22.20
Phil Karkov, el propietario de la única gasolinera y del único garaje de Black River, y su amiga, Lolah Tayback, intentaban salir del pueblo poco después de las diez de la noche. Según lo programado, los policías que controlaban el bloqueo de la carretera los mandaron al edificio municipal para que hablasen con Bob Thorp.
El mecánico hablaba con un tono de voz suave, era educado y, evidentemente, se tenía por un ciudadano modelo. Era alto, pelirrojo y de hombros anchos; tendría unos treinta y cinco años. Su buena presencia sólo se veía desfigurada por una enorme y un tanto deforme nariz, que parecía haberse roto en más de una pelea. Se trataba de un hombre afable, de sonrisa fácil, y que deseaba ayudar al jefe de policía en todo lo que pudiera.
Después de haber abierto a los dos con la frase código y de haberse pasado un minuto interrogándolos, Salsbury quedó convencido de que Karkov y Lolah Tayback estaban completa y adecuadamente programados. No trataban de escaparse; no habían visto nada fuera de lo normal en el pueblo aquel día; únicamente querían ir a un bar de Bexford para tomar unas cervezas y unos bocadillos.
Mandó al mecánico a casa y le dijo que permaneciese allí el resto de la noche.
La mujer era un asunto completamente distinto.
Pensó que la mejor descripción para ella era la de «mujer-niña». Su cabello rubio platino le cubría los estrechos hombros y enmarcaba un rostro de belleza infantil: cristalinos ojos verdes, cutis claro y blanco con pequeñas pecas color canela en las mejillas, naricilla respingona, como de duende, hoyuelos, mandíbula recta y pequeña barbilla redonda… Todos los rasgos eran delicados y expresaban en cierta forma ingenuidad. Mediría tal vez un metro cincuenta y ocho centímetros y no pesaría más de cuarenta y cinco kilos. Parecía frágil. Sin embargo, vestida con una camiseta a rayas rojas y blancas (sin sujetador) y tejanos cortos, resultaba una mujer sorprendentemente deseable y muy femenina. Los pechos eran pequeños, levantados y acentuados por una cintura muy delgada; a través del delgado material de la camiseta se destacaban deliciosamente los pezones. Tenía unas piernas bien contorneadas, flexibles y finas. Mientras la tenía delante y la contemplaba de arriba abajo, ella lo observaba tímidamente, evitaba encontrarse con sus ojos y se agitaba nerviosa. De ser posible juzgar a una persona por su apariencia, ésta debía de ser una de las mujeres más maleables y vulnerables que jamás hubiera conocido.
Y, aunque fuese una luchadora, una verdadera arpía, en aquellos momentos era vulnerable, tan vulnerable como Salsbury quisiera; porque él tenía el poder…
—Lolah.
—¿Sí?
—¿Cuántos años tienes?
—Veintiséis.
—¿Eres la novia de Phil Karkov?
—No —contestó en voz baja.
—¿Sales con él?
—Más o menos.
—¿Te acuestas con él?
Se ruborizó. Se agitó nerviosa.
Bestezuela encantadora…
Jódete, Dawson. Tú también, Ernst.
Emitió una risita ahogada.
—¿Te acuestas con él, Lolah?
—¿Tengo que contestar? —dijo ella, de forma casi inaudible.
—Tienes que decirme la verdad.
—Sí —respondió, en un susurro.
—¿Te acuestas con él?
—Sí.
—¿Muy a menudo?
—Bueno…, cada semana.
—Habla más alto.
—Cada semana.
—¡Golfilla!
—¿Va usted a hacerme daño?
Él se rió.
—¿Una vez por semana? ¿Dos?
—Dos. A veces, tres…
Salsbury se volvió hacia Bob Thorp.
—Lárgate de aquí. Vete al final del vestíbulo y espera con el guardia hasta que yo te llame.
—Desde luego.
Thorp cerró la puerta después de salir.
—Lolah.
—¿Sí?
—¿Qué te hace Phil?
—¿A qué se refiere?
—En la cama.
Se miró las sandalias.
