En lo que respecta a mi regreso a la civilización, no creo que se produzca pronto. Todavía no me he cansado de los espacios salvajes; al contrario, cada vez estoy más entusiasmado con su belleza y la vida de vagabundo que llevo. Prefiero una silla de montar antes que un tranvía, el cielo estrellado antes que un techo, la senda oscura y difícil que conduce a lo desconocido antes que una carretera de asfalto, y la profunda paz de la naturaleza antes que el descontento que alimentan las ciudades. ¿Me culpas de que siga aquí, en el lugar al que siento que pertenezco y donde yo y el mundo que me rodea somos uno? Es cierto que añoro la compañía inteligente, pero hay tan pocas personas con quienes compartir las cosas que tanto significan para mí que he aprendido a contenerme. Me basta con estar rodeado de belleza […].
Incluso por lo que deduzco de tus breves comentarios, sé que no podría soportar ni la rutina ni el ajetreo de la vida que estás obligado a llevar. Creo que nunca podré echar raíces. A estas alturas he buceado tanto en las profundidades de la vida, que preferiría cualquier cosa antes que tener que conformarme con una existencia sin emociones.
[Pasaje de la última carta que Everett Ruess envió a su hermano Waldo, fechada el 11 de noviembre de 1934.]
Lo que Everett Ruess perseguía era la belleza, una belleza que concebía en términos bastante románticos. Podríamos tener la tentación de reírnos de la extravagancia de su culto a la belleza si no fuera porque su decidida entrega tenía algo de magnificente. Como artificio de salón, el esteticismo es ridículo y, en ocasiones, un poco obsceno; como estilo de vida, a veces puede alcanzar una cierta dignidad. Si nos riéramos de Everett Ruess, también tendríamos que reírnos de John Muir, puesto que había muy pocas diferencias entre ambos, salvo la edad.
WALLACE STEGNER,
Mormon Country
Durante la mayor parte del año el riachuelo de Davis sólo consiste en un hilo de agua, y a veces ni siquiera en eso. Nace al pie de una muela conocida como el Punto de las Cincuenta Millas y discurre unos seis kilómetros encajonado entre las características moles de arenisca rosácea del sur de Utah, antes de verter sus modestas aguas en el enorme lago Powell, que se extiende unos 320 kilómetros cuadrados por encima de la presa del cañón de Glen. El cauce del riachuelo es muy pequeño, pero de una gran belleza, y los viajeros que a lo largo de los siglos han atravesado esta región seca e inhóspita han dependido de este oasis situado al fondo de un angosto desfiladero. Las escarpadas paredes de la garganta de Davis están decoradas con extraños petroglifos y pictografías cuya antigüedad se remonta a 900 años. Las semiderruidas casas de piedra de los desaparecidos Kayenta-Anasazi, los creadores de este arte rupestre, todavía sobreviven enclavadas en los abrigos y oquedades de ambos lados. Los restos de la antigua cerámica de los Anasazi se mezclan en la arena con oxidadas latas de conservas que a finales de siglo pasado fueron arrojadas por los ganaderos que apacentaban y abrevaban sus rebaños en el riachuelo.
La garganta de Davis es en casi toda su extensión una profunda y serpenteante hendedura en la roca resbaladiza, tan estrecha que hay lugares en que las paredes parecen unirse. Los salientes de arenisca bloquean el paso a cualquiera que intente acceder al curso de agua desde la meseta desértica que lo rodea. Sin embargo, en el tramo inferior existe una ruta oculta que permite adentrarse en la garganta. Un poco más arriba del lugar donde el riachuelo de Davis desemboca en el lago Powell, existe una rampa natural que baja en zigzag por la pared occidental. En el punto donde termina la rampa, no muy lejos del fondo, aparece una tosca escalera que los pastores mormones cincelaron en la blanda arenisca hace casi un siglo.
