Capítulo 5

14.00

Los truenos retumbaban y la lluvia se estrellaba contra las ventanas de la oficina del jefe de policía.

De pie, de espaldas a las ventanas, tratando de parecer severos, autoritarios y, sobre todo, dignos de confianza, había dos empleados de otros departamentos gubernamentales que compartían el edificio del municipio. Bob Thorp les había suministrado unos brillantes chubasqueros amarillos con capucha y con la palabra «policía» estampada en la espalda y en el pecho. Ambos hombres tendrían entre treinta y cinco y cuarenta años y, sin embargo, manifestaban un regocijo casi infantil ante la oportunidad de llevar aquellos chubasqueros: adultos jugando a ladrones y policías.

—¿Sabéis usar un arma? —se dirigió a ellos Salsbury.

Ambos contestaron afirmativamente.

Salsbury se volvió hacia Bob Thorp.

—Dales armas.

—¿Revólveres? —preguntó el jefe de policía.

—¿Tienes escopetas?

—Sí.

—Creo que nos irán mejor que los revólveres. ¿Estás de acuerdo?

—¿Para esta operación? Sí, mucho mejor.

—Entonces dales escopetas.

Una brillante explosión de luz resplandeció en la ventana. El efecto era estroboscópico: por un momento, dio la impresión de que todas las personas y todos los objetos de la habitación habían saltado rápidamente atrás y adelante, si bien nada se movió en realidad.

Sobre sus cabezas parpadeaban las luces fluorescentes.

Thorp fue hasta el armario de metal que contenía las armas de fuego y que estaba situado detrás de su escritorio, lo abrió y sacó dos escopetas.

—¿Sabéis usarlas? —volvió a dirigirse Salsbury a los hombres de los chubasqueros amarillos.

Uno de ellos asintió con una inclinación de la cabeza.

—Con éstas no tengo mucha costumbre; estos trastos son durísimos. Hay que apuntar en la dirección general del blanco y apretar el gatillo —respondió el otro, a la vez que empuñaba el arma con ambas manos, la admiraba, le sonreía.

—Es suficiente —dijo Salsbury—. Ahora os vais al aparcamiento que está detrás del edificio, os metéis en el segundo coche patrulla y os dirigís al extremo este del pueblo. ¿Habéis comprendido hasta aquí?

—Al extremo este —repitió uno de ellos.

—A menos de cien metros de la curva que hay antes de la entrada al valle, aparcáis el coche en medio de la carretera y bloqueáis ambas direcciones de la mejor forma posible.

—Una barricada —precisó uno de ellos, evidentemente encantado por la forma en que se estaba desarrollando el juego.

—Exactamente —asintió Salsbury—. Si alguien quiere venir a Black River, los camiones de madera, los habitantes de aquí, tal vez visitantes de fuera del pueblo, cualquiera, los dejaréis pasar, pero los mandaréis directamente a esta oficina. Les diréis que se ha declarado un estado de emergencia en Black River y que deben, absolutamente sin excepción, ir a ver al jefe de policía antes de dedicarse a sus asuntos.

—¿Qué tipo de emergencia?

—No hace falta que lo sepáis.

Uno de ellos frunció el ceño.

—Querrán saberlo todos los que paremos —afirmó el otro.

—Si preguntan, les decís que el jefe de policía se lo explicará.

Ambos hombres asintieron con una inclinación de cabeza.

Thorp les entregó una docena de cartuchos para escopeta a cada uno de ellos.

—Si alguien trata de salir de Black River, lo mandáis también al jefe de policía —continuó Salsbury— y le contáis la misma historia del estado de emergencia. ¿Comprendido?

—Sí.

—Sí.

—Cada vez que mandéis a alguien a ver a Bob, ya sea porque va a entrar al pueblo o porque trata de salir de él, informaréis de ello a esta oficina por radio. De esta forma, si no aparece al cabo de unos minutos, sabremos que se trata de algún renegado. ¿Comprendido?

—Sí —contestaron los hombres al unísono.

Salsbury se sacó el pañuelo del bolsillo del pantalón y se enjugó el sudor del rostro.

—Si alguien que sale del pueblo intenta atravesar vuestra barricada, lo detenéis; si no lo conseguís de otra forma, utilizáis las escopetas.

—¿Disparamos a matar?

—Disparáis a matar —confirmó Salsbury—. Pero únicamente si no hay otra forma de detenerlos.

Uno de los hombres trataba de parecerse a John Wayne en el momento de recibir órdenes en el Álamo; sacudió la cabeza solemnemente y aseguró:

—No se preocupe, puede confiar en nosotros.

—¿Alguna pregunta?

—¿Hasta cuándo tendremos que mantener esta barricada?

—Otros dos hombres os relevarán dentro de seis horas, a las ocho de la tarde. —Volvió a meter el pañuelo en el bolsillo—. Otra cosa. Cuando salgáis de esta habitación, olvidaréis que me habéis visto, olvidaréis que he estado aquí. Recordaréis todo lo que os he dicho antes de lo que estoy diciendo ahora, toda la conversación anterior que hemos mantenido; pero pensaréis que ha sido Bob Thorp quien os ha dado las instrucciones. ¿Está completamente claro?

—Sí.

—Perfectamente.

—En ese caso, poneos en movimiento.

Los dos hombres salieron de la habitación, y olvidaron a Salsbury apenas pusieron un pie en el pasillo.

Un resplandor intensamente blanco inundó el pueblo, seguido de un trueno que hizo crujir las ventanas.

—Cierra esas persianas —ordenó Salsbury, en un tono de irritación.

Thorp obedeció.

Salsbury se sentó detrás del escritorio.

Una vez hubo bajado las persianas, Bob Thorp volvió al escritorio y se quedó de pie delante de él.

Salsbury levantó la mirada hacia él.

—Bob, quiero que este lugar quede completamente aislado, bien cerrado. —Cerró el puño de la mano derecha, a modo de ejemplo—. Quiero estar del todo seguro de que nadie podrá salir del pueblo. ¿Debo bloquear algo más, aparte de la carretera?

Thorp se rascó su prominente frente.

—Le harán falta otros dos hombres en el extremo este del valle. Uno de ellos, para vigilar el río; sería preferible que estuviese armado de un rifle para así poder disparar, en caso necesario, a cualquiera que se fuese en barca. El otro hombre debería estar apostado en los árboles que hay entre el río y la carretera. Proporciónele una escopeta y dígale que detenga a cualquiera que intente escabullirse por el bosque.

—¿Debe el hombre del río ser un experto tirador? —preguntó Salsbury.

—No le hará falta un tirador de primera, pero debería ser un tirador bastante bueno.

—De acuerdo, utilizaremos para ello a uno de tus hombres; todos son buenos con un rifle, ¿no?

—Oh, por supuesto.

—¿Lo suficientemente buenos para este trabajo?

—Sin lugar a dudas.

