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EL DESIERTO DE ANZA-BORREGO

Ningún hombre se guió jamás por su genio hasta el punto de equivocarse. Aunque el resultado fuera la postración física, o incluso en el caso de que nadie pudiera afirmar que las consecuencias habían sido lamentables, para tales hombres existía una vida conforme a unos principios más elevados. Si recibes con alegría el día y la noche, si la vida despide la fragancia de las flores y las plantas aromáticas, si es más flexible, estrellada e inmortal, el mérito es tuyo. La naturaleza entera es tu recompensa, y has provocado por un instante que sea a ti mismo a quien bendiga. Los grandes logros y principios son muy difíciles de apreciar. Dudamos de su existencia con facilidad. Pronto los olvidamos. Pero son la más elevada de las realidades […]. La auténtica cosecha de la vida cotidiana es tan intangible e indescriptible como los matices de la mañana o la noche. Es como atrapar un poco de polvo de las estrellas o asir el fragmento de un arco iris.

HENRY DAVID THOREAU,

Walden o la vida en los bosques

[Pasaje subrayado en uno de los libros que se encontraron junto al cadáver de Chris McCandless.]

El 4 de enero de 1993 recibí una carta poco corriente, escrita a mano con una letra temblorosa y anacrónica que parecía indicar que su autor era una persona de edad avanzada. «A quien pueda interesar», rezaba el encabezamiento.

Me gustaría que me enviasen un ejemplar de la revista en que aparece la historia del joven [Alex McCandless] que murió en Alaska. Desearía ponerme en comunicación con la persona que investigó el incidente. En marzo de 1992 lo llevé en coche desde Saltón City, California, hasta Grand Junction, Colorado. Dejé a Alex allí para que hiciera autostop hacia Dakota del Sur. Me dijo que seguiríamos en contacto. Lo último que supe de él fue una carta que recibí la primera semana de abril de 1992. Registramos numerosas imágenes de nuestro viaje, yo con mi cámara de vídeo y él con su cámara fotográfica.

Si le queda algún ejemplar de ese número, le ruego que me lo envíe contra reembolso.

Entiendo que sufrió un accidente. En tal caso, me gustaría saber cómo ocurrió, ya que siempre llevaba una abundante provisión de arroz en la mochila, dinero más que suficiente y ropa de abrigo para temperaturas polares.

Atentamente,

RONALD A. FRANZ

P.S. Le ruego que no divulgue estos hechos a nadie hasta que yo averigüe más acerca de su muerte, ya que el chico no era el típico caminante que recorre el país. Por favor, créame.

Lo que pedía Franz era el número de enero de 1993 de la revista Outside, cuyo tema de portada era la muerte de Chris McCandless. La carta iba dirigida a la redacción de Outside en Chicago; puesto que yo había escrito el reportaje, me la remitieron.

En el transcurso de su hégira, McCandless causó una impresión indeleble en muchas personas, la mayoría de las cuales sólo pasó unos días con él, una semana o dos como máximo. Sin embargo, ninguna de ellas se sintió más profundamente afectada por su breve contacto con el muchacho que Ronald Franz, un anciano que tenía 80 años cuando conoció a McCandless en enero de 1992.

Tras despedirse de Jan Burres en la estafeta de correos de Salton City, McCandless hizo autostop en dirección al desierto y acampó en un matorral de larreas, justo en los límites del Parque Estatal del desierto de Anza-Borrego. Hacia el este se encuentra el Mar de Salton, un plácido océano en miniatura cuyas aguas se hallan a 60 metros por debajo del nivel del mar. El Mar de Salton se formó en 1905 a raíz de un monumental error de cálculo en una obra de ingeniería. Poco después de excavarse un canal desde el río Colorado para irrigar las ricas tierras de cultivo del valle Imperial, el río se desbordó a consecuencia de una serie de grandes inundaciones y cambió de curso. La impetuosa corriente se abrió paso a través de un nuevo cauce y empezó a fluir por el canal del valle Imperial sin que fuera posible controlarla; durante más de dos años el canal desvió la casi totalidad del enorme caudal del Colorado hacia la depresión de Salton. El agua anegó lo que antes había sido la seca planicie de la depresión, terminó por cubrir granjas y poblados, y sumergió más de 1.000 kilómetros cuadrados de desierto hasta crear un enorme lago sin salida al mar.