El poder se apoderó de él, empezó a latir en su interior, a recorrer docenas de miles de terminales en su carne: estallaba, resplandecía, crujía. Se sentía lleno de vigor. Eso es lo que era el programa llave-cerradura: aquel poder, aquel dominio, aquella ascendencia ilimitada sobre las almas de la gente. Nadie podría volver a ponerle la mano encima. Nadie podría jamás manipularlo. Ahora era él quien manipulaba a las personas. Siempre sería así. Para siempre. Ahora y siempre, amén. Amén, Dawson. ¿Lo has oído? Amén. Gracias, Dios mío por haberme mandado esta monada de culito, amén. Volvía a ser feliz por primera vez desde aquella mañana, desde que tocó a la mujer de Thorp.
—Apuesto a que Phil te hace de todo.
Ella no dijo nada, se limitó a mirar al suelo y a mover nerviosamente el pie.
—¿No es así? ¿Acaso no te hace de todo, Lolah? Confiésalo. Dímelo. Quiero oírtelo decir.
—Me hace… de todo.
Puso una mano bajo su barbilla y le levantó el rostro.
Ella lo miró, tímida, asustada.
—Yo también voy a hacerte de todo.
—No me haga daño.
—¡Adorable putita!
Estaba excitado como nunca lo había estado en su vida. Respiraba con dificultad, a pesar de que todo estaba muy claro, muy controlado, firmemente controlado. Era el absoluto dueño de ella, el absoluto dueño de todo el mundo. Le vino a la memoria, a través de las décadas, el recuerdo de que aquellas palabras las había pronunciado Howard Parker, como una extraña alucinación que había hecho erupción en la mente de un hombre adicto al ácido, años después de su última tableta de LSD: el dueño absoluto.
—Eso es exactamente lo que voy a hacer contigo, voy a hacerte daño, como si estuviera haciendo daño a las otras, tú lo pagarás, te haré sangrar; soy tu dueño absoluto y recibirás todo lo que yo te dé, todo. Puede que incluso te guste, te enseñaré a que te guste. Tal vez…
Apretó los puños que tenía colgando a los costados.
El piloto sobrevoló el campamento de explotación forestal, efectuando un amplio círculo, y buscó, entre las luces dispersas de los edificios, el mejor lugar para posarse.
En la cabina de los pasajeros, Dawson rompió un largo silencio.
—Hay que eliminar a Ogden.
Klinger no tuvo que hacer ningún esfuerzo para aceptar esta idea.
—Por supuesto. No se puede confiar en él.
—Es inestable.
—Pero, si lo eliminamos, ¿podremos continuar con el proyecto?
—Todo lo que sabe Ogden está en el ordenador de Greenwich —aseguró Dawson—. La investigación estaba más allá de nuestras posibilidades, pero podemos utilizar perfectamente el producto acabado.
—¿No ha cifrado sus datos?
—Naturalmente, sólo que una vez instalado el ordenador y mucho antes de que Ogden empezara a utilizarlo, hice que mi gente lo programase para ser descifrado y para poder imprimir cualquier dato que yo solicitase; independientemente de cómo se expresase esta petición, independientemente de las contraseñas, del número de claves o de cualquier mecanismo de seguridad que él pudiese utilizar para impedirme acceder a la información.
El helicóptero se inmovilizó en el aire; empezó a descender.
—¿Cómo vamos a hacerlo?
—Tú te encargarás de él —decidió Dawson.
—¿Yo…, o programo a alguien para que lo haga?
—Prefiero que lo hagas tú mismo. Él puede desprogramar a cualquier otra persona —dijo Dawson, sonriendo—. ¿Llevas una pistola contigo?
—Sí, claro.
—¿En los riñones?
—Sujeta al tobillo derecho.
—Maravilloso.
—Volvamos al asunto que nos ocupa. ¿Cuándo lo elimino?
—Esta noche. ¿Crees que será posible dentro de la próxima hora?
—¿Por qué no cuando volvamos a Greenwich?
—No quiero enterrarlo en la propiedad, sería correr un riesgo demasiado grande.
—¿Qué haremos con el cuerpo?
—Lo enterraremos aquí, en las montañas.
El helicóptero se posó en el suelo.
El piloto paró los motores.
Los rotores ronronearon y se fueron parando, por encima de sus cabezas. Un bienvenido silencio reemplazó el estruendo que habían hecho.
—¿Pretendes que… desaparezca sin más de la faz de la tierra? —pregunto Klinger.
—Eso es, exactamente.
