Capítulo 6

15.15

El doctor Walter Troutman entró en la oficina del jefe de policía. En la mano derecha llevaba un maletín de cuero negro y, en la izquierda, una tableta de chocolate.

Daba la impresión de estar encantado con el mundo y consigo mismo.

—¿Querías verme, Bob?

Antes de que Thorp pudiese contestar, Salsbury se apartó de la ventana y pronunció la frase:

—Yo soy la llave.

—Yo soy la cerradura.

—Buddy Pellineri está esperando en la habitación que hay al otro lado del pasillo. Lo conoce, ¿verdad?

—¿A Buddy? —preguntó Troutman, arrugando su rechoncho rostro—. Pues claro que lo conozco.

—Le he dicho que nos tememos que ha cogido un germen muy nocivo y que usted lo va a vacunar para que no se ponga enfermo. Como sin duda sabrá usted, no es muy inteligente. Me ha creído. Lo está esperando.

—¿Vacunar? —se extrañó Troutman, perplejo.

—Esto es lo que le he dicho para que se quedase aquí. Pero usted va a inyectarle burbujas de aire en la sangre.

—¡Pero eso le causará una embolia! —se resistió Troutman, escandalizado.

—Lo sé.

—¡Lo matará!

Salsbury sonrió y asintió con una inclinación de cabeza.

—Exactamente. Ésa es la idea, doctor.

Miró a Bob Thorp, que estaba sentado detrás del escritorio y, por tanto, Salsbury le daba la espalda. Comentó en un tono triste:

—Yo no puedo hacer una cosa así. Imposible.

—¿Quién soy yo, doctor?

—Usted es… la llave.

—Muy bien. ¿Y quién es usted?

—Yo soy la cerradura.

—Bien. Cruzará el pasillo y entrará en la habitación donde está esperando Buddy. Charlará un poco con él, amablemente, sin darle motivo de sospecha. Le dirá que va a ponerle una vacuna y le inyectará aire en la sangre. No le importará matarlo. No titubeará. Tan pronto como él haya muerto, saldrá de la habitación y… sólo recordará que le ha puesto una inyección de penicilina. No recordará que lo ha matado, cuando salga de la habitación. Volverá aquí, abrirá la puerta y le dirá a Bob: mañana se encontrará mejor. Luego, regresará a su casa, y habrá olvidado completamente estas instrucciones. ¿Está claro?

—Sí.

—Manos a la obra.

Troutman salió de la habitación.

Salsbury había decidido, diez minutos antes, eliminar a Buddy Pellineri. Aunque el tipo había sufrido los escalofríos nocturnos y las náuseas, y aunque tenía el cerebro parcialmente lavado por el programa subceptivo, no era un buen sujeto. No lo podía controlar completa y fácilmente. Si le decía que borrase de su memoria a los hombres que había visto bajar del embalse en la madrugada del seis de agosto, podía olvidarlos para siempre, sólo durante unas cuantas horas o en absoluto. Si Buddy hubiera sido un genio, la droga y los mensajes subliminales lo habrían transformado en el esclavo ideal; sin embargo, irónicamente, su ignorancia lo condenaba.

Era una lástima que Buddy tuviera que morir; a su manera, era un brutote simpático.

Pero he conseguido el poder, pensó Salsbury, y voy a conservarlo, voy a eliminar a tanta gente como sea necesario para conservar el poder, ya les enseñaré yo, a todos, a Dawson, a la bruja de Miriam, a las putas, al fariseo, a los profesores universitarios con sus insolentes preguntas y sus denuncias santurronas sobre mi trabajo, a las perras, a mi madre, a las putas…, ra-ta-ta-ta…, nadie va a quitármelo, nadie, nunca, jamás.

15.20

Rya, sentada en la cama, bostezaba y se humedecía los labios con la lengua. Miraba a Jenny, a Sam, a Paul; pero no parecía saber con certeza quiénes eran.

—¿Recuerdas lo que dijo? —volvió a preguntar Paul—. El hombre de las gafas con cristales gruesos, ¿te acuerdas?

Ella lo miró de soslayo y se rascó la cabeza.

—¿Quién…? ¿Dónde?

—Todavía está atontada —comentó Jenny—, y tardará un poco en despejarse.

Sam, que observaba a la niña desde los pies de la cama, dijo:

—Salsbury sabe que tendrá que habérselas con nosotros. Apenas decida cómo hacerlo, vendrá aquí. No podemos permitirnos el lujo de esperar a que desaparezca el efecto del sedante. Vamos a tener que ayudarla a espabilarse. —Se dirigió a Jenny—. Tú ponla debajo de la ducha fría; un buen rato. Yo haré café.

—No me gusta el café —protestó Rya, en tono malhumorado.

—El té si te gusta, ¿verdad?

