Viernes, 26 de agosto de 1977
Rya lanzó la llave de la jaula al aire unos cuantos pasos delante de ella. Avanzó corriendo como si estuviese jugando de centrocampista y recogió la «pelota» dorada. Volvió a lanzarla y echó a correr detrás de ella.
En la esquina de Main Street con Union Road echó la llave al aire una vez más, pero no la alcanzó. Oyó el sonido metálico que produjo al caer en la acera, detrás de ella; cuando se volvió, el pequeño objeto había desaparecido.
Emma Thorp se inclinó hacia delante y puso los brazos en la mesa de la cocina. Rozó accidentalmente una taza de café vacía, que cayó al suelo y se hizo pedazos.
Salsbury, después de apartar los fragmentos con el pie, se colocó detrás de ella y acarició con ambas manos la delicada curva de su trasero.
Bob miraba, sonriendo tímidamente. Jemery miraba, atónito.
Ra-ta-ta-ta-ta: el poder, Miriam, su madre, las putas, Dawson, Klinger, mujeres, venganza…; pensamientos rebotándole en la mente.
Emma lo miró por encima del hombro.
—Siempre he deseado tener a una mujer así. —Salsbury se rió entre dientes, sin poder evitarlo. Se sentía bien—. Una mujer que tenga miedo de mí. ¡De mí!
El rostro de ella estaba lívido y anegado de lágrimas. Tenía los ojos abiertos de par en par.
—Maravillosa.
—No quiero que me toque.
—Miriam solía decir lo mismo, pero con Miriam era una orden; nunca suplicaba.
Tocó a Emma: tenía piel de gallina.
—No dejes de llorar. Me gustas llorando.
No dejaba de llorar y no lo hacía silenciosamente, sino de forma incontrolada y descarada.
Cuando Salsbury estaba a punto de penetrarla, oyó gritar a alguien al otro lado de la ventana.
—¿Quién…? —dijo desconcertado.
La puerta de la cocina se abrió con estrépito. Un niño, aproximadamente de la edad de Jeremy Thorp, entró gritando con todas sus fuerzas y agitando sus delgados brazos.
Cuando llegó al jardín de los Thorp, Rya lanzó la llave y volvió a fallar. Pensó que dos fallos en cuarenta lanzamientos no estaba tan mal. De hecho, era una habilidad propia de la mejor de las ligas. ¡Rya Annendale de los Boston Red Sox! No sonaba mal. En absoluto. ¡Rya Annendale de los Pittsburg Pirates! Esto quedaba incluso mejor.
En esta ocasión vio en la hierba el lugar donde había caído la llave, se agacho y la recuperó.
Cuando la puerta se abrió de golpe e irrumpió el niño como un peligroso animal liberado de su jaula, Salsbury se apartó de la mujer y se subió los pantalones.
—¡Déjela!
El niño chocó con él.
—¡Fuera de aquí! ¡Ahora mismo! ¡Fuera!
Salsbury retrocedió ante ese ataque. Era lo bastante fuerte como para controlar al muchachito, pero la sorpresa y la confusión lo habían dejado paralizado; además, había perdido el equilibrio. Cuando chocó contra la nevera, todavía tratando de abrocharse el cinturón del pantalón, y el niño lo empezó a aporrear, se dio cuenta de que era ridículo que él, sobre todo él, se rindiese.
—Yo soy la llave.
El niño lo golpeó. Lo insultó.
Desesperado, Salsbury se revolvió, lo agarró por las muñecas y luchó con él.
—¡Yo soy la llave!
—¡Señor Thorp! ¡Jeremy! ¡Ayudadme!
—No os mováis —les ordenó Salsbury.
No se movieron.