La ribera occidental del Mar de Salton está situada a 80 kilómetros de las limusinas, los exclusivos clubs de tenis y el exuberante verdor de los campos de golf de Palm Springs, y en otro tiempo fue el escenario de una intensa especulación inmobiliaria. Se proyectaron lujosos centros turísticos y se parcelaron extensas áreas. Sin embargo, la mayor parte del prometido desarrollo urbanístico nunca llegó a realizarse. En la actualidad, casi todos los solares están vacíos y el desierto va reconquistándolos poco a poco. Las plantas rodadoras corren libremente por las anchas y desoladas avenidas de la ciudad; la pintura de los edificios deshabitados va descascarillándose, mientras en las aceras se alinean carteles de «En venta» descoloridos por el sol. En el escaparate de la promotora inmobiliaria de la ciudad, la Salton Sea Realty and Development Company, se lee un aviso en inglés y español que reza: «Cerrado.» El silencio espectral sólo es interrumpido por el ulular del viento.

En dirección opuesta al Mar de Salton, el terreno se eleva primero con suavidad y luego se vuelve cada vez más abrupto hasta transformarse en las áridas y fantasmales mesetas del desierto de Anza-Borrego. La parte inferior de este desnivel entre la accidentada orografía del desierto y el lago es un espacio abierto con lomas poco pronunciadas y cortado por profundas torrenteras, una clase de formación geológica propia de los desiertos del suroeste de Estados Unidos y del norte de México que recibe el nombre de «bajada». McCandless dormía en ese sitio, en una loma agostada por el sol y salpicada de opuntias, daleas y tallos de ocotillo que llegaban a los tres metros y medio de altura, acostado en la arena y apenas protegido por una lona colgada de la rama de una larrea.

Cuando necesitaba provisiones, recorría a pie o haciendo autostop los seis kilómetros que lo separaban del núcleo habitado más cercano, donde compraba arroz y volvía a llenar de agua su garrafa de plástico. McCandless se abastecía en lo que es a la vez supermercado, tienda de licores y estafeta de correos, una construcción con un enlucido beige que sirve de punto de reunión de la periferia de Salton City. Un jueves, a mediados de enero, hizo autostop después de llenar su garrafa, y quien se detuvo en el arcén fue un anciano llamado Ron Franz.

—¿Dónde estás acampado? —le preguntó Franz.

—Un poco más allá de las fuentes termales de Oh-Dios-mío —respondió McCandless.

—Vivo aquí desde hace más de seis años y nunca había oído hablar de ese sitio. Tendrás que indicarme el camino.

Circularon unos pocos minutos por la autovía que va de Borrego a Salton City bordeando el lago; luego McCandless le pidió que girara a la izquierda y se internara en el desierto siguiendo unas rodadas de todoterreno que serpenteaban a través de una angosta torrentera. Después de recorrer unos dos kilómetros, llegaron a un extraño campamento en el que se habían agrupado unas 200 personas para pasar el invierno al aire libre. Era una comunidad excluida de la civilización, una visión anticipada de Estados Unidos tras el apocalipsis. En él se entremezclaban familias enteras que ocupaban sucias tiendas de campaña, envejecidos hippies que se cobijaban en furgonetas psicodélicas, individuos de aspecto parecido a Charles Manson que dormían en herrumbrosos Studebakers que no pisaban la carretera desde los tiempos de la presidencia de Eisenhower. Una parte significativa de los habitantes del lugar se paseaba en cueros. El agua que manaba de un pozo geotérmico había sido canalizada hasta un par de charcas poco profundas y humeantes, que recibían la sombra de unas palmeras y estaban rodeadas por sendos círculos de piedras: las fuentes termales de Oh-Dios-mío.

Sin embargo, McCandless no acampaba cerca de las fuentes, sino en el solitario entorno de la «bajada», a casi un kilómetro de distancia. Franz lo llevó hasta allí, charló un rato con él y luego regresó a la ciudad, donde vivía solo en un destartalado edificio de apartamentos que administraba a cambio de no pagar el alquiler.

