Capítulo 1

Sábado, 27 de agosto de 1977

5.00

La cantina del campamento de explotación forestal era un rectángulo de veinticinco metros por trece. Sam y Rya estaban sentados detrás de una mesa en uno de los extremos de la larga sala. Desde esta mesa, a lo largo de toda la habitación y hasta fuera de la puerta en el otro extremo, se extendía una cola de cansados trabajadores forestales.

Cada vez que uno de los hombres llegaba ante la mesa, Sam utilizaba el poder del programa llave-cerradura para reestructurar su memoria. Una vez arraigados firmemente los nuevos recuerdos, despedía al hombre; y Rya tachaba el nombre de la lista de empleados de Big Union Supply Company.

Entre el trigésimo y el trigésimo primer sujeto, Rya le dijo a Sam:

—¿Cómo te encuentras?

—¿Y cómo te encuentras tú?

—A mí no me han pegado un tiro.

—A ti también te han hecho daño —replicó él.

—Sólo me siento… como si hubiese madurado.

—Y algo más.

—Y triste —reconoció la niña.

—Y triste.

—Porque nunca volveré a ser la misma. Jamás. —Le temblaron los labios; se aclaró la garganta—. Y ahora dime, ¿cómo está tu pierna?

—Está.

Sam le dio un pellizco en la barbilla.

Rya le dio un pellizco en la barba.

Había logrado que la niña sonriera, y eso era una medicina mucho más eficaz que los antibióticos del doctor Troutman.

6.30

Dos horas antes habían empezado a dispersarse las nubes de la tormenta; el amanecer trajo consigo unos bienvenidos rayos de sol otoñal.

En el denso bosque de pinos, a ochocientos metros por encima de Black River, tres hombres bajaron los restos de Dawson y los cuerpos de Salsbury y de Klinger a una fosa común.

—Está bien —les dijo Jenny—, podéis llenarla.

A medida que las paletadas de tierra iban cayendo sobre los cadáveres, el alivio de ella iba en aumento.

Después de haberse detenido en Augusta para abastecerse de combustible, el helicóptero con colores de avispón se posó en la pista de aterrizaje que había detrás de la casa de Greenwich. Eran las nueve y media de la mañana.

—Llene el depósito y póngalo a punto para volver a Black River esta tarde —ordenó Paul.

—Sí, señor —respondió Malcolm Spencer.

—Luego váyase a casa y duerma un poco. Vuelva a las siete de la tarde, así tendremos un poco de tiempo para descansar.

—Puedo aguantar —aseguró Spencer.

Paul salió del helicóptero y se estiró. Se había afeitado, duchado y cambiado de ropa antes de marcharse de Maine, pero eso sólo sirvió para refrescarlo momentáneamente; se sentía tenso, dolorido y profundamente cansado.

Se dirigió a la puerta posterior de la casa de piedra y llamó.

Abrió la puerta una sirvienta, una mujer de unos cincuenta años, regordeta y de rostro agradable, que llevaba el pelo recogido en un moño en la nuca y tenía las manos blancas de harina.

—¿En qué puedo servirle, señor?

—Yo soy la llave.

—Yo soy la cerradura.

—Déjeme entrar.

Ella se apartó.

—¿Dónde está el ordenador? —preguntó, una vez que estuvo dentro.

—¿El qué, señor?

—El ordenador, el ordenador de Dawson.

—No sé de qué me habla, señor.

Él asintió con una inclinación de cabeza.

—Está bien. Olvídese de mí, siga con lo que estaba haciendo. —Recorrió con la vista la muy bien equipada cocina—. Veo que está haciendo un poco de masa, continúe con ello, olvide que he estado aquí.

La mujer volvió, tarareando para sí, al mostrador junto al horno.

Paul se puso a inspeccionar hasta que localizó el cuarto del ordenador. Una vez allí, se sentó delante de una de las consolas de programación y tecleó el código de acceso que le había indicado Salsbury.

El ordenador contestó en todas sus pantallas de lectura de salida:

PROCEDA

Siguió tecleando con un dedo, haciendo exactamente todo lo que había dicho Salsbury, y ordenó:

BORRAR TODOS LOS DATOS ALMACENADOS

Cinco segundos después, la pantalla de lectura de salida indicó:

BORRADOS TODOS LOS DATOS ALMACENADOS

El mensaje desapareció, y apareció durante unos segundos su segunda orden:

BORRAR TODOS LOS PROGRAMAS

Contestación:

SE REQUIERE CONFIRMACIÓN A LA ULTIMA ORDEN

Paul, tan cansado que veía borrosas las letras del teclado, repitió:

BORRAR TODOS LOS PROGRAMAS

Estas cuatro palabras refulgieron en el fondo verde de las pantallas por espacio de casi medio minuto; a continuación, parpadearon varias veces y desaparecieron.

Tecleó las palabras «Black River» y pidió una lectura de salida, así como la impresión de todos los datos relacionados con la prueba.

La computadora no hizo nada.

A continuación tecleó las palabras «llave-cerradura» y pidió una lectura de salida y la completa impresión de toda la información de ese fichero.

Nada.

Ordenó que el ordenador ejecutase un análisis de su propio sistema y que desplegase sus circuitos en los tubos de rayos catódicos.

Los tubos nos mostraron nada.

Se reclinó en la silla y cerró los ojos.

Muchos años atrás, cuando estaba en el instituto, tuvo la ocasión de presenciar cómo un chico perdía un dedo en una carpintería; se lo cercenó en la sierra continua, un impresionante corte entre la segunda y la tercera falange. Durante dos o tres minutos, mientras quienes lo rodeaban se dejaban llevar por el pánico, el muchacho habló del muñón ensangrentado como de una mera curiosidad, y llegó incluso a bromear un poco; pero luego, cuando quienes le prestaban los primeros auxilios se contagiaron de su serenidad, comprendió repentinamente lo que había pasado, advirtió de pronto el dolor y lo que había perdido, y empezó a gritar y a llorar.

De un modo muy similar, dentro de Paul explotó el significado de la muerte de Mark, arremetió contra él con el equivalente emocional de un camión el estrellarse contra una pared de piedra. Paul se inclinó hacia delante y, por primera vez desde que encontró el patético cuerpo de su hijo en el congelador, consiguió llorar.

18.00

Cuando Sam bajó del coche, se quedó un momento contemplando su tienda.

—¿Qué pasa, papá? —quiso saber Jenny.

—Estaba pensando cuánto puedo pedir.

—¿Por la tienda? ¿Quieres venderla?

—Voy a venderla.

—Pero si… es toda tu vida.

—Voy a marcharme de Black River. No puedo quedarme aquí… cuando sé que, en el momento que yo quiera…, puedo abrir a esta gente con la frase…, que puedo manipularlos.

—Tú no serías capaz de manipularlos —replicó ella, a la vez que lo cogía por un brazo mientras Rya lo hacía por el otro.

—Pero está el hecho de que sé que puedo hacerlo, y una cosa así puede carcomer el alma de cualquiera, roer a una persona por dentro…

Con una a cada lado, subió la escalera del porche. Por primera vez en su vida, se sentía un anciano.