—¿Algo más?

Thorp meditó sobre la situación durante casi un minuto.

—Hay una serie de viejos caminos de explotación forestal —dijo finalmente— que conducen a las montañas y empalman luego con una segunda serie de caminos que vienen del centro de operaciones que está junto a Bexford. La mayoría de estos caminos están abandonados; ninguno está asfaltado. Es posible que haya algunos tramos limpios, si ha habido inundaciones este verano, pero la mayor parte está en pésimas condiciones. Son estrechos y están llenos de maleza. Pero supongo que alguien que se lo proponga podría pasar por esos caminos en coche.

—En ese caso, los bloquearemos —determinó Salsbury, a la vez que se ponía de pie. Caminó nerviosamente hasta las ventanas y volvió al escritorio—. Este pueblo es mío, mío, y seguirá siendo así. No dejaré salir de aquí a ningún hombre, mujer o niño hasta que haya resuelto este problema.

La situación se le había escapado terriblemente de las manos. Iba a tener que llamar a Dawson, tarde o temprano; probablemente temprano. No podría evitarlo. Pero, antes de hacer aquella llamada, quería estar seguro de que había hecho todo lo posible sin la ayuda de Leonard, sin la ayuda de Klinger. Mostrarles que era un hombre que actuaba con decisión, que era inteligente, un hombre al que convenía tener al lado. Era posible que su eficacia impresionase al general; y al bastardo amante de Cristo. En primer lugar, debía impresionarlos lo suficiente como para compensar el hecho de haber sido el causante de aquella situación; eso era muy importante, muy importante. El paso inmediato sería sobrevivir a la cólera de sus socios.

14.30

En la biblioteca de Sam, el aire era húmedo y estaba viciado. La lluvia no dejaba de caer al otro lado de la ventana y cientos de gotas de rocío se formaban en el interior.

Paul, todavía aturdido por el descubrimiento del cuerpo de su hijo, estaba sentado y apoyaba las manos en los brazos del sillón; las puntas de sus dedos se clavaban en la tapicería.

Sam, de pie delante de una de las librerías, sacaba de los estantes libros que contenían recopilaciones de ensayos de psicología y los hojeaba.

En el amplio alféizar de la ventana, un antiguo reloj de sobremesa marcaba el tiempo de forma sepulcral y monótona.

Jenny entró en la habitación y dejó la puerta abierta a su espalda, se arrodilló en el suelo junto a la butaca de Paul y puso su mano sobre la de él.

—¿Cómo está Rya? —preguntó Paul.

Antes de salir hacia la casa de los Thorp a buscar el cadáver, Sam le había dado un calmante a la niña.

—Está durmiendo profundamente —aseguró Jenny—. No se despertará como mínimo hasta dentro de dos horas.

—¡Aquí está! —exclamó Sam, lleno de excitación.

Ellos alzaron una mirada atónita.

Se acercó con un libro de ensayos en la mano.

—La fotografía de quien se hace llamar Deighton.

Paul se levantó para mirarla mejor.

—No me extraña que Rya y yo no pudiéramos encontrar ninguno de sus artículos —comentó Sam—. Buscábamos en los índices algo escrito por Albert Deighton; pero no se llama así, su nombre verdadero es Ogden Salsbury.

—Lo he visto —afirmó Paul—. Estaba en el café de Ultman el día en que la camarera se atravesó la mano con el tenedor de carne. De hecho, fue ella quien lo atendió.

—¿Piensas que eso está relacionado con todo lo demás, con la historia que nos ha contado Buddy Pellineri y… con lo que le ha pasado a Mark? —preguntó Jenny, después de haberse puesto también ella de pie. Su voz había titubeado un poco al pronunciar las últimas palabras. Empezaron a brillarle los ojos, pero se mordió el labio y contuvo las lágrimas.

—Sí —contestó Paul, y volvió a pensar en su propia imposibilidad de llorar. Sufría, ¡Dios Santo, estaba lleno de dolor!, pero las lágrimas no acudían—. No sé cuál, pero tiene que haber alguna relación. —Y añadió, dirigiéndose a Sam—: ¿Salsbury escribió este artículo?

—Según dice la introducción, fue su último artículo publicado; hace más de doce años.

—Pero no ha muerto.

—Desgraciadamente.

—¿Por qué entonces fue el último?

—Parece ser que era un personaje bastante polémico; elogiado y aborrecido, pero sobre todo lo último. Y él se cansó de tanta controversia. Renunció a pronunciar conferencias y dejó de escribir para tener así más tiempo que dedicar a su investigación.

—¿De qué se trataba el artículo?

Sam leyó el título:

—«Modificación total del comportamiento mediante la percepción subliminal». —Y el subtítulo—: «El completo control de la mente».

—¿Qué significa?

—¿Quieres que lo lea en voz alta?

Paul miró el reloj antes de contestar.

—No estará de más conocer al enemigo antes de ir a Bexford a avisar a la policía del Estado —opinó Jenny.

—Tiene razón —apoyó Sam.

Paul asintió.

—Adelante. Léelo.

14.40

El viernes por la tarde, H. Leonard Dawson, en el estudio de su casa de Greenwich, Connecticut, se encontraba leyendo una larga carta de su mujer, escrita en papel que olía a lavanda. Julia estaba en la primera de las tres semanas que iba a durar un viaje a Tierra Santa, y, día a día, descubría que era cada vez menos como ella había imaginado y esperado que sería. Decía que todos los mejores hoteles eran propiedad de árabes y de judíos y que, por esta razón, cuando se iba a dormir, se sentía sucia; decía que había muchas habitaciones en las fondas, pero que casi hubiera preferido dormir en un establo. Aquella mañana (la del día que escribió la carta), su chofer la había llevado al Gólgota, el más puro y sagrado de los lugares; y, mientras el coche se dirigía allí, ella había leído en la Biblia lo relacionado con aquel lugar sagrado que contenía a la vez dolor y alegría infinitos. Pero, en su opinión, hasta el Gólgota estaba echado a perder. Al llegar, se encontró con que la montaña sagrada estaba literalmente plagada de sudorosos negros sureños baptistas. ¡Negros sureños baptistas allí! Además…

Sonó el teléfono blanco. Su suave y ronco zumbido era instantáneamente reconocible.

Dejó la carta, esperó a que sonara una segunda vez y levantó el auricular.

—¿Sí?

—He reconocido tu voz —dijo Salsbury, cautelosamente—. ¿Conoces la mía?

—Por supuesto. ¿Estás utilizando el aparato de interferencia radiofónica?

—Sí, claro.

—En ese caso, no es necesario hablar en clave y con misterio. Aunque la línea estuviera intervenida, que no lo está, no comprenderían lo que estamos diciendo.

—Tal y como está la situación por aquí, creo que deberíamos tomar la precaución de hablar en clave y no confiar solamente en el aparato de interferencia radiofónica.

