22.55
Lolah Tayback iba en la ambulancia, echada en una camilla, sujetada por correas a la altura de los muslos y del pecho, y una rígida sábana blanca cubriéndola hasta el cuello. Le habían levantado la cabeza con dos almohadas para evitar que se asfixiase con su propia sangre durante el viaje hasta el hospital de Bexford. Respiraba con regularidad pero dificultosamente; cada vez que lo hacía emitía suaves gemidos.
Sam estaba con Anson Crowell, el policía de noche de Thorp, debajo de las puertas abiertas de la parte de atrás.
—Bien, empecemos de nuevo. ¿Qué le ha sucedido?
—Ha sido agredida por un violador —contestó el policía, como Sam lo había programado para que dijese.
—¿Dónde ha ocurrido?
—En su apartamento.
—¿Quién la ha encontrado?
—Yo.
—¿Quién ha llamado a la policía?
—Sus vecinos.
—¿Por qué?
—Han oído gritos.
—¿Han cogido al agresor?
—Me temo que no.
—¿Saben quién es?
—No, pero estamos trabajando en ello.
—¿Tiene alguna pista?
—Un par de ellas.
—¿Cuáles son?
—Preferiría no hablar todavía de ello.
—¿Por qué no?
—Podría perjudicar a la investigación.
—¿Por comentarlo con otro policía?
—En Black River somos extremadamente prudentes.
—¿No es esto ser un poco demasiado prudentes?
—No se ofenda, es así como trabajamos nosotros.
—¿Tiene usted una descripción del hombre?
El policía recitó una lista de características físicas que Sam le había metido en la cabeza. El fingido agresor no se parecía ni remotamente al verdadero, Ogden Salsbury.
—¿Qué pasaría si la policía del Estado o la de Bexford se ofreciesen para ayudar en el caso?
—Les diría que muchísimas gracias, pero que vamos a llevarlo nosotros. Lo hemos decidido así. Además, yo no tengo autoridad para permitir que intervenga nadie, es competencia del jefe de policía.
—Está bien. Suba a la ambulancia.
El hombre subió a la parte posterior de la ambulancia y se sentó en un banco acolchado, junto a la camilla de Lolah Tayback.
—Acuérdense de que tienen que detenerse al final de Main Street para recoger al amigo de la chica —le recordó Sam. Había hablado ya con Phil Karkov por teléfono, lo había preparado para representar en el hospital el papel del amante loco de ansiedad; de la misma forma que había preparado a Lolah para representar el papel de una asustada víctima de violación, que había sido atacada en su apartamento—. Phil se quedará con ella en el hospital, pero ustedes han de regresar en cuanto les hayan informado de que ella se pondrá bien.
—Comprendido —asintió Crowell.
Sam cerró las puertas. A continuación, se dirigió a la ventanilla del conductor para reforzar la historia que había introducido en la mente del bombero, que esa noche prestaba servicio voluntario e iba detrás del volante.
Al principio no parecía haber forma de debilitar la voluntad de hierro de Salsbury, no había manera de hacerle hablar y que revelara su secreto. Sufría muchísimo, temblaba, sudaba y se encontraba aturdido, pero se negaba a facilitar las cosas. Estaba sentado en una silla del despacho de Thorp, con un aire de autoridad que no tenía ningún sentido en aquellas circunstancias. Reclinado contra el respaldo, se apretaba la herida del hombro y mantenía los ojos cerrados. La mayoría de las veces ignoraba las preguntas de Paul. De vez en cuando contestaba con una retahíla de maldiciones y de tacos, que sonaban como si hubiesen sido preparados para transmitir el significado mínimo.
Además, Paul no era un inquisidor nato. Suponía que, de conocer la forma adecuada de perturbar a Salsbury, de saber cómo conseguir que el hombre sufriese mentalmente sin llegar a destruirlo, y de haber tenido las agallas para ello, podría obtener la verdad en poco tiempo. Cuando la terquedad de Salsbury llegó a ser particularmente enloquecedora, Paul empezó a golpear la herida del hombro con la culata de su revólver. Salsbury se puso a gemir; pero no fue suficiente como para hacerle hablar. Y Paul era incapaz de cualquier otra crueldad eficaz.
—¿Quiénes son los hombres del helicóptero?
Salsbury no contestó.
—¿Trabajan para el Gobierno?
Silencio.
—¿Se trata de un proyecto del Gobierno?
—¡Vete al infierno!
