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CARTHAGE (II)

También había unos libros […]. Uno era una gran Biblia familiar llena de ilustraciones. Otro era El viaje de un peregrino, que trataba de un hombre que había abandonado a su familia, aunque no contaba por qué. Leí partes considerables del mismo a ratos. Lo que decía era interesante, pero difícil de comprender.

MARK TWAIN,

Las aventuras de Huckleberry Finn

Es verdad que muchas personas creativas no consiguen establecer relaciones personales maduras y que algunas de ellas llegan a vivir en el aislamiento extremo. También es verdad que, en determinadas circunstancias, un trauma originado por la separación o la pérdida de un ser querido durante la infancia puede conducir a que una persona potencialmente creativa tienda a desarrollar aquellos aspectos de su personalidad que sólo es posible satisfacer en un estado de relativo aislamiento. Sin embargo, de ello no podemos inferir que las conductas creativas y solitarias sean en sí mismas patológicas […].

El comportamiento de evitar el contacto con los demás es una respuesta concebida para proteger al niño de los desórdenes del comportamiento. Si trasladamos esta idea a la vida adulta, advertiremos que el niño que evita el contacto con los demás puede muy bien transformarse en una persona cuya necesidad principal sea encontrar alguna clase de sentido y orden en la vida que no dependa por completo, o incluso en gran medida, de las relaciones interpersonales.

ANTHONY STORR,

Solitude: A Return to the Self

Una enorme John Deere 8020 parece agazaparse en silencio bajo la oblicua luz del atardecer, lejos de cualquier lugar habitado y rodeada por un campo de sorgo a medio segar.

Las embarradas zapatillas deportivas de Wayne Westerberg sobresalen de las fauces de la cosechadora, como si la máquina fuera un gigantesco reptil de metal empeñado en digerir a su presa y estuviera terminando de engullirla.

«¡Pasadme la llave, joder! —exige una voz sorda y enfurecida que proviene de las entrañas de la máquina—. ¿O es que tenéis las manos tan ocupadas en los bolsillos que no podéis ayudar en nada?»

La cosechadora se ha averiado por tercera vez en pocos días y Westerberg está haciendo desesperados esfuerzos para cambiar antes del anochecer un cojinete que se le resiste.

Al cabo de una hora, se desliza fuera de la máquina, cubierto de grasa y rastrojos pero con expresión de triunfo. «Siento haber perdido la paciencia —se disculpa—. Llevamos demasiados días trabajando 18 horas. Cada vez estoy de peor humor, porque esta temporada vamos muy retrasados y encima nos falta mano de obra. Contaba con que Alex ya habría regresado.»

Han pasado 50 días desde que el cadáver de Chris McCandless fue descubierto en la Senda de la Estampida. Siete meses antes, una glacial tarde de marzo, McCandless había entrado con toda tranquilidad en la oficina del elevador de grano de Carthage anunciando que estaba listo para ir a trabajar. «Nos encontrábamos todos allí, fichando antes de salir, y entró Alex con una gran mochila colgada al hombro», recuerda Westerberg.

Le dijo a Westerberg que tenía planeado quedarse hasta el 15 de abril, el tiempo justo para obtener un poco de dinero. Según le explicó, tenía que comprar una larga lista de pertrechos porque se iba a Alaska. Le prometió que regresaría a Dakota del Sur a tiempo para ayudarlo con la cosecha de otoño, pero quería estar en Fairbanks a finales de abril, ya que su intención era apurar al máximo su estancia en el norte antes de volver.

Durante las cuatro semanas que pasó en Carthage, McCandless trabajó con dureza, encargándose de las tareas más desagradables y pesadas, aquellas con las que nadie quería enfrentarse: limpiaba los almacenes, exterminaba insectos, escardaba y pintaba. Para recompensar sus esfuerzos con una tarea que requiriera un poco más de destreza, Westerberg intentó enseñarle a manejar una recogedora-cargadora. «Alex no entendía mucho de maquinaria que digamos —explica Westerberg al tiempo que sacude la cabeza—. Ver cómo intentaba apañárselas con el embrague manual y el resto de palancas fue bastante cómico. Estaba muy claro que no tenía ningún tipo de aptitud para la mecánica.»

