Dieciséis días antes:
Miércoles, 10 de agosto de 1977
Salsbury se reunió con Dawson a las tres de la madrugada en el estudio del primer piso de la casa de Greenwich.
—¿Ya han empezado?
—Hace diez minutos —contestó Dawson.
—Exactamente según lo previsto.
Había cuatro hombres sentados en unas sillas de respaldo recto alrededor de un escritorio de nogal, uno en cada lado. Todos eran empleados de la casa: el mayordomo, el chofer, el cocinero y el jardinero. Tres meses antes, habían suministrado la droga a todo el personal de la casa y los habían sometido al programa subliminal, ya no era necesario ocultarles el proyecto. A veces, como en aquella ocasión, resultaban ser unas herramientas muy útiles. Había cuatro teléfonos sobre el escritorio, cada uno de ellos conectado a un transmisor infinito. Los hombres estaban trabajando con unas listas que contenían números telefónicos de Black River; marcaban, escuchaban unos segundos o un minuto, colgaban y volvían a marcar.
Los transmisores infinitos —adquiridos en Bruselas por 2.500 dólares cada uno— les permitían escuchar en perfecto anonimato lo que sucedía en la mayoría de los dormitorios de Black River. Con un transmisor infinito conectado a un teléfono, podían marcar el número que querían, de larga distancia o local, sin pasar por una operadora y sin dejar constancia de la llamada en la computadora de la compañía telefónica. Un oscilador de carácter eléctrico desactivaba el timbre del teléfono al que se llamaba, y abría simultáneamente el micrófono del auricular correspondiente. Las personas al otro lado de la línea no oían el timbre y no eran conscientes de ser controladas; por consiguiente, los cuatro empleados podían escuchar lo que se dijera en la habitación donde se encontraba el lejano teléfono.
Salsbury se acercó al escritorio, se inclinó hacia delante y fue escuchando en los auriculares:
—… pesadilla. Muy intensa. No consigo recordar de qué se trataba, pero he pasado muchísimo miedo. Mira cómo tiemblo.
—… tanto frío. ¿Tú también? ¿Qué demonios será?
—… sentido como si fuese a vomitar.
—¿… bien? Tal vez deberíamos llamar al doctor Troutman.
Y vuelta a empezar:
—¿… algo que comimos?
—… gripe. ¿Pero en esta época del año?
—… lo primero que voy a hacer por la mañana. ¡Dios mío, si no dejo de temblar, me romperé en pedacitos!
—… con sudor, pero frío.
Dawson tocó el hombro de Salsbury.
—¿Vas a quedarte a supervisarlos?
—Como quieras.
—En ese caso me iré un rato a la capilla.
Llevaba pijama, bata de seda azul marino y zapatillas de piel blanda. A aquella hora, lloviendo fuera, no parecía probable que ni siquiera un fanático religioso como Dawson se vistiera y saliera para ir a la iglesia.
—¿Tienes una capilla en la casa?
—Tengo una capilla en todas mis residencias —contestó Dawson, con orgullo—. No construiría una casa sin capilla. Es una forma de dar las gracias por todo lo que Él ha hecho por mí. Al fin y al cabo, si tengo las casas es gracias a Él. —Dawson se dirigió a la puerta, se detuvo, miró hacia atrás y añadió—: Le daré las gracias por nuestro éxito y rezaré para que siga así.
—Reza un poco por mí —bromeó Salsbury, con un sarcasmo que sabía que se le escaparía a su interlocutor.
—Yo no creo en eso —dijo Dawson, con el ceño fruncido.
—¿En qué?
—Yo no puedo rezar por tu alma, sólo por tu éxito en la medida en que es parte del mío. Creo que un hombre no debe rezar por otro. La salvación de tu alma es asunto tuyo; y lo más importante de tu vida. La idea de que se pueden comprar indulgencias o tener a alguien, un sacerdote o cualquier otra persona, que rece por uno…, bueno, me suena a católico romano. Yo no soy católico romano.
—Yo tampoco.
—Me alegra oírlo —aprobó Leonard.
Sonrió con afecto, la sonrisa de alguien que odia al Papa dirigida a uno de los suyos, y se fue.
Salsbury pensó que era un maníaco. ¿Qué estaba haciendo, asociado con semejante maníaco?
Trastornado por su propia pregunta, se dedicó a ir dando la vuelta al escritorio y a escuchar las voces de los habitantes de Black River. Se olvidó gradualmente de Dawson y recobró la confianza en sí mismo: todo iba a funcionar como estaba previsto, lo sabía, estaba seguro de ello. ¿Cómo podía ir mal?