Rodeó al niño, cambiando así las posiciones, y lo empujó contra la nevera. Las botellas, las latas y las jarras que había en las bandejas se tambalearon. Los niños pequeños no se habían visto afectados por el programa subliminal que habían montado para Black River. Por debajo de los ocho años, los niños no tenían suficiente conciencia de la muerte y del sexo como para responder a las ecuaciones motivacionales que establecían las películas subceptivas en los individuos mayores. Por otra parte, a pesar de que se había utilizado un vocabulario todavía más simple que en la preparación de Holbrook, Rossner y Picard, un niño debía tener como mínimo una capacidad de lectura de tercer grado para que los mensajes que establecían las frases de la clave llave-cerradura les quedasen convenientemente grabados. Pero aquel muchacho tenía más de ocho años; debería reaccionar.
—¡Yo soy la llave, maldita sea! —insistió Salsbury, con los dientes apretados.
A medio camino entre la entrada del jardín y la casa propiamente dicha, sobre unas cepas, un petirrojo saltaba entre las entrelazadas vides, se detenía cada dos o tres brincos, ladeaba la cabeza y se ponía a mirar entre las hojas. Rya se detuvo un momento para observarlo.
Pánico. No debía dejarse llevar por el pánico. Pero había cometido un error fatal, y podía verse despojado del poder.
No. Se trataba de un grave error. Sin ninguna duda. Muy grave. Pero no era fatal, no debía dejarse llevar por el pánico, tenía que conservar la calma.
—¿Quién eres? —preguntó.
El niño se retorció, intentó liberarse de él.
—¿De dónde eres? —insistió, mientras lo sujetaba con tanto vigor que jadeaba.
El niño le dio una patada en la espinilla. Fuerte.
Por un instante, el mundo de Salsbury se redujo a una viva descarga de dolor que subía desde el tobillo hasta el muslo y se metía en los huesos. Se le contrajo el rostro, dio un alarido y estuvo a punto de caerse.
El niño se desasió, corrió hacia el fregadero, apartándose de la mesa, e intentó ponerse detrás de Salsbury.
Éste se abalanzó sobre él, sin dejar de maldecir. Agarró la camisa del niño, logró atraparla con los dedos; pero, casi simultáneamente, perdió el contacto, tropezó y se cayó.
Si ese pequeño bastardo se marcha…
—¡Bob! —El pánico—. ¡Detenlo! —La histeria—. ¡Mátalo! ¡Por todos los santos, mátalo!
La jaula estaba sobre el césped, junto a la ventana de la cocina.
Rya oyó chillar a Buster; luego, oyó el grito de alguien en el interior de la casa.
Ra-ta-ta-ta… Salsbury se puso en pie.
Enfermo. Aterrorizado.
La mujer desnuda lloraba.
Pensó frenéticamente en el estribillo de un verso que se cantaba en un juego infantil: todo se viene abajo…, todo se viene abajo…, todo se viene abajo…
Thorp bloqueó la puerta.
El muchacho trató de salir esquivándolo.
—Mátalo.
Thorp atrapó al intruso y lo hizo retroceder, lo empujó con fuerza contra la cocina eléctrica, lo sujetó por la garganta y le aporreó la cabeza en el borde de acero inoxidable que rodeaba los cuatro fuegos. Cayó al suelo una sartén. Como si fuera una máquina, un autómata, Thorn golpeó la cabeza del niño contra el borde de metal hasta que notó que el cráneo cedía. Cuando la sangre salpicó la pared de detrás de la cocina y empezó a brotar de la nariz del muchacho, el hombretón soltó su presa; el cuerpo se desplomó a sus pies.
Jeremy estaba llorando.
—¡Para ya! —le ordenó Salsbury, bruscamente.
El niño, a regañadientes, dejó de llorar.
Cuando se dirigía hacia el cuerpo ensangrentado, Salsbury vio a una niña en la puerta abierta: miraba fijamente la sangre y daba la sensación de estar paralizada por la visión. Se acercó a ella.
La chiquilla levantó la vista, aturdida.
—Yo soy la llave.
Rya se volvió y se dio a la fuga.
Salsbury corrió hasta la puerta, pero la niña había doblado ya la esquina de la casa; había desaparecido.