Si hubiese sabido qué era lo que más aterrorizaba a Salsbury, habría podido utilizarlo para acabar con su resistencia. Todo el mundo estaba conformado por uno o más miedos profundamente arraigados; algunos de ellos bastante racionales y otros, completamente irracionales. Y, en un hombre como aquél, un hombre que estaba aparentemente en la zona fronteriza de la cordura, debía de haber un número mayor de terrores de lo usual para explotar. Por ejemplo, si Salsbury hubiese tenido miedo a las alturas, había podido llevar a aquel bastardo hasta el campanario de la iglesia y amenazarlo con arrojarlo desde allí si no hablaba; de haber estado Salsbury aquejado de agorafobia, lo habría llevado al mayor y más despejado lugar abierto del pueblo, tal vez al campo de béisbol, y lo habría dejado allí plantado justo en el centro; si, al igual que el protagonista de «1984», la sola idea de ser metido en una jaula con ratas lo hubiese puesto al borde de la locura…
Paul recordó de pronto cómo había reaccionado Salsbury cuando él entró en la habitación. El hombre había sufrido una conmoción, se había pegado un susto de muerte, se había quedado anonadado. Y no había sido únicamente porque Paul lo hubiese sorprendido; se había aterrorizado porque, por alguna razón que sólo él conocía, creyó que Paul era un hombre llamado Parker.
Se preguntó qué le habría hecho Parker. ¿Qué podía haberle hecho para dejar semejante profundo e indeleble terror?
—Salsbury.
Silencio.
—¿Quiénes son los hombres del helicóptero?
—Eres un pelmazo de mierda.
—¿Trabajan para el Gobierno?
—Un pelmazo de marca mayor.
—¿Sabes lo que voy a hacerte, Salsbury?
No se dignó contestar.
—¿Sabes lo que voy a hacerte? —volvió a preguntar Paul.
—Da igual, nada podrá hacerme hablar.
—Voy a hacerte… lo que te hizo Parker.
Salsbury no contestó, no abrió los ojos; pero se puso rígido, tenso, con todos los músculos apretados.
—Exactamente lo que te hizo Parker.
Cuando Salsbury abrió por fin los ojos, había en ellos un monstruoso horror, una mirada obsesiva y maníaca que Paul no había visto en ningún otro ser, salvo en los ojos de animales salvajes perseguidos y aterrorizados.
Pensó que había dado en el clavo, que allí estaba la clave, el punto de presión, el cuchillo con el que acabaría con su tenacidad. ¿Pero cómo tendría que reaccionar si Salsbury descubría su fanfarronada?
Estaba muy cerca de obtener la verdad, muy cerca; sólo que no tenía la más mínima idea de lo que Parker había hecho.
—¿Cómo es que conoces…? ¿Cómo es que conoces a Parker? —preguntó Salsbury, con una voz que era un débil y patético quejido.
Paul cobró ánimos. Si Salsbury no recordaba que había sido él quien había mencionado al tal Parker, eso significaba que sólo el nombre tenía ya mucho peso.
—El porqué lo conozco no viene al caso —dijo Paul, de forma cortante—, pero lo conozco; y lo conozco bien. Y sé lo que te hizo.
—Yo, yo… sólo tenía once años. No harías una cosa así.
—Lo haría; y disfrutaría con ello.
—Pero tú no eres de ese estilo —quiso creer Salsbury, en un tono lleno de desesperación. Su piel había estado brillando de sudor; en aquellos momentos, estaba empapada—. ¡No eres de ésos!
—¿A qué te refieres?
—¡Un maricón! ¡Tú no eres uno de esos sucios maricones!
Todavía de farol, pero ahora con mejores cartas sobre la mesa, Paul se aventuró:
—No todos parecemos lo que somos, ya lo sabes. La mayoría de nosotros no lo pregona.
—Tú has estado casado.
—Eso no quiere decir nada.
—¡Has tenido hijos!
Paul se encogió de hombros.
—¡Andas detrás de esa puta de Edison!
—Ogden.
No contestó.
—Levántate, Ogden.
—No me toques.
—Inclínate sobre el escritorio.
—No pienso ponerme de pie.
—Venga, te gustará.
—No, no quiero.
—Te gustaba cuando te lo hacía Parker.
—¡Eso no es verdad!
—¡Tú sí que eres de ésos!
—No es verdad.
—Confiésalo.
No se movió.
—Te encanta el griego.
—No —rechazó Salsbury, y acompañó esta negación con una mueca de dolor.
—Inclínate sobre el escritorio.
—Duele mucho…
—Por supuesto. Y ahora levántate, inclínate sobre el escritorio y bájate los pantalones. ¡Venga!
A Salsbury le recorrió un escalofrío. Su rostro tenía el color de la ceniza y estaba tenso.
