Capítulo 10

Sábado, 27 de agosto de 1977

00.10

En las copas de los árboles, el viento ululaba de forma constante y obsesiva. Tronaba con frecuencia y cada trueno era más fuerte y más inquietante que el anterior. Por encima del bosque, los relámpagos iluminaban el cielo de vez en cuando; la descarga eléctrica descendía, vibrante, por el toldo de ramas entrelazadas y dejaba en su estela una serie de imágenes estroboscópicas que deslumbraban los ojos.

Pequeños animales corrían de aquí para allá por la densa maleza, en afanosa búsqueda de comida, agua, compañía o protección. O quizá, pensó Paul cuando uno de ellos atravesó el sendero y le hizo sobresaltarse, tenían miedo de la tormenta que se avecinaba.

Paul y Sam habían esperado encontrar hombres armados y no animales en la linde del bosque que rodeaba el aserradero, pero no había ninguno. A pesar de que las luces del edificio principal estaban encendidas, la estructura parecía, al igual que la tierra que la rodeaba, desierta.

Dieron un rodeo por el borde del bosque. Llegaron finalmente al aparcamiento destinado a los empleados y estudiaron la situación desde detrás de un grueso macizo de laurel.

El helicóptero estaba en el aparcamiento, a unos diez metros de distancia. Junto a él había un hombre, de pie en la oscuridad, que fumaba un cigarrillo y contemplaba los relámpagos y las nubes que pasaban veloces.

—¿Dawson o Klinger? —susurró Paul.

—No creo —contestó Sam.

—Yo tampoco.

—Debe de ser el piloto.

—¿Ves alguna arma?

—No, nada.

—¿Vamos?

—Espera.

—¿Esperar qué?

—El momento adecuado.

Se pusieron a observar.

Unos segundos después, el piloto tiró la colilla y la aplastó bajo la suela de su zapato. Se metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar sin rumbo, sólo para matar el tiempo. Se dirigió hacia los árboles, dio unos pasos por delante de ellos, a unos tres o cuatro metros, se volvió y desanduvo lo andado.

—¡Deprisa! —murmuró Sam.

Paul se incorporó, se abrió camino a través del laurel y corrió hacia el piloto.

El hombre lo oyó y se dio la vuelta. Su rostro era una máscara negra, pero los ojos parecían fosforescentes.

—¿Quién…?

—Yo soy la llave —dijo Paul.

—Yo soy la cerradura.

—Hable en voz baja.

—Sí, señor.

Paul miró al otro lado del helicóptero. Veía las ventanas, en su mayoría iluminadas en el primer y en el segundo piso del edificio principal situado al final del patio de almacenamiento. Si él podía ver las ventanas, a cualquiera que se le ocurriese mirar hacia fuera podría verlo a su vez, a pesar de la oscuridad. Empujó al piloto hasta el helicóptero, donde eran menos visibles desde el edificio principal.

Sam se reunió con ellos y preguntó.

—¿Cómo se llama?

—Malcolm Spencer.

—¿Es usted el piloto?

—Sí, en efecto.

—¿Dónde está Leonard Dawson?

—En el aserradero.

—¿En qué edificio?

—En el de mayor tamaño.

—¿En qué piso? ¿En la planta baja, en el primero o en el segundo?

—En la planta baja. Hay una especie de zona para ventas al público con…

—¿Y dónde está Ernst Klinger? —interrumpió Sam.

—Está en Black River —contestó Spencer.

—No es posible.

—¿Cómo dice?

—¿Quiere decir que está en el pueblo? —preguntó Paul.

—Exactamente.

Paul y Sam se miraron.

—¿Pasa algo? —quiso saber el piloto. Parecía estar preocupado por ellos.

—Está mintiendo —le acusó Paul.

—No, señor —negó Spencer, sorprendido.

—Yo soy la llave —volvió a decir Paul.

—Yo soy la cerradura.

—¿Dónde está Klinger?

—Está en Black River.

—¡Dios Santo! —exclamó Paul, mirando a Sam.

—¿No ha llevado a Klinger y a Dawson al campamento de explotación forestal? —le preguntó Sam al piloto—. ¿Y no los ha traído luego a la fábrica?

—No, sólo al señor Dawson. El general Klinger se marchó al pueblo desde el campamento.

—¿Cuándo?

—Pocos minutos después de haber llegado allí.

Sonrió con inseguridad. Sus dientes brillaban todavía más que los ojos.

—¿Cómo se fue? ¿No fue en el helicóptero?

—No, señor. Se fue en coche.

—¿Por qué…?

Antes de poder pronunciar una palabra más de su pregunta, Sam se puso a gritar y se precipitó hacia el helicóptero.

En el mismo instante, un disparo de rifle rompió el silencio nocturno.