Franz, por aquel entonces un hombre de profundas creencias religiosas y cristiano practicante, se había pasado la mayor parte de su vida en el ejército. Estuvo destinado en Shangai y Okinawa. La Nochevieja de 1957, mientras se encontraba en ultramar, perdió a su mujer y su hijo en un accidente de automóvil. Un conductor borracho se les echó encima. Su hijo iba a terminar la carrera de medicina en el mes de junio. Franz se refugió en el alcohol.

Medio año después consiguió rehacerse y abandonó de golpe la bebida, pero nunca llegó a superar del todo la tragedia. Para mitigar su soledad, empezó a «adoptar» a niños indigentes de Okinawa prescindiendo de consideraciones legales. Con el tiempo, llegó a tener a catorce bajo su protección y pagó los estudios de medicina a dos de ellos, el mayor, que terminó la carrera en Filadelfia, y otro que la terminó en Japón.

Cuando conoció a McCandless, sus dormidos impulsos paternales volvieron a despertar. No podía dejar de pensar en él. El muchacho le había dicho que se llamaba Alex —no había querido darle su apellido— y que procedía de Virginia. Era educado y agradable, e iba bien arreglado.

«Parecía muy inteligente —afirma Franz con un exótico acento que suena como una combinación de giros dialectales escoceses, dicción alemana de Pensilvania y deje sureño de Carolina—. Pensé que era demasiado buen chico como para estar acampado allí, junto a aquellas fuentes termales, mezclándose con una pandilla de nudistas, borrachos y drogadictos.» El domingo por la mañana, tras asistir a misa, decidió hablar con Alex sobre «su forma de vivir». «Alguien tenía que convencerlo de que estudiara, aprendiese una profesión e hiciera algo de provecho», continúa.

Sin embargo, cuando volvió al lugar donde McCandless acampaba e intentó soltarle un pequeño discurso sobre la necesidad de labrarse un porvenir, el muchacho lo interrumpió con brusquedad.

—Mire, no debe preocuparse por mí —manifestó—. He ido a la universidad. No soy un mendigo. Vivo así porque quiero.

Pese a su susceptibilidad inicial, el muchacho sintió simpatía por el anciano, y acabaron entablando una larga conversación. Aquel mismo día fueron hasta Palm Springs en la camioneta de Franz, almorzaron juntos en un buen restaurante y subieron en teleférico a la cima del pico de San Jacinto. De vuelta, McCandless se detuvo al pie de la montaña para desenterrar un sarape y otros objetos que el año anterior había puesto a buen recaudo.

Durante las semanas siguientes, McCandless y Franz pasaron mucho tiempo juntos. El muchacho adquirió la costumbre de desplazarse con regularidad a Salton City para lavarse la ropa y asar carne a la parrilla en el apartamento de Franz, a quien confesó que estaba aguardando la primavera para partir hacia Alaska y embarcarse en una «gran aventura». Asimismo, los papeles se invirtieron y empezó a sermonear al octogenario sobre las desventajas e inconvenientes de llevar una vida sedentaria, exhortándolo a vender la mayor parte de sus posesiones, abandonar el apartamento y vivir en la carretera. Franz se tomaba aquellas arengas con calma; de hecho, se sentía muy a gusto en compañía del chico.

Franz posee un gran talento para la artesanía en cuero, y enseñó a Alex los secretos del oficio; el primer trabajo de Alex fue un elaborado cinturón de piel de vaca, en el que plasmó sus andanzas mediante ingeniosos dibujos. En el extremo de la trabilla está grabado el nombre de Alex, al que siguen las iniciales c.j.m. (por Christopher Johnson McCandless) enmarcadas por una calavera y unas tibias cruzadas. A lo largo de la correa se ve una carretera asfaltada de dos carriles, una señal de prohibido cambiar de sentido, una riada que arrastra a un coche bajo un cielo tormentoso, un pulgar en alto haciendo autostop, un águila, Sierra Nevada, unos salmones nadando en el océano Pacífico, la autovía de la costa del Pacífico a su paso por los estados de Oregón y Washington, las montañas Rocosas, unos trigales de Montana, una serpiente de cascabel de Dakota del Sur, la casa de Westerberg en Carthage, el río Colorado, un temporal en el golfo de California, una canoa varada junto a una tienda de campaña, Las Vegas, las iniciales t.c.d., una vista de Morro Bay y otra de Astoria. Al final, en el extremo de la hebilla, aparece una solitaria letra N, que quizá simboliza el Norte. El repujado del cinturón, realizado con extraordinaria habilidad e imaginación creativa, es tan asombroso como la mayor parte de objetos en que McCandless dejó su impronta.