McCandless tampoco estaba dotado de un excesivo sentido común. Muchos de quienes lo conocieron han comentado espontáneamente que parecía tener una gran dificultad para resolver problemas prácticos, como si los árboles le impidieran ver el bosque. «Alex no era un pasmado, entiéndame bien —prosigue Westerberg—. Pero en ocasiones parecía vivir en las nubes. Recuerdo que una vez fui a casa, entre en la cocina y noté un olor nauseabundo. El microondas apestaba. Lo abrí y el fondo estaba lleno de grasa rancia. Alex lo había utilizado para asar un pollo y no se le había ocurrido pensar que la grasa tenía que caer en algún sitio. No era que fuera demasiado perezoso para limpiarlo. Al contrario, Alex siempre lo tenía todo muy pulcro y ordenado. No se había dado cuenta de lo que pasaba, así de simple.»

Poco después del regreso de McCandless a Carthage, Westerberg le presentó a su novia, Gail Borah, una mujer menuda, ligera como una garza real, de ojos tristes, rasgos delicados y larga melena rubia. A sus treinta y cinco años, está divorciada y es madre de dos hijos adolescentes. Lleva años rompiendo y reconciliándose con Wayne Westerberg. Ella y McCandless se hicieron amigos muy pronto. «Al principio parecía muy tímido —cuenta Borah—. Se comportaba como si le costase mucho estar en compañía de otras personas. Me figuré que era porque había pasado mucho tiempo solo.

»Alex venía a cenar a casa casi cada noche —continúa—. Comía mucho. Jamás dejaba nada en el plato. También era un buen cocinero. A veces pasaba a recogerme para ir a casa de Wayne, donde preparaba la cena para todo el mundo. Muchos de los platos que cocinaba eran a base de arroz. En contra de lo que cabía esperar, no lo aborrecía. Aseguraba que nueve kilos de arroz le bastaban para alimentarse un mes entero.

«Cuando estábamos juntos, hablaba mucho. De cosas serias, como si me abriera su corazón. Según él, ciertas cosas sólo podía contármelas a mí. Se veía que algo lo atormentaba. Era evidente que no se llevaba bien con su familia, pero nunca dijo gran cosa de ellos, salvo de Carine, la hermana menor. Me contó que estaban muy unidos. Decía que era muy guapa, que los chicos se giraban para mirarla cuando iba por la calle.»

Westerberg, por su parte, consideró que los problemas familiares de McCandless no eran de su incumbencia. «Siempre imaginé que debía de tener una buena razón para estar enfadado con ellos. Sin embargo, ahora que ha muerto, ya no estoy tan seguro. Si el pobre Alex estuviera aquí delante, no podría evitar leerle la cartilla: “¿En qué demonios estabas pensando? ¡No hablar con tu familia durante todo ese tiempo y tratarlos tan mal! Uno de los chicos que trabaja para mí ni siquiera tiene padres, pero no oirás nunca que vaya por ahí quejándose.” De todos modos, los tratara como los tratase, le aseguro que he visto cosas mucho peores. Conociendo a Alex, no me extrañaría que sólo estuviera ofendido por algo que sucedió con su padre y no quisiera dar su brazo a torcer.»

La conjetura de Westerberg, como luego se demostraría, era un diagnóstico bastante perspicaz de la relación que mantenían Chris y Walt McCandless. Tanto el padre como el hijo eran intransigentes y excitables. Dada la necesidad de controlar de Walt y el carácter exageradamente independiente de Chris, el enfrentamiento fue inevitable. Mientras estudió, Chris se sometió a la autoridad paterna hasta extremos sorprendentes, pero lo hizo a costa de acumular un resentimiento cada vez mayor. Fue obsesionándose por lo que percibía como defectos morales de su padre, la hipocresía del estilo de vida de su familia, la tiranía de su amor con condiciones. Al final, se rebeló, y lo hizo con la desmesura que lo caracterizaba.