—¿Cómo está la situación por ahí?

—Tenemos un grave problema.

—¿En el sitio de la prueba?

—En el sitio de la prueba.

—¿Problemas de qué tipo?

—Ha habido un muerto.

—¿Podría esta muerte pasar por causas naturales?

—Ni lo sueñes.

—¿Puedes solucionarlo tú solo?

—No. Habrá más.

—¿Muertos?

—Hay gente inmune.

—¿Inmune al programa?

—Exactamente.

—¿Y por qué esto tiene que causar víctimas?

—Me descubrieron.

—¿Cómo ocurrió?

Salsbury tuvo un momento de vacilación.

—Será mejor que me digas la verdad —lo apremió Dawson, sin asomo de amabilidad—. ¡Por todos los demonios!, será mejor que me digas la verdad.

—Estaba con una mujer.

—¡Idiota!

—Fue un error, lo sé —admitió Salsbury.

—Fue una estupidez. Hablaremos de ello en otro momento. Así que una de esas personas inmunes al programa llegó mientras tú estabas con la mujer.

—Sí.

—Si te han descubierto, se puede arreglar. Y no de forma dramática.

—Me temo que no. Ordené al asesino que hiciese lo que hizo.

A pesar de que la conversación se desarrollaba con claves, Dawson estaba imaginando los acontecimientos en Black River con demasiada claridad.

—Ya veo —dijo. Reflexionó un momento—. ¿Hay muchas personas no afectadas?

—Además de un par de docenas de bebés y niños muy pequeños, como mínimo cuatro más. Tal vez cinco.

—No son tantos.

—Existe otro problema. ¿Te acuerdas de los dos hombres que enviamos aquí arriba a principios de mes?

—¿Al embalse?

—Fueron vistos.

Dawson guardó silencio.

—Si no quieres venir, no vengas —añadió Salsbury—. Pero necesito ayuda. Mándame a nuestro socio ya…

—Llegaremos los dos esta noche en helicóptero. ¿Puedes arreglártelas solo hasta las nueve o las diez?

—Creo que sí.

—Más te vale.

Dawson colgó.

Oh, Señor, pensó, me lo enviaste como instrumento de Tu voluntad y ahora Satán está dentro de él; ayúdame a solucionar acertadamente todo esto, sólo quiero servirte.

Telefoneó a su piloto y le mandó que aprovisionase el helicóptero de combustible y que estuviese en la pista de aterrizaje detrás de la casa de Greenwich al cabo de una hora.

Marcó tres números antes de localizar a Klinger.

—Hay problemas en el norte.

—¿Graves?

—Gravísimos. ¿Puedes estar aquí dentro de una hora?

—Sólo si conduzco como un loco; digamos una hora y cuarto.

—Ponte en marcha.

Colgó.

Oh, Señor, estos dos hombres son infieles, lo sé; pero Tú me los enviaste para llevar a cabo Tus propósitos, ¿no es así?, no me castigues por hacer Tu Voluntad, Señor.

Abrió el cajón inferior derecho del escritorio y sacó una gruesa carpeta.

La etiqueta de la cubierta decía:

AGENCIA DE DETECTIVES HARRISON-BODREI

ASUNTO: OGDEN SALSBURY

Gracias a la agencia Harrison-Bodrei conocía a sus socios mejor que ellos mismos. Sobre Ernst Klinger había mantenido durante los pasados quince años un expediente al día. El informe de Salsbury, en comparación, era nuevo, pues empezaba en enero de 1975; pero seguía su pista hasta su más tierna infancia y no se podía negar que era completo. Dado que lo había leído diez o doce veces, de arriba abajo, Dawson presintió que habría tenido que prever la crisis actual.

Ogden ni era un loco de atar ni estaba completamente cuerdo. Era un misógino patológico; sin embargo, se abandonaba periódicamente a lascivas juergas con prostitutas y utilizaba hasta siete u ocho durante un solo fin de semana. A veces, surgían problemas.

En opinión de Dawson, había dos informes en el expediente que eran más importantes y decían más sobre Ogden que todos los demás juntos. Sacó el primero de ellos de la carpeta y volvió a leerlo.

Una semana después de haber cumplido once años, Ogden fue apartado de su madre y puesto bajo la protección del tribunal tutelar de menores. Katherine Salsbury (viuda) y su amante, Howard Parker, fueron posteriormente acusados de maltrato y vejación de niños y de corrupción de la moral de un menor. La señora Salsbury fue condenada a una pena de siete a diez años en el New Jersey Correctional Institution for Women. Mientras cumplía esta condena, Ogden fue transferido a casa de una vecina, la señora Carrie Barger (ahora Peterson), donde se convirtió en uno de los varios niños acogidos por la familia. La siguiente entrevista fue realizada con la señora Carrie Peterson (69 años de edad) en su casa de Teaneck, Nueva Jersey, en la mañana del miércoles 22 de enero de 1975. La entrevistada estaba evidentemente ebria a aquella temprana hora de la mañana y bebía un vaso de «un poco de zumo de naranja» durante la entrevista. La persona no sabía que se estaba grabando la conversación.

Dawson había marcado las partes del informe que más le interesaban. Pasó a la tercera página.

AGENTE: Como vivía en la casa de al lado de la señora Salsbury, debió de ser usted testigo de muchas de aquellas palizas.

SRA. PETERSON: Uy, sí. Uy, si yo le contara. Desde que Ogden tuvo edad suficiente para caminar, fue el blanco de ella. ¡Qué mujer! A la menor cosa que hacía…, ¡zas!, lo dejaba amoratado al pobrecillo.

AGENTE: ¿Le azotaba en las nalgas?

SRA. PETERSON: No, no, nunca lo azotaba en las nalgas. ¡Ojala lo hubiese hecho! No habría sido tan terrible. Pero ¡qué mujer! Empezó pegándole con la mano abierta, en la cabeza y en toda su dulce carita. Cuando el niño fue mayor, usaba a veces los puños. Y lo pellizcaba; pezllicaba sus bracitos… Yo lloraba muchas veces. Venía a jugar con los niños que yo tenía acogidos, y el pobre daba una pena… Sus bracitos estaban llenos de moratones, completamente llenos de cardenales.

AGENTE: ¿Era alcohólica?

SRA. PETERSON: Bebía. Algo. Pero no estaba enganchada a la ginebra o a otra cosa. Era simplemente mala, mala por naturaleza. Y no creo que fuese muy inteligente. A veces, la gente un poco corta de luces, cuando se siente frustrada, la toma con los niños. Lo he visto demasiado a menudo con anterioridad. Lo pagan los niños. Oh sufren mucho, se lo digo yo.

AGENTE: ¿Tenía muchos amantes?

SRA. PETERSON: Montones. Era una mujer repulsiva. Con hombres muy ordinarios. Siempre eran hombres muy ordinarios, groseros, obreretes. Todos sus hombres bebían mucho. Algunas veces le duraban hasta un año, pero lo normal era una semana o dos, un mes como mucho.

