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LA CORRIENTE DETRÍTICA

El desierto es un entorno de revelaciones, un lugar de una genética y una psicología extrañas, de una sensorialidad austera, con una estética abstracta y una historia cargada de hostilidad […]. Sus formas son audaces, incitantes. La mente queda presa de la luz, el espacio, la originalidad cinestética de la aridez, las altas temperaturas y el viento. El cielo del desierto es envolvente, majestuoso y terrible. En otros hábitats, la línea del horizonte se quiebra o se oscurece; en el desierto se funde con la bóveda que está sobre nuestras cabezas, infinitamente más vasta que la que se divisa en las grandes extensiones donde se despliegan campos y bosques […]. En este cielo panorámico, las nubes parecen más compactas y a veces la concavidad de su parte inferior refleja con magnificencia la curvatura del globo terráqueo. La angularidad de las formas terrestres del desierto confiere una arquitectura monumental a las nubes tanto como al mismo relieve […]. Es al desierto adonde se dirigen los profetas y ermitaños, adonde van los peregrinos y exiliados. Es en él que los líderes de las grandes religiones han buscado los valores terapéuticos y espirituales del retiro, no para escapar de la realidad, sino para descubrirla.

PAUL SHEPARD,

Man in the Landscape:

a Historic View of the Esthetics of Nature

La Arctomecon californica, una amapola conocida como Garra de oso, es una flor silvestre que no existe en ningún otro lugar del planeta salvo en un recóndito paraje del desierto de Mojave. A finales del verano, produce durante un breve lapso de tiempo una delicada flor dorada, pero durante la mayor parte del año la planta pasa inadvertida y languidece sin ornamentos sobre la tierra agostada. La Arctomecon californica es lo suficientemente rara como para estar clasificada como especie en peligro de extinción. En octubre de 1990, unos tres meses después de que McCandless abandonara Atlanta, un guarda del servicio de vigilancia de parques llamado Bud Walsh se adentró en el desolado interior del Área Recreativa Nacional del lago Mead[1] con la orden de llevar a cabo un recuento de la población existente de amapolas Garra de oso. La administración federal quería conocer mejor hasta qué punto escaseaban.

La Arctomecon californica sólo crece en una clase de suelo yesoso que se da en abundancia a lo largo de la orilla sur del lago Mead, así que Walsh condujo hacia allí a su equipo de guardas para realizar el reconocimiento botánico. Dejaron la carretera de Temple Bar, condujeron tres kilómetros a campo traviesa hasta llegar a la ancha torrentera conocida como la Corriente Detrítica, aparcaron sus camionetas cerca de la ribera del lago y empezaron a trepar por el empinado margen oriental de la torrentera, una cuesta de yeso blanquecino y desmenuzado de la que se desprendían terrones y guijarros a medida que subían. Unos minutos más tarde, cuando estaban a punto de coronar la cuesta, uno de los guardas se detuvo para recobrar el aliento y miró hacia abajo.

—¡Eh, mirad que hay allí! —exclamó—. ¿Qué demonios es eso?

Justo al lado del cauce seco, en una mata de orzaga próxima al lugar donde habían aparcado, se veía un gran objeto oculto bajo una lona impermeabilizada parduzca. Cuando los guardas retiraron la lona, descubrieron un viejo Datsun amarillo que carecía de las placas de matrícula. Una nota pegada al parabrisas rezaba: «Esta mierda de máquina ha sido abandonada. Si alguien consigue sacarla de aquí, puede quedársela.»

Las portezuelas del vehículo no estaban cerradas con llave. Las alfombrillas aparecían cubiertas de barro, al parecer a causa de alguna riada reciente. Cuando miró en el interior, Walsh encontró una guitarra Gianini, un cazo que contenía monedas por valor de 4 dólares con 93 centavos, un balón de fútbol, una bolsa de basura llena de ropa vieja, una caña y diversos avíos de pesca, una maquinilla de afeitar eléctrica nueva, una armónica, varios cables de arranque sueltos y un saco de arroz de 12 kilos. La llave de contacto estaba en la guantera.

