Capítulo 9

Viernes, 26 de agosto de 1977

Ra-ta-ta-ta-ta-ta… Desde su experiencia con Brenda Macklin el lunes anterior, Salsbury había sido capaz de resistir la tentación. Habría podido, en cualquier momento, dominar completamente a otra mujer atractiva, habría podido violarla y borrar de su memoria todo recuerdo del acto. Sacó fuerzas del hecho de saber que las muy putas serían suyas con sólo pedirlo. Cuando pudiese llegar honestamente a la conclusión de que la prueba práctica era un éxito extraordinario y de que no existía peligro de ser descubierto, se follaría a todas las que quisiera. Putas. Animales. Bestezuelas. Docenas de ellas. Todas. Era capaz de refrenar, si bien sólo temporalmente, su deseo, porque él sabía que el futuro le deparaba una orgía casi interminable. Fue de casa en casa, utilizó la frase código llave-cerradura, entrevistó a sus súbditos, observó, comprobó; todo ello, sin pensar en sí mismo, trabajando duramente, haciendo su labor. Muy estricto consigo mismo. Estaba orgulloso de su fuerza de voluntad.

Pero esa mañana su fuerza de voluntad se debilitó. Durante las cuatro noches anteriores, había visto trastornado su sueño por pesadillas grotescas en las que aparecían su madre, Miriam, una violencia repentina, sangre y una extraña e indescriptible atmósfera de pervertido sexo. Cuando se despertó aquella mañana, gritando y golpeando las sábanas, pensó en Emma Thorp —la acentuada abertura de su suéter naranja— y tuvo la impresión de que ella era un antídoto contra los venenos que habían estado dentro de él mientras dormía. Tenía que conseguirla, iba a conseguirla, aquel día, pronto; y al cuerno con la abnegación.

La suave corriente de poder que había en él se había vuelto a transformar en una corriente rítmica y alterna, que traqueteaba a través de innumerables arcos, cien millones de sinapsis. Sus pensamientos saltaban con mucha fuerza de un asunto a otro, pensamientos metralleta: ra-ta-ta-ta-ta-ta-ta

A las 7.45, salió de la casa de huéspedes de Pauline Vicker y se dirigió al café de la plaza.

El cielo estaba nublado, el aire era húmedo.

A las 8.25 terminó de desayunar y salió del café.

A las 8.40 llegó a la vivienda de los Thorp, la última casa de Union Road, junto al río.

Llamó dos veces al timbre.

Abrió el propio jefe de policía. Todavía no había salido para ir a trabajar. Bien. Estupendo.

—Yo soy la llave.

—Yo soy la cerradura.

—Déjame pasar.

Bob Thorp lo dejó pasar y cerró la puerta.

—¿Está tu mujer?

—Sí.

—¿Y tu hijo?

—También.

—¿Alguien más?

—Sólo usted y yo.

—¿Cómo se llama tu hijo?

—Jeremy.

—¿Dónde están?

—En la cocina.

—Llévame allí.

Thorp vaciló.

—¡Llévame allí!

Atravesaron un pasillo estrecho, pero empapelado con tonos vivos.

La cocina era moderna y elegante. Alacenas y accesorios de estilo mediterráneo, nevera cobriza y congelador vertical, horno microondas y, en un rincón, un aparato de televisión colgado del techo y dirigido hacia la grande y redonda mesa dispuesta junto a la ventana.

Jeremy comía huevos y tostadas, de cara al vestíbulo.

A la derecha del muchacho, Emma, con un codo sobre la mesa, bebía un vaso de zumo de naranja. Llevaba una bata azul de pana, larga hasta los pies. Su cabello era tan dorado y espeso como lo recordaba Salsbury. Cuando ella se volvió para preguntarle a su marido quién había llamado, vio que su hermoso rostro estaba todavía adormilado y, sin saber por qué, esto lo excitó.

—Bob, ¿quién es?

—Yo soy la llave —dijo Salsbury.

Contestaron dos voces.

A las 8.55, Paul Annendale, que llegaba al pueblo para efectuar la compra semanal de productos perecederos, frenó al acabarse el camino de grava, miró a ambos lados y dobló a la izquierda para introducirse en Main Street.

—No me lleves hasta la tienda de Sam —le rogó Mark desde el asiento posterior—. Déjame en la plaza.

—¿Adonde vas? —preguntó Paul, mirando por el espejo retrovisor.

Mark palmeó la gran jaula que tenía junto a él. La ardilla bailoteaba y chillaba.

—Quiero que Jeremy conozca a Buster.

En el asiento delantero, Rya se volvió y miró a Mark.

—¿Por qué no confiesas que no vas a esa casa para ver a Jeremy? Todos sabemos que estás loco por Emma.

—¡No es verdad! —negó Mark, de una forma que probaba absolutamente que su hermana estaba en lo cierto.

—Mark, por favor —le reprendió ella, exasperada.

—Es mentira —insistió Mark—. Yo no estoy loco por Emma. No soy uno de esos niños tontos.

Rya se volvió de nuevo.

—Nada de peleas —atajó Paul—. Vamos a dejar a Mark en la plaza con Buster, y no habrá más peleas.