Franz le tomaba cada vez más afecto. «¡Dios mío, era tan listo!», dice con voz ronca y casi inaudible. Luego baja la vista hacia el suelo arenoso y se queda callado. Inclinándose con dificultad, se sacude una imaginaria mota de polvo de la pernera del pantalón; en el embarazoso silencio se oye crujir sus rígidos huesos.

Pasan unos largos segundos antes de que Franz se decida a proseguir; cuando por fin vuelve a hablar, levanta la vista al cielo con los ojos entrecerrados. Durante sus visitas, recuerda Franz, no era raro que se pusiera de mal humor y despotricase contra sus padres, los políticos o la estupidez endémica de la sociedad estadounidense. Cuando era presa de esos arrebatos, Franz apenas decía palabra y lo dejaba perorar por miedo a indisponerse con él.

Un día, a principios de febrero, McCandless le anunció que se marchaba a San Diego. Quería reunir más dinero para su proyectado viaje a Alaska.

—No hace falta que vayas a San Diego —protestó Franz—. Te daré dinero si lo necesitas.

—No. No lo entiendes. Ya está decidido. Me voy a San Diego. Me marcho el lunes.

—Como quieras. Te llevaré hasta allí.

—No digas tonterías —le espetó McCandless.

—Tengo que ir a San Diego de todos modos. Para comprar más cuero —mintió Franz.

McCandless cedió. Levantó el campamento, guardó la mayor parte de sus pertenencias en el apartamento de Franz —no quería cargar con la mochila y el saco de dormir por toda la ciudad— y luego se subió en la camioneta con el anciano. Cruzaron las montañas del desierto hasta la costa. Cuando Franz lo dejó en la bahía de San Diego, estaba lloviendo. «Fue muy duro —dice—. Me entristecía tener que dejarlo.»

El 19 de febrero McCandless llamó a Franz a cobro revertido para desearle un feliz cumpleaños. El anciano cumplía 81 años y Chris se acordó de la fecha porque siete días antes había sido su propio cumpleaños; había cumplido los 24 el 12 de febrero. En el curso de esa conversación telefónica, también le confesó que tenía dificultades para encontrar un trabajo.

El 28 de febrero envió una postal a Jan Burres:

¡Hola! Durante la última semana he estado viviendo en las calles de San Diego. El día de mi llegada cayó una tromba de agua de mil demonios. Las misiones de aquí son un asco. Te sermonean hasta la extenuación. Ninguna novedad en lo que se refiere a encontrar trabajo, así que mañana me marcho al norte.

He decidido que partiré hacia Alaska el 1 de mayo a más tardar, pero tengo que reunir un poco de dinero para comprar el equipo. Puede que regrese a Dakota del Sur y trabaje para un amigo que tengo allí, si me necesita. En este momento, todavía no sé el lugar exacto al que iré, pero os escribiré en cuanto llegue. Espero que os encontréis bien. Cuidaos,

ALEX

El 5 de marzo McCandless mandó sendas postales a Burres y a Franz.

El texto de la primera rezaba:

¡Recuerdos desde Seattle! ¡Me he convertido en un polizón! Ahora viajo siempre en tren. ¡No sabéis lo divertido que es saltar de un tren en marcha! Desearía haberlo descubierto antes. También tiene algunos inconvenientes. El primero, que terminas hecho una porquería. El segundo, que tienes que lidiar con los guardas. En Los Ángeles, estaba sentado en el vagón de un expreso y alrededor de las diez de la noche un guarda me descubrió con su linterna. «¡Sal de ahí antes de que te MATE!», gritaba. Cuando salí, comprobé que, efectivamente, había desenfundado el arma. Me interrogó pistola en mano y luego siguió gritando: «¡Si vuelvo a verte en el tren, te mataré! ¡Aléjate de las vías!» ¡Un loco de atar! Pero ríe mejor quien ríe el último. Cinco minutos después, volví a subirme al mismo tren e hice todo el trayecto hasta Oakland. Ya os escribiré.

