13.10
Un trueno retumbó en el valle y se produjo la impresión de que el viento, después del ruido, hubiera ganado considerable fuerza.
Dividido entre el deseo de creer a Emma Thorp y una creciente certeza de que Rya estaba diciendo la verdad, Paul Annendale subió los escalones que daban a la galería situada en la parte posterior de la casa de los Thorp.
—Espera —lo detuvo Sam, a la vez que le ponía una mano en el hombro y apretaba los dedos como si fuesen garras.
Paul se volvió. El viento agitaba su pelo y lo lanzaba contra sus ojos.
—¿Esperar qué?
—Esto es allanamiento de morada.
—La puerta está abierta.
—Ello no cambia nada. —Sam soltó a su amigo—. Además, está abierta porque Rya la ha forzado.
Consciente de que Sam intentaba hacerlo razonar por su propio bien, pero aun así impaciente, Paul replicó:
—¿Qué demonios se supone que debo hacer, Sam? ¿Llamar a la policía? ¿O quizá tirar de algunos hilos, usar mis conexiones, llamar al jefe de policía y llevar a cabo una investigación sobre él?
—Podríamos llamar a la policía estatal.
—No.
—Es posible que el cuerpo ni siquiera esté aquí.
—De haberlo podido evitar, no habrían trasladado un cadáver a plena luz del día.
—Tal vez no haya cadáver, ni aquí ni en ningún otro sitio.
—Ruego a Dios que tengas razón.
—Vamos, Paul, llamemos a la policía estatal.
—Has dicho que necesitarían como mínimo dos horas para llegar aquí. Si el cuerpo está todavía en la casa…, bien, lo más seguro es que dentro de dos horas ya no esté.
—¡Todo esto es improbable! ¿Por qué demonios iba Bob a querer matar a Mark?
—Has oído lo que ha dicho Rya. El sociólogo le ha ordenado que lo matase; ese Albert Deighton.
—Ella no sabía que era Deighton.
—Has sido tú quien lo ha reconocido a partir de su descripción.
—De acuerdo, seguro que es él; pero ¿por qué Emma se ha ido a la comida y a la partida de cartas de la iglesia justo después de haber visto a su marido matar a un chiquillo indefenso? ¿Cómo sería capaz? ¿Y cómo es posible que un niño como Jeremy presencie un asesinato brutal y, luego, te mienta tan descaradamente?
—Son vecinos tuyos, contéstame tú.
—Exactamente, son vecinos míos, lo han sido toda su vida, casi toda su vida, los conozco bien, igual que conozco a todo el mundo. Y te digo, Paul, que son incapaces de hacer una cosa así.
Paul se apretó con una mano el estómago, aquejado de calambres. El recuerdo de lo que había visto en aquel cubo —la sangre cuajada y unos pelos que eran del mismo color que el cabello de Mark— lo había afectado tanto física como emocionalmente. O quizás aquel impacto emocional había sido tan devastador, tan sobrecogedor, que obligatoriamente le había seguido una aguda revulsión física.
—Tú conoces a esa gente en circunstancias normales, en momentos normales; pero te juro, Sam, que en este pueblo está pasando algo fuera de lo normal. Primero, la historia de Rya, la desaparición de Mark, los trapos ensangrentados; y, para acabarlo de arreglar, aparece Buddy con la historia de unos hombres desconocidos en el embalse en plena noche, justo unos días antes de que todo el pueblo padeciese una extraña e inexplicable epidemia.
—¿Crees que los escalofríos tienen relación con esto, con…? —preguntó Sam, parpadeando sorprendido.
El estallido ensordecedor de un trueno lo interrumpió.
—El testimonio de Buddy no es muy digno de crédito —prosiguió Sam cuando el cielo quedó de nuevo en silencio.
—Tú lo has creído, ¿no es así?
