan estricto que era imposible seguirlo.

Lo curioso es que Chris no juzgaba a todo el mundo por el mismo rasero. Uno de los individuos a quien profesó admiración durante los dos últimos años de su vida fue un bebedor empedernido y mujeriego incorregible que, además, pegaba a sus novias. Chris era muy consciente de las faltas de este hombre, pero aun así supo perdonarlo. También fue capaz de perdonar, o pasar por alto, las evidentes flaquezas de sus héroes literarios: Jack London tenía fama de alcohólico; Tolstoi, a pesar de su célebre defensa del celibato, había sido de joven un vividor y llegó a ser el padre de 13 hijos, algunos de los cuales fueron concebidos en la misma época en que el conde clamaba contra los males del sexo y los condenaba en letra impresa.

Como hace la mayoría de la gente, Chris no parecía juzgar a los artistas y a sus amigos íntimos por su vida sino por su trabajo, aunque en razón de su temperamento era incapaz de hacer extensiva esta indulgencia a su padre. Siempre que Walt McCandless sermoneaba a Chris, Carine o sus hermanastros con la severidad que lo caracterizaba, Chris recordaba el comportamiento poco ejemplar que había tenido su padre años atrás y lo censuraba en silencio como un moralista hipócrita. No olvidaba. Y con el tiempo su indignación moral desembocó en una cólera que no logró reprimir.

Tras descubrir las circunstancias del divorcio de Walt, tuvieron que pasar dos años para que el odio de Chris empezase a aflorar, pero al final ocurrió lo inevitable. No estaba dispuesto a perdonar los errores de juventud de su padre y aún menos sus intentos de ocultarlos. Más adelante dijo a Carine y a otros que el engaño urdido por Walt y Billie había convertido «toda su infancia en una ficción». Sin embargo, nunca se enfrentó con sus padres para plantearles lo que sabía, ni en aquel momento ni más tarde. En lugar de ello, eligió mantener en secreto una información que le hacía daño y expresar su rabia de modo indirecto, a través de un silencio hosco.

En 1988, mientras el resentimiento que sentía hacia sus padres se volvía cada vez mayor, empezó a crecer también su rechazo ante la injusticia del mundo en general. Aquel verano, recuerda Billie, «empezó a criticar a todos los hijos de papá que, según él, había en Emory». Se matriculó en asignaturas que trataban de problemas sociales apremiantes como el racismo, el hambre en el mundo y la desigual distribución de la riqueza. Así y todo, pese a su aversión por el dinero y el consumismo desenfrenado, las tendencias políticas de Chris no podían describirse como liberales.

De hecho, se divertía ridiculizando las propuestas del Partido Demócrata y era un admirador ferviente de Ronald Reagan. En Emory llegó incluso a ser miembro cofundador de un Club Universitario Republicano. Tal vez lo que mejor sintetizaba sus atípicas posiciones políticas era una frase que aparece en una obra de Thoreau, La desobediencia civil: «Acepto con entusiasmo el lema que reza: el mejor gobierno es el que menos gobierna.» Más allá de esta declaración de principios, sus opiniones políticas eran de difícil clasificación.

Como redactor de la página editorial de The Emory Wheel, escribió un gran número de comentarios sobre la actualidad social y política. Cuando se leen cinco años después, revelan lo joven y apasionado que era McCandless. Las opiniones que expresó por escrito, argumentadas con una lógica peculiar, abarcaron multitud de temas. Satirizó a Jimmy Carter y Joe Biden, pidió la dimisión del fiscal general Edwin Meese, arremetió contra el fanatismo de la derecha fundamentalista cristiana, exigió una mayor vigilancia frente a la amenaza soviética, censuró a los japoneses por cazar ballenas y defendió la viabilidad de la candidatura a la presidencia de Jesse Jackson. El primer párrafo del editorial de McCandless del 1 de marzo de 1988 comenzaba con una de sus típicas afirmaciones desmesuradas: «Apenas ha empezado el tercer mes del año 1988 y parece presentarse ya como uno de los años más políticamente corruptos y escandalosos de toda la historia contemporánea […].» Chris Morris, el director del periódico, recuerda a McCandless como una persona «impulsiva».

Para su cada vez más reducido círculo de amigos, McCandless parecía volverse más impulsivo cada mes que pasaba. Tan pronto como terminaron las clases en la primavera de 1989, McCandless tomó el Datsun y emprendió otro de sus largos e improvisados viajes por carretera.

«Sólo recibimos dos postales de él en todo el verano —dice Walt—. En la primera Chris había escrito: “Me voy a Guatemala.” Cuando la leí, pensé: “¡Dios mío, seguro que se ha ido a luchar con la guerrilla! Lo fusilarán.” Luego, a finales del verano, recibimos la segunda. Sólo rezaba: “Mañana salgo hacia Fairbanks. Os veré dentro de un par de semanas.” Resultó que había cambiado de idea y que, en vez de dirigirse hacia el sur, se había ido en coche a Alaska.»