Poco antes de desaparecer, Chris se quejaba en una carta a Carine de que el comportamiento de sus padres era «tan irracional, opresivo e insultante que ha superado el límite de mi paciencia». Y añadía:

Puesto que nunca me tomarán en serio, durante los meses que sigan a la graduación voy a dejar que crean que tienen razón, que estoy empezando a «ver las cosas como ellos» y que nuestra relación se estabiliza. Pero cuando llegue el momento actuaré de repente, de la noche a la mañana, y los borraré de mi vida por completo. Me divorciaré de ellos de una vez para siempre y no volveré a hablar con ese par de idiotas mientras viva. Romperé con ellos de una vez y por todas, para toda la vida.

La frialdad que Westerberg intuía entre Alex y sus padres contrastaba con lo afectuoso que se mostraba en Carthage. Cuando estaba de buen humor, era sociable y cordial, tanto que cautivó a mucha gente del pueblo. Cuando llegó por segunda vez a Dakota del Sur, ya tenía correspondencia aguardándole, cartas de personas a quienes había conocido en la carretera, entre ellas, según recuerda Westerberg, las «cartas de una chica muy enamorada, una que había conocido vete a saber dónde, en un campamento, me parece». Sin embargo, nunca mencionó ninguna aventura romántica.

«No recuerdo que Alex hablara de chicas nunca —dice Westerberg—, aunque un par de veces comentó que se casaría y tendría hijos. Daba la sensación de tomarse las relaciones sentimentales muy en serio. No era la clase de chico que empieza a salir con chicas sólo para acostarse con ellas.»

Borah señala asimismo que no parecía haber frecuentado muchos bares de solteros. «Un noche fuimos con un grupo de amigos a un bar de Madison —explica Borah—. Nos costó horrores conseguir que saliera a la pista. Eso sí, una vez que estuvo allí no se sentó en toda la noche. Nos lo pasamos de miedo bailando. Después de la muerte de Alex, Carine me dijo que, hasta donde ella sabía, era una de las pocas chicas con las que había bailado alguna vez en su vida.»

Durante el bachillerato, McCandless había mantenido una relación muy estrecha con dos o tres muchachas. Carine recuerda una ocasión en que se emborrachó e intentó llevar a una chica a su dormitorio en mitad de la noche (hicieron tanto ruido dando traspiés por las escaleras que Billie despertó y la mandó a casa). Así y todo, hay muy pocas pruebas de que fuera un adolescente sexualmente activo y, todavía menos, de que tras graduarse mantuviera relaciones sexuales con alguna mujer. (Por otro lado, tampoco hay pruebas de que alguna vez intimara sexualmente con un hombre.) Parece que McCandless se sentía atraído por las mujeres, pero que siempre o casi siempre permaneció célibe, tan casto como un monje.

La castidad y la pureza moral fueron cualidades sobre las que McCandless reflexionó a menudo. Uno de los libros que se encontraron junto a sus restos en el autobús fue una antología de narraciones que incluía La sonata a Kreutzer de Tolstoi, en la que el protagonista, un aristócrata convertido en asceta, denuncia «las tentaciones de la carne». Muchas páginas tienen las esquinas dobladas y algunos pasajes del texto están marcados con un asterisco y subrayados. Los márgenes están llenos de crípticas notas escritas con la peculiar letra de McCandless. En uno de los capítulos del ejemplar de Walden o la vida en los bosques de Thoreau, que se halló en el autobús, McCandless marcó con un círculo un pasaje que reza: «El hombre alcanza la plenitud con la castidad; el genio, el heroísmo, la santidad y otras virtudes similares no son sino algunos de los frutos a que da lugar.»

Los estadounidenses estamos hechizados por el sexo; tan pronto nos fascina como nos horroriza. Cuando una persona que en apariencia goza de buena salud, en particular alguien joven, se priva de los placeres de la carne, el hecho nos deja tan atónitos que la miramos con recelo. Su comportamiento nos infunde sospechas.

