Capítulo 2

10.15

Jeremy Thorp estaba de pie en medio de la cocina, casi cuadrado como delante de un tribunal militar.

—¿Has comprendido lo que te he dicho? —preguntó Salsbury.

—Si.

—¿Sabes lo que debes hacer?

—Sí. Lo sé.

—¿Alguna pregunta?

—Sólo una.

—Dime.

—¿Qué debo hacer si no aparecen?

—Aparecerán.

—¿Pero qué hago si no es así?

—Tienes reloj, ¿verdad?

El niño mostró su fina muñeca.

—Los esperas veinte minutos. Si no han aparecido para entonces, vuelves directamente aquí. ¿Has comprendido?

—Sí. Veinte minutos.

—En marcha.

El muchacho se encaminó hacia la puerta.

—No salgas por aquí, te verían. Sal por la puerta de delante.

Jeremy se dirigió a la puerta por el estrecho pasillo.

Salsbury fue detrás de él, lo siguió con la mirada hasta que desapareció detrás de la casa de los vecinos, cerró la puerta, dio vuelta a la llave y volvió a la cocina.

No está mal, pensó. Lo estás llevando bien, Ogden. El propio Leonard no hubiera reaccionado tan rápidamente como tú lo has hecho. Listo como un demonio. Eres inteligente de verdad. Con tu cerebro y con la ventaja del poder de las frases código, superarás el problema. Si Miriam pudiese verte ahora… ¿Qué diría ella ahora? No eres en absoluto lo que te decía que eras, sino un tipo duro. Dios, qué tipo. Tomas decisiones acertadas bajo presión y las pones en práctica. Inteligente, muy inteligente. ¡Pero, Dios santo, estás caminando al borde del precipicio!

Se puso delante de la ventana posterior y apartó una pizca la cortina hasta que pudo ver el garaje. Annendale introdujo la jaula con la ardilla en el suelo de la furgoneta, cerró la puerta y subió la ventana automática. Jenny se metió en el coche. Annendale y Emma se pusieron a hablar, un minuto tal vez. Luego él puso marcha atrás y dio la vuelta en el camino de entrada. Cuando Emma les dijo adiós con la mano y empezó a volver hacia la casa, Salsbury soltó la cortina.

Entró en la cocina, lo vio y se asustó. Daba la impresión de estar a punto de gritar.

—¿Qué está haciendo aquí? ¿Quién es usted?

—Yo soy la llave.

—Yo soy la cerradura.

—Relájate.

Así lo hizo.

—Siéntate.

Se sentó.

Él permaneció de pie delante de ella, dominándola con la altura.

—¿De qué estabais hablando Annendale y tú?

—Se ha disculpado por el comportamiento de su hija.

Salsbury se rió.

Dado que los recuerdos de Emma sobre los acontecimientos de aquella mañana habían sido manipulados de forma selectiva, ella no le veía la gracia a la situación. «¿Por qué acusaba Rya a Bob de asesinato? Qué cosa tan horrible. ¿Acaso se cree que tiene gracia? ¡Qué broma tan macabra!».

El vestíbulo de la iglesia católica romana St. Margaret Mary estaba silencioso y casi a oscuras. Todo el interior estaba hecho con pino oscuro —suelo de tablas de pino, paredes de pino oscuro, techo con vigas vistas, un crucifijo intrincadamente tallado y de tres metros sesenta de altura—, como correspondía a la principal casa entregada al culto de un pueblo dedicado a la explotación forestal.

En el otro extremo de la nave, unos cirios votivos parpadeaban dentro de unos cálices de cristal color rubí, y unas tenues luces brillaban en la base del altar. Sin embargo, no se filtraba mucha de esta luz fantasmagórica a través del arco abierto del vestíbulo.

Al amparo de estas sombras y en medio del sagrado silencio, Jeremy Thorp se apoyó en una de las dos pesadas puertas frontales, adornadas con latón, de la iglesia. La abrió solamente cinco o seis centímetros y la aguantó así con la cadera. Delante había un tramo de escalones de ladrillo, la acera, un par de abedules y, luego, el extremo oeste de Main Street. El cine Union estaba justamente al otro lado de la calle; a pesar de los abedules podía verlo bien.

Jeremy miró el reloj en el rayo de luz que se filtraba por la estrecha rendija que pasaba entre las puertas: las 10.20.

Cuando se acercaban al semáforo de la plaza, Paul se colocó en el carril que obligaba a girar a la derecha.

—La tienda está a la izquierda —advirtió Jenny.

—Lo sé.

—¿Adónde vamos?

—Al campo de baloncesto, detrás del cine.

—¿Para verificar lo que ha dicho Emma?

—No. Estoy seguro de que ha dicho la verdad.

—¿Por qué, entonces?

—Quiero preguntarle a Mark qué ha pasado exactamente esta mañana.

Tamborileó con los dedos en el volante mientras esperaba con impaciencia que cambiase la luz del semáforo.

—Emma ya nos ha dicho lo que ha pasado, nada.