—Más o menos. —Rya bostezó.

Sam bajó apresuradamente las escaleras para preparar té.

Jenny obligó a Rya a salir de la cama y la condujo al cuarto de baño que estaba al final del pasillo.

Una vez solo, Paul se dirigió a la sala de estar y se sentó junto al cuerpo de Mark a esperar a que Rya estuviese preparada para contestar a las preguntas.

Pensó que, cuando había decidido integrarse en aquel gran mundo norteamericano, brillante, reluciente, de cantos dorados, habían empezado a moverse las cosas. Cada vez más deprisa.

15.26

El doctor Troutman se asomó a la puerta abierta.

—Mañana se encontrará mejor.

—Buenas noticias —le respondió Bob Thorp—. Ahora vete a casa.

Después de meterse el último trozo de chocolate en la boca, el médico se despidió:

—Cuídate. —Y se marchó.

—Busca ayuda —le ordenó Salsbury a Thorp—. Meted el cuerpo en una de las celdas. Dejadlo tumbado sobre el camastro para que parezca que duerme.

16.16

La lluvia gorgoteaba ruidosamente sobre el sarmiento que había bajo la ventana de la cocina. La habitación olía a limón. Del pitorro de la tetera y de la taza de porcelana se elevaba vapor.

Rya se enjugó las lágrimas, parpadeó como si recordara repentinamente y exclamó:

—Oh. ¡Oh, claro! Yo soy la llave.

16.45

El aguacero se transformó súbitamente en llovizna. Dejó de llover al cabo de un rato. Salsbury levantó una de las persianas y miró a la parte norte de Union Road. Las cunetas se desbordaban. Se había formado un lago en miniatura en la plaza donde el enrejado de una alcantarilla se había cubierto de hojas. Los árboles goteaban como velas derretidas.

Estaba contento de ver que había dejado de llover. Había empezado a preocuparse por las condiciones de vuelo con las que tendría que enfrentarse el piloto de Dawson.

De una forma u otra, Dawson debía llegar a Black River aquella noche. En realidad, Salsbury no necesitaba ayuda para hacer frente a la situación; pero la necesitaba para compartir la culpa si se presentaban todavía más problemas en la prueba sobre el terreno.

Todas las opciones con las que contaba implicaban un riesgo. Podía enviar a Bob Thorp y a un par de hombres a la tienda para que arrestaran a los Edison y a los Annendale; pero sin duda habría complicaciones, violencia incluso un tiroteo, y todo cadáver o toda persona desaparecida que hubiera que justificar ante las autoridades del Estado aumentaba las probabilidades de ser descubierto. Por otra parte, si tenía que mantener el bloqueo de los accesos hasta el día siguiente, controlar el pueblo y perpetuar el estado de sitio, sus probabilidades de salir bien parado de aquello serian menos prometedoras que en aquellos momentos.

¿Qué demonios estaba pasando en casa de los Edison? Sabía que habían encontrado el cuerpo del muchacho, y envió a varios hombres para que vigilasen la tienda. ¿Por qué no habían acudido a ver a Bob Thorp? ¿Por qué no habían tratado de marcharse del pueblo? ¿Por qué, en resumen, no habían actuado como lo habría hecho cualquiera? Desde luego, aunque conocían la historia de Buddy, no podían haber reconstruido la verdad escondida tras los acontecimientos de las semanas anteriores. No podían saber quién era realmente él. Lo más probable era que no supieran nada de publicidad subliminal en general; y, por supuesto, nada en absoluto sobre su investigación específica. De pronto pensó que ojala se hubiera traído con él el maletín con el transmisor infinito de la pensión de Pauline Vicker.

—Después de una tormenta de verano, todo es muy vigorizante y fresco, ¿verdad? —comentó Bob Thorp.

—Me alegro de que haya parado.

—No es así, no parará hasta dentro de muchas horas.

Salsbury se apartó de la ventana.

—¿Por qué?

—Las tormentas de verano empiezan y acaban media docenas de veces antes de retirarse por completo —explicó Bob Thorp, sonriente, tan cordial como Salsbury le había ordenado que fuese—. La razón está en que avanzan y retroceden una y otra vez entre las montañas hasta que acaban por encontrar una salida.

—¿Desde cuándo eres meteorólogo? —espetó Salsbury, mientras pensaba en el helicóptero de Dawson.

—Bueno, he vivido aquí toda mi vida, salvo cuando estuve en el servicio militar. He visto cientos de tormentas como ésta y…

—¡He dicho que se ha acabado! La tormenta se ha acabado, ha pasado, ha terminado. ¿Has comprendido?

—La tormenta se ha acabado —repitió Thorp, con el ceño fruncido.

—Yo quiero que haya acabado, así que se ha acabado. Se ha acabado si lo digo yo, ¿de acuerdo?