—He creído que vio algo extraño, sí. Pero si fue exactamente lo que Buddy cree que es…
—Oh, sé que no vio buzos, los buzos no llevan botas hasta la cadera. Vio… Bien, creo que vio a dos hombres con unos depósitos vacíos, de los que se utilizan para dispersar productos químicos.
—¿Alguien contaminó el embalse? —se extrañó Sam, con un tono de incredulidad.
—Eso creo.
—¿Quién? ¿El Gobierno?
—Quizá. O tal vez terroristas. O incluso una compañía privada.
—Pero ¿por qué?
—Para ver si la contaminación actuaba como se suponía debía hacer.
—Contaminaron el embalse… ¿con qué? —se obstinó Sam, frunciendo el ceño—. ¿Con algo que convierte a los hombres cuerdos en psicópatas que matan cuando se les dice que lo hagan?
Paul empezó a temblar.
—Todavía no lo hemos encontrado —se apresuró a añadir Sam—. No perdamos la esperanza, no lo hemos encontrado muerto.
—Sam… Dios mío, Sam, creo que lo vamos a encontrar muerto, estoy convencido. —Paul estaba al borde de las lágrimas, pero sabía que, de momento, era un lujo que no se podía permitir. Se aclaró la garganta—. Y apostaría a que ese sociólogo, Deighton, está complicado con los hombres que vio Buddy. No está aquí para hacer un estudio de Black River; sabe lo que se echó en el embalse y está en el pueblo sólo para ver qué efecto tiene esa sustancia en la gente de aquí.
—¿Por qué Jenny y yo no tuvimos los escalofríos?
Paul se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea. Y no sé con qué se ha encontrado Mark esta mañana. ¿Qué vio que hiciera necesario que lo asesinaran?
Se miraron, horrorizados ante la idea de que los habitantes del pueblo fueran sin saberlo conejillos de Indias de algún extraño experimento. Ambos deseaban reírse de la idea, descartarla con un par de bromas; pero ninguno de ellos fue capaz siquiera de sonreír.
—Si hay algo de verdad en todo esto —empezó Sam, en tono de preocupación—, razón de más para avisar inmediatamente a la policía del Estado.
—Buscaremos primero el cadáver, ya avisaremos luego a la policía; voy a encontrar a mi hijo antes de que acabe en algún lugar lejano de las montañas.
El rostro de Sam se fue poniendo tan blanco como su pelo.
—No hables de él como si supieras que está muerto. ¡No tienes la certeza de que esté muerto, maldita sea!
Paul respiró hondo. Le dolía el pecho.
—Sam, habría debido creer a Rya esta mañana. No es una mentirosa. Aquellos trapos ensangrentados… Escúchame, tengo que hablar de él como si estuviera muerto, tengo que pensar en él de esta forma; si me convenzo de que todavía, está con vida y, luego, encuentro su cuerpo…, será todavía más doloroso. Acabaría conmigo, ¿comprendes?
—Sí.
—No hace falta que me acompañes.
—No puedo dejar que entres solo —rechazó Sam.
—Claro que sí, no me pasará nada.
—No te dejaré entrar solo.
—De acuerdo, manos a la obra.
—Es un buen chico —se dijo Sam, en voz baja—, siempre ha sido un buen chico. Lo quiero como si fuera hijo mío.
Paul asintió con una inclinación de cabeza y entró en la oscura casa.
La compañía de teléfonos estaba en West Main Street, a media manzana de la plaza; se trataba de un pequeño edificio de ladrillos y tenía dos pisos. Estaba a dos minutos a pie desde la casa de huéspedes de Pauline Vicker.
La oficina de la planta baja, donde se podían presentar las quejas y pagar las facturas, era pequeña y pulcra. Había allí ocho archivadores grises, una caja registradora, una calculadora electrónica, una copiadora, una máquina de escribir, un largo escritorio de madera de pino, dos sillas de respaldo recto en una esquina, una amplia mesa de metal con una robusta silla giratoria, un calendario del Club Sierra, varios aparatos telefónicos, pilas de folletos de la compañía, una radio y la bandera de Estados Unidos en un asta de acero inoxidable. No se veía polvo en los muebles y el suelo de baldosas estaba limpio; el papel de cartas, los formularios y los sobres se encontraban bien ordenados y cuidadosamente apilados.
