Lunes, 22 de agosto de 1977
A las nueve de la mañana del lunes, Jenny apareció en el campamento de los Annendale con una sólida jaula de casi un metro de altura.
Mark se rió cuando la vio con ella a cuestas saliendo del bosque.
—¿Para qué es eso?
—Un invitado suele llevar siempre un regalo.
—¿Qué vamos a hacer con esto?
Se la dio al muchacho cuando se acercó a darle un beso en la mejilla.
Mark sonrió a Jenny a través de los delgados y dorados barrotes.
—Me dijiste que querías llevarte tu ardilla a casa el próximo viernes. Bien, no puedes dejarla suelta en el coche. Esto será su jaula para viajar.
—No le gustará estar encerrada.
—Al principio, no; pero se irá acostumbrando.
—Tendrá que acostumbrarse tarde o temprano si va a ser tu animal de compañía —intervino Paul.
Rya le dio un codazo a su hermano y dijo:
—¡Por favor, Mark! ¿No vas a dar las gracias? Seguramente Jenny se ha recorrido todo el pueblo para encontrar la jaula.
—Oh, claro —admitió el niño, sonrojándose—. Gracias. Muchísimas gracias, Jenny.
—Rya, verás que hay una pequeña bolsa marrón en el fondo de la jaula. Es para ti.
La niña abrió precipitadamente la bolsa y sonrió al ver los tres libros de bolsillo que contenía.
—¡Algunos de mis autores preferidos! ¡Y no tenía ninguno! Gracias, Jenny.
A la mayoría de las niñas de once años les gustaba leer novelas infantiles o sentimentales, como por ejemplo obras de Barbara Cartland o de Mary Roberts Rinehart, pero Jenny habría cometido un grave error si le hubiese comprado algo de este estilo a Rya; por el contrario, le había llevado una novela del oeste de Louis L’Amour, una colección de historias de terror y una novela de aventuras de Alistair MacLean. Rya no era la clásica marimacho; pero, ciertamente, tampoco era como la mayoría de las niñas de once años.
Los dos niños eran especiales. Por esta razón, si bien no le gustaban particularmente los niños en general, Jenny había sucumbido rápidamente a su respectivo encanto. Los quería casi tanto como quería a Paul.
Se dio cuenta de su propia confesión y pensó: «¿Ah, sí? ¿Estás loca de amor por Paul?
»Hay bastante de eso.
»¿Enamorada? Entonces, ¿por qué no aceptas su propuesta de matrimonio?
»Eso.
»¿Por qué no te casas con él?
»Bien, porque…».
Se obligó a dejar de persuadirse. Pensó que la gente que daba rienda suelta a extensos diálogos interiores era candidata a la esquizofrenia.
Durante un rato, los cuatro estuvieron dando de comer a la ardilla, a la que Mark había bautizado Buster, y observando sus gracias. El chico les divirtió con sus planes para domesticar al animal. Tenía la intención de enseñar a Buster a dar volteretas y a hacerse la muerta, a volverse cuando la llamase, a pedir la comida y a agarrar un palo. Nadie se atrevió a decirle que era muy improbable que una ardilla llegase nunca a hacer cualquiera de aquellas cosas. Jenny tuvo ganas de reírse, de tomarlo en sus brazos y abrazarlo; pero se limitó a asentir con la cabeza y a llevarle la corriente cuando le pedía su opinión.
Más tarde, jugaron una partida al marro y varias al bádminton.
A las once, Rya dijo:
—Tengo que anunciaros algo. Mark y yo hemos organizado la comida. Vamos a hacerlo todo nosotros solos. Y os puedo decir que vamos a hacer unos platos muy especiales. ¿Verdad, Mark?
—Sí, claro. Mi preferido es…
—¡Mark! —se apresuró a advertir Rya—. Es una sorpresa.
—Por supuesto —afirmó Mark, como si no hubiese estado a punto de echarlo todo a perder—. Claro que sí, es una sorpresa.
Rya, a la vez que se apartaba el largo y negro cabello detrás de las orejas, se volvió hacia su padre.
—¿Por qué no os vais Jenny y tú a dar un largo paseo por la montaña? Hay cantidad de senderos de ciervos. Así se os abrirá el apetito.
—Ya me lo he abierto jugando al bádminton —protestó Paul.
Rya hizo una mueca.
—No quiero que sepáis lo que vamos a hacer.
—Está bien. Nos sentaremos allí dándoos la espalda.
Rya sacudió la cabeza: no. Se mostraba inflexible.
—Oleríais la comida. No sería una sorpresa.
—El viento sopla hacia el otro lado. El olor de la comida no llegará lejos.
Dando nerviosas vueltas a su raqueta de bádminton entre las manos, Rya miró a Jenny.
Qué cantidad de planes y de cálculos están dando vueltas detrás de esos inocentes ojos azules tuyos, pensó Jenny. Estaba empezando a comprender lo que quería la niña.