—Naturalmente.

—Está bien.

—Ha parado.

—Poli estúpido.

Thorp no dijo nada.

—¿Acaso no eres un poli estúpido?

—Yo no soy estúpido.

—Yo digo que lo eres. Eres estúpido, cretino, imbécil como un buey. ¿No es así, Bob?

—Sí.

—Dilo.

—¿Qué?

—Que eres tan imbécil como un buey.

—Soy tan imbécil como un buey.

Salsbury volvió junto a la ventana y miró furioso las nubes bajas color cobalto.

—Bob, quiero que vayas a casa de Pauline Vicker.

Thorp se levantó al instante.

—Mi habitación está en el primer piso, es la primera puerta a la derecha al final de la escalera. Encontrarás un maletín de piel junto a la cama, tráemelo.

16.55

Los cuatro atravesaron el atestado almacén y se dirigieron al porche posterior de la tienda.

A unos veinte metros, al otro lado del húmedo césped color verde esmeralda, surgió al instante un hombre de un nicho formado por unos arbustos de lilas dispuestos en ángulo. Era un hombre alto, con cara de halcón y gafas de carey. Llevaba un chubasquero oscuro y sostenía una escopeta de dos cañones.

—¿Lo conocéis? —preguntó Paul.

—Es Harry Thurston —contestó Jenny—. Es capataz en el aserradero. Vive en la casa de al lado.

Rya se asió con una mano a la camisa de Paul. Su confianza en sí misma y su fe en la gente se habían visto seriamente menoscabadas después de haber visto lo que Bob Thorp le había hecho a su hermano.

—¿Va a… disparar contra nosotros? —se asustó, sin dejar de mirar al hombre de la escopeta, temblando y con un tono de voz más agudo de lo normal en ella.

Paul le puso una mano en el hombro y lo apretó cariñosa y tranquilizadoramente.

—Nadie va a disparar.

Después de decir estas palabras deseó poder creérselas.

Además de comestibles, medicinas, libros, artículos de mercería y géneros varios, Sam vendía, afortunadamente, una serie de armas de fuego; por consiguiente, no estaban indefensos. Jenny llevaba un rifle calibre 22; Sam y Paul contaban con sendos revólveres Combat Magnum Smith & Wesson calibre 357, cargados con cartuchos especiales del 38 y cuya intensidad de disparo sería la mitad de la munición de un Magnum. Sin embargo, no querían usar las armas, pues pretendían marcharse de la casa en secreto; llevaban las armas en los costados, apuntando hacia el suelo del porche.

—Yo me ocupo de esto.

Sam cruzó el porche hasta los escalones de madera y empezó a bajar.

—No des un paso más —amenazó el hombre de la escopeta, que seguidamente se acercó a unos diez metros, apuntó el arma al pecho de Sam, puso el dedo en el gatillo y los miró a todos con una ansiedad y una desconfianza evidentes.

Paul miró a Jenny.

Ésta se estaba mordiendo el labio inferior. Parecía tener ganas de levantar el rifle y apuntarlo a la cabeza de Harry Thurston. Eso podría haber desencadenado un insensato y desastroso intercambio de disparos.

Paul tenía una imagen en la mente de la escopeta resonando, volviendo a resonar… El estallido saliendo de la boca de la escopeta…

—Tranquila —susurró.

Jenny asintió en silencio.

Al final de la escalera, todavía a unos siete metros del hombre de la escopeta, Sam levantó una mano a modo de saludo. Como Thurston no correspondió, Sam le habló:

—Harry.

La escopeta de Thurston no se movió. Tampoco cambió la expresión de él.

—Hola, Sam.

—¿Qué estás haciendo aquí, Harry?

—Ya lo sabes.

—Me temo que no lo sé.

—Os estoy vigilando.

—¿Por qué?

—Para que no os escapéis.

—¿Estás aquí para impedir que nos escapemos de nuestra casa? —preguntó Sam, haciendo una mueca—. ¿Por qué íbamos a querer escaparnos de nuestra propia casa? Harry, lo que dices no tiene sentido.

—Os estoy vigilando —repitió tercamente Thurston, con el ceño fruncido.

—¿Para quién?

—Para la policía, me han nombrado policía suplente.

—¿Policía suplente? ¿Quién?

—Bob Thorp.

—¿Cuándo?

—Hace una hora… o una hora y media.

—¿Por qué quiere Bob que no nos dejes salir de la casa?

—Ya sabes la razón.

—Ya te he dicho que no la sé.

—Habéis hecho algo.

—¿Qué hemos hecho?

—Algo ilegal.

—Tú nos conoces bien.

Thurston no dijo nada.

—¿No es así, Harry?

Silencio.