—Si no te levantas, Ogden, te arrancaré a la fuerza de la silla. No puedes rechazarme; no puedes huir de mí; no puedes luchar, no cuando yo tengo un arma y tú tienes los brazos destrozados.
—¡Oh, no, Dios mío! —exclamó Salsbury en un tono lleno de desesperación.
—Te gustará, te gustará el dolor. Parker me ha contado cuánto te gusta el dolor.
Salsbury empezó a llorar. No lo hacía suave y calladamente, sino con sonoros y atormentados sollozos. De sus ojos saltaban literalmente las lágrimas. Empezó a estremecerse y a balbucir.
—¿Tienes miedo, Ogden?
—Mi-miedo, sí.
—Puedes evitarlo.
—Que… me…
—Que te viole, sí.
—¿Có-cómo?
—Contestando a mis preguntas.
—No quiero hacerlo.
—En ese caso, ponte de pie.
—Por favor…
Avergonzado de sí mismo, asqueado por aquel juego violento, pero decidido a seguir adelante, Paul asió la camisa de Salsbury. Lo sacudió y trató de levantarlo de la silla.
—Cuando yo haya terminado, te dejaré en manos de Bob Thorp, te taparé la boca para que no puedas hablarle, y lo programaré para que te viole. —Por supuesto, no sería capaz de hacer una cosa así, pero era evidente que Salsbury estaba convencido de que sí—. Y no solamente Thorp, habrá otros; por lo menos media docena.
Con esto, desapareció la resistencia de Salsbury.
—Todo, te lo contaré todo —dijo con la voz distorsionada por el entrecortado sollozo que no podía controlar—, todo lo que quieras, pero no me toques. Oh, Dios mío. ¡No me toques! No hagas que me desnude, no me toques, no me toques.
Sin dejar de retorcer la camisa de Salsbury con su mano izquierda, inclinado sobre el hombre, casi gritándole en el rostro, Paul preguntó:
—¿Quiénes son los hombres del helicóptero? A menos que quieras que te trabajemos hasta que estés en carne viva, te aconsejo que me digas quiénes son.
—Dawson y Klinger.
—Eran tres.
—No sé cómo se llama el piloto.
—Dawson y Klinger. ¿Y sus nombres de pila?
—Leonard Dawson y…
—¿Leonard Dawson?, ¿el famoso Leonard Dawson?
—Sí. Y Ernst Klinger.
—¿Trabaja Klinger para el Gobierno?
—Es un general del Ejército.
—¿Se trata de un proyecto militar?
—No.
—¿Es un proyecto del Gobierno?
—No —contestó Salsbury.
Paul sabía lo que tenía que preguntar, no titubeó ni un momento durante el intenso interrogatorio al que lo sometió a continuación.
Y no hubo ni un solo momento en que Salsbury se atreviese a titubear.
Ernst Klinger se agachó detrás de un muro de arbustos de un metro de altura que había en el callejón que daba al aparcamiento municipal. Atónito, confundido, vio que metían a la mujer en la furgoneta blanca, marca Cadillac, que tenía las palabras «Black River Urgencias» pintadas con letras rojas en el lateral.
A las once y dos minutos, la ambulancia salió del aparcamiento, se metió por el callejón y, desde allí, giró hacia la parte norte de Union Road. Dobló luego a la derecha, hacia la plaza.
Sus luminosos destellos de luz roja recorrían los árboles y los edificios y lanzaban ráfagas de luz carmesí que avanzaban serpenteando por el mojado pavimento.
El hombre de la barba y el cabello blanco que estaba en el aparcamiento era Sam Edison. Klinger lo reconoció por una fotografía que había visto, poco más de una hora antes, en una de las habitaciones de la vivienda de la tienda.
Edison se quedó mirando a la ambulancia hasta que giró hacia el este en la plaza. Estaba demasiado lejos de Klinger para que éste pudiese dispararle con el Webley. Cuando la ambulancia desapareció de la vista, Sam entró en el edificio municipal.
Klinger se preguntó si habrían perdido el control del pueblo, si todo se había venido abajo: la prueba práctica, el proyecto, el plan, el futuro… Parecía claro que así era. Seguro. Por consiguiente…, ¿no era hora de marcharse de Black River, del país con un buen montón de dinero en efectivo y con la identidad falsa que le había proporcionado Leonard?
Por otra parte pensaba que no debía dejarse llevar por el pánico, que no debía precipitarse. Esperar, ver qué pasaba a continuación, concederle a la situación algunos minutos más.
Miró el reloj: 11.03.
Tronó en las montañas.
Iba a llover otra vez.
11.04.
Había estado en cuclillas tanto rato que le dolían las piernas; deseaba ponerse de pie y estirarse.
