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CARTHAGE (I)

Quería movimiento, no una existencia sosegada. Quería emoción y peligro, así como la oportunidad de sacrificarme por amor. Me sentía henchido de tanta energía que no podía canalizarla a través de la vida tranquila que llevábamos.

LEÓN TOLSTOI,

Felicidad familiar

[Pasaje subrayado en uno de los libros encontrados junto al cadáver de Chris McCandless.]

Nadie debería negar […] que el nomadismo siempre nos ha estimulado y llenado de júbilo. En nuestro pensamiento, la condición de nómada está asociada a escapar de la historia, la opresión, la ley y las obligaciones agobiantes, a un sentimiento de libertad absoluta, y el camino del nómada siempre conduce hacia el oeste.

WALLACE STEGNER,

The American West as Living Space

Carthage, en Dakota del Sur, es un pequeño pueblo de 274 habitantes que se yergue letárgico y humilde en la inmensidad de las llanuras del Norte, abandonado a la deriva del tiempo y formado por un racimo de casas de madera con pulcros porches y almacenes con fachadas de desgastados ladrillos. Impresionantes hileras de álamos de Virginia proyectan su sombra sobre la cuadrícula de unas calles en las que el tránsito rodado rara vez es molesto. El pueblo dispone de una tienda de comestibles, un banco, una única gasolinera y un solitario bar en las afueras: el Cabaret, donde Wayne Westerberg se toma una copa y masca un buen cigarro mientras recuerda al singular muchacho que conoció bajo el nombre de Alex.

De las paredes forradas de madera contrachapada cuelgan cornamentas de ciervo, anuncios de cerveza Old Milwaukee y empalagosos cuadros que representan aves de caza emprendiendo el vuelo. Volutas de fino humo se elevan de los cigarrillos sobre los grupos de granjeros vestidos con monos de trabajo y gorras cubiertas de polvo. Sus cansadas facciones están tan incrustadas de mugre como las de un minero del carbón. Se expresan por medio de frases lacónicas, prácticas, preocupados por las inclemencias del tiempo y por el hecho de que los campos de girasoles estén todavía demasiado húmedos para segarlos, mientras el rostro socarrón de Ross Perot parpadea en lo alto desde un televisor al que le han quitado el sonido. En ocho días más el país elegirá presidente a Bill Clinton. Han pasado casi dos meses desde que el cadáver de Chris McCandless apareció en Alaska.

«Esto es lo que Alex solía beber —dice Westerberg frunciendo el entrecejo y removiendo el hielo de su White Russian, un combinado de vodka, licor de café y crema de leche—. Se sentaba justo ahí, al final de la barra, y nos contaba historias increíbles sobre sus viajes. Podía hablar durante horas. Mucha gente del pueblo le tomó cariño. Lo que le ocurrió parece muy raro, ¿no?»

Westerberg, un hombre de espaldas anchas y con una perilla de chivo, que transmite una energía desbordante, es el propietario de dos elevadores de grano, uno en Carthage y otro a unos pocos kilómetros del pueblo, pero se pasa los veranos dirigiendo un grupo de operarios de cosechadoras que trabajan por encargo y se desplazan desde el norte de Texas hasta la frontera canadiense siguiendo la temporada de la recolección. En 1990, cerró un trato para ocuparse de la siega de las grandes extensiones de cebada que posee la Anheuser-Busch en las regiones del centro y el norte de Montana. La tarde del 10 de septiembre de aquel año, cuando regresaba en coche desde Cut Bank, donde había comprado unas piezas de recambio para una cosechadora averiada, recogió a un autostopista, un simpático muchacho que dijo llamarse Alex McCandless.