Paul se arrojó instintivamente al suelo y rodó por él.

Una bala chocó contra el suelo, donde él acababa de estar, y rebotó en la oscuridad.

Una segunda bala se estrelló al otro lado, por lo que quedó atrapado.

Se volvió boca arriba y se sentó. Distinguió al hombre del rifle inmediatamente: de rodillas en una postura de deportista, a menos de diez metros en la linde del bosque. En el recorrido desde el pueblo, Paul había vuelto a cargar el Combat Magnum; lo sujetó con ambas manos y disparó cinco veces seguidas.

Falló las cinco veces.

Sin embargo, el penetrante estruendo de la pistola y el terrible silbido de todas aquellas balas atravesando el aire, pusieron sin duda nervioso al hombre del rifle. En lugar de intentar terminar lo que había empezado, se puso de pie y echó a correr.

Paul se incorporó, dio unos pasos en su dirección y volvió a disparar.

Ileso, el hombre del rifle se encaminó a un recodo que iba hasta la parte posterior del complejo industrial.

—¿Sam?

—Estoy aquí.

Apenas podía ver a Sam, con su ropa oscura junto al suelo negro, y se alegró de que la barba y el cabello blanco del anciano le sirviesen de punto de referencia.

—¿Te ha dado?

—En la pierna.

Paul se acercó.

—¿Muy grave?

—Una herida superficial. Era Dawson. Por todos los demonios, síguelo.

—Pero si estás herido…

—Estoy bien. Le diré a Malcolm que me haga un torniquete. ¡Y ahora síguelo, maldita sea!

Paul echó a correr. Al final del aparcamiento pasó delante del rifle, que estaba en el suelo; o se le había caído a Dawson de forma accidental y, demasiado asustado, no se había detenido a recogerlo, o el pánico le había hecho renunciar a él. Sin dejar de correr, metió la mano en el bolsillo y sacó las balas que tenia de repuesto.

00.15

Los peldaños de madera del campanario crujieron bajo el peso de Klinger. Se detuvo y contó despacio hasta treinta antes de subir otros tres escalones y pararse de nuevo. Si subía demasiado deprisa, la mujer y la niña advertirían que se acercaba. Y si estaban preparadas y esperándolo, eso significaría suicidarse cuando llegase a la plataforma del campanario. Tenía la esperanza de que, si aguantaba unos treinta segundos o incluso un minuto entre cada breve ascensión, ellas pensaran que el crujido de la escalera no era más que los ruidos habituales o el producto del viento.

Subió tres peldaños más.

00.16

Delante de él, Dawson desapareció detrás de una esquina del aserradero. Cuando Paul llegó a esa misma esquina un momento después, se detuvo y examinó el depósito del patio norte: inmensas pilas de troncos que habían sido amontonados para proporcionar trabajo al aserradero durante el largo invierno; diversas piezas de materiales varios; dos camiones para los portes; una cinta transportadora que corría a lo largo de una rampa inclinada, desde la fábrica hasta el vientre de un gran horno donde se incineraban las cortezas y las virutas de la madera… ¡Demasiados lugares donde Dawson podía esconderse y esperarlo!

Se alejó del patio norte y se dirigió a la puerta situada en la pared oeste del edificio, por donde había venido, a unos diez metros, de la esquina. La puerta no estaba cerrada.

Penetró en un corto e iluminado pasillo que desembocaba en la enorme sala de elaboración del producto: la cadena de toro que, desde la balsa del aserradero, movía las rampas hacia arriba, hasta el edificio; también una sierra tronzadora, un depósito de troncos, el vagón que los trasladaba hasta las sierras que esperaban para convertirlos en maderos, la enorme sierra continua con motor, la máquina lijadora, las sierras desbastadoras, el tanque de inmersión, la rampa de clasificación, la cadena verde y, por fin, los estantes para el almacenamiento. Recordaba todos aquellos términos por una visita que el director había tenido la gentileza de ofrecer a Rya y a Mark dos años antes. En la sala de elaboración estaban encendidas las luces fluorescentes, pero no funcionaba ninguna de las máquinas; ningún hombre las atendía. A la derecha había un lavabo; a la izquierda, una escalera.

Subió los cuatro pisos —pues el primer nivel tenía una altura de dos plantas para poder acomodar las máquinas— de dos en dos y llegó al recibidor del primer piso. Se detuvo a reflexionar, seguidamente entró en el quinto despacho de la izquierda.

La puerta estaba cerrada.

Le dio dos patadas.

La cerradura se resistió.

En la pared del pasillo había una vitrina que contenía un extintor de incendios y un hacha.