Según Walsh, los guardas inspeccionaron los alrededores por si veían «algo sospechoso» y luego se marcharon. Cinco días después, otro guarda volvió hasta al vehículo abandonado, consiguió ponerlo en marcha sin grandes dificultades y lo llevó al parque móvil que tiene el servicio de vigilancia en Temple Bar.

«Vino hasta aquí a más de noventa kilómetros por hora —recuerda Walsh—. Me comentó que no tenía ningún fallo mecánico. El motor iba a las mil maravillas.»

Con el fin de averiguar el nombre del propietario, los guardas difundieron por teletipo un boletín destinado a los principales departamentos de policía y emprendieron una búsqueda informática minuciosa a través de los bancos de datos del suroeste del país para comprobar si el número de serie del bastidor estaba relacionado con algún delito. La investigación no dio ningún resultado.

Al final, los guardas siguieron la pista del número del bastidor hasta dar con los propietarios iniciales, la compañía Hertz. La Hertz les comunicó que lo había vendido muchos años atrás como vehículo usado después de retirarlo de su flota de alquiler y que no tenía ningún interés en reclamarlo. Walsh recuerda que pensó: «¡Anda, genial! Un regalo de los dioses de la carretera. Perfecto para operaciones encubiertas contra el narcotráfico.» Dicho y hecho. Durante los tres años siguientes, el servicio de vigilancia utilizó el Datsun como tapadera para operaciones encubiertas de compra de droga que condujeron a la detención de numerosos traficantes dentro del Área Nacional Recreativa, infestada de criminalidad. Entre otras operaciones, participó en una redada en la que cayó uno de los principales proveedores de metanfetaminas de la región, quien actuaba desde un poblado de caravanas situado en las afueras de Bullhead City.

«Todavía hacemos muchos kilómetros con ese viejo coche —explica Walsh con orgullo a los dos años y medio de haber encontrado el Datsun—. Unos dólares de gasolina y funciona todo el día. Nunca se estropea. Siempre me he preguntado por qué no apareció nadie que lo reclamara.»

El Datsun, claro está, pertenecía a Chris McCandless. Después de salir de Atlanta, el 6 de julio llegó al Área Recreativa Nacional del lago Mead dejándose llevar por un vertiginoso arrebato digno de Emerson. Despreciando las señales que advierten que circular fuera de la carretera está terminantemente prohibido, McCandless abandonó la calzada en un punto donde ésta cruza el amplio cauce arenoso de la Corriente Detrítica. La recorrió a lo largo de unos tres kilómetros en dirección a la orilla sur del lago. La temperatura llegaba a los 49°C. El desierto vacío se extendía en la distancia, reverberando a causa del calor. Rodeado de nopales y abrojos, así como del cómico corretear de escurridizos lagartos de collar, McCandless levantó su tienda de campaña bajo la raquítica sombra que le ofrecía un tamariz y disfrutó de la libertad recobrada.

El curso de la Corriente Detrítica va desde las montañas situadas al norte de la ciudad de Kingman hasta el lago Mead y drena las lluvias de la región. Durante la mayor parte del año, la torrentera está tan seca como una tiza. Sin embargo, durante los meses de verano, de la tierra abrasada surgen bolsas de aire extremadamente caldeadas que se elevan hacia el cielo formando turbulentas corrientes de convección, como las burbujas que suben del fondo de una tetera hirviendo. A menudo, estas corrientes ascendentes crean las células de compactos cumulonimbos en forma de yunque que pueden llegar a situarse a una altura de 9.000 metros o más sobre el desierto de Mojave. Dos días después de que McCandless instalara su campamento junto al lago Mead, una espesa cortina de amenazadores nubarrones apareció en la lejanía del cielo de la tarde y poco después se desencadenó una fuerte tormenta sobre gran parte de la Corriente.

