21.00
Cuando la tormenta volvió a amainar por cuarta vez en aquel día, un helicóptero aerodinámico, pintado de amarillo brillante y negro, como un avispón, y con las luces verdes y rojas de posición ya encendidas, se acercaba por el extremo este del valle de Black River. Volaba bajo, a menos de veinte metros sobre el suelo. Siguió por Main Street hacia la plaza del pueblo, atravesando el aire húmedo; el eco sordo del murmullo de las hélices rebotaba contra la calzada.
En el campanario de la iglesia multiconfesional, que también se alzaba unos veinte metros del suelo, pero oculto y a salvo en las profundas sombras proyectadas por el tejado voladizo, Rya, Jenny, Paul y Sam observaban cómo se acercaba el helicóptero. En la penumbra crepuscular gris púrpura, el helicóptero parecía estar peligrosamente cerca de ellos; pero ninguno de sus ocupantes miraba en esa dirección. Sin embargo, la menguante luz del día era todavía lo bastante luminosa como para que ellos pudiesen ver el compartimiento del piloto y la acogedora cabina de pasajeros situada detrás.
—Hay dos hombres detrás del piloto —comentó Sam.
Una vez en la plaza, el helicóptero quedó un momento suspendido en el aire y, a continuación, se desplazó por encima del edificio municipal y se posó en el suelo del aparcamiento, a menos de diez metros de un coche de policía.
Cuando volvió la calma en la estela del helicóptero, Jenny preguntó:
—¿Creéis que estos dos hombres tienen alguna relación con Salsbury?
—Sin lugar a dudas —aseguró Sam.
—¿Del Gobierno?
—No —dijo Paul.
—Yo estoy de acuerdo contigo —le apoyó Sam, en un tono casi alegre—. Por fuera, aunque probablemente no sea así en el interior, hasta el helicóptero del Presidente tiene un aspecto militar. El Gobierno no utiliza pequeños y elegantes aparatos de ejecutivo como este trasto amarillo y negro.
—Lo cual no descarta que el Gobierno esté involucrado en esto —apostilló Paul.
—Oh, por supuesto que no. No descarta nada —replicó Sam—, pero es un buen signo.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —quiso saber Rya.
—Mirar y esperar —contestó Paul, sin apartar la mirada del edificio municipal de ladrillos blancos—. Sólo mirar y esperar.
En el aire húmedo se notaba todavía el desagradable y fuerte olor de los gases de escape del helicóptero.
Tronó amenazadoramente, arriba en las montañas. Entre dos de las cumbres más altas, como si fueran terminales del laboratorio de Frankenstein, un relámpago resplandeció.
Paul tenía la sensación de que el tiempo estaba casi detenido. Cada minuto le parecía eterno. Los segundos eran como las diminutas burbujas de aire que se elevaban lentamente de la botella de glucosa para alimentación intravenosa, aquellas que había observado con tristeza, hora tras hora, junto a Alice en el hospital.
Finalmente, a las nueve y veinte, aparecieron dos coches por Main Street procedentes del edificio municipal: el segundo coche patrulla de la policía y un Ford modelo LTD de un año de antigüedad. Los cuatro faros se abrieron paso por la creciente oscuridad y se detuvieron a media manzana de la iglesia, delante de la tienda de Edison.
Bob Thorp y otros dos hombres, armados con escopetas, bajaron del coche patrulla. Permanecieron un momento ante la luz amarillenta del LTD, subieron los escalones que conducían al porche y desaparecieron bajo el tejadillo.
Del segundo coche bajaron tres hombres, dejaron el motor en marcha y las puertas abiertas y no siguieron a Thorp, sino que se quedaron junto al LTD. Como se quedaron detrás de los faros, estaban casi en la oscuridad. Paul no lograba ver si estaban armados, pero sabía con certeza quiénes eran: Salsbury y los dos pasajeros del helicóptero.
—¿Quieres que bajemos y los cojamos ahora? —le propuso Paul a Sam—. Podemos aprovechar que nos están dando la espalda.
—Es demasiado arriesgado, no sabemos si están armados. Es posible que nos oigan acercarnos. Además, aunque los cogiéramos por sorpresa, seguro que uno de ellos huiría. Esperemos un poco.
A las nueve y treinta y cinco minutos, uno de los «agentes» de Bob Thorp bajó la escalera y se acercó a los tres hombres que estaban junto al segundo coche. Hablaron —posiblemente discutían— durante unos segundos. El policía se quedó junto al LTD, mientras Salsbury y sus socios subían las escaleras en dirección a la tienda.