McCandless no era muy alto y tenía el físico delgado y endurecido de un jornalero. Por alguna razón, los ojos del chico le llamaron la atención. Eran oscuros y emotivos, y parecían contener algún vestigio de sangre exótica, como si sus antepasados fueran griegos o indios chippewa; transmitían una sensación tal de vulnerabilidad que Westerberg sintió que debía hacerse cargo de él. Tenía el típico aspecto de chico bueno y sensible, de esos que las mujeres se sienten encantadas de mimar, pensó Westerberg. Su rostro poseía una rara elasticidad; podía mantenerse inmóvil e inexpresivo para transformarse al cabo de un instante en una enorme sonrisa bobalicona que desfiguraba sus facciones y ponía al descubierto unos dientes caballunos. Era miope y llevaba unas gafas con montura metálica. Parecía hambriento.

Diez minutos después de haber recogido a McCandless, Westerberg se detuvo en el pueblo de Ethridge para entregar un paquete a un amigo.

«Mi amigo nos ofreció una cerveza —explica Westerberg— y le preguntó a Alex cuánto tiempo llevaba sin comer. Alex le confesó que un par de días. Dijo que se le había terminado el dinero o algo parecido.»

Al oírlos, la mujer del amigo insistió en prepararle una abundante cena, que Alex engulló en un abrir y cerrar de ojos. Luego se quedó dormido encima de la mesa.

McCandless le había contado que se dirigía hacia Saco Hot Springs, un sitio del que le habían hablado unos «vagabundos motorizados» (es decir, que poseían algún vehículo, a diferencia de los simples «vagabundos a pie», que no tenían ningún medio de transporte y se veían obligados a desplazarse andando o haciendo autostop). Al parecer, Saco Hot Springs estaba situado a 380 kilómetros hacia el este siguiendo la interestatal 2. Westerberg le había respondido que sólo podía llevarlo unos 20 kilómetros, hasta que tomara un desvío en dirección norte para llegar a Sunburst; allí, junto a los campos en los que estaba trabajando, tenía una caravana. Cuando Westerberg se paró en el arcén para dejar a McCandless, ya eran las diez y media de la noche y llovía copiosamente.

—Me sabe mal tener que dejarte aquí, joder, en medio de este diluvio —exclamó Westerberg—. Veo que traes un saco de dormir, ¿por qué no te vienes conmigo hasta Sunburst y pasas la noche en la caravana?

McCandless se quedó tres días con Westerberg. Soportaba cada mañana las mismas penalidades que el grupo, como uno más de los trabajadores que se abrían paso con sus pesadas máquinas a través de aquel océano de cereal rubio y maduro. Antes de separarse, Westerberg le dijo que si algún día necesitaba trabajo preguntara por él en Carthage.

«Apenas habían pasado un par de semanas cuando Alex volvió a aparecer por el pueblo», recuerda Westerberg.

Lo empleó en el elevador de grano y le alquiló una habitación en una de las dos casas que poseía.

«Durante años, he dado trabajo a muchos autostopistas —sigue diciendo—. La mayoría no lo hacían demasiado bien; no les gustaba demasiado trabajar. Alex era distinto. Era el trabajador más esforzado que haya visto jamás. Por penoso que fuera lo que le pidieras, él lo hacía. Los trabajos físicos más duros, desde limpiar el grano podrido hasta sacar ratas muertas del fondo de un agujero, tareas en las que terminas tan hecho una porquería que al final del día ni te reconoces. Nunca dejaba nada a medio hacer. Terminaba todo lo que empezaba. Se lo tomaba casi como un deber moral. Era lo que se dice alguien muy honrado, muy ético. Se exigía mucho a sí mismo.

»Se notaba enseguida que era muy inteligente —reflexiona Westerberg mientras apura su tercera copa—. Leía mucho. Utilizaba palabras rebuscadas. En parte, creo que lo que pudo llevarlo a meterse en problemas era que pensaba demasiado. A veces se emperraba demasiado en querer entender el sentido del mundo, en desentrañar qué motivaciones podían tener las personas para ser tan malvadas las unas con las otras. En un par de ocasiones le comenté que era un error profundizar tanto en esos asuntos, pero Alex no paraba de dar vueltas y más vueltas a todo. Siempre tenía que saber cuál era la respuesta correcta a un problema antes de pasar al siguiente.»