McCandless estaba acampado justo en la orilla de la torrentera, en una terraza apenas un metro más alta que el lecho. Cuando el flujo de agua y lodo proveniente de las partes altas empezó a inundar el lugar, sólo tuvo el tiempo suficiente de recoger su tienda y sus pertenencias para evitar que fueran arrastradas por la riada. Sin embargo, no pudo desplazar el coche hacia ninguna parte, ya que la única vía de salida se había convertido en un río caudaloso. A medida que la tormenta amainaba, la riada fue perdiendo la fuerza necesaria para llevarse el vehículo e incluso para ocasionarle daños irreparables, pero dejó el motor húmedo, tanto que no arrancó cuando al cabo de unas horas McCandless quiso poner el coche en marcha. Presa de la impaciencia, ahogó la batería.

Con la batería ahogada no tenía manera alguna de sacar el Datsun de allí. Si lo que esperaba era volver a situar el coche en la carretera, la única opción que le quedaba era echar a andar y comunicar a las autoridades que había sufrido un percance. Sin embargo, si acudía a los guardas en busca de ayuda, le harían preguntas bastante embarazosas: ¿por qué había hecho caso omiso de las señales de tráfico y había ido por la torrentera?, ¿era consciente de que el permiso de circulación del vehículo había expirado hacía dos años y no lo había renovado?, ¿sabía que su carné de conducir también había caducado?, ¿sabía además que circulaba careciendo de seguro?

Era improbable que una respuesta sincera a tales preguntas fuera bien recibida por los guardas. Podía intentar explicar que se regía por un código de orden superior; argumentar que, como moderno seguidor de las ideas de Henry David Thoreau, había adoptado como evangelio el ensayo titulado Sobre el deber de la desobediencia civil y consideraba que no someterse a unas leyes opresivas e injustas era una obligación moral. No obstante, no cabía esperar que unos representantes de la administración federal compartieran semejante punto de vista. Tendría que tramitar un montón de papeles. Le impondrían multas que se vería obligado a pagar. Sin duda, los guardas se pondrían en contacto con sus padres. Sólo había un modo de evitar males mayores: abandonar el Datsun y, sencillamente, reanudar su odisea a pie. Y eso es lo que decidió hacer.

En lugar de sentirse angustiado por el curso que habían tomado los acontecimientos, éstos le sirvieron de estímulo: vio la riada como una oportunidad para librarse del equipaje innecesario. Ocultó el coche lo mejor que pudo bajo una lona marrón, arrancó las placas de matrícula con el distintivo de Virginia y las escondió. Enterró el Winchester para cazar ciervos y algunas pertenencias por si algún día quería recuperarlas y luego, en un gesto del que Thoreau y Tolstoi se habrían sentido orgullosos, apiló sobre la arena todo el papel moneda que llevaba encima —un lastimoso fajo de billetes de 1, 5 y 20 dólares— y le prendió fuego con una cerilla. Un total de 123 dólares de curso legal quedaron reducidos de inmediato a cenizas.

Conocemos estos detalles gracias a que McCandless describió la quema de los billetes y la mayor parte de lo que sucedió a continuación en un cuaderno que le servía a la vez de diario y álbum fotográfico. Más adelante, antes de partir rumbo a Alaska, entregaría ese cuaderno a Wayne Westerberg para que lo guardase en lugar seguro. Por más que el diario esté escrito en tercera persona con un estilo afectado y artificioso y a menudo tienda al melodrama, toda la información de que disponemos indica que no confundía realidad y ficción: para él, contar la verdad constituía un artículo de fe.

El 10 de julio, después de cargar las pocas pertenencias restantes en una mochila, McCandless se encaminó hacia el lago Mead para hacer autostop. Como él mismo anotó en su diario, resultó ser «un tremendo error […]. Las altas temperaturas del mes de julio son enloquecedoras». Pese a sufrir una insolación, consiguió hacer señas a los remeros de una canoa, quienes lo llevaron hasta Callville Bay, un centro de deportes acuáticos cercano al extremo occidental del lago. Allí siguió a dedo por la carretera.

Durante las siguientes dos semanas, estuvo recorriendo a pie el Oeste, cautivado por la vastedad y fuerza del paisaje, sintiendo la embriagadora emoción provocada por sus pequeños encontronazos con las fuerzas del orden y saboreando la compañía intermitente de los otros trotamundos que encontraba por el camino. Dejó que fueran las circunstancias las que configuraran su existencia: llegó en autostop al lago Tahoe, se adentró por Sierra Nevada y se pasó una semana andando en dirección norte por la ruta conocida como la Senda de la Cresta del Pacífico, antes de abandonar las montañas y volver a la carretera.