21.50
Dawson se apartó de la librería del estudio de Sam Edison y dijo:
—Bien, ahora sabemos cómo han atado cabos. Ogden, ¿conocen las frases código?
—¡Por supuesto que no! —contestó Salsbury, desconcertado por la pregunta—. ¿Cómo demonios iban a saberlo?
—Es posible que la niña te haya oído usarlas con Thorp o con su hermano.
—No. Imposible. No llegó a la puerta hasta mucho después de que yo hubiera intentado controlar a su hermano; y, después, mucho después de que hubiera asumido el control de Thorp.
—¿Has utilizado la frase con ella?
Salsbury se preguntó si lo había hecho. Recordaba que la vio y que se abalanzó hacia ella, sin poder alcanzarla. ¿Pero había usado la frase código?
Rechazó la idea, porque aceptarla habría significado aceptar la derrota, la completa destrucción.
—No —le aseguró a Dawson—. No tuve tiempo de utilizar la frase. Apenas la vi, se dio la vuelta y echó a correr. Yo la perseguí pero era demasiado rápida.
—¿Estás completamente seguro?
—Completamente.
—Habrías debido prever lo que ha pasado con Edison —le acusó el general, mirándole con clara aversión—, habrías debido estar al corriente de su biblioteca, de su afición.
—¿Cómo demonios podía haberlo previsto? —se defendió Salsbury. Tenía la cara roja. Sus ojos miopes sobresalían todavía más de lo habitual detrás de las gruesas gafas.
—Si hubieses cumplido con tu deber…
—Deber —replicó Salsbury, con desprecio. La mitad de su ira estaba generada por el temor; pero era importante que ni Dawson ni Klinger se percataran de ello—. Esto no es el asqueroso ejército, Ernst. Yo no soy uno de tus hombres que se arrastra a tus pies.
Klinger se alejó de él, se acercó a la ventana y refunfuñó:
—Quizá sería preferible que lo fueras.
Salsbury, que quería que el general lo mirase, que era consciente de que, mientras Klinger se sintiera lo suficientemente a salvo como para darle la espalda, él estaría en desventaja, replicó:
—¡Dios mío!, por muy precavido que hubiese sido…
—Ya basta —interrumpió Dawson. Habló en voz baja y suave, pero con tal autoridad que Salsbury cerró la boca y el general se apartó de la ventana—. No tenemos tiempo para discusiones ni acusaciones. Tenemos que encontrar a esas cuatro personas.
—No pueden haberse marchado por el este del valle —aseguró Salsbury—, sé que lo tengo controlado.
—Pensabas que tenías controlada también esta casa —volvió a la carga Klinger—; pero se han escapado delante de tus narices.
—No seas tan severo en tus juicios, Ernst —le regañó Dawson, sonriendo de forma paternal y cristiana, y haciendo una inclinación de cabeza en dirección a Salsbury. Pero en sus negros ojos sólo había odio y desprecio—. Estoy de acuerdo con Ogden. No me cabe la menor duda de que las precauciones que ha tomado en la salida hacia el este son las adecuadas. Con todo, podríamos estudiar la posibilidad de triplicar el número de hombres a lo largo del río y en los bosques, ahora que ha caído la noche. Creo asimismo que Ogden ha cubierto bastante bien los caminos destinados a la explotación forestal.
—En ese caso, hay dos posibilidades —manifestó Klinger, que había decidido jugar al estratega militar—. Una, están todavía en el pueblo, escondidos en alguna parte, a la espera de una oportunidad para burlar el bloqueo de la carretera o a los hombres que vigilan el río. Dos, se han marchado a pie por las montañas. Thorp nos ha dicho que los Annendale son unos expertos excursionistas acostumbrados a acampar.
Bob Thorp estaba de pie junto a la puerta, como si fuera un guardia de honor.
—Así es —confirmó.
—Pues yo no lo veo así —replicó Salsbury—. Escuchad, los acompaña una niña de once años que los frenará. Necesitarían días enteros para conseguir ayuda.
—Esa niña se ha pasado una buena parte de sus últimas siete vacaciones en los bosques —le recordó el general—. Es posible que no sea un obstáculo tan grande como tú crees. Además, si no los localizamos, nos causarán el mismo perjuicio si obtienen ayuda esta noche como si la consiguen a mediados de la semana que viene.