Se preguntó qué demonios estaba esperando. Era imposible tramar una estrategia sin poseer información; tenía que explorar el terreno. Probablemente estaban en la oficina de Thorp, así que se situaría bajo las ventanas y quizá pudiera oír lo que estaban maquinando.
A las once y cinco, atravesó corriendo el callejón y se deslizó, de coche en coche, por todo el aparcamiento y, luego, detrás de un grueso tronco de pino.
Exactamente igual que en Corea, pensó casi con regocijo, o en Laos a últimos de los cincuenta y exactamente igual a como debió de ser para los más jóvenes en Vietnam: una tarea de comando en una ciudad enemiga, salvo que en esta ocasión la ciudad enemiga era estadounidense.
23.05
Sam se detuvo en la puerta y miró a Ogden Salsbury, que estaba todavía en la silla giratoria de la oficina.
—¿Estás seguro de que te lo ha contado todo? —le preguntó a Paul.
—Sí.
—¿Y de que todo lo que te ha dicho es cierto?
—Sí.
—Es de vital importancia, Paul.
—No ha ocultado nada ni me ha mentido; estoy seguro de ello.
Salsbury, que apestaba a sudor y a sangre y lloraba en silencio, miraba alternativamente a uno y a otro.
Paul se preguntó si Salsbury se estaría enterando de algo. ¿O estaba destrozado, hecho pedazos? ¿Era incapaz de pensar con claridad, incapaz de pensar en absoluto?
Se sentía sucio, enfermo por dentro. Al enfrentarse con Salsbury, había descendido hasta el nivel de ese hombre. Se dijo que, al fin y al cabo, estaban en los años setenta, en los verdaderos primeros años de un magnífico nuevo mundo, una época en la que la supervivencia individual era difícil y, sin embargo, contaba más que cualquier otra cosa, la era de la máquina y de la moralidad de la máquina, quizá la única época, en todo el lapso de la historia, en la que el fin justificaba verdaderamente los medios; pero siguió sintiéndose sucio.
—Bien, pues ha llegado el momento —dijo Sam, en voz baja—. Uno de nosotros tiene que… hacerlo.
—Según parece, un hombre llamado Parker lo violó cuando tenía once años —le informó Paul. Estaba hablando con Sam, pero miraba a Ogden Salsbury.
—¿Y eso qué cambia? —preguntó Sam.
—Cambia mucho.
—¿Cambia algo que Hitler hubiese nacido de un padre sifilítico? ¿Cambia algo que estuviese loco? ¿Nos devuelve ello a los seis millones de muertos? —Sam hablaba suavemente, pero con una fuerza tremenda; temblaba—. ¿Acaso lo que le sucedió cuando tenía once años justifica lo que le hizo a Mark? Si Salsbury gana, si se convierte en el amo de cualquier persona, ¿importa lo que ocurrió cuando tenía once años?
—¿No existe otra forma de detenerlo? —preguntó Paul, a pesar de que conocía la respuesta.
—Ya hemos discutido sobre ello.
—Me temo que así es.
—Yo lo haré —decidió Sam.
—No. Si no puedo reunir el valor suficiente para actuar en este asunto, no te seré de ninguna ayuda más tarde, con Dawson y con Klinger. No me extrañaría que tuviéramos problemas con ellos. Tienes que estar seguro de que puedes contar conmigo en los momentos difíciles.
Salsbury se humedeció los labios con la lengua; se miró la camisa empapada de sangre y, luego, miró a Paul.
—¿No iréis a matarme? ¿No me… mataréis?
Paul levantó el Smith & Wesson Combat Magnum.
Salsbury apartó la ensangrentada mano de su hombro izquierdo y la largó como si fuera a estrechar la de otra persona.
—Esperad. Os haré socios, a ambos, socios míos.
Paul apuntó al centro del pecho del hombre.
—Si os convertís en mis socios, lo tendréis todo, todo lo que queráis, más dinero del que jamás podréis gastar, todo el dinero del mundo. ¡Pensad en ello!
Paul pensó en Lolah Tayback.
—Socios. Y eso no sólo significa dinero. Mujeres, podréis tener todas las mujeres que queráis, cualquier mujer que queráis, sea quien sea, se arrastraran ante vosotros. Y hombres, si eso es lo que os gusta. Hasta podréis conseguir niños, niñas, de nueve o diez años, niños pequeños. Cualquier cosa que queráis.
Paul pensó en Mark: una masa informe de carne congelada arrojada dentro de un congelador.
Y pensó en Rya: tal vez traumatizada, pero con oportunidad de tener una vida medianamente normal.