—¿Qué hemos hecho? —insistió Sam.

—No lo sé.

—¿No te lo ha dicho Bob?

—Yo no soy más que un suplente de emergencia.

Paul pensó que, a pesar de ello, la escopeta tenía un aspecto amenazador.

—No sabes lo que se supone que hemos hecho, pero estás dispuesto a disparar contra nosotros si intentamos marcharnos.

—Son las órdenes que he recibido.

—¿Cuánto hace que me conoces?

—Unos veinte años.

—¿Y a Jenny?

—Hace mucho tiempo.

—¿Y estás dispuesto a matar a unos viejos amigos sólo porque alguien te ha dicho que lo hagas?

Tanteaba, trataba de descubrir la extensión y la profundidad del control de Salsbury.

Thurston no pudo contestar a la pregunta. Sus ojos pasaron de uno a otro y restregó los pies en la hierba húmeda. Estaba nervioso en extremo, confuso y exasperado, pero decidido a hacer lo que le había dicho el jefe de policía.

Sin poder apartar los ojos del dedo tensamente curvado en el gatillo de la escopeta, sin poder mirar a Sam al dirigirle la palabra, Paul dijo:

—Será mejor que dejemos esto, creo que quizá lo has presionado demasiado.

—Yo opino lo mismo —asintió Sam. Se puso tenso y añadió para Thurston—: Yo soy la llave.

—Yo soy la cerradura.

—Baja el arma, Harry.

Thurston obedeció.

—Gracias a Dios —exclamó Jenny.

—Ven aquí, Harry.

Thurston se acercó a Sam.

—Que me cuelguen… —murmuró Jenny.

Un perfecto autómata, pensó Paul, soldadito de plomo… Un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

—Harry, ¿quién te ha dicho realmente que vengas aquí y nos vigiles?

—Bob Thorp.

—Dime la verdad.

—Ha sido Bob Thorp —insistió Thurston, perplejo.

—¿No ha sido Salsbury?

—¿Salsbury? No.

—¿Conoces a Salsbury?

—No. ¿De quién estás hablando?

—Tal vez te ha dicho que es Albert Deighton.

—¿Quién? —preguntó Thurston.

—Salsbury.

—No conozco a nadie que se llame Deighton.

Jenny, Rya y Paul bajaron los peldaños encharcados y se acercaron a los dos hombres.

—Es evidente que, de una forma u otra, Salsbury está trabajando por medio de Bob Thorp —intervino Jenny.

—¿De qué estáis hablando? —quiso saber Thurston.

—Harry, yo soy la llave —dijo Sam.

—Yo soy la cerradura.

Sam se tomó un momento para estudiar a Thurston y decidir la forma de abordarlo.

—Harry, vamos a ir hacia la casa de Hattie Lange. No intentarás impedírnoslo. ¿Está claro?

—No os lo impediré.

—No dispararás contra nosotros.

—No, por supuesto que no.

—No gritarás ni armarás jaleo de ningún tipo.

—No —dijo Thurston sacudiendo la cabeza.

—Cuando nos hayamos alejado, volverás al arbusto de lilas. Olvidarás que hemos salido de la casa. ¿Está claro?

—Sí.

—Quiero que olvides que hemos tenido esta pequeña charla. Cuando los cuatro nos hayamos marchado, quiero que olvides todas y cada una de las palabras que hemos intercambiado. ¿Puedes hacerlo, Harry?

—Claro. Olvidaré que hemos hablado, que he estado con vosotros, todo, como tú dices.

Paul pensó que para ser un robot humano, para ser un autómata al cien por cien, estaba increíblemente relajado.

—Pensarás que estamos todavía dentro —siguió Sam.

Thurston miró la parte posterior de la tienda.

—Vigilarás la casa exactamente como lo estabas haciendo hace unos minutos.

—La vigilaré… Eso es lo que me ha dicho Bob que haga.

—Pues hazlo —ordenó Sam—. Y olvida que nos has visto.

Harry Thurston regresó obedientemente al nicho que había en la pared de lilas y que tenía el tamaño de un hombre. Se colocó con los pies separados y sujetó la escopeta con las dos manos, paralela al suelo, preparado para levantarla y disparar al segundo siguiente si se enfrentaba a una repentina amenaza.

—Increíble —se maravilló Jenny.

—Parece uno de las tropas de asalto —agregó Sam débilmente—. Vamos. Salgamos de aquí.

Jenny los siguió.

Paul tomó la helada mano de Rya. Con la cara cansada y una mirada obsesionada en sus ojos, apretó la mano de él y preguntó:

—¿Se arreglará todo?

—Claro. Todo quedará arreglado dentro de poco rato —la tranquilizó él, sin estar seguro de si aquello era verdad o mentira.