Las tierras que circundan la garganta de Davis son una altiplanicie árida de roca erosionada y arena rojiza. La vegetación es escasa. Encontrar una sombra donde resguardarse del sol abrasador es casi imposible. Sin embargo, descender hacia el interior de la garganta es como cruzar el umbral de otro mundo. Los álamos de Virginia se inclinan con suavidad sobre apelotonados grupos de faucarias en flor. Altos matojos se mecen con la brisa. Unas efímeras campanillas blancas asoman por encima de la punta de un arco de piedra de 25 metros de altitud y unos reyezuelos trinan una y otra vez desde las ramas de un chaparro. En lo alto de una de las paredes brota un manantial que riega el musgo y los culantrillos que crecen en la roca formando exuberantes tapices verdes.
Hace seis décadas, Everett Ruess dejó grabado el seudónimo que había adoptado en ese rincón de ensueño, situado a poco más de un kilómetro y medio del lugar donde la escalera construida por los mormones alcanza el fondo de la garganta. Tenía 20 años. Realizó la inscripción debajo de unas pictografías y la repitió en la entrada de una pequeña construcción levantada por los Kayenta-Anasazi para almacenar grano. «NEMO 1934» rezaba el texto de ambas inscripciones. Sin duda, el impulso que lo llevo a garabatear su seudónimo fue el mismo que llevo a Chris McCandless a grabar la inscripción «Alexander Supertramp. Mayo de 1992» en un trozo de madera encontrado en el autobús abandonado junto al río Sushana, un impulso que quizá tampoco es muy distinto del que inspiró a los Kayenta-Anasazi para embellecer la roca con unos símbolos que ahora nos resultan indescifrables. En cualquier caso, poco después de dejar grabado su seudónimo en la piedra arenisca, Ruess abandonó la garganta de Davis y desapareció de forma misteriosa y, según parece, deliberada. La exhaustiva búsqueda que se llevó a cabo no arrojó ninguna luz sobre su paradero. Había desaparecido, sencillamente, como si el desierto se lo hubiera tragado. Sesenta años después, todavía seguimos sin saber casi nada de lo que le ocurrió.
Everett Ruess había nacido en Oakland, California, en 1914. Era el menor de los dos hijos de Christopher y Stella Ruess. El padre se había licenciado en teología por la Universidad de Harvard y ejercía de poeta, filósofo y ministro de la Iglesia Unitaria, aunque se ganaba la vida trabajando de burócrata para el sistema penal californiano. La madre, Stella, era una mujer testaruda y de gustos bohemios, llena de ambiciones artísticas tanto para ella como para sus hijos. Publicaba una revista literaria artesanal, la Ruess Quartette, en cuya portada aparecía estampada la divisa de la familia: «Exalta el momento.» Los Ruess estaban muy unidos y habían llevado una vida nómada. Primero se trasladaron de Oakland a Fresno y luego residieron sucesivamente en Los Ángeles, Boston, Brooklyn, Nueva Jersey e Indiana, para regresar finalmente a Los Ángeles cuando Everett contaba 14 años de edad.
En Los Ángeles, Everett Ruess estudió en la academia de arte Otis y el instituto de Hollywood. Durante el verano de 1930, a los 16 años, llevó a cabo su primer gran viaje: estuvo vagando a pie y haciendo autostop por el valle de Yosemite y la franja de la costa del Pacífico conocida como Big Sur, hasta que fue a parar a Carmel. Dos días después de llegar a esta pequeña localidad californiana, se presentó en casa de Edward Weston como si fuera la cosa más natural del mundo. Weston se sintió lo suficientemente cautivado por la inquieta personalidad del muchacho como para atenderlo. Durante los dos meses siguientes, el famoso fotógrafo alentó los desiguales pero prometedores esfuerzos que hacía el chico para pintar y tomar apuntes al natural y lo dejó rondar por el estudio con sus propios hijos, Neil y Cole.