Dawson reflexionó sobre ello. Luego, planteó:
—Si están tratando de llegar a Bexford a través de las montañas, es decir, si tienen que recorrer unos noventa y seis kilómetros para llegar allí, ¿hasta dónde pensáis que pueden haber llegado en estos momentos?
—Pueden haber recorrido unos cinco o seis kilómetros —opinó Klinger.
—¿Sólo?
—Eso creo. Si no querían ser vistos, habrán tenido que salir del pueblo con muchas precauciones y avanzar muy despacio, en trechos de pocos metros durante el primer kilómetro. Una vez en el bosque, habrán necesitado un rato para orientarse. Por otra parte, aunque la niña se mueva por el monte como por su casa, les debe entorpecer la marcha.
—Cinco o seis kilómetros —consideró Dawson, pensativamente—. ¿Los sitúa esto aproximadamente entre el aserradero Big Union y los bosques de explotación forestal?
—Más o menos.
Dawson cerró los ojos y dio la impresión de murmurar unas palabras de silenciosa plegaria; movía ligeramente los labios. A continuación, abrió de golpe los ojos, como si retornara de una revelación divina.
—Lo primero que tenemos que hacer es organizar una búsqueda en las montañas —advirtió.
—Eso es absurdo —rechazó Salsbury, a pesar de ser consciente de que Dawson pensaba probablemente que su plan era una inspiración divina, obra y gracia de Dios—. Sería tanto como…, vaya, como buscar una aguja en un pajar.
—Tenemos casi doscientos hombres en el campamento de explotación forestal, todos ellos familiarizados con estas montañas —insistió Dawson, con una voz tan fría como el niño muerto de la habitación contigua—. Los movilizaremos. Los armaremos con hachas, rifles y escopetas. Les proporcionaremos linternas eléctricas y faroles portátiles. Los meteremos en camiones y en jeeps y los mandaremos aproximadamente a un kilómetro y medio del campamento. Pueden formar una línea de búsqueda e ir retrocediendo; entre cada hombre, unos doce metros; de esta forma, la línea tendrá dos kilómetros de punta a punta, aunque cada hombre tendrá que cubrir sólo una reducida zona de terreno. Los Edison y los Annendale no podrán atravesar este cordón humano.
—Funcionará —aprobó Klinger, en tono admirativo.
—¿Pero qué me decís si no están en las montañas? —preguntó Salsbury—. ¿Qué pasará si están en el pueblo?
—Si es así, no tenemos de qué preocuparnos —afirmó Dawson—. No pueden llegar hasta ti porque te protegen Bob Thorp y sus hombres; no pueden abandonar el pueblo porque todas las salidas están bloqueadas; lo único que pueden hacer es esperar. —Si los lobos sonriesen, se habría dicho que su sonrisa era de lobo—. Si a las tres o a las cuatro de la madrugada no los hemos encontrado en las montañas, daremos comienzo a una búsqueda, casa por casa, aquí en el pueblo. De una forma o de otra, quiero que todo este asunto quede resuelto antes de mañana a mediodía.
—Eso es pedir demasiado —protestó el general.
—No me importa. No es pedir demasiado. Quiero que los cuatro estén muertos al mediodía, hay que reestructurar los recuerdos de los habitantes del pueblo para borrar nuestro rastro. Antes de mediodía.
—¿Matarlos? —se inquietó Salsbury, lleno de confusión. Se ajustó las gafas en la nariz—. Necesitamos examinar a los Edison. Si quieres, puedes matar a los Annendale, pero tengo que saber por qué los Edison no han sido afectados. Tengo que…
—Olvídalo —interrumpió bruscamente Dawson—. Si tratamos de capturarlos y llevarlos al laboratorio de Greenwich, hay muchas probabilidades de que se escapen por el camino. No podemos correr ese riesgo. Saben demasiado. Demasiado.
—¡Pero vamos a tener un montón de cadáveres! —exclamó Salsbury—. Por todos los santos, ya tenemos al niño, y a Buddy Pellineri. Cuatro más… y, si ofrecen resistencia, podemos encontrarnos con una docena para enterrar. ¿Cómo vamos a justificarlos?
—Los mataremos a todos en el cine Union —decidió Dawson, evidentemente satisfecho de sí mismo—. Provocaremos allí un trágico incendio, le diremos al doctor Troutman que redacte los certificados de defunción y utilizaremos el programa llave-cerradura para evitar que los parientes exijan autopsias.