A finales de julio, fue recogido por un hombre que se hacía llamar Ernie el Loco, quien le ofreció trabajo en un rancho situado en el norte de California. Las fotografías del rancho muestran una casa con los muros desconchados, medio en ruinas, rodeada de cabras y gallinas, somieres, televisores rotos, carritos de supermercado, viejos electrodomésticos y montones y más montones de papeles, trapos y cacharros. Después de trabajar durante 11 días con otros seis vagabundos, se hizo patente que Ernie no tenía intención alguna de pagarle, así que de entre aquel cúmulo de porquería robó una bicicleta roja equipada con un cambio de 10 velocidades, fue pedaleando hasta Chico y se deshizo de la bicicleta en el aparcamiento de un centro comercial. Desde Chico prosiguió su constante peregrinar sin rumbo fijo, dirigiéndose primero hacia el norte y luego hacia el oeste a través de Red Bluff, Weaverville y Willow Creek.

En Arcata, una pequeña ciudad californiana envuelta por los húmedos bosques de secuoyas de la costa del Pacífico, dejó la interestatal 101 y se dirigió hacia el mar. Unos 100 kilómetros al sur de la frontera entre Oregón y California, en las inmediaciones del pueblo de Orick, una pareja de trotamundos que iba en un anticuado camión caravana se detuvo en el arcén para consultar el mapa. Se percataron de la presencia de un chico que estaba agachado detrás de unos arbustos que había junto a la carretera.

«Llevaba pantalones largos y un sombrero ridículo —dice Jan Burres, una “vagabunda motorizada” de cuarenta y un años que viaja por el Oeste junto con su novio, Bob, y se dedica a vender baratijas y objetos usados en mercadillos y rastros—. Tenía una guía de plantas en la mano y estaba utilizándola para recoger frutos silvestres, que guardaba en un envase de leche, cortado por la parte de arriba. Daba tanta pena que le pregunté si necesitaba que lo llevaran a alguna parte. Pensé que a lo mejor podíamos darle algo de comer.

»Nos pusimos a charlar. Era muy simpático. Nos dijo que se llamaba Alex. Era evidente que estaba muy hambriento, pero se le veía contento y feliz. Nos dijo que había vivido de las plantas comestibles que reconocía por la guía, como si se sintiera muy orgulloso de ello. Nos contó que estaba recorriendo el país a pie, viviendo una gran aventura. También nos contó que había abandonado el coche en el desierto y quemado el dinero que llevaba. Cuando le pregunté por qué lo había hecho, me aseguró que no necesitaba el dinero para nada. Tengo un hijo más o menos la misma edad al que no veo desde hace algunos años, así que le dije a Bob: nos los vamos a llevar, necesita que le des algunas clases. Subió a la caravana y se vino con nosotros. Estábamos instalados en la playa de Orick y acampó allí durante una semana. Era un chico estupendo, de verdad. Digno de admiración. No esperábamos volver a tener noticias suyas, pero él no quiso perder el contacto. Durante los dos años siguientes nos mandó una postal o una carta cada uno o dos meses.»

Desde Orick, McCandless subió hacia el norte siguiendo la costa. Pasó por Pistol River, Coos Bay, Seal Rock, Manzanita, Astoria; Hoquiam, Humptulips, Queets; Forks, Port Angeles, Port Townsend y Seattle. Como James Joyce escribió de Stephen Dedalus, el joven artista adolescente: «Estaba solo, despreocupado, feliz, cerca del corazón salvaje de la vida. Estaba solo con su juventud, terquedad y valor, solo en medio de una inmensidad de aire libre y agua amarga, de una cosecha marina de algas y conchas, de la luz velada y gris del sol.»

El 10 de agosto, poco tiempo después de haber conocido a Jan Burres y Bob, lo multaron por hacer autostop en las cercanías de Willow Creek, en la región de las minas de oro situada al este de Eureka. En un extraño descuido, cuando el agente de policía le pidió su domicilio habitual, McCandless le dio la dirección de sus padres en Annandale. La multa apareció en el buzón de Walt y Billie a finales de agosto.