ALEX

Una semana más tarde, el teléfono de Franz volvió a sonar. «Era la operadora de la centralita que me preguntaba si aceptaba una llamada a cobro revertido de un tal Alex —explica el anciano—. Cuando oí su voz, fue como un soplo de aire fresco.»

—¿Podrías venir a recogerme? —preguntó McCandless.

—Sí. ¿En qué parte de Seattle te encuentras?

—No estoy en Seattle, Ron —respondió Chris entre risas—. Estoy en California, muy cerca por carretera de donde tú te encuentras, en Coachella.

Ante la imposibilidad de hallar un empleo en el lluvioso noroeste, McCandless se había subido a sucesivos trenes de mercancías para regresar al desierto. En Colton, California, otro guarda lo descubrió, y fue encarcelado. Cuando lo soltaron, hizo autostop hasta Coachella, un pueblo situado al sureste de Palm Springs, y llamó por teléfono a Franz. Tan pronto como colgó el auricular, el anciano se fue corriendo a buscarlo.

«Lo invité a almorzar en el Sizzler [un famoso restaurante de Palm Springs], donde se hartó de langosta y filete —recuerda Franz—. Luego regresamos a Salton City.»

McCandless le dijo que sólo podía quedarse un día, el tiempo justo para lavar la ropa y meter todas sus cosas en la mochila. Se había puesto en contacto con Wayne Westerberg, quien le había ofrecido un puesto de trabajo en el elevador de grano de Carthage, y estaba ansioso por partir. Era miércoles, 11 de marzo. Franz se ofreció a llevarlo hasta Grand Junction, Colorado, el punto más distante al que podía acercarlo si no quería faltar a una cita que tenía el lunes siguiente en Salton City. Para su sorpresa y alivio, McCandless aceptó el ofrecimiento sin protestar.

Antes de ponerse en camino, el anciano le regaló un machete, una parka polar, una caña de pescar plegable y otros pertrechos para su empresa subártica. El jueves al amanecer salieron de la ciudad en la camioneta de Franz; se detuvieron en Bullhead City para cancelar la libreta de ahorros que el muchacho había abierto unos meses antes y luego visitaron el remolque de Charlie, donde había escondido algunos libros y pertenencias, incluyendo el cuaderno que recogía su aventura en canoa por el río Colorado. McCandless se empeñó en invitar a Franz a almorzar en el Golden Nugget, un casino de Laughlin. Una camarera del Nugget saludó efusivamente al chico cuando lo reconoció:

—¡Alex! ¡Qué sorpresa! ¡Has vuelto!

Franz había comprado una cámara de vídeo antes de emprender el viaje y de vez en cuando efectuaba paradas para filmar el paisaje. Aunque McCandless intentaba escabullirse cada vez que Franz lo enfocaba con el objetivo, se conservan unas breves imágenes en las que aparece con actitud impaciente en lo alto del cañón de Bryce, de pie sobre la nieve. McCandless tiene la tez bronceada y se le ve robusto y saludable. Lleva vaqueros y un jersey de lana. Al cabo de unos instantes, empieza a protestar sin apartar la mirada de la cámara.

—Venga, vámonos. Déjalo ya. Nos queda mucho camino por delante, Ron.

Según Franz, el viaje fue agradable pese a las prisas. «A veces no intercambiábamos una sola palabra durante horas —recuerda—. Incluso cuando se quedaba dormido, me sentía contento sólo con saber que estaba allí.» Franz se atrevió entonces a plantearle una singular petición: «Mi madre era hija única, como mi padre, y no tengo hermanos. Ahora que mi hijo ha muerto, sólo quedo yo. Cuando me vaya de este mundo, mi familia habrá desaparecido para siempre. Así que le pregunté si podía adoptarlo, si quería ser mi hijo.»

La petición incomodó a McCandless, que eludió dar una respuesta.

—Hablaremos de ello cuando vuelva de Alaska, Ron —dijo.

El 14 de marzo llegaron a las afueras de Grand Junction. Franz lo dejó en el arcén de la interestatal 70 y regresó a California. McCandless se sentía lleno de ilusión por encontrarse ya camino del norte, pero también aliviado; aliviado por haber vuelto a sortear la amenaza inminente de establecer unos lazos de amistad demasiado estrechos, demasiado íntimos, con toda la complicada carga emocional que ello conlleva. Había huido de los claustrofóbicos límites de su familia. Había conseguido guardar las distancias con Jan Burres y Wayne Westerberg, alejándose de sus vidas sin darles tiempo a esperar nada de él. Y en ese momento también acababa de salir sin mayores problemas de la vida de Ron Franz.