—Sus vacaciones terminan el quince del mes que viene. En esa fecha tiene que volver al Instituto Brockert. Es un hombre cumplidor, y cuando no se presente la mañana del quince, se producirá cierta intranquilidad. Empezarán a buscarlo.
—No vendrán a buscarlo a Black River. No hay nada en absoluto que conecte a Ogden con este lugar. Se supone que está pasando las vacaciones en Miami.
—Habrá una discreta pero intensa investigación. El departamento de seguridad del Pentágono, el FBI…
Dawson empezó a desabrocharse el cinturón de seguridad, mientras decía:
—Por otra parte, no hay nada que pueda relacionarlo contigo o conmigo. Al final, llegarán a la conclusión de que se ha pasado al otro bando, que ha desertado.
—Es posible.
—Es seguro.
Dawson abrió la puerta.
—¿Vuelvo al pueblo con el helicóptero? —preguntó Klinger.
—No. Puede oírte llegar y sospechar el motivo de tu regreso. Coge un coche o un jeep de aquí. Y será mejor que recorras los últimos trescientos o cuatrocientos metros a pie.
—De acuerdo.
—Otra cosa, Ernst.
—Dime.
En la luz ámbar de la cabina, los dientes de Dawson, con sus empastes de quinientos dólares la pieza, brillaron en una amplia y peligrosa sonrisa. Daba la sensación de que había luz detrás de sus ojos. Las ventanas de su nariz resplandecían: un lobo tras el rastro de sangre.
—Ernst, no te calientes la cabeza.
—No puedo evitarlo.
—Estamos destinados a sobrevivir a esta noche, a ganar esta batalla y todas las que libremos posteriormente —afirmó Dawson, con solemne convicción.
—Me gustaría estar tan seguro como tú.
—Tienes que estarlo. Estamos bendecidos, amigo mío; toda esta empresa lo está, ¿comprendes? No lo olvides, Ernst. —Dawson sonrió.
—No lo olvidaré —prometió Klinger.
Pero le tranquilizaba más el peso de la pistola en el tobillo que las palabras de Dawson.
Paul y Sam aguzaron el oído para detectar cualquier otro sonido que no fuese el de sus propios pasos, salieron de la iglesia por la puerta posterior y atravesaron el campo abierto hasta la orilla del río.
La alta hierba, llena de lluvia, se había vuelto pesada. Al cabo de unos veinte metros, los zapatos y los calcetines de Paul estaban mojados y el agua le calaba la piel. Tenía los pantalones tejanos empapados casi hasta las rodillas.
Sam localizó un sendero que recorría la orilla del río en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Todos los surcos y las depresiones del terreno se habían convertido en charcos. El camino estaba enfangado y resbaladizo. Los dos hombres resbalaban y tenían que mantener el equilibrio con los brazos abiertos.
Al final del sendero llegaron a una roca de treinta centímetros de ancho. A la derecha, fluía y gorgoteaba el río, llenaba la oscuridad con un sonido denso; era como una franja de ébano que, a aquella hora de la noche, parecía más aceite crudo que agua. A la izquierda, la orilla se elevaba unos dos o tres metros y, en algunos puntos, las sobresalientes raíces de los sauces, robles y arces cubrían la pared de tierra.
Sin ayuda de una linterna, Sam condujo a Paul hacia el oeste, hacia las montañas. Paul seguía su pelo blanco como la nieve, un rastro fantasmagórico y luminiscente. El anciano tropezaba de vez en cuando; pero la mayor parte del tiempo se mantenía seguro sobre sus pies, y nunca maldecía cuando tropezaba. Caminaba sorprendentemente callado y daba la sensación de que, después de muchos años, hubiese recobrado la habilidad y el talento del experto guerrero.
Paul recordó que aquello era la guerra, que iban a matar a un hombre; al enemigo. ¿A varios hombres…?
El aire, denso y caliente, estaba impregnado del olor a musgo húmedo y del vapor rancio de las plantas que se descomponían en el lodo del borde del agua.
Al cabo de un rato, Sam encontró una serie de salientes cincelados por el agua, a modo de escalones, que los ayudaron a volver a subir la pendiente que bajaba hasta el río. Salieron a un huerto de manzanos situado en la vertiente del extremo oeste del pueblo.
Resonó un trueno en lo alto que trastornó a los pájaros que había en los manzanos.