Walt y Billie, muy intranquilos por la desaparición de Chris, ya habían hablado con la policía de Annandale, pero la gestión no había servido de nada. Cuando recibieron la multa, se desesperaron. Uno de sus vecinos era un general que ocupaba el cargo de director de la DIA, la agencia de inteligencia del Pentágono, y Walt fue a verlo para pedirle consejo. El general le recomendó que se pusiera en contacto con un detective privado llamado Peter Kalitka, que había trabajado para la DIA y la CIA. Era uno de los mejores investigadores del país, le aseguró el general; si Chris corría por ahí, Kalitka lo encontraría.

Sirviéndose de la multa de Willow Creek como punto de partida, Kalitka se lanzó a una búsqueda sistemática y meticulosa. Siguió pistas que lo llevaron hasta lugares tan lejanos como Europa y Suráfrica. Sin embargo, sus esfuerzos fueron infructuosos hasta diciembre, cuando, al revisar los archivos de Hacienda, descubrió que Chris había donado el fondo para sus estudios a OXFAM.

«El descubrimiento nos asustó de verdad —explica Walt—. A aquellas alturas no teníamos ni idea de qué podía haberle pasado a Chris. La multa por hacer autostop parecía ilógica. Chris quería tanto a ese Datsun que no me cabía en la cabeza que lo hubiese abandonado y estuviera viajando a pie. Visto en retrospectiva, supongo que la multa no tendría que haberme sorprendido. Chris afirmaba que uno no debe poseer más que aquello que pueda llevar cargado a la espalda.»

Mientras Kalitka intentaba dar con el rastro de Chris en California, este último se alejaba cada vez más hacia el este: cruzó la cordillera de la Cascada, las tierras altas alfombradas de artemisas y los lechos de lava de la cuenca del río Columbia, y la estrecha franja del estado de Idaho que penetra en el territorio del estado de Montana. Allí, en las afueras de Cut Bank, fue donde su camino se cruzó con el de Wayne Westerberg. A finales de septiembre, ya estaba trabajando para él en Carthage. Con el encarcelamiento de Westerberg, la paralización temporal del elevador de grano y la llegada del invierno, decidió ir en busca de un clima más cálido.

El 28 de octubre, un camionero lo recogió y lo llevó hasta Needles, California. «Alex experimenta una gran alegría al alcanzar el río Colorado», escribió en el diario. Luego dejó la carretera y empezó a caminar hacia el sur a través del desierto. Hizo 19 kilómetros a pie bordeando el río y llegó a Topock, Arizona, un polvoriento lugar de paso situado cerca de la intersección entre la interestatal 40 y la frontera californiana. Mientras atravesaba el pueblecito, vio una canoa de aluminio de segunda mano que estaba en venta y, en un impulso irresistible, decidió comprarla y bajar remando por el río Colorado hasta el golfo de California, situado 650 kilómetros más al sur, al otro lado de la frontera de México.

El tramo del Colorado que va desde la presa Hoover hasta el golfo de California tiene muy poco que ver con el impetuoso caudal de aguas embravecidas que descarga en el Gran Cañón. El final del Gran Cañón queda a unos 400 kilómetros de Topock río arriba. Domeñado por las presas y los canales de desviación, el tramo inferior del Colorado borbotea con indolencia de embalse en embalse cruzando algunas de las regiones más tórridas e inhóspitas de América del Norte. La austeridad del paisaje y su salina belleza conmovieron a McCandless. El desierto agudizó su vehemente deseo de una vida más auténtica, lo hizo crecer, le dio forma en medio de la geología consumida y la nítida oblicuidad de la luz.