AGENTE: Ese Howard Parker…

SRA. PETERSON: ¡Ése!

AGENTE: ¿Cuánto tiempo estuvo con la señora Salsbury?

SRA. PETERSON: Casi seis meses, creo, antes del delito. ¡Qué hombre tan espantoso! ¡Horrible!

AGENTE: ¿Sabía usted lo que pasaba en casa de los Salsbury cuando Parker estaba allí?

SRA. PETERSON: ¡Por supuesto que no, habría llamado a la policía inmediatamente! Claro que, aquella noche… Ogden vino a mi casa. Y entonces llamé a la policía.

AGENTE: ¿Le molesta hablar de lo que pasó?

SRA. PETERSON: Cuando pienso en ello todavía se me revuelve el estómago. ¡Qué hombre tan espantoso! y aquella mujer… Hacerle eso a un niño…

AGENTE: ¿Parker era… bisexual?

SRA. PETERSON: ¿Si era qué?

AGENTE: Solía tener relaciones con ambos sexos ¿es así?

SRA. PETERSON: ¡Violó a un niño! Es…, no sé, no sé qué pensar. ¿Por qué Dios ha puesto sobre la tierra a personas tan malvadas? Toda mi vida he querido a los niños, los quiero más que a cualquier otra cosa, no puedo comprender a un hombre como Parker.

AGENTE: ¿Le molesta hablar acerca de aquel delito?

SRA. PETERSON: Un poco.

AGENTE: Si pudiese hacer un esfuerzo conmigo… Es realmente importante que conteste a unas cuantas preguntas más.

SRA. PETERSON: Si es por el bien de Ogden como usted dice, naturalmente; en consideración a Ogden. A pesar de que nunca ha venido a verme. ¿Lo sabía? Después de haberme hecho cargo de él y de educarlo desde los once años. Nunca viene a verme.

AGENTE: Las actas del tribunal de aquella época no fueron realmente explícitas. Esto, o bien el juez alteró alguno de los testimonios para proteger la reputación del niño. No sé a ciencia cierta si el señor Parker obligó al niño a…, me perdonará, pero hay que decirlo…, relaciones anales u orales.

SRA. PETERSON: ¡Qué hombre tan horrible!

AGENTE: ¿Sabe a cuál de las dos?

SRA. PETERSON: A las dos.

AGENTE: Ya veo.

SRA. PETERSON: Y con la madre mirando. ¡Su madre mirando! ¿Puede usted concebir una cosa así? ¿Una cosa tan vil? Hacerle esto a un niño indefenso… ¡Qué monstruos!

AGENTE: No era mi intención hacerla llorar.

SRA. PETERSON: No estoy llorando, sólo un par de lagrimillas. Es tan triste… ¿No le parece? Tan terriblemente triste… Cómo sufren los niños pequeños.

AGENTE: No es necesario que siga si…

SRA. PETERSON: Oh, usted ha dicho que era por Ogden, que necesitaba saber todo esto por el bien de Ogden. Era uno de mis niños. Niños que tenía acogidos, pero que para mí era como si fuesen propios. Angelitos, todos. Así que, si es por Ogden… Bien… Durante meses, sin que nadie lo supiera, y el pobrecito Ogden estaba demasiado asustado para contárselo a nadie, aquel asqueroso Howard Parker… estuvo usando al niño… usando su boca para… ¡Y la madre mirando! Era una viciosa, y una enferma, muy enferma.

AGENTE: Y aquella noche…

SRA. PETERSON: Parker se lo…, se lo hizo por el recto. Le hizo un daño horrible, no puede usted imaginarse cómo sufrió el chico.

AGENTE: Ogden fue a su casa aquella noche.

SRA. PETERSON: Yo vivía justo en la puerta de al lado. Vino a mi casa, temblando como una hoja, mortalmente asustado, pobre, pobrecito… Lloraba a mares. Aquel cerdo de Parker le había pegado. Tenía los labios partidos y un ojo hinchado y negro. Al principio yo creía que eso era todo lo que le pasaba, pero no tardé en descubrir… lo otro. Lo llevamos corriendo al hospital. Tuvieron que hacerle once puntos de sutura. ¡Once!

AGENTE: ¿Once puntos de sutura en el… ano?

SRA. PETERSON: Así fue. Sufría mucho. Sangraba. Tuvo que quedarse en el hospital casi una semana.

AGENTE: Y, al final, se convirtió usted en su madre adoptiva.

SRA. PETERSON: Sí, y nunca me arrepentí de ello. Era un buen chico, un chico adorable. También muy inteligente, en el colegio decían que era un genio. Ganó todas aquellas becas y fue a Harvard. ¿Cree usted que ha venido a verme, después de todo lo que hice por él? Pues no, nunca viene, nunca viene por aquí. Y ahora los asistentes sociales no me dejan tener más niños; desde que murió mi segundo marido. Dicen que en una familia adoptiva tiene que haber dos padres. Además dicen que soy demasiado vieja. Bueno, eso es una estupidez, yo adoro a los niños y eso es lo que debería contar. Los quiero a todos. ¿Acaso no he dedicado mi vida a criar niños? Y, cuando pienso en todos los niños que sufren, me entran ganas de llorar.

La última mitad del informe era una trascripción de una larga y confusa conversación con el hombre que estaba casado con la señora Peterson cuando ésta acogió a Ogden Salsbury, que tenía entonces 11 años.

La entrevista siguiente se realizó con el señor Allen J. Barger (ahora 83 años) en el asilo de ancianos Evins-Maebry de Huntington, Long Island, en la tarde del viernes 24 de enero de 1975. Los gastos del asilo son pagados por los tres hijos del segundo matrimonio del sujeto. Éste, que padece senilidad, alternaba los estados de lucidez e incoherencia. El sujeto no sabía que se estaba grabando la conversación.

Dawson pasó algunas hojas hasta el pasaje que había marcado.

AGENTE: ¿Recuerda usted a alguno de los niños que tuvieron acogidos mientras estuvo casado con Carrie?

SR. BARGER: Ella los acogía, no yo.

AGENTE: ¿Recuerda a alguno de ellos?

SR. BARGER: ¡Oh, Dios!

AGENTE: ¿Qué pasa?

SR. BARGER: Trato de no recordarlos.

AGENTE: No le gustaban como a ella.

SR. BARGER: Cuando volvía de trabajar me encontraba con todas aquellas caritas sucias. Ella me decía que necesitábamos más dinero que los pocos dólares que nos daba el Gobierno por mantener a los niños. Era cuando la Depresión; pero ella se bebía el dinero.

AGENTE: ¿Era alcohólica?

SR. BARGER: Cuando me casé con ella, no. Pero iba camino de serlo, desde luego.

AGENTE: ¿Recuerda a un niño que se llamaba…?