Se dirigieron al norte. Habían tomado el camino más seguro —y también el más largo— para llegar a la parte posterior del edificio municipal. No tardaron en llegar a una valla blanca de aproximadamente un metro de altura y que marcaba el final del huerto y el borde de Main Street, en el punto conocido por los del lugar como la carretera del aserradero.
Después de haber mirado a ambos lados y de haber estudiado detenidamente el terreno sobre el que se hallaban, cuando tuvo la certeza de que nadie podía verlo, Sam saltó la valla. Estaba ágil como un joven. Atravesó corriendo el camino y no tardó en desaparecer al otro lado, en un denso bosquecillo de pinos, abedules escuálidos y matorrales.
Paul introdujo la pistola en su cinturón, colocó ambas manos sobre la valla y miró calle arriba y calle abajo, como había hecho antes Sam; pero le detuvo de pronto una fuerte acometida de temblores incontrolables. Tenía el estómago revuelto y apenas aliento.
Trató de convencerse de que eran sus pies mojados los causantes de aquellos temblores, aunque sabía que no era así: la noche estaba templada y él tenía los pies mojados, pero no fríos. Temblaba por una sola y única razón; porque iba a matar a un hombre.
O a ser matado…
Esa era otra posibilidad.
Se mareó.
Sintió vértigo.
Siguió a Sam.
Lolah Tayback estaba desnuda delante de él.
—Soy el dueño absoluto.
—Sí, señor.
—Mírame, Lolah.
Ella siguió mirando al suelo.
—Lolah.
Voz quebrada. Lágrimas.
—Déjeme marchar.
—¿Qué te pasa?
—Estoy asustada.
—¿No te gusto?
No contestó.
—¿Te gusto, Lolah?
—Sí, señor.
—Dime la verdad, Lolah.
—No… me… gusta.
Le dio una bofetada.
Ella perdió el equilibrio y cayó sobre el escritorio.
—Puta.
—No me haga daño.
—Bestia.
—No me haga daño, por favor.
—Voy a matarte.
—No.
La golpeó con el puño.
Y siguió golpeándola.
Dos postes gemelos de aluminio en forma de arco iluminaban el aparcamiento situado detrás del edificio municipal. A la desnuda luz blanquiazul, las agujas de los pinos cercanos parecían plumas. Los faroles hacían que el mojado pavimento brillase como alquitrán derretido y transformaban los charcos en espejos rotos; centelleaban suavemente en los parabrisas de varios automóviles, incluidos la ambulancia del pueblo y uno de los coches patrulla de la policía.
Cuando Sam abrió la puerta posterior del edificio y Paul entró en el pasillo de la planta baja, dos hombres levantaron la mirada con sorpresa. Bob Thorp sacó el revólver de la pistolera que tenía en la cintura. El otro hombre, un funcionario uniformado, levantó su escopeta.
—Yo soy la llave —se apresuró a decir Paul.
—Yo soy la cerradura —respondieron ambos al unísono.
—Hablad en voz baja.
Ellos asintieron con la cabeza.
—Bob, guarda el revólver en la funda.
—De acuerdo.
—Y tú, baja la escopeta.
El funcionario obedeció.
Al abrir a aquellos hombres, al manipularlos y presionar los profundos resortes de sus mentes, Paul no sintió ni el triunfo ni la alegría del dominio; por el contrario, consciente de que sus vidas, su cordura y su dignidad estaban en sus manos, prácticamente le sobrecogió un sentido de solemne responsabilidad que, por un momento, lo dejó paralizado.
Sam abrió la primera puerta de la derecha, encendió las luces fluorescentes e hizo entrar a todos en aquella habitación, que resultó ser un archivo.
22.36
Ra-ta-ta-ta-ta-ta… Salsbury tenía los nudillos despellejados; las manos, cubiertas de una fina capa de sangre: su sangre y la de ella.
Cogió un Smith & Wesson, calibre 38 especial para la policía, del armario de las armas que había detrás del escritorio de Thorp. Encontró una caja de balas en la última estantería y cargó el revólver.
Volvió junto a Lolah Tayback.
Ésta estaba en el suelo, en el centro de la habitación, tumbada de lado y con las rodillas dobladas. Tenía ambos ojos amoratados e hinchados; el labio inferior, partido; el tabique nasal, roto y, de su delicada nariz, salía sangre. Aun cuando apenas estaba consciente, gimió dolorosamente al verlo.