Se dirigieron hacia el este, a través de los jardines traseros de las casas del vecindario, a buen paso y con la esperanza de no ser vistos.

A cada paso que daban, Paul temía que disparasen sobre ellos. Y, a pesar de la forma en que se había comportado Harry Thurston, también temía oír el estallido de una escopeta detrás de él, demasiado cerca detrás de él, a unos centímetros de sus omoplatos: un repentino y apocalíptico estruendo y, luego, un silencio sin fin.

A media manzana se hallaba la parte posterior de St. Luke, la iglesia del pueblo para todas las confesiones. Era un edificio blanco, recién pintado, bien conservado, sobre una base de ladrillos. Había un campanario, cuya altura era como la de cinco pisos, en la parte frontal del edificio, la que daba a Main Street.

Sam empujó la puerta trasera y descubrió que no estaba cerrada con llave. Se deslizaron dentro, uno a uno.

Permanecieron por espacio de dos o tres minutos en el estrecho y húmedo vestíbulo sin ventanas, con el fin de comprobar que no habían sido seguidos por Harry Thurston u otra persona.

Nadie los había seguido.

—Una pequeña bendición —dijo Jenny.

Sam los condujo a una habitación situada detrás del altar. Aquella estancia estaba todavía más oscura que el vestíbulo. Tropezaron accidentalmente contra un perchero lleno de hábitos para los miembros del coro, y se quedaron inmóviles hasta que se hubo desvanecido el eco del estruendo, hasta que estuvieron seguros de que no se habían delatado.

Cogidos de la mano, formando una cadena, salieron despacio de aquella habitación y se dirigieron a la base del altar. Dado que las nubes de la tormenta filtraban la luz del día antes de que volviera a ser filtrada por las vidrieras de cristales emplomados, la iglesia propiamente dicha sólo estaba algo más iluminada que la habitación anterior; pero, con todo, había luz suficiente para romper la cadena; así que siguieron a Sam por el pasillo central, entre dos filas de bancos, sin tener que sentirse como ciegos en casa extraña.

Sam abrió una puerta situada en la parte izquierda del fondo de la nave. Al otro lado había una escalera de caracol; Sam empezó a subir el primero, lo siguió Jenny y, luego, Rya.

Paul se quedó un par de minutos en el primer escalón, observando la iglesia bañada de sombras. Tenía el revólver preparado en su mano derecha. Cuando comprobó que la iglesia seguía silenciosa y desierta, cerró la puerta que daba a la escalera y se reunió con los otros.

El campanario era una plataforma de unos once metros. La campana —con un metro de diámetro en la parte inferior— estaba lógicamente en el centro de la plataforma, colgada del punto más alto de la bóveda del techo. Había una cadena, unida al borde de la campana, que pasaba por un pequeño agujero practicado en el suelo hasta la base del campanario, para que el campanero pudiera tirar de ella. Las paredes sólo tenían algo más de un metro de altura y, a partir de ese punto, estaba abierto hasta el techo. En cada esquina se elevaba una columna para sostener el tejado de piezas de pizarra. Como el tejado sobresalía más de un metro de las paredes a los cuatro lados, la lluvia no había entrado por los espacios abiertos y la plataforma del campanario se encontraba seca.

Al llegar al último escalón, Paul se puso a gatas. La gente no suele mirar hacia arriba cuando va por la calle ocupada en sus cosas, sobre todo en un lugar conocido; no obstante, no había motivo para correr el riesgo de ser vistos. Se arrastró alrededor de la campana hasta el otro lado de la plataforma.

Jenny y Rya se habían sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra aquel muro que no llegaba al tejado. El rifle del 22 estaba al lado de Jenny, que le hablaba a la niña en voz baja, le contaba un chiste o alguna historia, para tratar de aliviar su tensión y algo de su dolor. Lanzó una rápida mirada a Paul, le sonrió, pero mantuvo su atención centrada en Rya.

Paul pensó que debería ser él quien llevara a cabo aquel cometido: ayudar a Rya, calmarla y tranquilizarla, estar con ella. Luego pensó que no, que, por el momento, su trabajo consistía en prepararse para matar como mínimo a un hombre, quizá a dos o a tres, tal vez hasta a media docena. De repente se preguntó en qué medida la violencia pasada y la violencia todavía por venir repercutiría en la relación con su hija. Consciente Rya de que había matado a varios hombres, ¿le tendría miedo como temía a Bob Thorp? Al saber que era capaz de aquel acto brutal y definitivo, ¿volvería a sentirse cómoda con él? La muerte se había llevado a su mujer y a su hijo; ¿apartaría la enajenación a su hija de él?

Sam estaba de rodillas y miraba por encima del muro del campanario.