SR. BARGER: El problema es que no me casé con ella por su cerebro.

AGENTE: ¿Cómo dice?

SR. BARGER: Me casé con mi segunda esposa por su cerebro, y resultó estupendamente. Pero cuando me casé con Carrie… Vaya, yo tenía 40 años, era todavía soltero y estaba más que harto de ir con putas. Apareció Carrie, 26 años y fresca como un melocotón, mucho más joven que yo, pero me demostraba mucho interés; y dejé que fuera mi pene el que pensara por mí. Me casé con ella por su cuerpo, sin pensar en lo que había en su cabeza. Fue una gran equivocación.

AGENTE: Estoy seguro de ello. Bien… Ahora, dígame si puede recordar a un niño llamado…

SR. BARGER: Tenía unos cántaros magníficos.

AGENTE: ¿Cómo dice?

SR. BARGER: Cántaros. Tetas. Carrie tenía un buen par.

AGENTE: Ah, sí, claro.

SR. BARGER: También era muy buena en la cama. Cuando conseguía apartarla de aquellos condenados niños. ¡Qué niños! No sé por qué acepté que viniese el primero. Después de ése, nunca tuvimos menos de cuatro, y normalmente seis o siete. Ella siempre había querido tener familia numerosa, pero no podía tener hijos. Supongo que eso hacía que los deseara todavía más. Pero no quería realmente ser madre; era sólo un sueño, algo sentimental.

AGENTE: ¿Qué quiere usted decir?

SR. BARGER: Pues que le gustaba más la idea de tener hijos que el hecho real de tenerlos.

AGENTE: Comprendo.

SR. BARGER: No podía con ellos, la toreaban. Y yo no estaba dispuesto a hacerme cargo. ¡No señor! Yo trabajaba duramente en aquella época muchísimas horas. Cuando volvía a casa, sólo quería descansar, no quería pasar mi tiempo libre detrás de un montón de mocosos. Siempre y cuando me dejasen tranquilo, podían hacer lo que quisieran. Lo sabían, y nunca me molestaban. Demonios, no eran mis hijos.

AGENTE: ¿Recuerda usted a uno de ellos, llamado Ogden Salsbury?

SR. BARGER: No.

AGENTE: Su madre vivía en la casa de al lado. Tenía muchos amantes. Uno de ellos, un hombre llamado Parker, violó al muchacho. Una violación homosexual.

SR. BARGER: Ahora que lo pienso, sí, lo recuerdo. Ogden. Sí. Llegó a la casa en un mal momento.

AGENTE: ¿En un mal momento? ¿A qué se refiere?

SR. BARGER: Entonces sólo había niñas.

AGENTE: ¿Sólo niñas?

SR. BARGER: Carrie se hartó. Dijo que sólo aceptaría niñas. Tal vez pensaba que podría controlarlas mejor que a un puñado de chicos. Así pues, este Ogden y yo fuimos los únicos hombres de la casa durante dos o tres años.

AGENTE: ¿Y esto fue perjudicial para él?

SR. BARGER: Las niñas mayores sabían lo que le había sucedido. Solían tomarle el pelo de una forma cruel y él no podía soportarlo, estallaba en cada ocasión, empezaba a gritar y vociferar. Esto era, naturalmente, lo que ellas querían, y él sólo conseguía que se metiesen todavía más con él. Cuando ese Ogden estaba que no podía más, yo me lo llevaba aparte y hablaba con él, casi como de padre a hijo. Le decía que las ignorase; le decía que sólo eran mujeres y que las mujeres sólo servían para dos cosas: para follar y para cocinar. Así pensaba yo hasta que conocí a mi segunda mujer. En cualquier caso, creo que fui de gran ayuda para aquel muchacho, una gran ayuda… ¿Sabe usted que en este asilo no se puede follar?

El otro informe que, en opinión de Dawson, era especialmente interesante, se trataba de una entrevista con Laird Richardson, un secretario de cierto nivel de la oficina de Investigaciones de Credenciales de Seguridad del Pentágono. Un agente de Harrison-Bodrei le ofreció quinientos dólares por sacar el expediente de las credenciales de seguridad de Salsbury, estudiarlo e informar sobre su contenido.

También en esta ocasión Dawson había subrayado los pasajes más importantes con bolígrafo rojo.

RICHARDSON: No sé lo que está investigando, pero debe de ser condenadamente importante; se han gastado un montón de dinero para encubrir a ese hijo de puta durante los pasados diez años. Y el Pentágono no hace estas cosas a menos que espere verse ampliamente resarcido algún día.

AGENTE: ¿Encubrirlo? ¿De qué?

RICHARDSON: Le gusta dejar marcadas a las prostitutas.

AGENTE: ¿Dejarlas marcadas?

RICHARDSON: La mayoría de las veces con los puños.

AGENTE: ¿Cuántas veces sucede esto?

RICHARDSON: Un par de veces al año.

AGENTE: ¿Frecuenta a menudo prostitutas?

RICHARDSON: Va de putas el primer fin de semana de cada mes. Metódico a más no poder; como un robot o algo parecido. Uno podría poner el reloj en hora con su rutina. Por regla general, va a Manhattan, hace la ronda de los lugares de placer, telefonea a un par de prostitutas y las hace ir a la habitación de su hotel. De vez en cuando, aparece una con la pinta que lo saca de sus casillas, y la pone buena.

AGENTE: ¿Qué aspecto es ése?

RICHARDSON: Normalmente es rubia, pero no siempre. Por regla general, de tez clara, pero no siempre. Aunque es siempre bajita, un metro cincuenta y cinco, metro cincuenta y ocho. Unos 45 kilos. Y delicada, de rasgos muy delicados.

AGENTE: ¿Por qué una muchacha de estas características lo saca de sus casillas?

RICHARDSON: El Pentágono intentó que se sometiese a psicoanálisis. Fue a una sesión y se negó a volver. Le dijo al psiquiatra que aquellos delirios suyos eran generados por algo más que por el aspecto de las mujeres. Tenían que ser delicadas, pero no sólo en un sentido físico; para que sintiera el ansia de golpearlas insensatamente, debían dar la impresión de ser emocionalmente vulnerables.

AGENTE: En otras palabras, si considera que la mujer es igual a él o superior, ella está a salvo; pero, si presiente que puede dominarla…

RICHARDSON: En ese caso es preferible que tenga su seguro de entierro al corriente de pago.

AGENTE: ¿No ha matado a ninguna de estas mujeres?

RICHARDSON: Todavía no; aunque ha estado a punto un par de veces.

AGENTE: Usted me ha dicho que alguien del Pentágono lo encubre.

RICHARDSON: Normalmente, alguien de nuestra oficina.

AGENTE: ¿Cómo?

RICHARDSON: Paga la factura del hospital y le da dinero a la mujer. El importe del soborno depende de la envergadura de las heridas.