A finales de aquel verano, Ruess volvió a casa, pero no se quedó más que el tiempo justo para continuar el bachillerato, que terminó en enero de 1931. Al cabo de un mes estaba de nuevo en el camino, vagabundeando solo a través de los cañones de Utah, Arizona y Nuevo México, una región por aquel entonces tan despoblada y envuelta en un halo místico como hoy pueda estarlo Alaska. Con la excepción de una breve y desafortunada estancia en la UCLA (donde abandonó la carrera después del primer semestre, para desesperación de su padre), dos largas visitas a su familia y un invierno en San Francisco (donde se introdujo en el círculo de Dorothea Lange, Ansel Adams y el pintor Maynard Dixon), Ruess se pasó el resto de su meteórica vida de un lado para otro con muy poco dinero, viviendo con lo que llevaba puesto, durmiendo al raso y en ocasiones soportando el acoso del hambre durante varios días seguidos con espíritu festivo.
En palabras de Wallace Stegner, Ruess fue «un romántico inmaduro, un esteta adolescente, un nómada atávico»:
A los 18 años, en un sueño, se vio a sí mismo abriéndose paso a través de junglas frondosas, trepando por los salientes de precipicios y caminando sin rumbo fijo por las inmensidades despobladas del mundo. Ningún hombre que conserve alguna huella de la vitalidad de la infancia puede haber olvidado estos sueños. Lo peculiar del caso de Everett Ruess fue que dejó a su familia y convirtió tales sueños en realidad, no para pasar 15 días de vacaciones en algún paraíso civilizado y elegante, sino para vivir meses y años en medio del prodigio de la naturaleza […].
Maltrataba su cuerpo adrede, ponía a prueba su resistencia, medía su capacidad para soportar esfuerzos agotadores. Tomaba intencionadamente los senderos que los indios y las personas con más experiencia le habían desaconsejado. Se enfrentaba con acantilados de arenisca donde más de una vez había quedado balanceándose en el aire, a medio camino entre el talud y el borde […]. Ya fuera desde su campamento junto a una vena de agua, en un cañón o en los arbolados riscos de la montaña Navajo, Ruess escribía a su familia y amigos largas cartas, elocuentes y entusiastas, donde condenaba los estereotipos de la civilización y lanzaba un grito primitivo y juvenil contra el mundo moderno.
Ruess producía tales cartas casi en serie. Llevaban matasellos de los pueblos y lugares por los que pasaba: Kayenta, Chinle, Lukachukai; el cañón de Zion, el Gran Cañón del Colorado, Mesa Verde; Escalante, Rainbow Bridge, Cañón de Chelly. Lo que sorprende al leer la correspondencia de Ruess (recogida en la documentada biografía de W. L. Rusho, Everett Ruess: A Vagabond for Beauty) es su ansia por recuperar los vínculos con la naturaleza y su pasión casi incendiaria por las tierras que atravesaba. «Desde la última vez que te escribí he tenido experiencias aterradoras en las inmensidades del desierto, experiencias sobrecogedoras, abrumadoras —explicaba con vehemencia a su amigo Cornel Tengel—. Además, siempre me siento arrastrado por los acontecimientos. Lo necesito para seguir viviendo.»
La correspondencia de Everett Ruess pone de manifiesto unos paralelismos asombrosos entre Ruess y McCandless. He aquí unos extractos de tres cartas escritas por Ruess:
Cada vez estoy más seguro de que siempre seré un caminante solitario que vaga por tierras salvajes. ¡Dios mío, cómo me atrae el camino que tengo ante mis ojos! No puedes entender la irresistible fascinación que ejerce sobre mí. Después de todo, la mejor senda es la más solitaria […]. Jamás dejaré mi vida itinerante. Y cuando llegue mi hora encontraré el lugar más agreste, solitario y desolado que exista.
La belleza de estas tierras está convirtiéndose en una parte de mí. Me siento más independiente, más ligero […]. Tengo buenos amigos aquí, pero ninguno que entienda de verdad por qué permanezco en este lugar o qué estoy haciendo. En realidad, no sé de nadie que pueda comprenderlo más que a medias. He ido demasiado lejos solo.