Remó desde Topock hasta el lago Havasu bajo la decolorada bóveda del cielo, enorme y despejada. Hizo una breve excursión por un afluente del Colorado, el río Bill Williams, y luego continuó aguas abajo a través de la Reserva Indígena del río Colorado, la Reserva Natural de Cibola y la Reserva Natural Imperial. Se deslizó empujado por la corriente entre saguaros y llanos de sal, y acampó bajo escarpaduras de desnuda roca precámbrica. A lo lejos, la dentada silueta de unas montañas de color chocolate flotaba sobre las fantasmagóricas charcas de un espejismo. Un día en que dejó la canoa para seguir el rastro de una manada de caballos salvajes, se tropezó con una señal de prohibido el paso que le advertía que estaba entrando en zona militar restringida. Se encontraba ante el vasto campo de pruebas de alto secreto que el ejército de Estados Unidos tiene en el desierto de Yuma. La señal no produjo ningún efecto disuasorio.

A finales de noviembre, llegó a la ciudad de Yuma y se detuvo en ella el tiempo suficiente para abastecerse de provisiones y enviar una postal a Westerberg, quien se encontraba en la Glory House, el centro penitenciario de Sioux Falls, donde cumplía condena. La postal rezaba:

¡Hola, Wayne! ¿Cómo va todo? Espero que tu situación haya mejorado desde la última vez que hablamos. Llevo más de un mes recorriendo Arizona a pie. ¡Un estado magnífico! Los paisajes son fabulosos y el clima es una maravilla. Además de mandarte saludos, quiero volver a agradecerte tu hospitalidad. Encontrar a personas con tu generosidad y buen carácter es algo excepcional. Sin embargo, a veces desearía no haberte conocido. Con tanto dinero en el bolsillo, ¡vagabundear es demasiado fácil! Era más emocionante cuando no llevaba ni un centavo encima y tenía que buscarme la vida si quería comer. Ahora no puedo prescindir del dinero. En cualquier caso, por aquí no hay demasiados frutos silvestres en esta época del año.

Da las gracias a Kevin de mi parte por la ropa que me regaló. Si no llega a ser por él, me habría muerto de frío. Supongo que te entregó el libro. Deberías leer Guerra y paz, Wayne, de veras. Cuando te dije que tenías una personalidad superior a la de cualquier hombre que haya conocido, no era un cumplido. El libro posee una fuerza y un simbolismo tremendos. Habla de cosas que pienso que tú entenderás, cosas que a la mayoría de la gente se le escapa. En cuanto a mí, he decidido que me dejaré arrastrar por la corriente de la vida durante un tiempo. La libertad y la simple belleza de la vida son algo demasiado valioso como para desperdiciarlas. Algún día volveré a Carthage para verte y recompensarte por alguno de los favores que me has hecho. ¿Con una caja de Jack Daniel’s, quizás? Hasta pronto. Siempre pensaré en ti como un amigo. Que Dios te bendiga.

ALEXANDER

El 2 de diciembre llegó a la presa de Morelos y la frontera mexicana. Al no llevar ningún documento de identidad, tuvo miedo de que no le dejaran franquear el control fronterizo y entró clandestinamente en México remando a través de las compuertas abiertas de la presa y salvando los rápidos del canal de desagüe. «Alex echa una rápida mirada alrededor por si hay alguna señal de peligro —explica en el diario—, pero las autoridades no advierten o fingen ignorar su entrada en México. ¡Alexander está radiante de alegría!»

Sin embargo, su alegría no duró demasiado. Más allá de la presa de Morelos, el Colorado se convierte en un laberinto de canales de riego, con incontables marjales y acequias sin salida. McCandless se perdió repetidas veces.

Los canales se dispersan en infinitas direcciones y se interrumpen de repente. Alex está completamente desorientado. Encuentra a unos guardas que hablan un poco de inglés. Le dicen que no ha viajado hacia el sur, sino hacia el oeste, y que va camino de la península de Baja California. Alex se queda estupefacto. Defiende que no puede ser cierto y se empeña en que debe existir alguna vía navegable que desemboque en el golfo. Lo miran como si estuviera loco. Por suerte, se entabla una apasionada discusión, acompañada de mapas y ademanes con los lápices. Al cabo de diez minutos le muestran una ruta que, según parece, puede conducirlo hasta el mar. La noticia llena de júbilo a Alex. En su corazón renace nuevamente la esperanza. Siguiendo el mapa, vuelve sobre sus pasos para llegar al canal de la Independencia y luego gira hacia el oeste. De acuerdo con la ruta marcada en el mapa, este canal debería formar una bisectriz con el canal de Wellteco. En este punto, virará hacia el sur y saldrá directo al mar. Pero sus esperanzas se desvanecen rápidamente cuando ve que el canal muere en medio del desierto. Sin embargo, una salida de reconocimiento le revela que todo lo que ha logrado es regresar al cauce del río Colorado, que ahora está dormido y seco. Descubre otro canal al otro lado del río, casi a un kilómetro de distancia. Decide llevar la canoa a hombros hasta el nuevo canal.