Paul, profundamente trastornado, pero consciente de que no era el momento para pensar en otra cosa que no fuesen las siguientes horas, se deslizó junto a Sam y se puso a mirar hacia la izquierda, hacia el este. Podía ver la tienda de Edison a una manzana de distancia, la estación de servicio y el garaje de Karkov, las últimas casas del pueblo, el rombo del campo de béisbol en la vega del río. Al final del valle, cerca de la curva de la carretera, había un coche de policía atravesado a ambos carriles.

—Una barricada.

—La he visto —dijo Sam.

—Salsbury nos tiene acorralados.

—Y, en estos momentos, debe de estar preguntándose por qué demonios no hemos intentado llamar a la policía o abandonar Black River.

A la derecha de Paul estaba el centro del pueblo. La plaza, el café de Ultman con sus dos enormes robles oscuros, el edificio del municipio. Al otro lado de la plaza, más casas encantadoras: casas de ladrillos, casas de piedra, casas góticas excesivamente ornamentadas, chalés pequeños y pulcros. Unas cuantas tiendas con toldos a rayas, la oficina de la compañía telefónica, la iglesia de St. Margaret Mary, el cementerio, el cine Union con su anticuado entoldado, y, más allá, la carretera que conducía al aserradero. Todo el panorama, recientemente limpiado por la tormenta, tenía un aspecto vigorizante, luminoso y pintoresco; y demasiado inocente para poder contener el monstruo que escondía.

—¿Sigues pensando que Salsbury se ha escondido en el edificio municipal? —preguntó Paul.

—¿Dónde, si no?

—Eso me digo yo.

—La oficina del jefe de policía es el lugar lógico para establecer un cuartel general.

Paul miró su reloj.

—Son las cinco y cuarto.

—Esperaremos hasta que oscurezca —dijo Sam—, hasta las nueve más o menos. Luego, bajaremos a la calle, desorientaremos a los guardias con la frase código y caeremos sobre él por sorpresa.

—Parece fácil.

—Lo será —afirmó Sam.

Brilló un relámpago, retumbó un trueno y la lluvia empezó a caer con estruendo de metralla sobre el tejado y las calles.

17.20

Bob Thorp, sonriente, como se le había ordenado que estuviera, con los brazos cruzados sobre el ancho pecho, apoyado con aire de naturalidad en el alféizar de la ventana, miraba a su escritorio, donde Salsbury trabajaba.

El transmisor infinito había quedado conectado a la oficina de teléfonos. La línea estaba abierta en la casa de Sam Edison o, por lo menos, habían marcado el número y la línea debería estar abierta.

Salsbury, inclinado sobre la mesa de trabajo del jefe de policía, sujetaba con tal fuerza el auricular con la mano derecha que parecía que los nudillos iban a surgir a través de la pálida piel que los cubría. Escuchaba atentamente, con el deseo de oír algún sonido, algún insignificante y ligero sonido de origen humano, procedente de la tienda o de la vivienda en el piso superior.

Nada.

—¡Venga! —dijo con impaciencia.

Silencio.

Maldijo el transmisor infinito y se dijo para sus adentros que aquel maldito artefacto no funcionaba, que era un asqueroso trasto de hierro fabricado en Bélgica y que, por tanto, qué se podía esperar de él. Colgó. Comprobó que los cables estuviesen en las terminales apropiadas y volvió a marcar el número de teléfono de los Edison.

La línea se abrió, silbó con un suave murmullo bastante similar al eco de la propia circulación sanguínea cuando uno coloca una concha marina en la oreja.

En el interior de la casa de los Edison, sonaba un tictac de forma bastante ruidosa y hueca.

Miró su reloj: 17.24.

Nada. Silencio.

17.26.

Colgó. Volvió a marcar.

Oyó el tictac del reloj.

17.28.

17.29.

17.30.

Nadie hablaba al otro lado de la línea. Nadie lloraba, reía, suspiraba, tosía, bostezaba ni se movía.

17.32.

17.33.

Salsbury apretó el auricular a su oreja tan fuerte como pudo, se concentró, se esforzó con todo su cuerpo, con toda su atención para oír a Edison, a Annendale, a alguna de las otras.

17.34.

17.35.

Estaban allí. ¡Maldita sea, estaban!

17.36.

Colgó bruscamente el auricular.

Esos bastardos saben que estoy escuchándolos, tratan de permanecer en silencio, intentan sacarme de mis casillas, eso es, tiene que ser eso.

Descolgó el auricular y marcó el número de los Edison.

El tictac del reloj; nada más.

17.39.

17.40.

—¡Bastardos!

Colgó el teléfono con un fuerte golpe.

Empezó a sudar copiosamente.

Se puso de pie, se sentía pegajoso e incómodo; pero estaba paralizado por la rabia, no podía moverse.