—Pobrecita Lolah —dijo él con fingida compasión.
A través de las delgadas ranuras de sus hinchados párpados, la mujer lo miró con aprensión.
Salsbury apuntó el revólver a su rostro. Ella cerró los ojos.
Con el cañón de la 38, dibujó unos círculos alrededor de sus pechos y le apretó los pezones. Ella se estremeció. Eso a él le encantó.
La habitación del archivo era un lugar frío e impersonal La desnuda iluminación fluorescente, las paredes pintadas de un color verde similar al utilizado en los hospitales, las persianas amarillentas, las filas y filas de armarios grises de metal y el suelo de baldosas marrones lo convertían en el lugar perfecto para un interrogatorio.
—Bob, ¿hay alguien en tu despacho en estos momentos? —preguntó Sam.
—Sí, dos personas.
—¿Quiénes son?
—Lolah Tayback…, y él.
—¿Quién es él?
—No… lo sé.
—¿No sabe cómo se llama?
—¡Caramba!, me temo que no.
—¿Se trata de Salsbury?
Thorp se encogió de hombros.
—¿Es un hombre algo rechoncho?
—Sí, debe de tener unos dieciocho kilos de más —contestó Thorp.
—¿Y lleva unas gafas de cristales muy gruesos?
—Sí, es él.
—¿Y está solo con Lolah?
—Eso es lo que he dicho antes.
—¿Estás seguro?
—Seguro.
—¿Y sus amigos? —intervino Paul.
—¿Qué amigos? —preguntó Thorp a su vez.
—Los del helicóptero.
—No están aquí.
—¿Ninguno de los dos?
—Ninguno de los dos.
—¿Dónde están?
—No lo sé.
—¿Están en el aserradero?
—No lo sé.
—¿Van a volver?
—Tampoco lo sé.
—¿Quiénes son?
—Lo siento, pero no lo sé.
—Creo que eso es todo —concluyó Sam.
—¿Vamos a por él? —preguntó Paul.
—Ahora mismo.
—Yo entraré primero, forzando la puerta.
—Yo soy mayor que tú —replicó Sam—, tengo menos que perder.
—Yo soy más joven… y más rápido —se opuso Paul.
—Aquí la rapidez es lo de menos, no nos está esperando.
—O quizá sí —dijo Paul.
—Está bien —aceptó Sam a regañadientes—, tú primero; pero yo iré detrás de ti pisándote los talones.
Salsbury la obligó a ponerse boca arriba. Le separó las piernas con una mano y metió el frío cañón de acero del 38 entre sus sedosos muslos; se estremeció y se relamió los labios. Con la mano izquierda se ajustó las gafas sobre la nariz.
—¿Te gustaría? —preguntó lleno de ansiedad—. ¿Te gustaría? Bien, pues voy a dártelo, todo, centímetro a centímetro. ¿Me oyes, perra asquerosa? Bestezuela. Voy a abrirte de arriba abajo, en canal. Voy a dártelo verdadera y realmente…
Paul se detuvo delante de la puerta cerrada del despacho del jefe de policía. Cuando oyó a Salsbury hablar dentro y tuvo la certeza de que el hombre no había advertido su presencia en el edificio, abrió la puerta de golpe y se precipitó al interior, agachado, con el gran Magnum del calibre 357 preparado por delante de él.
En un primer momento no dio crédito a lo que estaba viendo, no quiso creer lo que estaba viendo. Tumbada en el suelo había una mujer joven que, evidentemente, había sido golpeada de forma brutal, estaba completamente estirada y con las piernas abiertas, consciente pero aturdida. Y Salsbury aparecía congestionado, cubierto de sudor y manchado de sangre; su mirada era salvaje, los ojos de un loco. Se encontraba arrodillado junto a la mujer y parecía un duende, un malvado y repugnante duende de ojos saltones. Había metido un revólver entre los pálidos muslos de la joven en una vil y grotesca imitación del acto sexual. Paul se quedó tan paralizado por la escena, tan pasmado por la repulsión de aquella atrocidad que, durante unos segundos, olvidó completamente de que estaba en un grave peligro.
Salsbury aprovechó aquella incapacidad de Paul y de Sam para reaccionar; se levantó de un salto, como atacado por una descarga eléctrica, apuntó su revólver y disparó a la cabeza de Paul.