Apretó el gatillo. El Magnum calibre 357 cobró vida en su mano.
A causa del impresionante efecto del revólver, que sacudió a Paul desde la mano hasta el hombro, a pesar de haber utilizado una bala de un revólver calibre 38 en lugar de la munición del Magnum, la bala salió alta. Atravesó la garganta de Salsbury.
El armario metálico de las armas de fuego quedó salpicado de sangre y de trozos de carne.
El estruendo del impacto fue ensordecedor. Retumbó en las paredes, hizo eco en el cerebro de Paul, resonó en su memoria como si jamás fuera a salir de allí.
Volvió a apretar el gatillo.
En esta ocasión, la bala sí alcanzó el pecho de Salsbury, y estuvo a punto de derribarlo, a él y a la silla, hacia atrás.
Dio media vuelta.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Sam.
—Estoy bien.
De hecho, no sentía nada.
—Hay un lavabo al final del pasillo, a la izquierda.
—Estoy bien, Sam.
—Parece…
—He matado hombres en la guerra, he matado hombres en Asia, ¿recuerdas?
—Eso es distinto, por lo menos así lo entiendo yo. En la guerra siempre es con rifles, con granadas o con morteros, nunca a un metro de distancia con un revólver.
—Estoy bien, créeme. Estoy bien.
Se dirigió a la puerta y empujó a Sam al pasar, salió al pasillo, giró a la izquierda, corrió al lavabo y vomitó.
Se alejó a hurtadillas como un cangrejo, con la Webley preparada en la mano derecha, y corrió hasta la parte oeste del edificio municipal, donde descubrió que la hierba estaba llena de cristales. No había hecho ruido al correr desde los arbustos, pero ahora los fragmentos de cristal se quebraban y crujían bajo sus zapatos y Klinger lanzó silenciosas maldiciones. Una de las ventanas de la oficina del jefe de policía estaba rota y se habían deformado algunos listones de la persiana, lo que le proporcionaba una mirilla adecuada para su trabajo de reconocimiento.
Cuando empezó a incorporarse para echar un vistazo al interior, cauteloso como el ratón suspicaz que olisquea el queso en la trampa, estallaron dos disparos casi enfrente de su rostro. Se quedó helado; luego, se dio cuenta de que no lo habían visto, de que no estaban disparándole a él.
Por entre las torcidas tablillas de la persiana, pudo observar dos tercios de la oficina de Thorp, una estancia severamente amueblada y en cierta forma estéril: paredes de un azul grisáceo, dos archivadores de tres cajones, un escritorio de roble, un tablón de anuncios con marco de aluminio, estanterías de libros y una buena parte de una enorme mesa de metal.
Y Salsbury.
Muerto. Completamente muerto.
¿Dónde estaba Sam Edison? ¿Y el otro, Annendale? ¿Y la mujer, y la niña?
A primera vista daba la sensación de que en el cuarto sólo estaba Salsbury; el cadáver de Salsbury.
Temió perder el rastro de Edison y Annendale, temió que hubiesen podido huir o acercarse hasta él, temió que lo superasen en la táctica; así que se apartó de la ventana y corrió a paso largo hasta el extremo del césped y, luego, atravesó el aparcamiento y el callejón y se escondió de nuevo detrás del seto, desde donde disponía de una buena vista de la puerta posterior del edificio municipal.
Cuando Paul salió del lavabo, Sam lo estaba esperando en el pasillo.
—¿Te encuentras mejor?
—Sí.
—Es duro.
—Y será peor.
—Eso me temo.
—¡Dios mío!
—¿Qué te ha dicho Salsbury? ¿Quiénes eran los hombres del helicóptero?
Paul se apoyó contra la pared y respondió:
—Sus socios. Uno de ellos es H. Leonard Dawson.
—¡Que me cuelguen!
—El otro es un general del Ejército de Estados Unidos. Se llama Ernst Klinger.
—¿Se trata entonces de un proyecto del Gobierno? —dijo Sam, haciendo una mueca.
—Aunque parezca sorprendente, no es así. Sólo Salsbury, Dawson y Klinger. Algo así como una empresa privada.
Paul tardó tres minutos en darle una idea general sobre la prueba que estaban realizando allí y la conspiración que había detrás de ella.
La mueca de Sam se desvaneció. Se atrevió a sonreír ligeramente.
—En ese caso, tenemos una probabilidad de abortar el proyecto aquí mismo; y para bien.
—Es posible.