La vida que lleva la mayoría de la gente siempre me ha parecido insatisfactoria. Siempre he querido vivir experiencias mucho más ricas e intensas.
Durante este año he corrido más riesgos y he vivido aventuras más fabulosas que en cualquiera de mis viajes anteriores. He visto cosas maravillosas: inacabables extensiones de tierras baldías y salvajes, altiplanicies perdidas, montañas azuladas que se alzan en el horizonte sobre el bermellón de la arena del desierto, gargantas de un metro y medio de anchura y más de 30 de profundidad, nubes de tormenta que bajan rugiendo por cañones desconocidos y cientos de casas de un pueblo troglodita abandonadas hace un milenio.
Medio siglo más tarde, cuando McCandless manifiesta en una postal que envió a Wayne Westerberg que «he decidido que voy a dejarme arrastrar por la corriente de la vida durante un tiempo. La libertad y la simple belleza de la vida son algo demasiado valioso como para desperdiciarlo», sus palabras suenan extrañamente como las de Ruess. Los ecos de éste pueden reconocerse también en la última carta que McCandless envió a Ronald Franz.
Ruess era tan romántico como McCandless o más, e igual de descuidado en lo que a su seguridad personal concernía. Clayborn Lockett, un arqueólogo que en 1934 empleó a Ruess durante un corto período como cocinero mientras excavaba una de las viviendas de los Anasazi, comentó a Rusho que «estaba horrorizado por la imprudencia con que se movía por aquellos peligrosos acantilados».
Más aún, el mismo Ruess presumía de ello en una de sus cartas: «Me he jugado la vida cientos de veces trepando por paredes casi verticales y peñascos de desmenuzada arenisca en busca de agua o un refugio donde pasar la noche. En dos ocasiones he estado a punto de morir a causa de las embestidas de un toro salvaje, pero hasta ahora he logrado salir ileso y seguir con otras aventuras.»
En su última carta, Ruess confesaba con despreocupación a su hermano que:
He escapado de milagro de serpientes de cascabel y acantilados que se desmoronaban. El último percance que he sufrido se produjo cuando Chocolatero [su asno] removió un nido de abejas. Unas cuantas picaduras más y no lo habría contado. Estuve tres o cuatro días intentando abrir los ojos y recuperando el movimiento de las manos.
Al igual que McCandless, no se dejaba amilanar por el malestar físico; a veces incluso parecía agradecerlo. Según explicaba en una carta a su amigo Bill Jacobs:
Hace seis días que padezco un ataque de urticaria provocado por un zumaque, y mis sufrimientos todavía no han terminado. Durante dos días no supe si estaba vivo o muerto. Me retorcía de fiebre y dolor bajo el calor, mientras las hormigas recorrían mi cuerpo y un enjambre de moscas revoloteaba alrededor de mí. Mi piel parecía rezumar veneno, y tenía la cara, los brazos y la espalda llenos de ronchas. No comí; todo lo que podía hacer era soportar el dolor estoicamente […].
Sufro estas alergias a menudo, pero me niego a que una alergia pueda expulsarme de los bosques.
Y también al igual que McCandless, Ruess adoptó un seudónimo o, mejor dicho, una serie de seudónimos, antes de emprender la odisea de la que nunca regresaría. En una carta fechada el 1 de marzo de 1931 comunicaba a su familia que había decidido llamarse Lan Rameau. «Por favor, respetad el nombre de guerra que he elegido… ¿Cómo se dice en francés? ¿Nomme de plume?». Sin embargo, dos meses más tarde explicaba en otra carta: «He vuelto a cambiar de nombre. Ahora me llamo Evert Rulan. Los que me conocían antes pensaban que tenía un nombre estrafalario, demasiado afrancesado.» Luego, en agosto del mismo año, sin dar explicación alguna, vuelve a utilizar su auténtico nombre, una costumbre que mantendrá durante tres años, hasta el momento de adentrarse en la garganta de Davis. Por alguna razón desconocida, allí decidió grabar en la blanda arenisca el nombre «Nemo» —que en latín significa «nadie»— y luego desapareció.