El cansador trayecto que hizo por la grisácea autovía de Alaska fue su primera visita a las lejanas tierras del Norte. Fue un viaje muy corto —estuvo unos días en Fairbanks y los alrededores, y luego se apresuró a regresar a Atlanta para llegar a tiempo al comienzo de las clases—, pero quedó deslumbrado por la vastedad del paisaje, la fantasmal paleta de colores de los glaciares y la transparencia luminosa del cielo subártico. Siempre estuvo seguro de que regresaría.

Durante su último año en Emory vivió fuera del campus, en una habitación espartana amueblada con cajas de cartón y un colchón en el suelo. Apenas veía a sus escasos amigos fuera de clase. Un catedrático le proporcionó una llave para que accediese de madrugada a la biblioteca, donde se pasaba la mayor parte del tiempo libre. Poco antes de la graduación, Andy Horowitz topó con él a primera hora de la mañana entre las estanterías de la biblioteca. Horowitz había sido uno de sus mejores amigos en el instituto y había formado parte del equipo de atletismo. Sin embargo, pese a que también eran compañeros de clase en Emory, hacía dos años que no se veían. Un poco incómodos, hablaron unos minutos y luego McCandless desapareció para refugiarse en uno de los gabinetes de estudio.

Chris rara vez se puso en contacto con sus padres a lo largo de aquel año. Puesto que no tenía teléfono, localizarlo era muy difícil. Walt y Billie estaban cada vez más preocupados por la distancia emocional que su hijo les mostraba. En una carta, Billie le decía: «Te has alejado de todos aquellos que te queremos y nos preocupamos por ti. Sea por el motivo que sea o estés con quien estés, ¿crees que esto es correcto?» Chris lo consideró una intromisión en su intimidad y cuando habló con su hermana calificó la carta de «estupidez».

—¿Qué quiere decir con «estés con quien estés»? —dijo gritando por teléfono—. Está como una cabra. ¿Sabes qué creo? Se imaginan que soy homosexual. ¿De dónde han sacado esa idea tan peregrina? ¡Vaya hatajo de imbéciles!

En la primavera de 1990, Walt, Billie y Carine asistieron a la ceremonia de graduación de Chris. Les dio la impresión de que se encontraba bien. Mientras lo observaban cruzar el estrado para recoger su diploma, parecía contento y sonreía. Les comentó que estaba planeando hacer otro viaje, pero insinuó que pasaría unos días en Annandale antes de partir. Poco tiempo después, donó todos sus ahorros a OXFAM, cargó sus cosas en el Datsun y desapareció de sus vidas. A partir de aquel momento evitó escrupulosamente ponerse en contacto con sus padres o con Carine, la hermana a quien suponía que quería con locura.

«Al no tener noticias suyas, todos nos inquietamos —explica Carine—. En el caso de mis padres, creo que la preocupación se mezclaba con el dolor y la rabia. En el fondo, yo no me sentía herida por el hecho de que no me escribiera. Sabía que era feliz, que estaba haciendo lo que quería. Comprendía que era muy importante para él descubrir hasta qué punto podía ser independiente. Además, mi hermano sabía que si me llamaba o escribía, mamá y papá averiguarían dónde estaba, tomarían un avión e intentarían traerlo de vuelta a casa.»

Walt no lo niega. «No me cabe la menor duda —dice—. Si hubiéramos tenido alguna idea sobre dónde encontrarlo, habríamos salido volando hacía allí y lo habríamos buscado hasta dar con él y obligarlo a regresar con nosotros.»

A medida que pasaron los meses —y los años— sin que supieran nada de Chris, la angustia de la familia fue en aumento. Billie nunca se marchaba de casa sin dejar una nota pegada en la puerta por si su hijo aparecía.

«Cuando íbamos en coche y veíamos a un autostopista que se parecía a Chris —cuenta Billie—, solíamos dar media vuelta y cerciorarnos. Fue una época horrible. Por la noche era peor, sobre todo cuando hacía mucho frío o se desencadenaba una tormenta. Me preguntaba dónde estaría, si tendría frío, si habría sufrido una herida, si se sentiría solo, si se encontraría bien.»

En julio de 1992, dos años después de que Chris abandonara Atlanta, Billie estaba durmiendo en la casa de Chesapeake y se sentó de repente en la cama en mitad de la noche, despertando a Walt. «Estaba segura de que había oído un grito de Chris —insiste, mientras las lágrimas corren por sus mejillas—. Nunca lo olvidaré. No estaba soñando. No fueron imaginaciones mías. ¡Oí su voz! Suplicaba: “¡Mamá, ayúdame!” Pero no podía ayudarlo porque no sabía dónde estaba. Fue todo lo que dijo: “¡Mamá, ayúdame!”»