—Se trata de un simple problema que consta de cuatro partes —indicó Sam. Levantó un dedo—. Matar a Dawson. —Dos dedos—. Matar a Ernst Klinger. —Tres dedos—. Destruir la información del ordenador de la casa de Greenwich. —Cuatro dedos—. Utilizar el código llave-cerradura para reestructurar los recuerdos de todas las personas del pueblo que han visto u oído algo, para encubrir así los últimos indicios de esta prueba sobre el terreno.
Paul movió la cabeza.
—No sé. A mí no me parece tan simple.
Al menos por el momento, lo que le interesaba a Sam era que su amigo pensase únicamente de una forma positiva. Así que continuó:
—Es factible. En primer lugar…, ¿dónde han ido Dawson y Klinger cuando se han marchado de aquí?
—Al campamento de explotación forestal.
—¿Por qué?
Según lo referido por Salsbury, Paul le explicó a Sam el plan de Dawson de organizar una búsqueda en las montañas.
—Pero él y Klinger no deben de estar ahora en el campamento; tenían previsto bajar al aserradero y establecer allí una especie de cuartel general de campaña una vez se hubiera iniciado la búsqueda. Hay aproximadamente ochenta o noventa hombres que trabajan en los turnos de noche; Dawson quiere situar a una docena de ellos alrededor del aserradero para que vigilen, y reunir al resto para que busquen al otro lado del campamento de explotación forestal.
—Por muchos guardias que pongan, no les servirá de nada; usaremos la frase código para pasar. Llegaremos hasta ellos antes de que sepan lo que ha ocurrido.
—Supongo que es posible.
—Claro que es posible.
—¿Y qué me dices del ordenador de Greenwich?
—Ya nos ocuparemos más tarde —contestó Sam.
—¿Cómo llegaremos hasta él?
—¿No me has dicho que el personal de la casa de Dawson está programado?
—Según palabras de Salsbury, sí.
—Entonces podremos llegar hasta el ordenador.
—¿Y cómo ocultaremos todo lo que está pasando aquí?
—Lo haremos.
—¿Cómo?
—Ése es el menor de los problemas que tenemos entre manos.
—Tu optimismo es increíble.
—Tengo que ser optimista. Y tú también.
Paul se apartó de la pared y sugirió:
—Está bien. Pero Jenny y Rya deben de haber oído los disparos y estarán preocupadas. Antes de subir a la fábrica, tendríamos que volver a la iglesia y ponerlas al corriente, informarles de cómo está la situación.
Sam asintió con la cabeza y le indicó a Paul:
—Sígueme.
—¿Qué hacemos con Salsbury?
—Después.
Salieron por la puerta trasera y empezaron a cruzar el aparcamiento en dirección al callejón.
—Espera —dijo Paul, tras haber dado unos pasos.
Sam se detuvo, se volvió.
—No hay ninguna razón para que tomemos el camino más largo, ahora controlamos el pueblo.
—Tienes toda la razón.
Rodearon el edificio municipal y salieron a la parte este de Main Street.
23.45
Klinger se detuvo en la aterciopelada oscuridad, después de haber subido dos tercios de la escalera que conducía al campanario, y escuchó. Le llegaban las voces de arriba; dos hombres, una mujer y una niña: Edison, Jenny Edison, Annendale y la hija de éste.
Ahora sabía lo que estaba sucediendo en Black River, lo que significaba la matanza de la oficina de Thorp; sabía hasta dónde llegaban los conocimientos de aquellas personas sobre la prueba y sobre todo el trabajo, los proyectos y las intrigas que había detrás de la prueba; y estaba desconcertado.
Supo, por lo que oía, que estaban motivados para resistir, por lo menos en parte, por razones altruistas. Esto estaba más allá de su comprensión. Habría podido comprender perfectamente que quisieran apoderarse del poder de los mensajes subliminales en su propio beneficio; pero altruismo… Siempre había considerado este concepto una estupidez. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que las personas que renunciaban al poder eran mucho más peligrosas y devastadoras que aquellas que lo perseguían, aunque sólo fuese porque eran difíciles de sondear y muy imprevisibles.
Sin embargo, también sabía que era posible detenerlos. La prueba en aquel lugar no era un desastre absoluto; todavía no. No iban a ganar tan fácilmente como pensaban. Todavía no habían acabado con él ni con Dawson. Se podía salvar el proyecto.
Arriba, terminaron de discutir los planes. Se despedían unos de otros, se decían mutuamente que tuviesen cuidado, se deseaban suerte, se abrazaban, se besaban, se decían que rezarían unos por otros y afirmaban que ya era hora de ponerse en camino.
Sam Edison y Paul Annendale empezaron a bajar los estrechos e inseguros escalones, en medio de la más absoluta oscuridad, sin una linterna, sin una cerilla siquiera que les mostrase el camino, y distanciados de Klinger por dos o tres de los recodos de la larga escalera en espiral.