—Emma tenía los ojos rojos e hinchados, como si hubiera llorado. Quizás ella y Bob han discutido mientras Mark estaba allí. Es posible que Rya haya llegado a la puerta en el momento álgido de la pelea. Tal vez ha interpretado mal lo que estaba pasando; se ha asustado y se ha marchado corriendo.

—Emma nos lo habría dicho.

—Es posible que le haya dado vergüenza.

Cuando el semáforo se ponía verde, Jenny dijo:

—¿Asustarse? Te aseguro que eso no es propio de Rya.

—Lo sé. Pero ¿acaso es más propio de ella inventar mentiras extravagantes?

—Tienes razón. Por muy inverosímil que parezca, es más probable que se desconcertara y se asustara.

—Se lo preguntaremos a Mark.

Según el reloj de pulsera de Jeremy Thorp eran las 10.22 cuando la furgoneta de Paul Annendale salió de Main Street para meterse en la calle perpendicular al cine. Tan pronto como el coche se perdió de su vista, el niño salió de la iglesia, bajó los escalones, se detuvo junto al bordillo y esperó a que la furgoneta volviese a aparecer.

Durante la media hora anterior, el cielo se había acercado a la tierra. De un horizonte a otro, corría hacia el este una sólida masa de bajas nubes casi negras, arrastradas por un fuerte y elevado viento que había empezado a barrer las calles de Black River, lo suficiente como para agitar las hojas en los árboles; un signo, según el saber popular, de que se estaba acercando la lluvia.

Por favor, que no llueva, pensó Jeremy. No queremos lluvia. Por lo menos que no llueva hasta esta noche. Ese verano, una docena de niños habían organizado una serie de carreras de bicicletas que se celebraban todos los viernes. La semana anterior, él había quedado segundo en la carrera más importante, la que consistía en atravesar el pueblo. Pero esta semana llegaré el primero, pensó; me he entrenado duramente; no he perdido el tiempo como los otros niños; estoy seguro de que esta semana quedaré el primero, si no llueve.

Volvió a mirar el reloj: las 10.26.

Unos segundos después, cuando vio que la furgoneta volvía por la callejuela, Jeremy empezó a caminar hacia el este por Main Street con paso rápido.

Cuando el coche sacó el morro de la callejuela, y estando Paul a punto de girar a la derecha para meterse en Main Street, Jenny avisó:

—Ahí está Jeremy.

—¿Dónde?

Paul pisó el pedal del freno.

—Al otro lado de la calle.

—Mark no está con él.

Paul tocó la bocina, bajó la ventanilla y con un gesto le indicó al muchacho que se acercase. Después de haber mirado a ambos lados, Jeremy cruzó la calle.

—Hola, señor Annendale. Hola, Jenny.

—Tu madre me ha dicho que Mark y tú estabais jugando al baloncesto detrás del cine —dijo Paul.

—Hemos empezado a jugar, pero como no nos divertíamos mucho, nos hemos ido al bosque Gordon.

—¿Dónde está eso?

Estaban en la última manzana de Main Street; pero la carretera continuaba hacia el oeste, se elevaba con la tierra, rodeaba un peñasco y seguía hasta llegar a la fábrica y al campamento de explotación forestal.

Jeremy señaló el bosque que había sobre el peñasco.

—Aquello es el bosque Gordon.

—¿Por qué queríais subir allí?

—En el bosque Gordon hay una cabaña en un árbol —explicó el niño, que leyó acertadamente la expresión de Paul y se apresuró a añadir—: Oh, no se preocupe, señor Annendale. Es un sitio seguro, completamente seguro. La construyeron algunos de nuestros padres para los niños del pueblo.

—Es verdad —corroboró Jenny—, es segura. Sam fue uno de los padres que la construyeron. —Sonrió—. Aunque su hija es ya un poco mayorcita para andar subiéndose a las cabañas de los árboles.

Jeremy esbozó una ligera sonrisa. Llevaba un aparato de ortodoncia. Esto y las pecas que le salpicaban el rostro desarmaron a Paul: estaba claro que el niño no tenía la astucia, la oscura personalidad o la experiencia para tomar parte en una conspiración de asesinato.

Se sintió aliviado. Al no encontrar a Jeremy y a Mark en el campo de baloncesto, la mano helada había vuelto a agarrarse a su nuca, aunque brevemente.

—¿Está Mark en la cabaña todavía?

—Sí.

—¿Por qué no estás tú allí?

—Mark, yo y un par de chicos más vamos a jugar al Monopoly, y yo voy a casa a buscar el mío.

—Jeremy… —¿Cómo podría descubrir lo que quería saber?—. ¿Ha pasado algo en la cocina de tu casa esta mañana?

El niño parpadeó, desconcertado por la pregunta.

—Hemos desayunado.

—Bien… —disimuló Paul, sintiéndose más ridículo que nunca—, será mejor que vayas a buscar el Monopoly. Los otros niños te estarán esperando.