AGENTE: ¿Se le considera una persona de alto riesgo desde el punto de vista de la seguridad nacional?

RICHARDSON: Oh, no. Si, por ejemplo, fuese un homosexual encubierto y lo llegáramos a saber, sería clasificado como de muy alto riesgo. Pero sus obsesiones y sus vicios no son secretos, lo hace a la luz del día. Nadie puede chantajearlo o amenazarlo con la pérdida de su trabajo porque ya estamos al corriente de sus sucios secretos. De hecho, cada vez que hiere a una mujer, tiene un número de teléfono especial al que llamar, un contacto con mi propio departamento. Al cabo de una hora, aparece alguien en su hotel para solucionar el desaguisado.

AGENTE: Qué amable esa gente con la que usted trabaja.

RICHARDSON: ¿Verdad? Pero me sorprende que lleguen a aguantar a un hijo de perra como Salsbury. Es un hombre enfermo, todo él es un problema, deberían encerrarlo en una celda y olvidarse de él.

AGENTE: ¿Sabe usted algo sobre su infancia?

RICHARDSON: ¿Sobre su madre y el hombre que lo violó? Está en el expediente.

AGENTE: Explica en parte por qué él…

RICHARDSON: ¿Sabe usted una cosa? Aun cuando veo de dónde procede su locura, aunque veo que el hecho de que sea como es no es del todo culpa suya, soy incapaz de sentir compasión por él. Cuando pienso en todas esas mujeres que han acabado en el hospital, con las mandíbulas rotas y los ojos hinchados… Escuche, ¿acaso alguna de esas mujeres sienten menos dolor porque la maldad de Salsbury no es completamente responsabilidad suya? En muchas cosas soy un liberal al viejo estilo, pero esa postura liberal con respecto a la compasión por el criminal… es en un noventa por ciento una pura mierda. Sólo se puede soltar este tipo de basura si uno y su propia familia han tenido la suerte de no encontrarse con animales como Salsbury. Si de mí dependiese, lo metería en una celda, a cientos de kilómetros de la mujer más próxima.

Dawson suspiró.

Metió los informes en la carpeta y la volvió a guardar en el cajón inferior derecho del escritorio.

Oh, Señor, pensó suplicante, dame el poder para reparar el daño que ha hecho en Black River. Si se puede enmendar este error, si la prueba práctica puede llevarse a término de forma correcta, podré suministrar la droga tanto a Ernst como a Ogden, podré programarlos. He estado llevando a cabo los preparativos, Tú lo sabes, y podré programarlos y convertirlos a Tu santa empresa. Y no solamente a ellos; al mundo entero. Ya no quedarán almas para Satán. Será el cielo en la tierra, Señor, un verdadero cielo en la tierra; y todo a la resplandeciente luz de Tu amor.

14.55

Sam leyó la última línea del artículo de Salsbury, cerró el libro y exclamó:

—¡Dios!

—Por lo menos, ahora tenemos cierta noción de lo que está pasando en Black River —apuntó Paul.

—Toda esa locura de aniquilar el ego, suministrar drogas, frases clave, obtener un control total, aportar satisfacción a las masas mediante la modificación del comportamiento, las ventajas de los mensajes subliminales dirigidos a la sociedad… —enumeró Jenny, en cierta forma aturdida por la retórica de Salsbury y sacudiendo la cabeza como si ello fuera a ayudarla a pensar más claramente—. Parece un lunático. Es un demente.

—Es un nazi —sentenció Sam—, de espíritu si no de nombre. Se trata de una raza de lunáticos muy especial, una raza mortal. Y hay literalmente miles de personas como él, cientos de miles que estarían de acuerdo con cada palabra que dice sobre las ventajas de unos «mensajes subliminales dirigidos a la sociedad».

Un trueno estalló con tal intensidad que sonó como si el cielo se hubiera partido en dos. Una violenta ráfaga de viento golpeó la casa. El ritmo de la lluvia en el tejado y en las ventanas se aceleró.

—Sea lo que sea, está haciendo exactamente lo que dijo que se podía hacer —afirmó Paul—, ha puesto en práctica su insensato proyecto. Sin duda tiene que ser eso lo que está pasando aquí; lo explica todo, desde la epidemia de escalofríos y náuseas.

—Sigo sin comprender por qué papá y yo no fuimos aquejados —se preguntó Jenny—, Salsbury menciona en su artículo que el programa subliminal no afectaría a los analfabetos ni a los niños que todavía no conocen, aunque sea de forma somera, el sexo y la muerte. Pero ni papá ni yo entramos en estas dos categorías.

—Creo que puedo contestar a eso —dijo Paul.

—Yo también —secundó Sam—. Una cosa que enseñan a los que van a ser farmacéuticos es que ninguna droga afecta a todo el mundo por igual. En algunas personas, por ejemplo, la penicilina tiene muy poco efecto, o ninguno. Otras personas responden muy mal a las sulfamidas. Yo supongo que, a causa de los genes, del metabolismo y de la química corporal, nosotros estamos entre el reducido porcentaje que no responde a la droga de Salsbury.

—Gracias a Dios —manifestó Jenny, que a continuación apretó los brazos contra su pecho y se estremeció.

—Debe de haber más adultos no afectados —supuso Paul—. Estamos en verano y la gente va de vacaciones, ¿no había nadie fuera del pueblo durante la semana en que fue contaminado el embalse y se emitieron los mensajes subliminales?

—Cuando llegan las fuertes nevadas —empezó a contestar Sam—, tienen que interrumpirse las operaciones de explotación forestal; por consiguiente, en los meses de verano todas las personas relacionadas con el aserradero se rompen los cuernos para que haya suficiente reserva de madera y las sierras puedan trabajar todo el invierno. Nadie de la fábrica toma las vacaciones en verano; y quienes en el pueblo dependen de la fábrica y de su personal también se toman su período de descanso en el invierno.

Paul tenía la sensación de estar en un tiovivo, girando y girando. Su mente daba vueltas a las implicaciones del artículo que había leído Sam.

—Mark, Rya y yo no fuimos afectados porque llegamos una vez hubieron desaparecido las sustancias contaminantes del embalse; y porque no vimos los programas y los anuncios de televisión que contenían los mensajes subliminales; pero el resto de los habitantes de Black River está prácticamente bajo el control de Salsbury.

Se miraron unos a otros.

La tormenta retumbó en la ventana.