—¿Lo has comprendido, Bob? —preguntó Salsbury.

—Lo he comprendido.

—No hablarás hasta que yo te dirija la palabra. Y no te moverás de esta silla hasta que yo te lo diga.

—No me moveré.

—Pero mirarás.

—Miraré.

—¿Jeremy?

—Yo también miraré.

—¿Qué mirarás?

—Miraré cómo… se la folla.

Estúpido poli. Estúpido niño.

Estaba de pie, apoyado contra el fregadero.

—Ven aquí, Emma.

Ella se levantó y se acercó a él.

—Quítate la bata.

Se la quitó. Llevaba un sujetador amarillo y unas braguitas amarillas con tres flores bordadas en la cadera izquierda.

—Quítate el sostén.

Sus pechos quedaron libres; fuertes, hermosos.

—Jeremy, ¿sabías que tu madre era tan guapa?

El muchacho tragó saliva con esfuerzo.

—No.

Thorp tenía las manos sobre la mesa, con los puños apretados.

—Relájate, Bob. Te va a gustar, vas a disfrutar, no ves el momento de que la haga mía.

Thorp abrió las manos y se recostó en el respaldo de la silla.

Mientras tocaba los pechos de Emma y miraba sus brillantes ojos verdes, Salsbury tuvo una idea deliciosa, maravillosa, excitante.

—Emma, creo que será más divertido si te resistes un poco. No en serio, ya me entiendes. No físicamente. Limítate a pedirme que no te haga daño. Y llora.

Emma lo miró.

—¿Puedes llorar por mi causa, Emma?

—Estoy muy asustada.

—¡Bien! ¡Excelente! No te he dicho que te relajes, ¿verdad? Debes estar asustada, muy asustada, y debes ser obediente. ¿Estás lo bastante asustada como para llorar, Emma?

Ella se estremeció.

—Eres muy fuerte.

La mujer no dijo nada.

—Llora por mí.

—Bob…

—Él no puede ayudarte.

Salsbury le estrujó los pechos.

—El niño…

—Está mirando. No es malo que mire. ¿Acaso no te los chupaba cuando era un bebé?

En los bordes de los ojos se formaron unas lágrimas.

—Bien —exclamó él—. Oh, qué maravilla.

Mark, cargado con la ardilla y la jaula, no podía dar más de quince o veinte pasos seguidos; tenía que dejar su carga y sacudir los brazos para aliviar el dolor.

—Pon las manos sobre tus pechos.

Obedeció.

—Estírate los pezones.

—No me haga hacer esto.

—Venga, bestezuela.

Buster, al principio, trastornada por la agitación, las pequeñas sacudidas y el balanceo de la jaula, corría haciendo pequeños círculos y chillaba como un conejo herido.

—Pareces un conejo —le dijo Mark en una de las paradas.

Buster chillaba, ajena a lo que parecía.

—Debería darte vergüenza. Tú no eres un estúpido conejo, eres una ardilla.

Frente a la tienda de Edison, mientras cerraba la puerta del coche, Paul vio que algo brillaba el asiento posterior.

—¿Qué es eso?

Rya estaba todavía en el coche, desabrochándose el cinturón de seguridad.

—¿A qué te refieres?

—En el asiento de atrás. Es la llave de la jaula de Buster.

Rya se retorció en el asiento.

—Será mejor que se la lleve.

—No la necesita. Pero guárdala.

—No, será mejor que se la lleve. Querrá sacar a Buster para enseñársela a Emma.

—¿Quién eres, Cupido?

Ella le sonrió.

—Baja la cremallera de mis pantalones.

—No quiero hacerlo.

—¡Hazlo!

Lo hizo.

—¿Te diviertes, Bob?

—Sí.

Salsbury se rió.

—Estúpido poli.

Para cuando llegó al jardín de los Thorp, Mark había encontrado una forma mejor de sujetar la jaula, que no le cargaba tanto los brazos y no tenía que pararse cada pocos metros.

A Buster le trastornaba tanto aquel irregular movimiento de su prisión que había dejado de chillar; estaba agarrada a los barrotes con las cuatro patas, colgada, muy callada y quieta, inmóvil, como si estuviera en el bosque y hubiera acabado de ver un depredador arrastrándose por la maleza.

—Deben de estar desayunando —dijo Mark—. Entraremos por la puerta de detrás.

—Agárrala fuerte. —Emma obedeció.

—¿Estás caliente?

—Sí.

—Animal.

—No me haga daño.

—¿Está dura?

—Sí —contestó ella, llorando.

—Inclínate.

Sollozando, temblando, rogándole que no le hiciese daño. Hizo lo que él le había dicho. Estaba casi histérica. Preciosa…

Mark pasaba por delante de la ventana de la cocina cuando oyó el llanto de la mujer. Se detuvo y escuchó atentamente las palabras entrecortadas, las súplicas lastimeras subrayadas con largos sollozos. Supo inmediatamente que se trataba de Emma.

La ventana sólo estaba a poco más de cincuenta centímetros, y parecía atraerlo. No pudo resistirse a la tentación. Se acercó.

Las cortinas estaban echadas, pero había quedado un estrecho hueco entre ellas. Apretó el rostro contra el cristal de la ventana.