Westerberg descubrió entonces en un impreso de Hacienda que su verdadero nombre no era Alex, sino Chris.

«Nunca me explicó por qué había cambiado de nombre —comenta Westerberg—. Por algunas de las cosas que contaba, noté que algo no iba del todo bien entre su familia y él, pero no me gusta entrometerme en la vida de los demás y nunca le pregunté nada.»

En el caso de que McCandless echara de menos a sus padres y hermanos, encontró una familia sustituta en Westerberg y sus empleados, que en su mayoría vivían en la casa del mismo Westerberg en Carthage. Situada a pocas manzanas del centro del pueblo, la vivienda es una sencilla construcción victoriana de dos plantas al estilo reina Ana, con un imponente álamo de Virginia en el patio delantero que descuella por encima del tejado. Las reglas de convivencia eran imprecisas e imperaba la camaradería. Los cuatro o cinco inquilinos se turnaban para cocinar y salían juntos para ir de copas y ligar, esto último sin éxito.

McCandless se enamoró enseguida de Carthage. Le gustaba la atmósfera de estancamiento de la pequeña comunidad, así como sus virtudes plebeyas y su apariencia modesta. El lugar era como un remanso de paz, el recodo de un río donde flotan los desechos más allá del violento empuje de la corriente principal, algo que le encajaba como anillo al dedo. Durante aquel otoño, estableció un vínculo afectivo duradero con el pueblo en general y Wayne Westerberg en particular.

Westerberg, que tiene unos 35 años, fue criado en Carthage por sus padres adoptivos. Como un hombre del Renacimiento afincado en las extensas llanuras del Oeste, es a la vez granjero, hombre de negocios, especulador en materias primas, soldador, operario de toda clase de máquinas, un experto mecánico, piloto de avioneta, programador informático, localizador de averías electrónicas y técnico en reparaciones de videojuegos. Sin embargo, poco antes de conocer a McCandless, uno de sus numerosos talentos le había colocado en una difícil situación ante la justicia.

Westerberg se había visto involucrado en una red de fabricación y venta de decodificadores ilegales que permitían ver sin pagar los canales de televisión por cable. La actividad llegó a oídos del FBI, que lo detuvo tras tenderle una trampa. Arrepentido, se declaró culpable del único delito grave del que lo acusaban, obtuvo una reducción de la pena y el 10 de octubre de 1990, unas dos semanas después de que McCandless llegara a Carthage, empezó a cumplir una condena de cuatro meses en la prisión de Sioux Falls. Con Westerberg en la cárcel, McCandless se quedó sin trabajo en el elevador de grano, así que el 23 de octubre abandonó el pueblo y reanudó su vida nómada, puede que antes de lo que habría deseado si las circunstancias hubieran sido otras.

Sin embargo, su fuerte apego a Carthage persistió. Antes de partir, regaló a Westerberg su preciada edición de 1942 de Guerra y paz de Tolstoi y escribió en la primera página:

«Transferido a Wayne Westerberg por Alexander. Octubre de 1990. Haz caso a Pierre.» Esta última frase era una referencia al protagonista de la novela y alter ego de Tolstoi, Pierre Bezujov, hijo ilegítimo, generoso y altruista, siempre en busca de aventuras. McCandless siguió manteniendo el contacto con Westerberg mientras erraba por el Oeste; cada uno o dos meses, llamaba o escribía a Carthage. Hizo que toda su correspondencia fuera remitida a la dirección de Westerberg y dijo a casi todas las personas que conoció a partir de entonces que era de Dakota del Sur.