La pulcritud de la habitación se extendía a la única persona que había en ella: una mujer delgada, pero no carente de atractivo, de unos cuarenta y cinco o cincuenta años. En su cabello castaño cortado a lo chico no había más de una docena de hebras grises. Tenía la piel suave y lechosa y las facciones, aunque muy angulosas, quedaban equilibradas por una boca generosa y sensual que salvaba la belleza del rostro, aunque parecía estar tomada de otro. Llevaba un práctico y elegante traje pantalón verde y una blusa blanca de algodón. Sus gafas iban sujetas a una cadena, de forma que, si se las quitaba, le colgaban sobre el pecho.
Cuando Salsbury entró en la oficina, ella se acercó al mostrador y sonrió profesionalmente.
—Parece que va a llover ahí fuera.
Salsbury cerró la puerta con parteluz y dijo:
—Sí, parece que va a llover.
—¿En qué puedo servirle?
—Yo soy la llave.
—Yo soy la cerradura.
Salsbury se acercó al mostrador. La mujer jugueteaba con las gafas sobre el pecho.
—¿Cómo te llamas?
—Joan Markham.
—¿Eres una de las secretarias?
—Soy la subdirectora.
—¿Cuántas personas trabajan aquí?
—¿En estos momentos?
—En estos momentos —repitió él.
—Seis, yo incluida.
—Dime sus nombres, uno a uno.
—Bien, está el señor Pulchaski.
—¿Quién es?
—El director.
—¿Dónde está ahora?
—En su despacho. Arriba, el que da a la calle.
—¿Quién más hay, Joan?
—Leona Ives, la secretaria del señor Pulchaski.
—¿Está ella también arriba?
—Sí.
—Nos quedan tres.
—Son telefonistas.
—¿Telefonistas?
—Sí. Mary Ultman, Betty Zimmerman y Louise Pulchaski.
—¿La mujer del director?
—Su hija.
—¿Dónde trabajan las telefonistas?
La mujer señaló una puerta situada en la parte posterior de la habitación.
—Conduce al vestíbulo de esta planta. Las telefonistas están en la habitación contigua, en la parte posterior del edificio.
—¿Cuándo terminan su turno?
—A las cinco.
—¿Y acuden otras tres para el siguiente turno?
—No, sólo dos. No hay mucho trabajo por la noche.
—¿Este nuevo turno trabaja hasta la una de la madrugada?
—Así es.
—¿Y vienen otras dos hasta las nueve de la mañana?
—No, sólo hay una durante la madrugada.
Joan se puso las gafas y volvió a quitárselas un segundo más tarde.
—¿Estás nerviosa, Joan?
—Sí, muchísimo.
—No estés nerviosa. Relájate. Tranquilízate.
Del delgado cuello y de los hombros desapareció algo de tensión. Sonrió.
—Mañana es sábado —continuó Salsbury—, ¿habrá tres telefonistas de servicio en el turno de día?
—No, durante los fines de semana nunca hay más de dos.
—Joan, veo que hay un bloc de notas y una pluma junto a tu máquina de escribir. Quiero que me hagas una lista de todas las telefonistas que van a trabajar esta noche y durante los dos primeros turnos de mañana. Quiero sus nombres y los números de teléfono de sus casas. ¿Comprendido?
—Oh, sí.
Se dirigió a su escritorio.
Salsbury fue hasta la puerta de entrada. Observó la parte oeste de Main Street a través de los cristales cuadrados de metro y medio.
Presagiaba una tormenta de verano y el viento agitaba despiadadamente los árboles, como instándolos a ponerse el abrigo.
No había nadie a la vista en ninguno de ambos lados de la calle.
Consultó su reloj: 13.15.
