Capítulo 3

MEDIODÍA

En la pesadilla de Buddy, dos hombres llenaban el embalse del pueblo con gatos. En las sombras más profundas de la noche, justo antes de amanecer, estaban al borde del embalse abriendo jaulas y arrojando los animales al agua. Los felinos chillaban ante aquel asalto a su dignidad y a su bienestar. El embalse no tardó en estar lleno de gatos: gatos callejeros, siameses, de Angora, persas, gatos negros, grises, blancos, amarillos, a rayas, moteados, gatos viejos y gatitos. Abajo, en Black River, Buddy abrió inocentemente el grifo del agua fría de la cocina y empezaron a caer en el fregadero, gatos, docenas tras docenas de feroces y furiosos gatos, enormes gatos que, milagrosamente, habían pasado por las cañerías, por los estrechos caños de las tuberías, las ratonreras, las junturas y los filtros. Gatos que chillaban, gemían, siseaban, golpeaban y arañaban, que caían los unos sobre los otros, hacían rasguños en la porcelana y saltaban inexorablemente fuera de la pila cuando nuevas olas de gatos surgían detrás de ellos. Gatos en la mesa; gatos en la panera; gatos en el escurreplatos. Saltaban al suelo y trepaban hasta lo alto de los armarios. Uno de ellos saltó sobre la espalda de Buddy cuando éste se volvía para huir, logró librarse de él y lo arrojó contra la pared. Los otros gatos se pusieron furiosos ante esta crueldad, se lanzaron tras Buddy, todos ellos gruñendo y maullando, y él logró llegar a la habitación que hacía de dormitorio y sala de estar unos instantes antes que ellos, cerró la puerta y la atrancó. Los gatos se amontonaron al otro lado de la puerta y chillaban incesantemente, pero no eran lo suficientemente fuertes como para forzar la entrada. Contento de haber escapado, Buddy se volvió… y vio unas jaulas de unos diez metros cuadrados llenas de gatos, montones de ojos grises que lo examinaban con intensidad, y, detrás de las jaulas, dos hombres con pistoleras bajo la axila y que llevaban las armas en la mano e iban vestidos con trajes negros de goma.

Se despertó, se sentó y gritó. Golpeó el colchón, luchó con las sábanas y hundió los puños en las almohadas durante unos segundos hasta que, paulatinamente, comprendió que ninguno de aquellos objetos era un gato.

—Ha sido un sueño —murmuró.

Como Buddy dormía por las mañanas y durante las primeras horas de la tarde, las cortinas eran gruesas, por lo que no había prácticamente luz en la habitación. Se apresuró a encender la lámpara que tenía sobre la mesilla de noche.

No había gatos.

No había hombres con trajes de goma.

Aunque sabía que había estado soñando, aunque había tenido el mismo sueño los tres últimos días, saltó de la cama, se puso unas zapatillas, que eran tan grandes como las botas de muchos hombres, y se dirigió, arrastrando los pies, a la cocina, a fin de comprobar los grifos. No salían gatos de ellos, y resultaba tranquilizador saberlo.

Sin embargo, estaba temblando violentamente. El hecho de haber soportado aquel sueño en otras dos ocasiones no era motivo de que le afectase menos. Durante toda la semana, su descanso había sido alterado por sueños de un tipo u otro; y nunca era capaz de volver a dormirse después de haberse despertado de una terrible pesadilla.

El reloj de la pared marcaba las 12.13. Llegaba a casa, de la fábrica, a las 8.30 y se metía en la cama a las 9.30; esto, durante cinco días por semana, como si fuera un aparato de relojería. Ello significaba que había dormido unas tres horas.

Fue a la mesa de la cocina, se sentó y abrió la revista de viajes que había comprado en la tienda el lunes anterior. Estudió las fotografías de unos buzos con trajes de goma.

¿Por qué?, pensó. Buzos. Marineros. Armas. En el embalse. ¿Por qué? Tan tarde. De madrugada. De noche. Buzos. ¿Por qué? Imagínalo. Venga. Imagínalo. No puedo. Puedo. No puedo. Puedo. No puedo. Buzos. En el bosque. Por la noche. Tan absurdo. No puedo imaginármelo.

Decidió ducharse, vestirse y cruzar la calle para ir a la tienda de Edison.

Era hora de que le pidiese a Sam que resolviese el enigma por él.