El apresurado descenso de Klinger fue encubierto por el ruido que hacían los dos hombres encima de él.
Se detuvo en la nave de la iglesia, llena de ecos susurrantes, donde las paredes, el altar y los bancos sólo estaban alumbrados por la escasa luz nocturna de la tormenta que entraba por las ventanas ojivales. No sabía con certeza cómo debía reaccionar.
¿Enfrentarse a ellos allí mismo? ¿Dispararles cuando apareciesen al pie de la escalera?
No. No había suficiente luz para disparar. No podría apuntarlos con la debida precisión. En aquellas circunstancias no podía abatirlos a ambos; y tal vez a ninguno de los dos.
Se le ocurrió buscar rápidamente un interruptor. Podría encender la luz cuando entrasen en la nave y abrir fuego en el mismo instante; pero, aunque hubiese un interruptor cerca, sería imposible encontrarlo a tiempo. Y si no lo encontraba a tiempo, la sorpresa y la ceguera causadas por la luz serían las mismas para él que para ellos.
Aun cuando uno de aquellos santos pintados en las ventanas emplomadas le concediese la gracia de conseguir matar a ambos, alertaría a la mujer que estaba en el campanario. Probablemente estaba armada; era casi seguro que estuviese armada. Y, de ser así, el campanario se convertiría en algo literalmente inexpugnable. Con cualquier tipo de arma, rifle, escopeta o pistola, y municiones de reserva, podría mantenerlo a distancia un tiempo indefinido.
Deseó, clamando a Dios, haber estado equipado adecuadamente. Habría debido contar como mínimo con los elementos imprescindibles en un combate de retaguardia: una ametralladora de las buenas, preferentemente fabricada en Alemania o en Bélgica, y varios depósitos de cartuchos completamente cargados; un rifle automático con una cartuchera de municiones; y unas cuantas granadas, tres o cuatro. Sobre todo las granadas. Al fin y al cabo, aquello no era un té de señoras; era una típica operación de comando, una típica incursión clandestina en el interior de un territorio hostil.
Detrás de él, Edison y Annendale se encontraban inquietantemente cerca, en el tramo de los últimos peldaños, y bajaban deprisa.
Se precipitó al pasillo lateral y llegó hasta la cuarta o quinta fila de bancos, donde pretendía esconderse entre los asientos de respaldo alto, tropezó con un reclinatorio que algún miembro despistado de la congregación había olvidado levantar después de rezar, y cayó al suelo, causando un fuerte estruendo. Con el corazón latiéndole aceleradamente, se arrastró a gatas por la fila hasta el pasillo central y se tumbó sobre el banco, boca arriba y con la Webley a su lado.
Cuando llegaron a la oscura nave, Paul puso una mano sobre el hombro de Sam.
Sam se detuvo.
—¿Qué pasa? —preguntó en un susurro.
—Calla —susurró Paul.
Escucharon el viento de la tormenta, el lejano trueno y los sonidos habituales que producía el edificio.
—¿Pasa algo? —dijo finalmente Sam.
—Sí. ¿Qué ha sido eso?
—¿A qué te refieres?
—A aquel ruido.
—Yo no he oído nada.
Paul escudriñó la oscuridad, que daba la sensación de palpitar a su alrededor. Entornó los ojos, como si eso pudiera ayudarlo a penetrar los recodos, negros como la tinta, de los rincones y del resto de sombras, de un color negro púrpura. El ambiente era tenebroso, un húmedo y malsano semillero de paranoia. Se frotó la nuca, que, de pronto, sentía helada.
—¿Cómo es posible que puedas haber oído algún ruido con todo el estruendo que hemos armado en las escaleras? —se extrañó Sam.
—Lo he oído. Algo…
—Probablemente era el viento.
—No, ha sido demasiado fuerte para que fuese el viento. Penetrante. Ha sonado como si…, como si alguien hubiese chocado contra una silla.
Esperaron.
Medio minuto. Un minuto.
Nada.
—Vámonos —se impacientó Sam—. Vamonos.
—Espera otro minuto.
Justo en aquel momento una ráfaga de viento particularmente violenta embraveció contra la parte este de la iglesia; una de las ventanas de tres metros de altura se agitó ruidosamente en su marco.
—Ahí lo tienes. ¿Lo ves? Eso es lo que has oído, no era más que la ventana.
—Sí —aceptó Paul, aliviado.
—Tenemos trabajo.
Salieron de la iglesia por la puerta principal y se dirigieron a la parte este de Main Street, donde estaba la furgoneta de Paul aparcada enfrente de la tienda.