Sin mayores problemas desde su perspectiva, pero no desde la del anciano, claro está. Sólo podemos hacer conjeturas sobre los motivos por los que Franz se encariñó en tan poco tiempo del muchacho; en cualquier caso, el afecto que sentía por él era sincero, intenso e incondicional. Franz había llevado una existencia solitaria durante muchos años. Carecía de familia y tenía pocos amigos. Pese a su soledad y lo avanzado de su edad era una persona disciplinada e independiente, capaz de arreglárselas muy bien sin ayuda de nadie. Sin embargo, cuando McCandless irrumpió en su mundo, las defensas que había construido con tanto cuidado se desmoronaron. Estaba entusiasmado con la compañía del muchacho, pero su creciente amistad hacia él le recordaba cuán solo había estado. El chico ponía al descubierto el enorme vacío de su existencia tanto como ayudaba a llenarlo. Cuando McCandless se marchó tan de repente como había llegado, el anciano se sintió embargado por un pesar profundo e inesperado.

A principios de abril, Franz recibió en su apartado de correos una larga carta de McCandless matasellada en Dakota del Sur.

¡Hola, Ron! Soy Alex. Te escribo desde Carthage. Ya hace casi dos semanas que estoy trabajando aquí. Tardé tres días en llegar desde que nos despedimos en Grand Junction. Espero que tu viaje de regreso a Salton City transcurriera sin contratiempos. El trabajo me gusta y todo va bien. Las temperaturas son suaves; cuesta creerlo, pero hay días en que no hace nada de frío. Algunos granjeros incluso ya salen a trabajar al campo. Supongo que en California el calor aprieta cada vez más. Me pregunto si tuviste ocasión de ir a las fuentes termales el 20 de marzo y llegaste a ver la cantidad de gente que se congrega allí para la reunión del Arco iris. Por lo que sé, podría haber sido muy divertido, aunque la verdad es que no creo que una cosa así encaje demasiado con tus gustos.

No voy a quedarme mucho tiempo en Dakota del Sur. Mi amigo, Wayne, quiere que siga trabajando en el elevador de grano durante el mes de mayo y que luego lo acompañe todo el verano con el grupo de cosechadoras, pero mi mayor ilusión es emprender mi odisea; antes del 15 de abril espero estar camino de Alaska. Eso quiere decir que me marcharé dentro de poco, de modo que si he recibido correspondencia necesito que me la mandes a la dirección que figura al pie de esta carta.

Los momentos que hemos pasado juntos han sido muy agradables y te agradezco de todo corazón la ayuda que me has prestado. Espero que nuestra separación no te haya deprimido demasiado. Puede que pase mucho tiempo antes de que nos veamos de nuevo. Pero, si consigo superar la prueba de mi viaje a Alaska y todo sale como espero, te prometo que volverás a tener noticias mías. Quiero repetirte los consejos que te di en el sentido de que deberías cambiar radicalmente de estilo de vida y empezar a hacer cosas que antes ni siquiera imaginabas o que nunca te habías atrevido a intentar. Sé audaz. Son demasiadas las personas que se sienten infelices y que no toman la iniciativa de cambiar su situación porque se las ha condicionado para que acepten una vida basada en la estabilidad, las convenciones y el conformismo. Tal vez parezca que todo eso nos proporciona serenidad, pero en realidad no hay nada más perjudicial para el espíritu aventurero del hombre que la idea de un futuro estable. El núcleo esencial del alma humana es la pasión por la aventura. La dicha de vivir proviene de nuestros encuentros con experiencias nuevas y de ahí que no haya mayor dicha que vivir con unos horizontes que cambian sin cesar, con un sol que es nuevo y distinto cada día. Si quieres obtener más de la vida, Ron, debes renunciar a una existencia segura y monótona. Debes adoptar un estilo de vida donde todo sea provisional y no haya orden, algo que al principio te parecerá enloquecedor. Sin embargo, una vez que te hayas acostumbrado, comprenderás el sentido de una vida semejante y apreciarás su extraordinaria belleza. En pocas palabras, deja Salton City y ponte en marcha. Te aseguro que sentirás una gran alegría si lo haces. Aunque sospecho que harás caso omiso de mis consejos. Sé que piensas que soy testarudo, pero tú lo eres aún más. En el viaje de regreso tuviste la oportunidad de contemplar una de las grandes maravillas de la Tierra, el Gran Cañón del Colorado, algo que todo americano debería ver al menos una vez en la vida. Sin embargo, por alguna razón que no alcanzo a comprender, todo lo que querías era salir corriendo hacia casa tan rápido como fuera posible y volver a una situación donde siempre experimentas lo mismo. Mucho me temo que en el futuro seguirás teniendo las mismas inclinaciones y te perderás todas las maravillas que Dios ha puesto en este mundo para que el hombre las descubra. No eches raíces, no te establezcas. Cambia a menudo de lugar, lleva una vida nómada, renueva cada día tus expectativas. Aún te quedan muchos años de vida, Ron, y sería una pena que no aprovecharas este momento para introducir cambios revolucionarios en tu existencia y adentrarte en un reino de experiencias que desconoces.