A las 12.05, Rya vio a un hombre con gruesas gafas, pantalones grises y una camisa azul marino entrar en la casa de huéspedes de Pauline Vicker. Era el hombre que había ordenado a Bob Thorp que matase a Mark.

A las 12.10, se dirigió a St. Margaret Mary y se escondió en uno de los confesionarios que había en la parte posterior de la nave. La semana anterior le había oído comentar a Emma que el viernes habría una comida, seguida de una partida de cartas en el sótano de la iglesia. A través de una rendija de la cortina de terciopelo carmesí del confesionario, podía ver la parte posterior de la nave y las escaleras que conducían a la sala de fiestas. Durante los siguientes quince minutos fueron llegando, solas o en parejas, algunas mujeres con alegres vestidos y conjuntos de pantalón veraniegos, muchas de ellas con paraguas; y Emma Thorp atravesó con paso rápido el arco de entrada a las 12.30. Rya la reconoció, incluso a la tenue luz. Apenas Emma desapareció escaleras abajo, Rya salió del confesionario.

Se quedó por un momento paralizada ante la visión del crucifijo que había al otro extremo de la nave. El cristo de madera parecía estar mirándola directamente a ella por encima de los bancos.

Podrías haber salvado a mi madre, pensó ella. Podrías haber salvado a Mark. ¿Por qué has puesto asesinos sobre la tierra?

El crucifijo no contestó, naturalmente.

Dios ayuda a quienes se espabilan, pensó. De acuerdo; yo voy a espabilarme. Voy a hacerles pagar por lo que le han hecho a Mark. Voy a obtener pruebas. Espera y verás si no voy a hacerlo. Espera y verás.

Estaba empezando a temblar de nuevo y notó que tenía lágrimas en los ojos. Se tomó un minuto para tranquilizarse; a continuación, salió de la nave.

Una vez en la entrada, descubrió que una de las puertas principales estaba abierta, y que alguien había quitado la bisagra inferior. Había una caja de herramientas en el suelo de la entrada y, a su alrededor, una serie de útiles; evidentemente, el operario habría ido a buscar algún material que hubiese olvidado en su primer viaje.

Se volvió y miró por debajo del arco del crucifijo de tres metros y medio de altura. Tuvo la impresión de que los ojos de madera seguían mirándola, y en ellos había una expresión terriblemente triste.

Deprisa, temerosa de que el operario pudiera regresar en cualquier momento, se agachó, examinó la caja de herramientas y sacó una pesada llave inglesa, se la metió en un bolsillo de la cazadora y salió de la iglesia.

A las 12.35, pasó ante el edificio municipal que estaba en la esquina norte de la plaza. La oficina del jefe de policía estaba en la planta baja y tenía dos grandes ventanas. Las persianas estaban levantadas. Cuando pasó por delante vio a Bob Thorp sentado a su escritorio, de cara a las ventanas; comía un bocadillo y leía una revista.

A las 12.40, se paró delante del café de Ultman y observó a una docena de niños que corrían en bicicleta hacia el norte por Union Road, en dirección a la callejuela sin asfaltar donde se celebraban las carreras de los viernes. Jeremy Thorp era uno de los ciclistas.

A las 12.45, en el extremo sur de Union Road, Rya cruzó la calle, pasó bajo las parras y se dirigió a la parte posterior de la casa de los Thorp. Al final del césped había matorrales y árboles, ninguna calle paralela y ningún edificio en aquella dirección. No había ninguna casa a la izquierda, sólo el césped, el garaje y el río; a la derecha, la vivienda más próxima estaba más cerca de Union Road que la casa de los Thorp; por consiguiente, no había nadie a la vista.

Unas pulidas aldabas de cobre brillaban en el centro de la puerta. A un lado, cerca de la manilla, tres ventanas de metro y medio de ancho por algo más de dos metros de largo.

Golpeó con fuerza la puerta.

Nadie contestó.

Cuando trató de abrir la puerta, descubrió que estaba cerrada con llave, como había imaginado. Sacó la llave inglesa de la cazadora, la sujetó fuertemente con una mano y la utilizó para romper el cristal del medio de la ventana. El golpe causó mucho más ruido del que ella había esperado; pero no el suficiente como para desanimarla. Después de quitar todos los fragmentos de cristal que habían quedado junto al marco, se volvió a guardar la llave inglesa en el bolsillo, metió la mano por la ventana y se puso a palpar a ciegas en busca del pestillo. Empezaba a pensar que nunca lo localizaría cuando sus dedos tocaron el frío metal; manipuló durante casi un minuto y, luego, abrió la puerta de un empujón.