En realidad, Alex, o Chris, había crecido en un apacible barrio de clase media alta situado en las afueras de Annandale, Virginia. Su padre, el doctor Walt McCandless, un eminente ingeniero aeronáutico, trabajó en la NASA y Hughes Aircraft durante los años sesenta y setenta, y fue el responsable del diseño de avanzados sistemas de radar para los transbordadores espaciales, así como de otros importantes proyectos de alta tecnología. En 1978, Walt se instaló por su cuenta y creó una pequeña pero rentable firma de consultoría, la User Systems. La persona que se asoció con él en esta aventura fue precisamente su segunda esposa y madre de Chris, Billie. En total, la familia se componía de ocho hermanas y hermanos: los seis hijos nacidos del primer matrimonio, el propio Chris y Carine, hija también de Billie, a la que se sentía muy unido.

En mayo de 1990 Chris se graduó por la Universidad Emory de Atlanta, donde había sido primero columnista y luego editor del periódico estudiantil, The Emory Wheel, y se había especializado en historia y antropología, obteniendo un respetable 7,5 de nota media. Le ofrecieron entrar en una prestigiosa fraternidad universitaria, la Pi Beta Kappa, pero rehusó insistiendo en que los títulos y honores carecían de importancia.

Se costeó los dos últimos años de la carrera gracias a una donación de 40.000 dólares hecha por un amigo de la familia. Tras obtener la licenciatura, todavía le quedaban más de 24.000, y sus padres pensaron que los destinaría a continuar sus estudios universitarios en la facultad de Derecho.

«Interpretamos mal sus intenciones», admite su padre. Lo que Walt, Billie y Carine no sabían cuando viajaron a Atlanta para asistir a la ceremonia de entrega de diplomas, lo que nadie sabía, era que al cabo de poco tiempo iba a donar ese fondo para sus estudios a OXFAM América, una organización humanitaria dedicada a combatir el hambre en el mundo.

La ceremonia de graduación tuvo lugar el 12 de mayo, un sábado. La familia soportó sentada en sus asientos el interminable y prolijo discurso inaugural a cargo de la entonces ministra de Trabajo del gobierno federal, Elizabeth Dole, y luego Billie tomó varias fotografías de Chris mientras éste cruzaba el estrado con una amplia sonrisa para recibir el diploma.

El 13 de mayo era el Día de la Madre. Chris regaló a Billie un ramo de flores y unos dulces acompañados de una tarjeta de felicitación. El detalle la sorprendió y enterneció sobremanera: era el primer regalo que recibía de su hijo en mucho tiempo, ya que dos años atrás Chris había anunciado a sus padres que por una cuestión de principios no haría ni aceptaría obsequios de ninguna clase. Es más, los había regañado hacía muy poco por manifestar su deseo de comprarle un coche nuevo como regalo de graduación y pagar sus estudios de Derecho en caso de que el fondo no llegara a cubrir todos los gastos.

Ya tenía un coche que iba perfectamente bien, aseguró Chris: su querido Datsun del 82, un poco abollado y cuyo cuentakilómetros pasaba de los 200.000, pero con el motor todavía en buen estado. Más tarde, en una carta a Carine, se quejaba.

Me parece increíble que intenten comprarme un coche o piensen que voy a permitirles que me paguen la carrera de Derecho, en el supuesto de que vaya a hacerla […]. Pese a que les he dicho cien mil veces que tengo el mejor coche del mundo, un coche que ha atravesado todo el continente, desde Miami a Alaska, que no me ha dado ni un solo problema a lo largo de los miles de kilómetros que he recorrido, un coche que jamás venderé porque le tengo mucho afecto, ¡hacen oídos sordos a lo que les digo y continúan creyendo que terminaré por aceptar otro! En el futuro tendré más cuidado y no aceptaré nada que venga de ellos, para que no crean que pueden comprarme.

Chris había adquirido de segunda mano el Datsun amarillo cuando aún estaba terminando el instituto. En los años siguientes, empezó a acostumbrarse a hacer largos viajes por carretera durante las vacaciones escolares. Siempre había ido solo, sin compañía alguna. El fin de semana de la ceremonia de graduación mencionó a sus padres, sin darle importancia, que tenía la intención de pasar el siguiente verano en la carretera. Su frase exacta fue: «Me parece que voy a desaparecer por un tiempo.»