La bala pasó por encima, pero no a más de tres o cuatro centímetros, y se incrustó en la pared junto a la puerta; sobre los hombros de Paul cayeron trozos de yeso.
Este, todavía agachado, lanzó dos rápidos disparos. El primero no dio en el blanco, se estrelló en la persiana y rompió uno de los cristales; el segundo penetró en el hombro izquierdo de Salsbury, a unos diez centímetros por encima del pezón, y provocó que Salsbury soltase el arma, que pegase un respingo, que le levantó casi los pies del suelo y que cayese hacia atrás como si fuera un saco lleno de trapos.
El impacto de la bala lo había arrojado al suelo y provocado que se estrellase contra la pared que había entre las ventanas. Salsbury se apretó el hombro izquierdo con la mano derecha, pero aunque presionó, la sangre siguió fluyendo entre los dedos. El dolor latía rítmicamente en su interior, muy dentro, igual que lo había hecho el poder con anterioridad: Ra-ta-ta-ta-ta-ta…
Se le acercó un hombre; ojos azules, pelo rizado.
No era capaz de ver con claridad, todo estaba borroso. Pero la visión de aquellos luminosos ojos azules fue suficiente para lanzarlo violentamente atrás en el tiempo, al recuerdo de otro par de ojos azules.
—Parker.
—¿Quién es Parker? —preguntó el hombre de los ojos azules.
—No te burles de mí. Por favor, no te burles de mí.
—No me estoy burlando de nadie.
—No me toques.
—¿Quién es Parker?
—Por favor, no me toques, Parker.
—¿Yo? Yo no me llamo así.
Salsbury empezó a llorar.
El hombre de los ojos azules le cogió por la barbilla y le obligó a levantar la cabeza.
—¡Mírame, maldita sea! Mírame bien.
—Me haces mucho daño, Parker.
—Yo no soy Parker.
El violento dolor se hizo soportable por un momento.
—¿No eres Parker?
—Me llamo Annendale.
El dolor volvió a hacer su aparición, pero el pasado se quedó donde debía estar. Salsbury parpadeó.
—Ah, claro, Annendale.
—Voy a hacerte unas cuantas preguntas.
—Me duele muchísimo. Me has disparado, me has herido, esto no es justo.
—Vas a contestar a mis preguntas.
—No, no contestaré a ninguna pregunta.
—Todas; las contestarás todas, o te arrancaré la cabeza.
—Pues muy bien, hazlo. Arráncame la cabeza. Eso siempre será mejor que perderlo todo, mejor que perder el poder.
—¿Quiénes son los hombres del helicóptero?
—No es asunto tuyo.
—¿Son del Gobierno?
—Lárgate.
—Morirás tarde o temprano, Salsbury.
—¿Ah, sí? ¡Y un cuerno!
—Vas a morir, sería preferible que te ahorrases algo de dolor.
Salsbury no dijo nada.
—¿Son del Gobierno?
—¡Vete a la mierda!
El hombre de los ojos azules dio la vuelta al revólver en su mano derecha y golpeó con la culata la mano derecha de Salsbury, el cual tuvo la sensación de que unos fragmentos dentados de vidrio habían entrado en sus despellejados nudillos. Pero ése sólo fue el menor de los dolores, la sacudida le recorrió el brazo hasta llegar a la tierna y ensangrentada herida del hombro.
Empezó a gemir, se inclinó hacia delante y estuvo a punto de vomitar.
—¿Comprendes ahora a lo que me refería?
—¡Bastardo!
—¿Eran hombres del Gobierno?
—¿Sabes… lo que te… digo? Que te jodan.
Klinger aparcó el coche en West Main Street, a dos manzanas de la plaza del pueblo.
Salió de detrás del volante, cerró la puerta… y oyó un tiroteo. Tres disparos, uno después del otro, en el interior, amortiguado el sonido por las paredes, no muy lejos, hacia el centro del pueblo. ¿El edificio municipal? Se quedó por lo menos un minuto inmóvil con el oído aguzado, pero no hubo más disparos.
Sacó su revólver Webley, calibre 32, de cañón corto, de la pistolera que llevaba en el tobillo y quitó el seguro.
Echó a correr y se metió en la calle junto al cine Union; un camino más seguro, aunque más largo, que lo llevaría a la puerta posterior del edificio municipal.