Cuando la furgoneta llegó a la carretera del aserradero y sus pilotos de luz quedaron reducidos a diminutos puntos rojos más allá del extremo oeste del pueblo, Klinger salió de la iglesia y corrió hasta la cabina telefónica que había junto al café de Ultman, a media manzana de la iglesia. Buscó en el delgado listín hasta que encontró los números de teléfono de Big Union Supply Company: había veinte, ocho del campamento de explotación forestal y doce del aserradero propiamente dicho. No había tiempo para probarlos todos. Klinger se preguntó en qué parte de la fábrica habría establecido Dawson su cuartel general. Meditó sobre ello, dolorosamente consciente de los preciosos segundos que transcurrían. Por fin llegó a la conclusión de que las oficinas principales eran el lugar más acorde con la personalidad de Dawson y marcó aquel número.
Después de haber sonado quince veces, justo en el momento en que Klinger estaba a punto de desistir, contestó Dawson, cautelosamente.
—Big Union Supply Company.
—Aquí Klinger.
—¿Has terminado?
—Está muerto, pero no lo he matado yo. Edison y Annendale han llegado primero.
—¿Están en el pueblo?
—En efecto. O más bien estaban. En estos momentos van en tu busca; y en la mía. Creen que ambos estamos en el aserradero.
En menos de un minuto, el general hizo un resumen de la situación como mejor pudo.
—¿Por qué no los has eliminado cuando has tenido la oportunidad en la iglesia? —preguntó Dawson.
—¡Porque no he tenido esa oportunidad! —se defendió Klinger, en un tono de voz lleno de impaciencia—. No he tenido tiempo para organizado de forma adecuada, pero tú sí dispones de tiempo. Sin duda aparcarán a menos de un kilómetro de la fábrica y caminarán hasta allí. Ellos suponen que van a cogerte por sorpresa, pero eres tú quien puede sorprenderlos.
—Escucha, ¿por qué no coges un coche y vienes aquí inmediatamente? Vienes detrás de ellos y así quedarán atrapados entre tú y yo.
—En estas circunstancias, eso no tiene sentido militar, Leonard. Ellos son cuatro y tres van armados, forman un grupo demasiado peligroso para nosotros. Ahora que están divididos en parejas y llenos de confianza en sí mismos la ventaja es nuestra.
—Pero Edison y Annendale conocen la frase código y no puedo contar con los guardias. No puedo utilizar a ninguno de esos hombres, estoy solo.
—Puedes controlar la situación.
—Ernst, yo soy un experto en negocios, en finanzas. Esto está más dentro de tu línea.
—Pero yo tengo trabajo aquí en el pueblo.
—Yo no mato.
—¿Ah, no?
—Así, no.
—¿Qué quieres decir?
—Personalmente, no.
—¿Has cogido armas del campamento?
—Algunas. Y he situado a algunos hombres para vigilar.
—Con un rifle o con una escopeta podrás hacer lo que sea necesario. Sé que podrás hacerlo, yo te he visto tirar al plato con ambas armas.
—No lo comprendes. Va contra mis principios, contra mis creencias religiosas.
—Pues, por el momento, vas a tener que dejarlas de lado. Esto es un asunto de supervivencia.
—Sea o no un asunto de supervivencia, Ernst, no se puede dejar de lado la moralidad. De todos modos, no me seduce la idea de estar aquí solo, de encargarme de esto yo solo; no es bueno.
Mientras trataba de pensar en alguna forma de convencer a Dawson de que podía y debía hacer lo que tenía que hacerse para así acabar con aquella conversación, al general se le ocurrió una idea que reconoció inmediatamente como hecha a medida para él.
—Leonard, hay una cosa que todo soldado aprende el primer día en el campo de batalla, cuando el enemigo dispara contra él, las granadas explotan a su alrededor y todo parece indicar que no logrará llegar al día siguiente con vida. Si está luchando por la causa justa, por una causa recta, sabe que nunca estará solo; Dios estará siempre con él.
—Tienes razón —aceptó Dawson.
—¿Crees que nuestra causa es justa?
—Por supuesto, estoy haciendo todo esto por Él.
—En ese caso, saldrás airoso de la prueba.
—Tienes razón. No habría debido titubear ante lo que Él tan obviamente desea de mí. Gracias. Ernst.
—No tiene importancia. Será mejor que pongas manos a la obra. En estos momentos deben de estar dejando la furgoneta y tendrás como máximo diez minutos para prepararte.
—¿Y tú?
—Yo volveré a la iglesia.
—Que Dios te proteja.
—Buena suerte.
Ambos colgaron.