En aquel momento, sus padres no entendieron el sentido del anuncio de Chris, aunque Walt reprendió con cariño a su hijo diciéndole:

—¡Pero tienes que prometer que vendrás a vernos antes de irte!

Chris sonrió e hizo una especie de gesto de afirmación con la cabeza, una reacción que Walt y Billie interpretaron como una confirmación de que volvería a Annandale antes de que finalizara el verano. Luego se despidieron.

Hacia finales de junio, Chris, que aún estaba en Atlanta, envió a sus padres una copia de sus notas finales: sobresaliente en «Historia del pensamiento antropológico» y «La segregación racial y la sociedad surafricana»; notable alto en «Política africana contemporánea» y «La crisis alimentaria en África». Las calificaciones iban acompañadas de una breve nota:

Ésta es la copia de mi expediente académico. El curso me ha ido muy bien y he terminado con un promedio de notas muy alto.

Gracias por las fotografías, la maquinilla de afeitar y la postal de París. Parece que disfrutasteis mucho con el viaje. Debió de ser muy divertido.

Le entregué a Lloyd [el amigo íntimo de Chris en Emory] su fotografía, y me ha dicho que os dé las gracias; no tenía ninguna instantánea de la entrega del diploma.

Por lo demás no hay mucho que contar, salvo que el calor aprieta y la humedad es sofocante. Recuerdos a todos de mi parte.

Fue lo último que la familia de Chris supo de él.

Durante el último año que pasó en Atlanta, Chris había vivido fuera del campus en una habitación monacal, amueblada con poco más que un delgado colchón extendido sobre el suelo, una mesa y unas cajas de cartón. Lo mantenía todo tan ordenado y sin mácula que parecía un barracón del ejército. Ni siquiera tenía teléfono, de modo que Walt y Billie no podían llamarlo.

A principios de agosto de 1990, al ver que no daba señales de vida desde que habían recibido la nota con las calificaciones finales, los padres de Chris decidieron viajar en coche hasta Atlanta para visitarlo. Cuando llegaron al apartamento, lo encontraron vacío y con un cartel pegado en la ventana que rezaba «Se alquila». El administrador de la finca les dijo que Chris se había mudado a finales de junio. Cuando Walt y Billie regresaron a casa, descubrieron que todas las cartas que le habían mandado durante el verano les habían sido devueltas en un paquete.

«Chris había dado instrucciones a la oficina de correos para que las retuvieran hasta el 1 de agosto, por lo visto con la intención de no nos enteráramos de lo que pasaba —explica Billie—. Nos dejó muy preocupados.»

Para entonces, ya hacía mucho que Chris se había ido. Cinco semanas antes había cargado todas sus pertenencias en su pequeño coche y partido hacia el Oeste sin un itinerario establecido. El viaje iba a ser una odisea en el pleno sentido de la palabra, un viaje épico que cambiaría toda su vida. Tal como él lo veía, se había pasado cuatro años preparándose para llevar a cabo una obligación absurda y onerosa: graduarse. Por fin se había liberado de las ataduras, emancipado del mundo opresivo formado por sus padres y los que eran iguales que ellos, un mundo hecho de abstracciones, seguridad y bienestar material, un mundo en el que sentía como una dolorosa amputación la ausencia del latir puro y salvaje de la existencia.

Al escapar de Atlanta y dirigirse hacia el oeste, pretendía inventarse una vida radicalmente nueva, una vida en la que sería libre y podría sumirse en una experiencia desprovista de filtros. Para simbolizar la completa ruptura con su vida anterior, llegó incluso a adoptar una nueva identidad. Ya no respondería al nombre de Chris McCandless, sino que iba a ser Alexander Supertramp, dueño de su propio destino.