Se metió el revólver en el cinturón, abrió la vitrina y sacó el hacha. Golpeó la manilla de la puerta con la parte plana del hacha. Cuando la manilla se desprendió, saltó el picaporte, que no era de muy buena calidad. Dejó caer el hacha, abrió la puerta rota y entró.

La oficina estaba a oscuras. No encendió ninguna luz porque no quería revelar su posición. Cerró la puerta para que no se viese su silueta por la pálida luz que entraba.

Las ventanas de la pared norte de la oficina daban al tejado de la terraza de la planta baja. Abrió una de ellas, se encaramó y saltó al tejado, que estaba revestido de alquitrán.

Lo sacudió el viento.

Sacó el Combat Magnum del cinturón.

Si Dawson estaba escondido en alguna parte del patio norte, aquélla era la posición más ventajosa desde donde localizarlo.

La oscuridad le ofrecía a Dawson una buena protección, pues no había ninguna luz encendida en el patio.

Habría podido encenderlas, por supuesto; pero no sabia dónde estaban los interruptores y no quería perder tiempo buscándolos.

Lo único que había allí en movimiento era la ruidosa cinta transportadora que rodaba continuamente en la inclinada rampa hasta el horno de desperdicios. Habrían debido pararla como el resto de las máquinas, pero lo habían pasado por alto. La cinta salía del edificio, directamente debajo de él, y subía hasta un punto situado a unos ocho metros por encima del suelo hasta desembocar en la puerta del horno a unos doce metros de distancia. Dado que el horno en forma de cono —de nueve metros de diámetro en la base, tres metros de diámetro en el extremo superior y doce metros de altura—, se alimentaba con una llama de gas, el fuego nunca se apagaba a menos que el capataz del aserradero lo ordenase. Incluso en aquellos momentos, cuando la cinta no le suministraba combustible, el horno seguía rugiendo. Sin embargo, a juzgar por la intensidad de las llamas que sobresalían de la puerta abierta, varios cientos de kilos del material que había salido del aserradero antes de que Dawson parase las operaciones estaban todavía por ser consumidos.

Aparte de esto, el patio estaba tranquilo y silencioso. A la derecha de la rampa y del horno, se encontraba la balsa del aserradero, con la grúa gigante colgada de gruesos cables sobre su centro. Estaba cargada con troncos que recordaban un poco a pequeños caimanes dormidos. Un estrecho canal de agua, llamado el deslizador, iba desde la balsa hasta la terraza. Cuando el aserradero estaba en funcionamiento, los hombres encargados del deslizador enviaban, a través de este, los troncos a las rampas cubiertas por el tejado de la terraza. Una vez allí, los troncos eran levantados por unas cadenas de toro con ganchos y transportados al sistema de elaboración. Al este y al norte de la balsa, se hallaba el depósito, unas paredes de doce metros de altura para conservar los gigantescos troncos, en vistas a proporcionar trabajo al aserradero durante el invierno. A la izquierda de la rampa y del horno, había dos camiones, un elevador y algunas piezas de pesados utensilios, todo ello apoyado contra la valla de separación del patio de almacenamiento. No se veía a Dawson por ninguna parte.

Después de un trueno, al que siguió un relámpago, empezaron a caer de forma repentina gruesas gotas de lluvia.

Un sexto sentido le dijo a Paul que había oído algo más que el estruendo del trueno. Impulsado por una premonición glacial, se dio media vuelta.

Dawson había salido por la ventana y estaba detrás de él, a menos de un metro de distancia. Era mayor que Paul, unos quince años más, pero también más alto y más corpulento; y tenía un aspecto terrible en aquella noche azotada por la lluvia. Llevaba un hacha. ¡La maldita hacha del extintor! La sujetó con ambas manos, la levantó sobre su cabeza, la hizo balancear.

Klinger se encontraba a medio camino del campanario cuando empezó a llover de nuevo. Las gotas tamborilearon ruidosamente en las ripias del campanario y en el tejado de la iglesia, con lo que le proporcionaron una excelente cobertura para su ascensión.

Esperó hasta estar completamente seguro de que el aguacero iba a durar un rato y, a continuación, subió sin tener que detenerse cada tres peldaños. Ni siquiera oía el crujido que él mismo producía. Pleno de estímulo, rebosante de confianza, con el Webley apretado en su mano derecha, subió la última mitad de las escaleras en menos de un minuto y entró precipitadamente en la plataforma del campanario.

Se agachó. La hoja del hacha silbó por encima de su cabeza. Sobresaltado por sus propios gritos, incapaz de dejar de gritar, súbitamente consciente de que el Smith & Wesson estaba todavía en su mano, Paul apretó el gatillo.

La bala atravesó el hombro derecho de Dawson.

El hacha cayó de sus manos, voló por el espacio oscuro y fue a estrellarse contra el parabrisas de uno de los camiones.