—Date prisa, perra estúpida.
Ella levantó la cabeza.
—¿Cómo?
—Te he llamado perra estúpida. Olvídalo. Limítate a terminar la lista; deprisa.
Se aplicó con la pluma y el bloc de notas.
Perras, pensó él, perras despreciables, todas, todas y cada una de ellas, siempre estaban enredándolo, no eran otra cosa que perras.
Un estruendoso camión, vacío, pasó por Main Street en dirección a la fábrica.
—Aquí está —dijo ella.
Salsbury regresó al mostrador de atender a los clientes, tomó la hoja del bloc y le echó una ojeada. Siete nombres. Siete números de teléfono. Dobló el papel y se lo metió en el bolsillo de la camisa.
—Y ahora háblame de los operarios. ¿Tenéis instaladores y reparadores de las líneas telefónicas continuamente de servicio?
—Tenemos un equipo de cuatro hombres. Hay dos para el turno de mañana y dos para el turno de tarde. Normalmente, no hay servicio ni por la noche ni durante los fines de semana, pero se puede llamar a cualquiera del equipo en caso de emergencia.
—¿Y hay dos hombres de servicio en estos momentos?
—Sí.
—¿Dónde están?
—Trabajando en un problema de la fábrica.
—¿Cuándo volverán?
—Hacia las tres, quizás a las tres y media.
—Cuando lleguen, mándalos a la oficina de Bob Thorp —ordenó Salsbury, que había decidido convertir la oficina del jefe de policía en su cuartel general mientras resolvía el asunto—. ¿Comprendido, Joan?
—Sí.
—Anota los nombres y los números de teléfono de los otros dos operarios.
No necesitó más de medio minuto para cumplir la orden.
—Ahora escucha atentamente, Joan.
Ella se inclinó hacia él y apoyó los brazos en el mostrador. Parecía tener casi un vivo deseo de escuchar lo que tenía que decirle.
—Dentro de unos minutos, el viento derribará las líneas telefónicas que hay entre aquí y Bexford. Nadie de Black River o de la fábrica podrá hacer o recibir llamadas interurbanas.
—¡Oh! —exclamó ella, con tono de fastidio—. Bien, seguro que eso me complicará el día. Seguro.
—¿Por las quejas, quieres decir?
—A cual más desagradable, ya verá.
—Si la gente se queja, diles que los operarios de Bexford están trabajando en la avería, pero que los daños son cuantiosos. La reparación durará horas. Es posible que el trabajo no esté terminado hasta mañana por la tarde. ¿Está claro?
—No les va a gustar.
—¿Pero está claro?
—Está claro.
—Muy bien. —Salsbury suspiró—. Dentro de un momento iré a hablar con las telefonistas y, luego, subiré a ver a tu jefe y a su secretaria. Cuando yo salga de esta habitación, olvidarás todo lo que hemos hablado. Sólo me recordarás como a un operario de Bexford que ha pasado por aquí para decirte que mi equipo ya está trabajando. ¿Comprendido?
—Sí.
—Vuelve a tu trabajo.
Ella regresó a su escritorio.
Salsbury pasó detrás del mostrador, salió de la habitación por la puerta del vestíbulo y fue a hablar con las telefonistas.
Paul se sentía como un ladrón.
No estás aquí para robar nada, se decía, sólo el cadáver de tu hijo, si es que hay un cadáver; y te pertenece.
Sin embargo, mientras registraba la casa sin dejarse intimidar por el derecho de Thorp a la intimidad, se sentía como un ladrón.
A las 13.45, él y Sam habían buscado arriba y abajo, en dormitorios, baños, armarios, en la sala de estar, en el estudio, en el comedor y en la cocina. No había cadáver.
En la cocina, Paul abrió la puerta del sótano y encendió la luz.
—Abajo. Habríamos debido mirar abajo en primer lugar. Es el sitio más probable.