Las últimas cartas que se recibieron de Ruess estaban fechadas el 11 de noviembre 1934 y habían sido enviadas desde Escalante, una colonia mormona situada 90 kilómetros al norte de la garganta de Davis. Iban dirigidas a su padre y su hermano, y en ellas indicaba que estaría incomunicado «uno o dos meses». Ocho días después de echarlas al correo, tropezó con dos pastores de ovejas a un kilómetro y medio de la garganta y pasó dos noches en su campamento; hasta donde sabemos, estos hombres fueron los últimos que lo vieron con vida.
Al cabo de tres meses, sus padres recibieron un paquete de cartas sin abrir. El paquete había sido remitido por el jefe de la estafeta de correos de Marble Canyon, Arizona, donde tenía que haberse presentado a recoger las cartas hacía mucho tiempo. Preocupados, Christopher y Stella se pusieron en contacto con las autoridades de Escalante, que organizaron una partida de rescate a principios de marzo de 1935. La búsqueda se inició en el campamento de los pastores donde Ruess había sido visto por última vez. Luego dieron una batida por los alrededores y no tardaron en descubrir los dos asnos con los que Ruess viajaba. Los animales estaban en la garganta de Davis, paciendo con tranquilidad en un improvisado corral hecho con ramas de arbustos y maleza.
Los animales estaban confinados en el tramo superior, más arriba del punto donde la escalera de los mormones llega al fondo de la garganta; siguiendo riachuelo abajo, la partida de rescate encontró no muy lejos pruebas inconfundibles de que alguien había acampado allí y luego, debajo de un majestuoso arco natural, dio con la inscripción «NEMO 1934» grabada en un bloque de arenisca de la entrada de un granero Anasazi. Cuatro vasijas Anasazi estaban dispuestas con sumo cuidado sobre una roca cercana. Tres meses más tarde, una segunda partida halló, todavía más abajo, otra inscripción con el nombre «NEMO», pero a excepción de los asnos y sus arreos las demás posesiones de Ruess —sus utensilios de acampada, víveres, diarios y dibujos— jamás se hallaron. Las aguas del lago Powell, que empezaron a subir a partir de la finalización de la presa del cañón de Glen en 1963, han borrado hace tiempo ambas inscripciones.
La opinión más extendida es que Ruess cayó al vacío mientras trepaba por los acantilados de algún cañón. La hipótesis resulta bastante creíble dada la naturaleza traicionera de la topografía local —la mayor parte de los acantilados de la región están compuestos de piedra arenisca, cuyos quebradizos estratos se erosionan hasta transformarse en despeñaderos y taludes—, así como la afición de Ruess a escalar por sitios peligrosos. No obstante, pese a la minuciosa búsqueda que se efectuó tanto en los barrancos próximos a la garganta de Davis como en otros más alejados, no se descubrieron restos humanos.
Por otro lado, ¿cómo encontrar una explicación para el hecho de que Ruess abandonara la garganta sin sus animales de carga pero llevando consigo todas sus pertenencias y su pesado equipo? Esta circunstancia desconcertante ha conducido a algunos investigadores a sostener que Ruess fue asesinado por una banda de cuatreros que, según se sabe, había merodeado por la zona, banda que habría robado sus posesiones y habría enterrado su cuerpo o lo habría arrojado al río Colorado. Esta teoría es bastante plausible, pero no existe ninguna prueba concreta que permita demostrarla.