Dawson hizo una pirueta, un movimiento extraño y seguro, y se abalanzó sobre Paul. El Combat Magnum siguió la trayectoria del hacha.

Abrazados, luchando a brazo partido uno con otro, cayeron del tejado de la terraza.

El campanario contaba con muy poca luz en medio de aquella fuerte tormenta, pero estaba lo bastante iluminado como para que Klinger viese que la única persona que había allí era la hija de Annendale.

Imposible.

Estaba sentada en el suelo, apoyada en la pared, y lo miraba llena de terror.

¿Qué demonios estaba ocurriendo?

Tenía que haber dos. El campanario, con un metro ochenta de lado no era lo suficientemente grande como para jugar al escondite. Lo que veía, pues, tenía que ser cierto; ¡sólo que se suponía que eran dos!

Los truenos estremecían la noche y unos relámpagos, con afiladas puntas como tenedores, apuñalaban la tierra. El viento silbaba a través de la torre sin paredes. Se acercó a la niña.

Ella lo miró y le suplicó con voz entrecortada.

—Por favor…, por favor…, no… dispare.

—¿Dónde está la otra? —preguntó Klinger—. ¿Dónde ha ido?

Oyó una voz a su espalda:

—Eh, señor.

Lo habían oído cuando subía las escaleras, lo estaban esperando.

¿Pero cómo lo habían hecho?

Mareado, temblando, consciente de que era demasiado tarde para ponerse a salvo, se volvió para enfrentarse al peligro. No había nadie. La tormenta proporcionó en aquel memento y oportunamente otra breve explosión de incandescente luz, que le confirmó que estaba viendo lo que había pensado: la niña y él estaban solos en el campanario.

—Eh, señor.

Levantó la vista.

Una forma negra, similar a un monstruoso murciélago, estaba colgada sobre él. La mujer: Jenny Edison. No podía ver su rostro, pero Klinger no tenía duda alguna sobre su identidad. Mientras él creía que estaba siendo muy listo, ella lo estaba oyendo subir; se había encaramado a la campana y se había sujetado a los soportes de acero, justo en el techo, en el punto más alto del arco, a menos de dos metros sobre su cabeza, como un maldito murciélago.

Han pasado veintisiete años desde que estuve en Corea, pensó, soy demasiado viejo para incursiones de comando, demasiado viejo…

No podía ver el arma que ella tenía en las manos, pero sí sabía que lo que él estaba mirando era su cañón.

Detrás de él, la niña se alejó a gatas de la línea de fuego.

Ocurrió muy deprisa, demasiado deprisa.

—¡Vete con viento fresco, bastardo! —gritó la hija de Edison.

No llegó a oír el disparo.

Dawson aterrizó de espaldas en medio de la rampa. Paul, aprisionado en el torpe, pero eficaz abrazo del otro hombre, cayó sobre éste, aspirando el aliento de ambos.

Después de una larga sacudida, la cinta transportadora se ajustó a sus pesos y empezó a arrastrarlos velozmente, con las cabezas adelante, hacia la boca abierta del horno.

Paul, jadeando y tratando de respirar, logró levantar la cabeza de debajo del pesado pecho de Dawson y vio un círculo de llamas amarillas, naranjas y rojas que se retorcían satánicamente a veintisiete metros delante de él.

Veintitrés metros.

Sin aliento, con una herida de bala en un hombro y después de haberse golpeado la cabeza contra la rampa al caer, Dawson no estaba precisamente en la mejor de las formas para luchar. Aspiró aire, se atragantó con la gruesa lluvia y expulsó agua por la nariz.

En la parte alta de la cinta se produjo un ruido sordo y una violenta vibración.

Dieciocho metros…

Paul trató de salir rodando de aquel camino hacia la muerte.

Dawson se asió a la camisa de Paul con la mano ilesa.

Trece metros…

—Suéltame, bastardo.

Paul se revolvió, se retorció; pero no tenía la suficiente fuerza para liberarse.

Nueve metros…

Reunió sus últimas reservas de energía —los posos del barril—, echó atrás el puño y golpeó a Dawson en el rostro.

Dawson lo soltó.

Cuatro metros…

Lanzando gemidos, notando ya el calor del horno, se arrojó hacia la derecha, fuera de la rampa.

¿A qué distancia del suelo?

Cayó, para su sorpresa con muy poco dolor, sobre un lecho de hierbajos y fango junto a la balsa del aserradero.

Cuando levantó la mirada, vio que Dawson, delirante, inconsciente del peligro hasta que fue demasiado tarde, se introducía de cabeza en aquel crepitante, chisporroteante, abrasador y diabólico pozo de fuego.

Si el hombre gritó, su voz fue ahogada por el imponente clamor de un trueno.