—Aunque hayan conseguido de alguna forma salir de la tienda, no pueden haber abandonado el pueblo —le dijo a Thorp—, es absolutamente imposible. No son magos. No pueden haberlo logrado. He atado todos los cabos, ¿no es así?

Thorp le sonrió. Seguía actuando bajo las órdenes que le había dado Salsbury.

—¡Contéstame, maldita sea!

La sonrisa de Thorp se desvaneció.

Salsbury estaba lívido y brillaba a causa del sudor.

—¿Acaso no he sitiado completamente este jodido pueblo?

—Oh, sí —asintió Thorp obedientemente.

—Nadie puede salir de este maldito pueblo hasta que yo lo diga, ¿no tengo razón?

—Sí, lo ha sitiado.

Salsbury temblaba, estaba mareado.

—Aunque hayan salido de la tienda, los encontraré. Puedo encontrarlos en el mismo momento en que se me antoje. ¿Verdad?

—Sí.

—Puedo destrozar este maldito pueblo, hacerlo pedazos y encontrar a esos hijos de perra.

—Cuando usted quiera.

—No pueden escapar.

—No.

Salsbury se sentó bruscamente, como si le hubiese dado un ataque, y dijo a continuación:

—Pero dejemos eso. No han salido de la tienda. No pueden haber salido. Está vigilada, muy vigilada. Es una condenada prisión. Por consiguiente, todavía están allí, callados como ratones. Saben que estoy escuchando, tratan de engañarme, eso es, me están engañando, eso es precisamente lo que ocurre.

Marcó el número de los Edison.

Oyó el ya familiar tictac del reloj en una de las habitaciones donde había un aparato telefónico.

17.44.

Colgó.

Volvió a marcar.

Tictac, tictac…

17.46.

17.47.

Colgó.

—¿Te das cuenta de lo que quieren hacerme? —le dijo al jefe de policía, con una sonrisita.

Thorp sacudió la cabeza:

—No.

—Quieren que me deje llevar por el pánico, quieren que te ordene buscarlos de casa en casa. —Se rió entre dientes—. Podría hacerlo, podría hacer que todos los habitantes del pueblo cooperasen en esta búsqueda casa por casa; pero harían falta muchas horas y, luego, tendría que borrar el recuerdo de todas las mentes; cuatrocientas mentes. Harían falta un par de horas más. Quieren hacerme perder el tiempo, mi precioso tiempo. Quieren que me deje llevar por el pánico, que pasen las horas y, en medio de la confusión, tener la oportunidad de llegar hasta mí. ¿No es esto lo que quieren?

—Sí.

—Bien —prosiguió Salsbury, sin dejar de sonreír—, yo no voy a seguirles el juego; voy a esperar a Dawson y a Klinger. No voy a dejarme llevar por el pánico, yo no, tengo la situación bajo control; y seguirá siendo así.

Tronó en el valle y el estruendo reverberó en las ventanas de la oficina.

Marcó el número de la tienda.

17.50.

17.51.

Sonrió y colgó.

Se le ocurrió entonces algo sobrecogedor: si los Edison y los Annendale sabían que los estaba escuchando, significaba que conocían toda la historia, la verdad, que sabían quién era él y lo que estaba haciendo en Black River… y eso era imposible.

Marcó de nuevo.

17.52.

Nada. Silencio.

Colgó el auricular y se volvió hacia Thorp.

—Bien, creo que no tiene importancia que lo sepan. No pueden escapar. Los atraparé cuando me dé la gana. Yo tengo el poder. —Se quedó contemplando el transmisor infinito un momento y volvió a mirar a Thorp—. ¿Qué crees tú que hará Miriam cuando se entere del poder que tengo?

—¿Quién es Miriam?

—Ya conoces a Miriam.

—No sé quién es.

—Es mi ex mujer.

—Ah.

—Una mala puta.

Thorp no dijo nada.

—Frígida como un témpano de hielo.

—Lo siento.

—Yo sé lo que hará. Vendrá a mí, se arrastrará. Pobre Miriam, se arrastrará, Bob, a gatas, sí, ¿verdad?

—Sí.

El poder…

—¿Sabes lo que haré yo?

—No.

—¿Sabes qué voy a hacer cuando esa mala puta venga a mí, arrastrándose sobre sus rodillas y sus manos?

—No.

—Le daré una patada en la cara.

—Eso es agresión.

—Lo mismo con Dawson; una patada en la cara.

—Eso es agresión. Terminará usted en la cárcel.

—Acabaré con Dawson —afirmó Salsbury, solemnemente—. Luego —volvió a reírse entre dientes—, acabaré con ese bastardo santurrón.

Thorp frunció el ceño.

—¿Crees que podré encontrar un par de botas altas, Bob?

—¿Un par de qué?