Te equivocas si piensas que la dicha procede sólo o en su mayor parte de las relaciones humanas. Dios la ha puesto por doquier. Se encuentra en todas y cada una de las cosas que podemos experimentar. Sólo tenemos que ser valientes, rebelarnos contra nuestro estilo de vida habitual y empezar a vivir al margen de las convenciones.

Lo que quiero decir es que no necesitas tener a alguien contigo para traer una nueva luz a tu vida. Está ahí fuera, sencillamente, esperando que la agarres, y todo lo que tienes que hacer es el gesto de alcanzarla. Tu único enemigo eres tú mismo y esa terquedad que te impide cambiar las circunstancias en que vives.

Espero que abandones Salton City tan pronto como puedas, enganches un pequeño remolque a tu camioneta y empieces a contemplar la gran obra que Dios ha creado en el Oeste americano. De verdad, Ron. Aprenderás mucho de todo lo que veas y de las personas que conozcas. Lleva una vida austera, no vayas a moteles, prepárate tú mismo la comida. Ten como norma gastar lo menos posible y la satisfacción con que vivirás será mucho mayor. Espero que la próxima vez que nos veamos seas un hombre nuevo y hayas acumulado un sinfín de aventuras y experiencias. No lo pienses dos veces. No intentes encontrar justificaciones para aplazarlo. Sólo tienes que salir y hacerlo. Así de simple. Sentirás una gran alegría por haber emprendido un nuevo camino. Cuídate, Ron,

ALEX

Por favor, escríbeme a la siguiente dirección:

Alex McCandless

Madison, SD 57042

Aunque parezca asombroso, el anciano de 81 años se tomó al pie de la letra el impetuoso consejo del vagabundo de 24. Franz depositó sus muebles y la mayor parte de sus posesiones en un guardamuebles, se compró una GMC Duravan y la equipó con unas literas y diversos enseres de camping. Tras dejar el apartamento, se dirigió hacia la «bajada».

Se instaló en el mismo lugar en que había estado acampado McCandless, más allá de las fuentes termales. Puso unas piedras alrededor del camión caravana para señalizar el área de aparcamiento, plantó unas chumberas y unas daleas para «ajardinar» el lugar, y luego se sentó en el desierto a esperar, los días que fuese necesario, el regreso de su joven amigo.

Ronald Franz no es el nombre auténtico de mi interlocutor, sino un seudónimo que me he inventado a petición suya. Su aspecto físico transmite un vigor y una energía sorprendentes para un hombre que tiene más de 85 años y ha sobrevivido a dos ataques de corazón. Está de pie con la espalda erguida y los hombros rectos. Mide más de un metro ochenta, es corpulento y tiene unos brazos robustos. Sus orejas son muy grandes en comparación con las proporciones del resto del cuerpo, y otro tanto ocurre con sus manos, gruesas y nudosas. Cuando me acerco a la caravana y me presento, me recibe vestido con unos raídos vaqueros, camiseta sin mangas de un blanco inmaculado, un elaborado cinturón de cuero de su propia creación, calcetines blancos y mocasines negros llenos de rozaduras. Lo único que delata su edad es una frente surcada de arrugas y una nariz imponente, cubierta de marcadas espinillas, sobre la que se despliega una filigrana púrpura de capilares semejante a un fino tatuaje. Ha transcurrido algo más de un año desde la muerte del muchacho. Los ojos azules del anciano contemplan el mundo con evidente recelo.