—Aunque la historia de Rya sea cierta, esto de fisgonear no me resulta fácil —se quejó Sam—. Son viejos amigos míos.
—Tampoco es mi estilo.
—Me siento como un cabrón.
—Casi hemos acabado.
Bajaron las escaleras.
La primera habitación del sótano era un centro de trabajo bien organizado. En el extremo más cercano había dos pilas de acero inoxidable, una lavadora-secadora, un par de cestos de mimbre para la ropa, una mesa lo suficientemente grande para doblar toallas limpias, y estanterías con botellas de lejía, botellas de productos de limpieza y tambores de detergente. En el otro extremo de la habitación, un banco de trabajo equipado con tornos y con todo tipo de herramientas diversas que Bob Thorp necesitaba para ensartar moscas. Era un devoto y entusiasta pescador con mosca, que disfrutaba haciendo su propia «carnada»; pero vendía también entre doscientas y trescientas piezas de su trabajo cada año, más que suficiente para convertir su labor en algo muy provechoso.
Sam escudriñó la cavidad que había debajo de la escalera y, luego, buscó en los armarios situados junto a la lavadora.
No había cadáver. No había sangre. Nada.
A Paul le ardía y le gorjeaba el estómago como si se hubiera bebido un vaso lleno de ácido.
Miró en los armarios que había encima y más allá del banco de trabajo, y el corazón se le encogía cada vez que abría una puerta.
Nada.
La segunda habitación del sótano, menos de la mitad de grande que la primera, se usaba enteramente para almacenar alimentos. Había dos paredes cubiertas de estanterías de arriba abajo; estanterías que estaban llenas tanto de productos comprados como de frutas y de verduras envasadas en casa. En la pared del fondo, había un enorme congelador horizontal.
—O aquí o en ninguna parte —dijo Sam.
Paul se acercó al congelador.
Levantó la tapadera.
Sam se puso junto a él.
Un aire helado se precipitó sobre ellos, y oleadas de fantasmagórico vapor se esparcieron por la habitación para ser casi inmediatamente absorbidas por el aire caliente.
El congelador contenía dos o tres docenas de bolsas de plástico que, debidamente etiquetadas, contenían carne. Los paquetes no estaban dispuestos utilizando el espacio de la mejor forma; y, por lo menos a Paul, esto le pareció bastante extraño. Además no habían sido colocados de acuerdo con el tamaño, con el peso o con la semejanza de su contenido, sino que estaban allí sin orden ni concierto; era como si los hubiesen metido apresuradamente.
Sacó un rosbif de dos kilos y cuarto y lo arrojó al suelo, un paquete de tocino entreverado de cuatro kilos y medio, otro rosbif de dos kilos y cuarto, otro rosbif, más tocino, una caja de nueve kilos de chuletas de cerdo…
Habían puesto al niño muerto en el fondo del congelador, con los brazos sobre el pecho y las rodillas hacia arriba; y habían utilizado las bolsas de carne para ocultarlo. Tenía sangre incrustada en las fosas nasales; una helada costra de color rubí sellaba sus labios y le cubría la barbilla. El niño los miraba con sus ojos congelados y blanquecinos, tan opacos como pesadas cataratas.
—Oh…, no. No. Oh, Dios —murmuró Sam, que se apartó del congelador y echó a correr. Cuando llegó a la habitación contigua abrió un grifo; el agua corrió ruidosamente.
Paul lo oyó vomitar en una de las pilas de acero inoxidable. Extrañamente, ahora el control de sus emociones era total. Al ver a su hijo muerto, la rabia, la desesperación y el dolor intenso se convirtieron de repente en una profunda compasión, en una ternura que estaba más allá de toda descripción.
—Mark —habló en voz baja—, no pasa nada, todo está bien ahora, yo estoy aquí, estoy contigo, ya no estás solo.
Sacó del congelador los paquetes de carne que quedaban, uno a uno, como si excavara lentamente la tumba.
Cuando Paul estaba retirando la última bolsa de encima del cuerpo, Sam apareció en la puerta.