—Tal vez haya unas pocas personas, sólo unas pocas, con quienes usaría esas botas de tirano.

Ra-ta-ta-ta-ta-ta

18.30

—¿Diga?

—¿La señora Wolinski?

—Yo misma.

—Yo soy la llave.

—Yo soy la cerradura.

—¿Está su marido en casa?

—Está arriba.

—¿Está solo?

—¿Solo? Sí.

—¿Está usted sola abajo?

—Sí.

—¿Conoce a Sam Edison?

—¡Uy, claro!

—¿Está ahora él en su casa?

—¿Sam? No.

—¿Está Jenny Edison con usted?

—No. ¿Por qué iba a estar aquí?

—¿Ha visto a alguno de los Edison hoy?

—No. Escuche, yo…

—Señora Wolinski, cuando cuelgue el teléfono, olvidará todas las palabras de esta conversación; sólo recordará que ha llamado alguien para venderle un seguro de vida, una persona de Bexford. ¿Ha comprendido?

—Sí.

—Cuelgue, señora Wolinski.

18.45

—Aquí St. Margaret Mary.

—¿Es la casa del párroco?

—Sí, aquí es.

—¿El padre O’Hara?

—Al habla.

—Yo soy la llave.

—Yo soy la cerradura.

—¿Está usted solo, padre?

—Sí.

—¿Dónde está su ama de llaves?

—Se ha ido a pasar el día a su casa.

—¿Conoce a Sam y a Jenny Edison?

—Por supuesto. Buena gente.

—¿Está alguno de ellos en su casa?

—¿Aquí en mi casa? No.

—¿En la iglesia, tal vez?

—No. ¿Por qué lo pregunta?

—¿Ha visto a alguno de los Edison hoy?

—No. Yo…

—¿Conoce a Paul Annendale?

—No me suena. Si es algo urgente…

—Cállese, O’Hara. Cuando cuelgue el teléfono, olvidará todas y cada una de las palabras de esta conversación; sólo recordará que alguien se ha equivocado de número. ¿Comprendido?

—Sí.

—Cuelgue, O’Hara.

19.00

—… de los Edison hoy?

—He visto a Sam, en la tienda.

—¿Cuándo ha sido eso, señora Jamison?

—Esta mañana, hacia las nueve.

—¿No lo ha vuelto a ver desde entonces?

—No.

—Señora Jamison, no quiero que se aleje del teléfono, quédese ahí; pero pásele el auricular a su marido.

—¿Diga?

—¿Señor Jamison?

—Sí.

—Yo soy la llave.

—Yo soy la cerradura.

19.30

—… no quiero que se aleje del teléfono, señora Potter, permanezca donde está; pero pásele el auricular al reverendo Potter.

—De acuerdo. Espere un segundo…

—¿Dígame?

—¿Reverendo Potter?

—Al habla.

—Yo soy la llave.

—Yo soy la cerradura.

—¿Conoce a Sam y a Jenny Edison?

—Sí. Muy bien, en realidad.

—¿Los ha visto hoy?

—No.

—¿Está completamente seguro de ello?

—Oh, sí; completamente.

—¿Ha hablado con alguno de ellos hoy?

—No. Yo…

—¿Conoce a Paul Annendale o a su hija?

—Sí. Vienen cada año…

—¿Los ha visto o ha hablado con ellos hoy?

—No, he estado todo el día…

—¡Joder! ¿Qué demonios está pasando, Potter?

—¿Cómo dice?

—¿Dónde mierda están?

—No me gusta ese lenguaje grosero y…

—He llamado a cincuenta personas durante la pasada hora y media, y nadie los ha visto, nadie ha oído nada de ellos, nadie sabe nada. Bueno, pues tienen que estar en el pueblo. ¡Estoy condenadamente seguro de ello! No pueden salir… ¡Por los clavos de Cristo! ¿Sabe lo que pienso, Potter? Creo que están todavía en la tienda.

—Si…

—Calladitos como ratones. Tratan de engañarme, quieren que vaya a buscarlos, quieren que mande a Bob Thorp a por ellos. Probablemente tienen armas. Pues a mí no pueden engañarme. No van a empezar con una exhibición de tiro al blanco y a dejarme con una docena de cuerpos que justificar. Esperaré a que salgan. Los cogeré, Potter. ¿Y sabe lo que haré cuando les haya puesto las manos encima? Estudiaré a los Edison, claro; tengo que descubrir por qué no han respondido a la droga y a los mensajes subliminales. Pero sé muy bien por qué los Annendale no han respondido; no estaban aquí durante el programa, así que, cuando los coja, acabaré con ellos inmediatamente. ¡Inmediatamente! Haré que Bob Thorp les arranque su jodida cabeza. ¡Hijos de puta! Eso es exactamente lo que voy a hacer.