Necesitó más de tres días para transportar la embarcación, el equipo y las provisiones hasta el canal siguiente. En la entrada del diario correspondiente al 5 de diciembre, Chris escribió:

¡Al fin! Alex ha encontrado lo que parece ser el canal de Wellteco y se dirige hacia el sur. Las inquietudes y temores lo asaltan de nuevo al ver que el canal va estrechándose cada vez más […]. Los lugareños lo ayudan a cargar con la canoa para superar una esclusa […]. Alex descubre que los mexicanos son afectuosos y simpáticos; mucho más hospitalarios que los americanos […].

6 de diciembre. El canal está lleno de saltos de agua. Son pequeños pero peligrosos.

9 de diciembre. ¡Las esperanzas de Alex se derrumban! El canal no desemboca en el mar, sino que se pierde en medio de una extensa laguna pantanosa. Alex está totalmente confundido. Decide que debe de estar cerca del mar y opta por intentar abrirse camino hasta él a través de la laguna. Alex se extravía cada vez más hasta el punto que tiene que empujar la canoa a través de cañaverales y arrastrarla por el barro. Está desesperado. Al atardecer encuentra un minúsculo trozo de tierra seco en el que acampar. Al día siguiente, 10 de diciembre, Alex continúa su búsqueda de una salida al mar, pero sólo consigue viajar en círculos, con lo cual se desorienta cada vez más. Completamente desmoralizado y frustrado, al final del día se tumba en la canoa y se pone a llorar. Entonces, ocurre una de esas casualidades increíbles. Tropieza con unos cazadores mexicanos de patos, que hablan inglés. Alex les cuenta su agotador itinerario en busca del mar. Le dicen que no hay ninguna vía navegable. Pero uno de ellos acepta remolcarlo hasta su campamento [por medio un bote equipado con un pequeño motor fueraborda] y desde allí lo conduce junto con la canoa [cargada en la caja de una camioneta] hasta el golfo de California. Es un milagro.

Los cazadores de patos lo dejaron en El Golfo de Santa Clara, un pueblo pesquero situado en la costa oriental del golfo de California, no muy lejos de la desembocadura del Colorado. Desde allí, McCandless navegó hacia el sur siguiendo la línea de la costa. Sin embargo, al considerar que ya había llegado a su punto de destino, continuó con un ritmo más pausado y su estado de ánimo se volvió más contemplativo. Tomó fotografías de tarántulas, de puestas de sol elegiacas, de dunas barridas por el viento, y del largo y solitario litoral. Las entradas del diario se hacen más concisas y superficiales. Durante el mes siguiente, apenas escribió un total de 100 palabras.

El 14 de diciembre, cansado de tanto remar, desembarcó en una playa, dejó la canoa fuera del límite de la pleamar, trepó por un acantilado de arenisca y levantó su tienda de campaña en el extremo de una árida altiplanicie. Permaneció allí durante unos diez días, hasta que los fuertes vientos lo obligaron a buscar refugio en una cueva que se encontraba a medio camino de la escarpada pared del acantilado, donde se instaló otros diez días. Recibió el año nuevo contemplando la luna llena que se alzaba por encima del Gran Desierto, una inmensa extensión de 4.400 kilómetros cuadrados de dunas movedizas, el mayor desierto de arena de América del Norte. El 2 de enero se hizo de nuevo a la mar y siguió navegando a lo largo de la costa yerma y desierta.