Poco después de la desaparición de Everett, su padre sugirió que probablemente hubiera adoptado su último seudónimo inspirándose en la conocida novela de Julio Verne Veinte mil leguas de viaje submarino —un libro que había leído repetidas veces—, donde el incorruptible protagonista, el capitán Nemo, se exilia de la civilización y corta todos sus «lazos con la tierra». El biógrafo de Everett, W. L. Rusho, comparte el criterio de Christopher Ruess, argumentando que «el alejamiento de la sociedad organizada, el desdén por los placeres mundanos y el hecho de que firmara como Nemo en la garganta de Davis parecen apoyar la tesis de que se sentía profundamente identificado con el personaje de Julio Verne».
La aparente fascinación de Ruess por el capitán Nemo ha alimentado la especulación de que hizo una jugarreta al mundo y en realidad está —o estaba— sano y salvo, llevando una vida tranquila en algún lugar bajo una identidad falsa, una idea propagada por numerosos mitógrafos. Hace un año entablé una conversación con el encargado de una gasolinera de Kingman, Arizona, en la que me había detenido para llenar el depósito de mi camioneta. Era un hombre de mediana edad, pequeño, que se movía nerviosamente y las comisuras de cuyos labios estaban manchadas de salpicaduras de Skoal. Con absoluta convicción, me juró que «había conocido a un tipo que topó por casualidad con Ruess» a finales de los años sesenta en la Reserva Indígena Navajo. Según el amigo del encargado, Ruess vivía en un remoto bogan, la típica casa de adobe de los navajo, y se había casado con una mujer india, con quien habría tenido al menos un hijo. Huelga decir que la veracidad de estos y otros relatos sobre apariciones relativamente recientes de Ruess es más que dudosa.
Ken Sleight, la persona que quizás haya dedicado más tiempo a investigar el enigma de Everett Ruess, está convencido de que el muchacho falleció a finales de 1934 o principios de 1935 y cree haber averiguado la causa de su muerte. Sleight tiene 65 años y trabaja como guía profesional. Gran conocedor del desierto, creció en una comunidad mormona y tiene reputación de insolente. Cuando Edward Abbey escribió The Monkey Wrench Gang, una novela satírica sobre ecoterrorismo ambientada en la región del Gran Cañón del Colorado, se dijo que su amigo Ken Sleight le había servido de inspiración para crear el personaje de Seldom Seen Smith. Sleight ha vivido en Utah y Arizona durante 40 años. Ha visitado prácticamente todos los lugares donde estuvo Ruess y ha hablado con muchas personas que se cruzaron con él. Acompañó al hermano mayor de Everett, Waldo, hasta la garganta de Davis para que conociera el sitio donde desapareció.
«Waldo pensaba que Everett había sido asesinado —dice Sleight—, pero yo no lo veo así. Viví dos años en Escalante.
Hablé con los tipos a quienes se acusaba de haber acabado con su vida y no me pareció que fueran capaces de matar a nadie, aunque nunca se sabe. Nunca podemos estar seguros de lo que las personas pueden llegar a hacer en secreto, ¿no? Otra gente piensa que se despeñó. Bien, podría ser. Es fácil que ocurra algo así en un terreno como el que tenemos aquí. Pero no creo que sucediera. Le diré lo que pienso: creo que se ahogó.»
Unos años antes, mientras llevaba unos excursionistas por la Gran Garganta, un cañón por el que corre un afluente del río San Juan, Sleight descubrió una nueva inscripción con el nombre «Nemo» garabateado en la argamasa de barro de un granero Anasazi. La Gran Garganta está a 60 kilómetros de la garganta de Davis en dirección este. La conjetura de Sleight es que Ruess grabó el nombre poco después de dejar la garganta de Davis.