—Disfrutamos de las ventajas y de los lujos que nos brinda la ciencia moderna, sin recordar ni por un momento que la revolución tecnológica, igual que la revolución industrial en su momento, tiene su lado oscuro —habló Sam finalmente. Luego, durante varios largos segundos, con el reloj de sobremesa marcando el tiempo detrás de él, examinó la cubierta del libro que tenía en la mano—. Cuanto más compleja se vuelve una sociedad, mayor es la independencia de sus partes, más fácil le resulta a un hombre, a un lunático o a un creyente fanático destruirlo todo según se le antoje. Un solo hombre puede asesinar a un jefe de Estado y causar importantes cambios en la política nacional e internacional de su país. Aparentemente, un hombre con un curso de biología y mucha determinación puede cultivar bacilos en cantidad más que suficiente como para destruir el mundo mediante una plaga. Un solo hombre puede incluso fabricar una bomba nuclear, todo lo que necesita es una licenciatura en física y la habilidad para hacerse con unos cuantos kilos de plutonio, lo que no es tan difícil de conseguir; puede fabricar y meter una bomba dentro de una maleta y destruir la ciudad de Nueva York porque…, bueno, caramba, pues tal vez porque allí lo habían atracado o porque en una ocasión le pusieron una multa en Manhattan y consideraba que no la merecía.

—Pero no es posible que Salsbury esté actuando solo —sugirió Jenny.

—Estoy de acuerdo contigo.

—Con los recursos financieros necesarios para perfeccionar y llevar a cabo el programa que describe en su artículo… No, son tremendos.

—Es posible que lo haya financiado una industria privada —opinó Paul—, una compañía de la envergadura de AT&T.

—No —se opuso Sam—. Habrían estado al corriente demasiados ejecutivos e investigadores. Habría habido filtraciones. Jamás habría llegado tan lejos sin que se produjeran filtraciones de información y un gran escándalo.

—Puede haber sido un privado acaudalado quien le ha proporcionado a Salsbury lo que necesitaba —apuntó Jenny—, un hombre tan rico como lo era Onassis, o Hughes.

—Supongo que es posible —admitió Sam, mientras tiraba suavemente de su barba—. Pero los tres nos olvidamos de la explicación más lógica.

—Que Salsbury esté trabajando para el Gobierno de Estados Unidos —concretó Paul, en un tono de preocupación.

—Exactamente. Y, si está trabajando para el Gobierno, para la CIA o para cualquier organismo de los militares, estamos acabados; no sólo nosotros tres y Rya, sino todo este condenado pueblo.

Paul se dirigió a la ventana, separó un poco la cortina y contempló cómo el viento azotaba los árboles y encrespaba la lluvia torrencial y gris.

—¿Crees que esto que está pasando aquí está sucediendo en todo el país?

—No —rechazó Sam—. Si se estuviese produciendo una toma de poder generalizada, Salsbury no estaría en un pueblo de las montañas que vive de una fábrica, estaría en un puesto de mando en Washington o en algún otro lugar, en cualquier lugar.

—Entonces, se trata de una prueba, de una prueba sobre el terreno.

—Probablemente. Y es posible que ello sea una buena señal. El Gobierno llevaría a cabo una prueba como ésta donde ya existiese una probada seguridad; es probable que en una base aérea o en el ejército, no aquí.

Los efectos luminosos seguían al estruendo de los truenos; y, por un instante, los dibujos de la lluvia en la ventana formaron rostros: el de Annie, el de Mark…

De repente, a Paul se le ocurrió que a su mujer y a su hijo, si bien habían muerto de forma bastante distinta, los había matado la misma fuerza; la tecnología, la ciencia. Annie había ingresado en el hospital por una simple apendicitis. Ni siquiera había sido una operación de emergencia. El anestesista le había dado un anestésico «nuevo en el mercado, revolucionario, no hay nada mejor», algo menos aparatoso que el éter, algo que era más fácil de suministrar (más fácil para el anestesista) que el pentotal. Pero después de la operación, ella no recobró la conciencia, como debería haber ocurrido. Cayó, por el contrario, en estado de coma, tuvo una reacción alérgica al anestésico «nuevo en el mercado, revolucionario, no hay nada mejor»; y había destruido una gran parte de su hígado. Afortunadamente, le dijeron los médicos, el hígado era un órgano del cuerpo que se podía regenerar; si la dejaban en la unidad de cuidados intensivos, manteniendo sus constantes vitales con máquinas, el hígado se iría curando por sí solo, día a día, hasta que se pusiera finalmente bien. Estuvo en la unidad de cuidados intensivos cinco semanas, transcurridas las cuales, los médicos introdujeron todos los datos de las máquinas que mantenían las constantes vitales a un ordenador y éste les informó de que estaba lo suficientemente bien como para dejar la unidad de cuidados intensivos y pasar a una habitación privada. Al cabo de once semanas, el mismo ordenador señaló que podía marcharse a casa. Ella estaba débil y apática, pero consideró que el ordenador debía de tener razón. Dos semanas después de haber vuelto a casa, tuvo una recaída y murió al cabo de 48 horas. A veces pensaba que si hubiese sido médico en lugar de veterinario, habría podido salvarla; pero eso era un masoquismo sin sentido. Lo que habría podido hacer era exigir que la operación se realizase con éter o con pentotal, algo seguro, algo probado durante décadas. Habría podido decirles que se metiesen el ordenador en su culo colectivo. Pero no había hecho nada. Confió en su tecnología simplemente porque era tecnología, porque era completamente nueva. Se educaba a los norteamericanos para respetar lo que era nuevo y progresivo, y más a menudo de lo que querían admitirlo, morían a causa de su fe en lo que era brillante y luminoso.

Después de la muerte de Annie, receló de la tecnología, de cualquier nueva maravilla que la ciencia proporcionaba a la humanidad. Leyó a Paul Ehrlich y a otros que abogaban por el regreso al campo. Poco a poco, llegó a comprender que las vacaciones anuales de camping en Black River podían ser el principio de un programa serio para liberar a sus hijos de la ciudad, de los crecientes peligros de la ciencia y de la tecnología que representaban la vida urbana. Las vacaciones anuales se convirtieron en una educación para que pudieran vivir sus vidas en armonía con la naturaleza.

Pero un sueño imposible poseía a los defensores del regreso al campo. Lo comprendió en aquellos momentos, lo vio tan claramente como jamás había visto nada en su vida. Estaban tratando de huir de la tecnología, pero ésta avanzaba más velozmente que ellos. Ya no había campo al que regresar. La ciudad, su ciencia y su tecnología, los efectos de su forma de vida, tenían tentáculos que se deslizaban hasta los lugares más recónditos de las montañas y de los bosques.

Además, se ignoraban en perjuicio propio, los adelantos de la ciencia. Su ignorancia acerca de los anestésicos y de la veracidad del ordenador médico había costado la vida de Annie. Su ignorancia sobre la publicidad subliminal y sobre la investigación que se estaba llevando a cabo en este campo había, hilando fino, costado la vida de Mark. La única forma de sobrevivir en los años setenta y en las décadas siguientes era sumergirse en la acelerada sociedad supertécnica, nadar con ella, aprender de ella, y acerca de ella todo lo posible, y estar a su altura para cualquier confrontación.

Se apartó de la ventana.