—Paul, voy…, voy arriba, a telefonear, a llamar a… la policía estatal.
Paul siguió mirando fijamente al interior del congelador.
—¿Me has oído?
—Sí, te he oído.
—¿Llamo ahora a la policía del Estado?
—Sí, ha llegado el momento.
—¿Cómo estás?
—Estoy bien, Sam.
—¿Puedo dejarte aquí… solo?
—Claro. Estoy bien.
—¿Estás seguro?
—Claro.
Sam titubeó unos segundos; luego, se alejó y subió los escalones de dos en dos, como un rayo.
Paul tocó la mejilla del muchacho.
Fría y dura.
Sin saber cómo, halló fuerzas para sacar el cuerpo, rígido, del congelador, lo arrastró hasta el extremo del mueble, pasó ambos brazos bajo él y lo levantó. Giró sobre los talones y puso al niño en el suelo, en el centro de la habitación.
Se sopló las manos, para calentarlas.
Volvió Sam, todavía tan pálido como el vientre de un pez. Miró a Mark. El dolor contrajo su rostro, pero no lloró; se controló.
—Parece que hay algún problema con los teléfonos.
—¿Qué tipo de problema?
—Bueno, se han caído las líneas entre aquí y Bexford.
—¿Caído? —Paul frunció el ceño—. No parece que haya tanto viento como para eso.
—Aquí no, pero es posible que el viento sople más fuerte hacia Bexford. En estas montañas, puede haber una bolsa de aire relativamente tranquila justo al lado de una tormenta de mil demonios.
—Las líneas con Bexford… —Paul quitaba de la blanca frente de su hijo hebras de pelo rígidas, heladas e incrustadas de sangre—. ¿Qué significa eso en la práctica?
—Se puede llamar a cualquiera del pueblo o de la fábrica, pero no pueden hacerse llamadas interurbanas.
—¿Quién te lo ha dicho?
—La telefonista. Mandy Ultman.
—¿Sabe cuándo quedarán arregladas?
—Parece ser que los daños son serios. Me ha dicho que ya está trabajando en ello un equipo de operarios de Bexford, pero que la reparación llevará horas.
—¿Cuántas horas?
—Bien, ni siquiera saben si estará solucionado antes de mañana por la mañana.
Paul seguía junto a su hijo, arrodillado en el suelo de cemento, y pensaba en lo que acababa de decir Sam.
—Uno de nosotros debería ir a Bexford y llamar a la policía del Estado desde allí.
—De acuerdo —convino Paul.
—¿Quieres que vaya yo?
—Como quieras. O puedo ir yo. Es igual; pero primero tenemos que llevar a Mark a tu casa.
—¿Llevarlo?
—Naturalmente.
—Pero eso va contra la ley. —Sam carraspeó—. Quiero decir, el escenario del crimen y todo eso.
—No puedo dejarlo aquí, Sam.
—Pero, si lo ha hecho Bob Thorp, querrás que pague por ello, ¿no? Si sacas…, si sacas el cadáver, ¿qué prueba tendrás de que lo has encontrado realmente aquí?
—Los especialistas forenses de la policía podrán encontrar en el congelador cabello y sangre de Mark —aseguró Paul, sorprendido de la firmeza de su propia voz.
—Pero…
—¡No puedo dejarlo aquí!
—Está bien —aceptó Sam, con un gesto de asentimiento.
—No puedo, Sam.
—De acuerdo, lo llevaremos al coche.
—Gracias.
—Lo llevaremos a mi casa.
—Gracias.
—¿Cómo vamos a llevarlo?
—Tú… cógelo por los pies.
Sam tocó al muchacho.
—Qué frío.
—Ten cuidado con él, Sam.
Sam asintió con una inclinación de cabeza mientras levantaban el cuerpo.
—Trátalo con cariño, por favor.
—Sí.
—Por favor.
—Sí, así lo haré —dijo Sam—, así lo haré.