«Tras encerrar los asnos en un corral —sigue diciendo Sleight—, Ruess escondió todas sus cosas en una cueva de los alrededores y se marchó jugando a ser el capitán Nemo. Tenía amigos en la reserva navajo y se dirigió hacia allí.» Una ruta lógica hacia territorio navajo lo habría llevado a cruzar el río Colorado en Hole-in-the-Rock, seguir por una accidentada senda que los primeros colonos mormones abrieron en 1880 a través de la colina Wilson y las Clay Hills, descender por la Gran Garganta y luego atravesar el río San Juan, al otro lado del cual está la reserva. «Grabó el nombre “Nemo” en unas ruinas de la Gran Garganta, un kilómetro y medio más abajo del punto donde recibe al riachuelo de Collins, y luego siguió bajando hasta el río San Juan. Cuando intentó cruzar el río a nado, se ahogó. Ésta es mi opinión.»
Sleight sostiene que si Ruess hubiera conseguido cruzar el río y llegar a la reserva, le habría sido imposible ocultar su presencia «por más que jugara a ser Nemo». «Era un solitario, pero la gente le gustaba demasiado como para quedarse allí y vivir ocultándose el resto de su vida. Algunos somos así. Yo soy así, y también Ed Abbey. Me parece que ese joven, McCandless, también lo era. Nos gusta la compañía, ¿sabe?, pero no podemos permanecer con la gente demasiado tiempo. Así que nos marchamos, desaparecemos, regresamos una temporada y luego volvemos a desaparecer. Aunque Everett era un poco raro —concede Sleight—. Diferente, podríamos decir. Ahora bien, tanto él como McCandless intentaron al menos seguir sus sueños. Esto era lo sensacional de esos chavales. Lo intentaron. Pocos lo hacen.»
Para entender a Everett Ruess y a Chris McCandless, tal vez resulte iluminador considerar sus andanzas en un contexto más amplio y compararlas con gestas de otros tiempos y lugares.
A poca distancia de la costa del sureste de Islandia hay una pequeña isla rocosa, sin árboles y barrida por los fuertes vientos del Atlántico Norte. Se llama Papós y toma su nombre de los primeros pobladores, unos monjes irlandeses conocidos como papar que la abandonaron hace siglos. Una tarde de verano, mientras paseaba por la accidentada costa, topé con unas piedras rectangulares apenas visibles, incrustadas en la turba y dispuestas regularmente, que resultaron ser los vestigios de una antigua morada de estos monjes, más antigua incluso que las ruinas de las construcciones Anasazi de la garganta de Davis.
Los monjes llegaron a la isla hacia el siglo V o VI d. de C. navegando desde la costa occidental de Irlanda. Se hicieron a la mar con unas embarcaciones conocidas en gaélico como currachs, hechas con piel de vaca tensada sobre unas ligeras cuadernas de mimbre e impulsadas a remo, y con ellas atravesaron uno de los mares más traicioneros del mundo sin saber qué encontrarían al otro lado, en el supuesto de que encontrasen algo.
Los papar no arriesgaron sus vidas —y las perdieron, en el caso de muchos de ellos— para conseguir riquezas y honores o para reclamar nuevos territorios en nombre de algún monarca. Tal como señaló Fridtjof Nansen, el gran explorador del Ártico galardonado con el premio Nobel, «emprendían estas extraordinarias travesías […] movidos por el deseo de encontrar lugares solitarios en los que vivir en paz como anacoretas, lejos del ruido y las tentaciones del mundo». Cuando hacia el siglo IX los primeros grupos de vikingos aparecieron en las costas de Islandia, los papar decidieron que había demasiada gente en el lugar, pese a que Islandia continuaba prácticamente deshabitada. Se hicieron de nuevo a la mar con sus currachs y pusieron rumbo a Groenlandia. Las corrientes y tempestades los arrastraron hacia el oeste y los papar fueron más allá del límite del mundo conocido, movidos sólo por su sed de espiritualidad, por una esperanza de una intensidad tan extraordinaria que supera la imaginación moderna.
Cuando uno lee la historia de estos monjes se siente conmovido por su coraje, su ingenuidad temeraria y la fuerza de sus anhelos. Y no puede evitar pensar en Everett Ruess y Chris McCandless.