De pie en el pórtico, miró cautelosamente el interior de la cocina bañada por las sombras y pensó: ¿qué pasará si vuelve uno de ellos y me encuentra aquí?

Adelante, se dijo, será mejor que entres antes de que te abandone el valor.

Estoy aterrorizada. Han matado a Mark.

Esta mañana has huido. ¿Vas a volver a huir? ¿Vas a huir de todo aquello que te asusta, hasta el día de tu muerte?

Entró en la cocina. Los cristales crujieron bajo sus pies.

Cuando llegó al horno eléctrico donde se había producido el asesinato, se detuvo, lista para echar a correr, y escuchó atentamente algún posible movimiento. La nevera y el congelador vertical ronroneaban suave e ininterrumpidamente. La radio-despertador zumbaba. Una ventana mal ajustada vibró ante una ráfaga de viento que recorrió el lateral de la casa. En la sala de estar, un reloj antiguo, que atrasaba algunos minutos, anunció que era la una menos cuarto; la nota reverberó hasta mucho después de haber sido golpeado el tubo. La casa estaba llena de ruidos; ninguno procedía de fuente humana; estaba sola.

Después de haber infringido la ley, de haber profanado la inviolabilidad de la casa de otras personas, una vez llevado a cabo el primer y más peligroso paso, era incapaz de decidir lo que iba a hacer a continuación. Bueno…, registrar la casa, por supuesto, registrarla de arriba abajo, buscar el cuerpo…; pero ¿por dónde empezar?

Finalmente, cuando se dio cuenta de que su indecisión era el resultado natural de un temor que estaba decidida a superar, cuando comprendió que tenía un miedo espantoso de encontrar el cadáver de Mark, aunque estaba allí para eso precisamente, empezó a buscar por la cocina. En aquella habitación sólo había unos pocos lugares donde poder esconder el cuerpo de un niño de nueve años. Miró en la despensa, en la nevera y en el congelador, pero no descubrió nada fuera de lo corriente.

Sin embargo, cuando abrió el armario situado debajo del fregadero, vio un cubo lleno de trapos ensangrentados. No, en realidad no eran trapos, sino paños para secar los platos; los habían utilizado para limpiar, los habían arrojado al cubo y, sin duda, habían olvidado destruir esta prueba. Cogió uno de los trapos. Estaba húmedo, frío y pesaba a causa de la sangre. Volvió a dejarlo caer y se miró la mano manchada.

—Oh, Mark —comentó en voz baja, con tristeza, casi sin aliento. De sus entrañas surgió un dolor que le llenó el pecho—. Pobrecito Mark… Nunca has hecho daño a nadie, a nadie. ¿Qué te han hecho? ¿Qué cosa espantosa te han hecho? ¿Por qué?

Se puso de pie. Le temblaban las rodillas.

Tengo que encontrar el cadáver, pensó primero.

No, se dijo después.

Has venido aquí a buscar el cadáver.

He cambiado de opinión. ¿El cadáver? No. No, esto ya es… demasiado, demasiado. Encontrar a Mark…, con el cráneo abierto…, con los ojos en blanco en su rostro… y sangre seca en la cara… Demasiado. Ni siquiera las niñas fuertes pueden afrontarlo todo en esta vida, hasta las niñas fuertes tienen sus límites, ¿no? Este es mi límite, no puedo ir buscando… por toda la casa. No puedo…

Empezó a llorar, empezó a temblar, cogió el cubo y salió de la casa.

A las 12.45, Salsbury salió de su habitación con el maletín y bajó al salón.

Pauline Vicker estaba sentada en el sillón más amplio de los tres que había. Era una mujer gruesa, de poco más de sesenta años, pelo gris rizado, cutis rojizo, doble papada, alegres ojos y una sonrisa casi perpetua. Su rostro era el arquetipo de una abuela, el modelo de las caras de las abuelas en los cuentos y en las películas. Estaba descalza, tenía los pies sobre un cojín, comía bombones y veía una telenovela.

—Señora Vicker —dijo él desde la puerta.

La mujer levantó la mirada, sin dejar de masticar un bombón que le costó un poco tragar.

—Buenas tardes, señor Deighton. Si tiene usted alguna queja sobre su habitación o cualquier otra cosa, ¿podría usted esperar un poco, unos minutos, si no le importa, hasta que termine este programa? Es uno de mis preferidos y…

—Yo soy la llave —la interrumpió, en un tono lleno de impaciencia.