La entrada de su diario fechada el 11 de enero de 1991 comienza diciendo: «Un día aciago.» Después de costear durante unas horas hacia el sur, varó la canoa en una lengua de arena lejos de la orilla para observar las fuertes mareas. Al cabo de un rato, empezaron a soplar violentas rachas de viento desde el desierto. El viento y el oleaje se aliaron para llevarlo mar adentro. A partir de ese momento, se desató un vendaval y las primeras cabrillas crecieron hasta convertirse en una marejada. El mar se encrespó formando un caos de olas espumosas que amenazaba con volcar y tragarse la diminuta embarcación.

Impotente, Alex grita y golpea con furia la canoa con el remo. El remo se rompe. Ahora Alex sólo tiene el otro remo. Entonces se tranquiliza. Si pierde el segundo remo, morirá. Al final, después de un esfuerzo titánico e infinitas maldiciones, logra embarrancar y se derrumba exhausto sobre la arena. Este incidente hizo que Alexander se decidiera a abandonar la canoa y regresara al norte.

El 16 de enero, McCandless dejó la achaparrada embarcación metálica en un morón cubierto de hierba al sudoeste de El Golfo de Santa Clara y se encaminó hacia el norte por las playas desérticas. Durante 36 días no vio ni un alma, y subsistió con dos kilos de arroz y lo que conseguía sacar del mar, una experiencia que explica su posterior convencimiento de que podía sobrevivir en los bosques de Alaska con una ración diaria de comida igualmente exigua.

El 18 de enero llegó de nuevo a la frontera entre Estados Unidos y México. Los agentes de inmigración lo atraparon cuando intentaba cruzarla sin ningún documento de identidad. Se pasó una noche detenido antes de inventarse una historia convincente que le permitiera salir del calabozo, aunque tuvo que dejar su revólver del calibre 38, «un Colt Python precioso, por el que sentía una gran estima».

Durante las seis semanas siguientes McCandless estuvo vagando por el suroeste de un lado a otro, llegando hasta Houston en dirección este y a la costa del Pacífico en dirección oeste. Aprendió a enterrar el dinero que llevaba consigo antes de entrar en una gran ciudad y desenterrarlo al salir. Así evitaba que lo atracase alguno de los desagradables personajes que rondaban por las calles y pasos elevados donde dormía. Según el diario, el 3 de febrero fue a Los Ángeles «para conseguir un documento de identidad y un trabajo»; pero «se siente muy incómodo viviendo en sociedad y experimenta la necesidad de volver de inmediato a la carretera».

Seis días después, acampado en el fondo del Gran Cañón con Thomas y Karin, una pareja de jóvenes alemanes que lo habían recogido en la carretera, Chris escribió: «¿Es éste el mismo Alex que salió de viaje en julio de 1990? La desnutrición y la carretera se han cobrado su tributo. Su cuerpo ha perdido más de nueve kilos, pero su estado de ánimo es excelente.»

El 24 de febrero, siete meses y medio después de haber abandonado el Datsun, regresó a la Corriente Detrítica. Si bien había pasado mucho tiempo desde que el servicio de vigilancia de parques se había incautado del vehículo, logró recuperar las placas de la matrícula número SJF-421 de Virginia, así como las pertenencias que había enterrado. Luego hizo autostop hasta Las Vegas y encontró un trabajo en un restaurante italiano. «Alexander enterró su mochila en el desierto el 27 de febrero y entró en la ciudad de Las Vegas sin dinero ni documento de identidad», cuenta en el diario.

Vivió varias semanas en la calle, entre vagabundos, mendigos y borrachos. Sin embargo, la historia no termina en Las Vegas. El 10 de mayo, Alex volvió a arder en deseos de viajar, dejó su trabajo, desenterró su mochila y se lanzó otra vez a la carretera. Por desgracia, descubrió que las cámaras fotográficas se estropean si se comete la estupidez de sepultarlas bajo tierra. Así pues, esta historia carece de imágenes que la ilustren en el período que va desde el 10 de mayo de 1991 al 7 de enero de 1992. Sin embargo, esto no tiene importancia. Es en las experiencias y recuerdos, en el inconmensurable gozo de vivir en el sentido más pleno de la palabra, donde puede descubrirse el significado auténtico de la existencia. ¡Dios, qué fantástico es estar vivo! Gracias, gracias.