—No podemos ir a Bexford y llamar a la policía estatal. Si nuestro Gobierno está detrás de Salsbury, si nuestros gobernantes tienen intención de esclavizarnos, no conseguiremos nada. Es inútil. Y, si el Gobierno no está detrás de él, si no está al corriente de sus logros, no debemos arriesgarnos a hacérselo saber. Porque, apenas los militares se enteren…, se apropiarán del descubrimiento de Salsbury; y hay algunos grupos entre los militares que no se opondrían a usar el programa subliminal contra nosotros.

Mientras miraba los libros sobre nazismo, totalitarismo y psicología de masas, mientras pensaba tristemente en lo que había aprendido sobre la codicia de algunos hombres por el poder, Sam comentó:

—Tienes razón. Además, he estado pensando en el problema de las llamadas interurbanas.

Paul supo a qué se refería.

—Salsbury se ha hecho con la central telefónica.

—Y, si ha hecho esto —continuó Sam—, habrá tomado también otras precauciones. Probablemente ha bloqueado las carreteras y cualquier otra salida del pueblo. Aun queriendo, no podríamos ir a Bexford y avisar a la policía del Estado.

—Estamos atrapados —resumió Jenny en voz baja.

—Eso no tiene realmente importancia por el momento —resolvió Paul—. Habíamos decidido ya que no había lugar a donde ir. Pero si no trabaja para el Gobierno, si está respaldado por una sociedad anónima o por un hombre rico, tal vez tengamos la oportunidad de frustrar sus planes aquí en Black River.

—Frustrar sus planes… —Sam miró pensativamente al suelo—. ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? Eso significa ponerle las manos encima, interrogarlo y… matarlo. La muerte es lo único que detendría a un hombre como éste. También debemos hacerle confesar con quién trabaja y matar a cualquier otra persona susceptible de saber cómo se hizo la droga y cómo se montó el programa subliminal. —Levantó la vista—. Ello supondría dos, tres, cuatro o una docena de asesinatos.

—Ninguno de nosotros es un asesino —reconoció Jenny.

—Todo hombre es un asesino en potencia —aseguró Paul—. Cuando se trata de la supervivencia, cualquier hombre es capaz de cualquier cosa. Y, como que me llamo Paul, os aseguro que estamos ante un caso de supervivencia.

—Yo maté hombres en la guerra —afirmó Sam.

—Yo también. Una guerra diferente de la tuya, pero el acto era el mismo.

—Aquello era diferente —objetó Jenny.

—¿Qué quieres decir?

—Aquello era la guerra.

—Esto también es una guerra —replicó Paul.

Jenny miró las manos de Paul, como si las estuviera imaginando con un cuchillo, con una pistola o apretando la garganta de un semejante.

Paul adivinó sus pensamientos, levantó las manos y las estudió un momento. A veces, cuando se lavaba las manos antes de cenar o después de haber atendido a un animal enfermo, volvían a su mente recuerdos de la guerra en el sureste asiático. Oía las armas de fuego y, en su recuerdo, volvía a ver la sangre. En aquellos momentos casi psíquicos, se sentía a la vez maravillado y consternado ante el hecho de que las mismas manos estuviesen acostumbradas a actos mundanos y a actos horribles, de que pudiesen curar o herir, amar y matar; y que no cambiaran una vez realizada la acción. Pensó que la moral programada era de hecho una bendición, aunque también lo contrario, de la civilización. Una bendición porque permitía a los hombres vivir armónicamente la mayor parte del tiempo; una maldición porque —cuando las leyes de la naturaleza, y especialmente de la naturaleza humana, obligaban a un hombre a herir o matar a otro hombre para salvarse él y salvar a su familia— engendraba remordimiento y sentimiento de culpabilidad, incluso si la violencia era inevitable y no deseada.

Se recordó asimismo que estaban en los años setenta; la era de la ciencia y de la tecnología donde a menudo era necesario que un hombre actuase con el comportamiento salvaje, implacable e impasible de una máquina. Para mejor o para peor, eran tiempos en que la bondad representaba cada vez menos un signo del hombre civilizado, y estaba, de hecho, muy cerca de ser una cualidad obsoleta. Muy a menudo, uno veía la bondad en aquellos menos susceptibles de sobrevivir, ola tras ola, a la conmoción futura.

Bajó las manos y dijo:

—En el más clásico estilo paranoico se trata de nosotros contra ellos; sólo que, en este caso, no es un engaño o una ilusión: es algo real.

Daba la impresión de que Jenny había aceptado la necesidad de matar tan pronto como él había aceptado el hecho de que podía verse obligado a hacerlo. A estas alturas de su vida, ella había experimentado, como le ocurría a la mayoría de la gente buena, al menos la punzada del deseo homicida en algún momento de desesperación o de gran frustración. No lo había aceptado como solución al eventual problema que lo había inspirado, pero era capaz de concebir una situación donde el homicidio fuera la respuesta más razonable a su amenaza. A pesar de la infancia y la adolescencia inocentes y súper protegidas de las que había estado hablando el lunes anterior, podía adaptarse incluso a las más desagradables de las verdades. Paul pensó que tal vez la experiencia penosa con su marido la habían vuelto más fuerte, más dura y más adaptable de lo que ella imaginaba.

—Aun cuando estuviéramos dispuestos a matarlo para detener todo esto…, bueno, sigue siendo demasiado complicado —opinó Jenny—. Para detener a Salsbury necesitamos saber más cosas acerca de él. ¿Y cómo vamos a enterarnos de algo? Tiene cientos de guardaespaldas. Y si quiere puede convertir a todas las personas del pueblo en asesinos y lanzarlos sobre nosotros. ¿Nos vamos a quedar aquí, pasando el rato, esperando a que venga por aquí a charlar?

Sam volvió a reponer el libro de ensayos en el estante de donde lo había sacado.

—Esperad un momento… —Se volvió hacia ellos. Estaba excitado. Los tres estaban tensos como resortes de muelle. Pero ahora un resplandor de excitado regocijo brillaba en su rostro de Santa Claus—. Cuando Salsbury vio a Rya en la puerta de la cocina de la casa de los Thorp, ¿qué creéis que fue lo primero que hizo?

—Abalanzarse sobre ella —sugirió Jenny.

—No.

—Le ordenó a Bob que la matase —propuso Paul, con la voz llena de amargura.

—Tampoco. Recordad, él suponía que ella era otro de sus autómatas.

—Utilizó la frase código con ella, el sistema del que habla en el artículo —comprendió Jenny, conteniendo la respiración—. Trató de dominar su mente y de controlarla antes de que echase a correr. Así que… ¡Rya debió de oír la frase código!

—Y si la recuerda, controlaremos a todo Black River, igual que Salsbury —resumió Sam—. No podrá volverlos contra nosotros; no tendrá cientos de guardaespaldas tras los que esconderse; no se tratará de nosotros contra ellos, sino de nosotros contra él.