Jeremy se despidió de Jenny, de Paul y de Buster, dio media vuelta, miró a ambos lados de la calle y cruzó.

Paul lo estuvo observando hasta que dobló la esquina de la plaza.

—¿Y ahora qué? —preguntó Jenny.

—Seguramente, Rya ha acudido a Sam en busca de comprensión y de protección. —Suspiró—. Habrá tenido tiempo para tranquilizarse. Tal vez haya comprendido que se ha asustado. Vamos a ver cómo está ahora su historia.

—¿Y si no ha acudido a Sam?

—Si es así, no servirá de nada buscarla por todo el pueblo. Si quiere esconderse de nosotros, que lo haga; tarde o temprano volverá a la tienda.

Sentado ante la mesa de la cocina, frente a su madre, Jeremy contó la conversación que había mantenido con Paul Annendale unos minutos antes.

—¿Y se lo ha creído? —preguntó Salsbury cuando el chico hubo terminado.

Jeremy frunció el ceño.

—¿Creerse qué?

—¿Se ha creído que Mark está en la cabaña del árbol?

—Sí, claro. ¿No está allí?

Bien. Bueno, bueno, pensó Salsbury, el problema no se ha acabado aquí, pero tienes un poco de tiempo para pensar, una hora o dos, quizá tres. Annendale acabará buscando a su hijo. Dos o tres horas. No tienes tiempo que perder. Sé decidido. Hasta el momento te has mostrado maravillosamente decidido. Lo que tienes que hacer es ser decidido y resolver esto antes de tenérselo que contar a Dawson.

Antes, veinte minutos después de la muerte del chico, había manipulado los recuerdos de la familia Thorp, había borrado de sus mentes todo recuerdo del asesinato. Para esta manipulación no había necesitado más de dos o tres minutos; pero era sólo la primera etapa de un plan para ocultar su participación en el asesinato. Si la situación hubiese sido menos desesperada, si no se hubiese cometido un delito capital, si todo el programa llave-cerradura no hubiese estado en la cuerda floja, habría dejado a los Thorp con huecos en su memoria y él se habría sentido completamente a salvo a pesar de ello; pero la envergadura de las circunstancias era tal que sabía que no debía limitarse a borrar la verdad, sino que tenía que reemplazarla por una serie detallada de recuerdos falsos, recuerdos de los actos rutinarios que habrían podido llevar a cabo aquella mañana, pero que no realizaron en realidad.

Decidió empezar con la mujer. Le dijo al niño:

—Vete a la sala de estar y siéntate en el sofá. No te muevas de allí hasta que yo te llame. ¿Comprendido?

—Sí —asintió Jeremy, y salió de la cocina.

Salsbury meditó un momento sobre la forma de proceder.

Emma lo miraba; esperaba.

—Emma, ¿qué hora es?

Ella miró la radio-despertador.

—Las once menos veinte.

—No —corrigió él, con dulzura—. No es así. Son las nueve menos veinte, las nueve menos veinte de esta mañana.

—¿Ah, sí?

—Mira el reloj, Emma.

—Las nueve menos veinte.

—¿Dónde estás, Emma?

—En la cocina de mi casa.

—¿Quién está contigo?

—Sólo usted.

—No. —Salsbury se sentó en la silla de Jeremy—. No me ves. No puedes verme. ¿Verdad, Emma?

—No, no lo veo.

—Pero me oyes. Sin embargo, ¿sabes una cosa? Cuando nuestra charla llegue a su fin, no recordarás haberla mantenido. Todos los actos que te describiré en los próximos minutos se convertirán en parte de tus recuerdos. No recordarás que te han contado estas cosas. Pensarás que las has vivido realmente. ¿Está claro, Emma?

—Sí.

Los ojos de Emma se volvieron vidriosos. Sus músculos faciales se relajaron.

—Bien. ¿Qué hora es?

—Las nueve menos veinte.

—¿Dónde estás?

—En la cocina de mi casa.

—¿Quién está contigo?

—Nadie.

—Bob y Jeremy están aquí.

—Bob y Jeremy están aquí —repitió Emma.

—Bob está sentado en esta silla.

Ella sonrió a Bob.

—Jeremy está sentado aquí. Los tres estáis desayunando.

—Sí, desayunando.

—Huevos fritos, tostadas, zumo de naranja.

—Huevos fritos, tostadas, zumo de naranja.

—Coge el vaso, Emma.

Levantó el vaso vacío.

—Bebe, Emma.

Ella miró el vaso, con incertidumbre.

—Está lleno hasta el borde de fresco y dulce zumo de naranja. ¿Lo ves?

—Sí.

—¿No tiene buen aspecto?

—Sí.

—Bebe un poco, Emma.

Bebió del vaso vacío.

Salsbury se echó a reír estrepitosamente. El poder… Iba a funcionar, podía hacerle recordar lo que él quisiera.

—¿Está bueno?

Emma se pasó la lengua por los labios.

—Está delicioso.

Adorable bestezuela, pensó, repentinamente mareado. Bestezuela adorable, adorable.