Sin embargo, la evidente inocencia sexual de McCandless no era más que el corolario de un tipo de personalidad que nuestra tradición cultural presenta como digno de admiración, al menos en el caso de sus exponentes más famosos. Su ambivalencia respecto al sexo recuerda la ambivalencia mostrada por algunos personajes célebres que abrazaron el retorno a la naturaleza con una fe inquebrantable, como el mismo Thoreau, quien conservó la virginidad durante toda su vida, o el naturalista John Muir, por no hablar de una multitud de peregrinos, trotamundos, inadaptados y aventureros menos conocidos. Al igual que un buen número de personas seducidas por el atractivo de la vida salvaje, parece como si McCandless hubiera estado movido por una especie de sed que suplantaba el deseo sexual. En cierto modo, esta sed era demasiado fuerte para que el contacto humano la saciase. Puede que McCandless se sintiera tentado por las pasiones que le ofrecían las mujeres, pero tales pasiones palidecían en comparación con la perspectiva de un encuentro tempestuoso con la naturaleza, con el cosmos mismo, que era lo que lo arrastraba hacia Alaska.

McCandless aseguró tanto a Westerberg como a Borah que regresaría a Dakota del Sur cuando su expedición al Norte hubiera terminado. Se quedaría en Carthage al menos todo el otoño y luego decidiría en función de las circunstancias.

«Me dio la impresión de que su viaje a Alaska iba a ser la última de sus grandes aventuras. Parecía querer establecerse —opina Westerberg—. Decía que iba a escribir un libro sobre sus viajes. Carthage le gustaba. Con su educación, es de suponer que no se habría pasado el resto de su vida trabajando en un elevador de grano, pero no hay duda de que tenía la intención de volver aquí para quedarse una temporada, ayudarnos en el elevador y tomarse un tiempo para meditar sobre lo que iba a hacer después.»

En cualquier caso, aquella primavera todas sus miras estaban puestas en Alaska. Aprovechaba cualquier oportunidad para hablar del viaje. Se dedicó a buscar a cuantos cazadores experimentados pudo por el pueblo y los alrededores, y les pidió que lo aconsejaran sobre las técnicas más adecuadas para la caza al acecho, la condimentación de la carne o su conservación. Borah lo llevó a Mitchell y en una tienda Kmart adquirió los últimos accesorios de su equipo.

A mediados de abril, Westerberg tenía mucho trabajo y no disponía de suficiente mano de obra. Le pidió a McCandless que pospusiera su partida y se quedara una o dos semanas más, pero éste ni siquiera tomó en consideración la propuesta.

«Cuando Alex había tomado una decisión, no había modo de que rectificara —dice Westerberg—. Incluso le ofrecí comprarle un billete de avión para Fairbanks, lo que le habría permitido trabajar otros diez días más y llegar a Alaska igualmente a finales de abril, pero repuso que no, que quería ir haciendo autostop, que volar sería como hacer trampas y le estropearía el viaje.»

Dos días antes de la fecha prevista para su marcha a Alaska, Mary Westerberg, la madre de Wayne, lo invitó a cenar a su casa. «A mi madre no le gustan los trabajadores que contrato y la verdad es que la idea de conocer a Alex tampoco la entusiasmaba demasiado —explica Westerberg—. Pero le dije tantas veces que tenía que conocerlo, le di tanto la lata, que al final lo invitó a cenar. Congeniaron enseguida. Hablaron sin parar durante cinco horas.»

«Había algo en él que fascinaba —cuenta la señora Westerberg sentada delante de la barnizada mesa de nogal en la que McCandless cenó aquella noche—. Me pareció mucho mayor de lo que era. No daba la impresión de tener 24 años. Quería saber más sobre cualquier cosa que le dijese, que le aclarara por qué pensaba eso, lo otro o lo de más allá. Estaba ávido de conocimientos. A diferencia de la mayoría de nosotros, se empeñaba en vivir según sus creencias.