—¡Oh! —respondió, desilusionada ante el hecho de no poder terminar de ver la novela—. Yo soy la cerradura.

—Levántese, señora Vicker.

Se levantó con dificultad del sillón.

Vieja vaca gorda, pensó Salsbury.

—¿Qué desea usted? —preguntó la mujer amablemente.

—Necesito esta habitación un rato. —Se dirigió al escritorio en el que estaba el teléfono privado—. No quiero que me moleste.

—¿Debo marcharme?

—Sí, ahora mismo.

Ella lanzó una mirada a la mesita redonda que estaba junto al sillón.

—¿Puedo llevarme la caja de bombones?

—Sí, sí. Pero márchese de aquí.

Contenta, cogió la caja de bombones.

—Ya me voy, ya me voy, señor Deighton. Tómese su tiempo, no dejaré que nadie le moleste.

—Señora Vicker.

—¿Sí?

—Vaya a la cocina.

—De acuerdo.

—Cómase todos los bombones que quiera.

—Así lo haré.

—Escuche la radio y espere en la cocina hasta que yo vaya a buscarla.

—Sí, señor.

—¿Está completamente claro?

—Muy claro, muy claro. Haré exactamente lo que usted diga. Ya verá cómo lo hago. Me voy a la cocina, como bombones y escucho…

—Y cierre la puerta cuando se marche —la interrumpió con brusquedad—. Márchese, señora Vicker.

Cerró la puerta del salón al salir.

Salsbury abrió su maletín encima del escritorio. Sacó de él una serie de destornilladores y uno de los transmisores infinitos, una pequeña caja negra con varios cables que salían de él; Dawson lo había comprado en Bruselas.

Muy listo, pensó. Inteligente. Inteligente por mi parte traerme el transmisor infinito. En aquel momento no supe por qué lo traía conmigo. Una corazonada, sólo una corazonada. Y ha valido la pena. Inteligente. Domino la situación. La domino, la controlo. Un completo control.

Después de haber considerado cuidadosamente las opciones que tenía, calculador a pesar de haber estado al borde del pánico, decidió que era hora de saber lo que Paul Annendale contaba a los Edison. Sobre el escritorio, había una docena de diminutos cisnes de cristal, cada uno ligeramente distinto de tamaño, forma y color del que lo precedía. Con un gesto del brazo arrojó las figuritas al suelo, que saltaron sobre la alfombra y chocaron unas con otras. Su madre coleccionaba figuritas fabricadas de un modo artesanal; pero no eran cisnes, prefería perros de cristal; a cientos. Aplastó uno de los cisnes con el tacón e imaginó que se trataba de uno de los perros de cristal. Curiosamente satisfecho con su gesto, conectó el transmisor infinito al teléfono y marcó el número de la tienda. Al otro lado de la calle no sonó ningún teléfono en el establecimiento de los Edison; sin embargo, todos los aparatos receptores, tanto de la tienda como de la vivienda que la familia tenía arriba, se abrieron a los oídos de Salsbury.

Lo que escuchó durante el primer par de minutos puso fin al delgado tabique de compostura que había logrado levantar desde el asesinato. Buddy Pellineri, con su forma de hablar medio analfabeta, estaba contándoles a Sam, Jenny y Paul lo de los dos hombres que habían bajado del embalse aquella madrugada del seis de agosto.

¡Rossner y Holbrook habían sido vistos!

De todos modos, no era ésta la peor de las noticias. Antes de que Buddy llegase al final de su historia, antes de que Edison y los otros terminasen de hacerle preguntas, llegó la hija de Annendale con el cubo lleno de trapos ensangrentados. ¡El maldito cubo! En su precipitación por limpiar la cocina y ocultar el cadáver, había metido el cubo bajo el fregadero y se había olvidado completamente de él. El cuerpo del muchacho no estaba en absoluto bien escondido, pero por lo menos no estaba en la habitación donde se había cometido el asesinato. Los malditos trapos ensangrentados. ¡Había dejado pruebas en el escenario del crimen, prácticamente a la vista, donde cualquier imbécil podía haberlas encontrado!

No podía permitirse el lujo de pasarse horas buscando respuestas a los acontecimientos de la mañana. Si debía frenar la evolución de la crisis y salvar el proyecto, tendría que pensar y que moverse más deprisa que nunca.

Pisó otro cisne de cristal y lo hizo añicos.