—¡Excelente! —lo felicitó Klinger, y aplaudió suavemente.
El pelotillero de la corte del rey Leonard I, pensó Salsbury con amargura.
—Excelente, de primera, Leonard —repitió Klinger.
—Gracias, Ernst.
—Igual que Cristo —dijo Salsbury en voz baja.
Dawson le lanzó una mirada poco afable, le había disgustado semejante irreverencia.
—Por cada pecado que cometemos el Señor nos castigará, y con justicia, algún día. Nadie se libra de eso.
Salsbury no dijo nada.
—El infierno existe.
Salsbury miró a Klinger, pero no encontró apoyo, ni siquiera un gesto de simpatía, y guardó silencio. Había en la voz de Dawson, algo comparable a un cuchillo bien afilado escondido en los suaves pliegues de la sotana de un sacerdote, algo duro y agudo que lo aterrorizaba.
—Es hora de ponernos en movimiento, señores —concluyó Dawson, después de haber mirado el reloj—. Vamos a acabar con esto de una vez por todas.
22.12
El helicóptero se elevó del aparcamiento situado detrás del edificio municipal, se balanceó elegantemente sobre la plaza del pueblo, donde varias personas lo contemplaban, y se dirigió al oeste, hacia la montaña, hacia la oscuridad.
Al cabo de un momento, había desaparecido.
Sam se volvió y se dejó caer pesadamente en el suelo, con la espalda contra la pared del campanario.
—¿Camino de la fábrica?
—Así parece —coincidió Paul—. Pero ¿por qué?
—Buena pregunta. De no haberla formulado tú, lo habría hecho yo.
—Hay otra cosa —agregó Paul—. ¿Y si han deducido la forma en que hemos escapado? ¿Y si se han dado cuenta de que sabemos la frase código?
—No es muy probable.
—Pero ¿si es así?
—Ojala yo lo supiera —se lamentó Sam, con una voz llena de preocupación. Suspiró—. Pero recuerda que, incluso en las peores de las circunstancias, somos nosotros contra ellos. Si piensan que sabemos demasiado, perdemos la ventaja de la sorpresa; pero ellos han perdido la ventaja de un ejército de guardaespaldas programado. Por consiguiente, queda equilibrado.
—¿Creéis que los dos amigos de Salsbury van en el helicóptero? —preguntó Jenny.
Sam sostenía su revólver delante de él; en la oscuridad, sólo veía la silueta y, sin embargo, lo contemplaba con horrorizada fascinación.
—Vaya, ésa es otra cosa que me gustaría saber con certeza —respondió.
Las manos de Paul temblaban. Tenía la sensación de que su Smith & Wesson pesaba cincuenta kilos.
—Supongo que ya debemos ir a por Salsbury —resolvió.
—Ya es hora de que lo hagamos.
Jenny tocó la mano de su padre, la que sostenía el arma.
—¿Qué pasará si uno de esos hombres se ha quedado con Salsbury?
—En ese caso, dos contra dos. Y puedes estar segura de que podremos con ellos.
—Si yo fuese con vosotros, seríamos tres contra dos y aumentaríamos las posibilidades de éxito.
—Rya te necesita —rehusó Sam. Abrazó a su hija, le dio un beso en la mejilla y añadió—: No nos pasará nada, sé que lo lograremos. Tú limítate a cuidar de Rya hasta que volvamos.
—¿Y si no volvéis?
—Volveremos.
—Pero ¿si no volvéis? —insistió ella.
—En ese caso…, te quedarás sola —dijo Sam, con la voz casi quebrada. Si había lágrimas en sus ojos, la oscuridad las ocultaba—, tendrás que arreglártelas sola.
—Escuchad —terció Paul—, aunque Salsbury haya deducido que estamos al corriente de casi todo, no sabe dónde estamos, pero nosotros sabemos exactamente dónde está él; por consiguiente, sigue estando en desventaja.
Rya se abrazó a Paul. No quería dejarlo marchar. Le habló con voz tranquila, pero llena de intensidad, y le pidió prácticamente que no la dejase en el campanario.
Paul le acarició el oscuro cabello, la estrechó contra sí, le habló dulcemente, la calmó, y la tranquilizó lo mejor que pudo.
Y, a las diez y veinte, siguió a Sam, que había empezado ya a bajar las escaleras del campanario.