«Hablamos de libros durante horas. En Carthage no hay mucha gente a quien le guste hablar de libros. Se pasó un buen rato hablando de Mark Twain. ¡Cielos, qué divertido fue charlar con él! Deseaba que la noche nunca terminara. Me hacía mucha ilusión volver a verlo este otoño. No puedo sacármelo de la cabeza. Es como si estuviera viéndolo. Estaba sentado ahí, en la misma silla que usted ocupa ahora. Teniendo en cuenta que sólo compartí unas horas con él, me sorprende que su muerte me haya afectado tanto.»

La última noche que pasó en Carthage, McCandless se divirtió hasta altas horas de la noche en el Cabaret, con Wayne y el resto de compañeros del elevador de grano. El Jack Daniel’s circulaba en abundancia. Ante la sorpresa general, ya que jamás había mencionado que supiera música, McCandless se sentó al piano y se puso a teclear viejas melodías country de cafetín, piezas de ragtime y canciones de Tony Bennett. No era el simple acto de un borracho que impone su dudoso talento a un público que no tiene más remedio que escucharlo. «Alex sabía tocar —dice Gail Borah—. Quiero decir que era bueno, muy bueno. Nos dejó boquiabiertos.»

La mañana del 15 de abril todos se reunieron en el elevador para despedir a McCandless. Llevaba una mochila muy pesada y unos 1.000 dólares escondidos en una bota. Entregó a Westerberg el cuaderno de su travesía por el río Colorado para que se lo guardara y le regaló el cinturón de cuero que había confeccionado en el desierto.

«Alex solía sentarse a la barra del Cabaret y pasarse horas leyéndonos lo que decía el cinturón —explica Westerberg—. Era como si estuviera traduciendo unos jeroglíficos. Cada uno de los dibujos que había grabado en el cuero tenía una larga historia tras de sí.»

Cuando McCandless abrazó a Borah para despedirse, ésta advirtió que estaba llorando. «Eso me asustó. Al fin y al cabo, no pensaba pasar tanto tiempo fuera. Me imaginé que no estaría llorando a menos que supiera que iba a afrontar grandes peligros y podía no regresar. En aquel momento empecé a tener el presentimiento de que no volveríamos a verlo más.»

Un gran tractor con remolque estaba esperándolo frente al elevador, con el motor al ralentí. Rod Wolf, uno de los empleados de Westerberg, tenía que transportar una carga de semillas de girasol a Enderlin, Dakota del Norte, y se había puesto de acuerdo con McCandless para dejarlo en la interestatal 94.

«Cuando bajó del tractor, llevaba su condenado machete colgado a la espalda —cuenta Wolf—. Pensé que nadie le pararía cuando lo vieran con eso, pero no le hice ningún comentario. Le di la mano, le desee buena suerte y le dije que se acordara de escribirnos.»

McCandless escribió. Una semana después, Westerberg recibió una lacónica postal con matasellos de Montana:

18 de abril. Esta mañana he llegado a Whitefish en un tren de carga. Voy a buen ritmo. Hoy cruzaré la frontera e iré hacia Alaska por el interior. Recuerdos a todos.

Cuídate,

ALEX

A primeros de mayo, Westerberg recibió otra postal, esta vez de Alaska. La postal era una fotografía de un oso polar y el matasellos llevaba la fecha del 27 de abril de 1992.

¡Recuerdos desde Fairbanks! Esto es lo último que sabrás de mí, Wayne. Estoy aquí desde hace dos días. Viajar a dedo por el territorio del Yukon ha sido difícil, pero al final he conseguido llegar.

Por favor, devuelve mi correo a los remitentes. Tal vez pase mucho tiempo antes de que regrese al sur. Si esta aventura termina mal y nunca vuelves a tener noticias mías, quiero que sepas que te considero un gran hombre. Ahora me dirijo hacia tierras salvajes.

ALEX

El mismo día McCandless mandó una postal con un mensaje similar a Jan Burres y Bob:

¡Hola, chicos!

Éste es el último mensaje que os envío. A partir de ahora me dirijo hacia tierras salvajes para vivir en plena naturaleza. Cuidaos mucho. Conoceros ha sido una experiencia maravillosa.

ALEXANDER