Para disipar su desconfianza le entrego una colección de fotografías tomadas en Alaska el verano anterior mientras reconstruía el viaje sin retorno de McCandless por la Senda de la Estampida. Las primeras imágenes que aparecen son paisajes; las instantáneas muestran los bosques de los alrededores, el camino cubierto de maleza, unas montañas lejanas, el río Sushana. Franz las estudia en silencio y de vez en cuando asiente con la cabeza mientras le explico qué representan; parece estar agradecido de que se las haya enseñado.

Sin embargo, cuando llega a las fotografías del autobús en el que murió el muchacho, se pone en tensión. Algunas imágenes muestran las pertenencias de McCandless dentro del vehículo abandonado; en el momento en que se da cuenta de lo que está viendo, se le nublan los ojos, deja de examinar las fotos y me las devuelve con un gesto seco. Mientras mascullo una débil disculpa, se aleja para recobrar la compostura.

Franz ya no vive en el antiguo campamento de McCandless. Una riada arrasó el improvisado camino que conducía hasta allí y el anciano se trasladó 30 kilómetros más al sur, hacia los páramos de Borrego, donde está acampado junto a una solitaria alameda. Las fuentes termales de Oh-Dios-mío también han desaparecido. Las charcas fueron demolidas y el pozo geotérmico fue cegado con cemento por orden de la Comisión de Salud Pública del valle Imperial. Los funcionarios argumentaron que habían ordenado eliminar las fuentes termales por el peligro que corrían los bañistas de contraer alguna enfermedad infecciosa a causa de la contaminación del agua. Según la comisión, las charcas eran un caldo de cultivo de microbios virulentos.

«Puede que fuera cierto —dice el dependiente de una tienda de Salton City—, pero mucha gente piensa que las destruyeron porque empezaban a atraer a demasiados hippies y vagabundos. Estaban llenas de gentuza. Si quiere saber mi opinión, me alegro. Buen viaje.»

Después de despedirse de McCandless, el anciano permaneció más de ocho meses en la «bajada», aguardando con paciencia el regreso del muchacho. Se pasaba horas vigilando el camino por si veía aproximarse a un joven con una gran mochila. A finales de 1992, el 26 de diciembre, fue a la estafeta de correos de Salton City para comprobar si había llegado alguna carta a su nombre, y en el camino de vuelta recogió a dos autostopistas.

«Me parece que uno era de Misisipí y el otro era indio —recuerda Franz—. Empecé a hablarles de Alex y la aventura a la que se había lanzado en Alaska.»

De repente, el joven indio lo interrumpió:

—¿El nombre de ese chico era Alex McCandless?

—Sí, así es. ¿Lo conoces?

—Siento tener que darle esta noticia, pero su amigo ha muerto. Murió congelado en la tundra. Acabo de leerlo en la revista Outdoor.

Aquellas palabras dejaron anonadado a Franz, que interrogó al autostopista detenidamente. Los detalles parecían verosímiles, la historia cuadraba. Algo había fallado, con unas consecuencias terribles. McCandless jamás volvería.

«Cuando Alex partió hacia Alaska, recé —recuerda Franz—. Le rogué a Dios que lo protegiera. Le dije que el chico era especial. Pero él lo dejó morir. Así que aquel 26 de diciembre, cuando descubrí lo que había ocurrido, abjuré de mi fe cristiana. Renuncié a la Iglesia y me convertí en ateo. Decidí que no podía seguir creyendo en un dios que había permitido que algo tan horrible le sucediera a un chico como Alex.

»Después de dejar a los autostopistas —continúa—, di media vuelta, volví a Salton City y compré una botella de whisky. Fui al desierto y me la bebí. No estaba acostumbrado a beber, así que me sentó muy mal. Tenía la esperanza de que el alcohol me matara, pero no lo hizo. Sólo me sentó muy mal, mal de verdad.»