—Papá, ve a dar un paseo con Jenny. Sabemos que los dos queréis estar solos —dijo Mark, con su franqueza característica.
—¡Mark, por todos los santos! —exclamó Rya horrorizada.
—Oye —empezó a decir el muchacho, a la defensiva—, ¿no es por eso por lo que vamos a hacer la comida?, ¿para que tengan la oportunidad de estar solos?
Jenny se echó a reír.
—Esto es increíble —se asombró Paul.
—Creo que voy a hacer ardilla para comer —le amenazó Rya.
Una mirada de espanto cruzó el rostro de Mark.
—¿Estás loca, cómo se te ocurre decir una cosa así?
—Lo he dicho en broma.
—Pues sigo pensando que estás loca.
—Lo siento.
Mark miró a su hermana por el rabillo del ojo, como si quisiera asegurarse de su sinceridad, y finalmente aceptó:
—Está bien.
Jenny tomó la mano de Paul y dijo:
—Si no nos vamos a dar ese paseo, tu hija se va a enfadar mucho. Y cuando tu hija está enfadada, es una niña realmente peligrosa.
—Tienes mucha razón —aprobó Rya, sonriendo—. Soy una verdadera furia.
—Jenny y yo nos vamos a dar un paseo —anunció Paul. Luego, se inclinó hacia Rya y añadió—: pero esta noche te contaré cómo acabó una niña impertinente como tú.
—¡Oh, qué bien! Me gustan los cuentos antes de dormirme. Se comerá a la una.
Dio media vuelta y, como si presintiese que Paul estaba agitando la raqueta de bádminton a su espalda, pegó un salto a la izquierda y echó a correr hasta la tienda de campaña.
El riachuelo bajaba ruidosamente a borbollones después de haber bordeado una gran roca, continuaba entre las riberas flanqueadas de matas de abedules y de laurel, descendía varias repisas rocosas y formaba un amplio y profundo remanso al final de la pendiente, antes de tomar velocidad y seguir su camino montaña abajo. En el remanso había peces: siluetas negras que se deslizaban por el agua oscura. El claro que lo rodeaba se encontraba protegido por enormes abedules y por un colosal roble que retorcía y ponía al descubierto unas raíces que, como tentáculos, se clavaban en la capa negra de la tierra cubierta de hojas. La parte entre la base del roble y el remanso estaba cubierta de un musgo tan espeso que podía hacer las veces de cómodo colchón para enamorados.
Después de haber caminado media hora cuesta arriba desde el campamento y el prado donde habían estado jugando al bádminton, se detuvieron junto al remanso para descansar. Jenny se tumbó boca arriba con las manos detrás de la cabeza; él se instaló junto a ella.
Ella no sabía cómo había sucedido, pero la conversación derivó en un suave intercambio de besos. Caricias. Murmullos. Paul la abrazó, puso las manos en las nalgas de ella, el rostro en su cabello y empezó a pasarle levemente la lengua por el lóbulo de la oreja.
Jenny se convirtió de pronto en la parte más activa de ambos. Metió una mano en la entrepierna de los tejanos y sintió cómo él se excitaba bajo los pantalones.
—Quiero esto —le dijo.
—Yo te quiero a ti.
—En ese caso, ambos podemos tener lo que queremos.
Una vez desnudos, Paul empezó a besarle los pechos, a chuparle los erectos pezones.
—Quiero tenerte ahora mismo —le apremió Jenny—. Enseguida. La segunda vez podremos entretenernos más.
Ambos reaccionaron mutuamente con una fuerte, única y completamente inesperada sensibilidad que ninguno de los dos había alcanzado prácticamente nunca con anterioridad. El placer era más que intenso; era agudísimo para ella, y vio que para él resultaba casi lo mismo. Quizá la razón residía en que se habían deseado vivamente, pero no habían estado juntos desde hacía mucho tiempo, desde el mes de marzo. Jenny pensó en si, de la misma forma que el corazón se volvía más tierno con la ausencia, los genitales se volverían más cachondos. Otra alternativa sería que aquel placer electrizante actuase como respuesta al entorno natural, a los sonidos campestres, a los olores, a las texturas. Fuera cual fuese la razón, Paul no necesitó lubricación para penetrarla. Se introdujo profundamente de un firme empujón y empezó a moverse hacia dentro y hacia fuera, hasta el fondo una y otra vez, llenándola, duro en su interior, haciéndola moverse. Jenny estaba traspasada por la visión de los brazos: los músculos, al apoyarse él sobre ella, sobresalían protuberantes, todos bien definidos. Alargó los brazos y puso las manos en las nalgas de Paul, duras como piedras, y lo empujó hacia sí en cada acometida. Aunque alcanzó rápidamente el orgasmo, éste tardó tanto en desaparecer del todo que Jenny se preguntó si acabaría alguna vez. Una vez sus sensaciones se hubieron calmado, notó que Paul se detenía de pronto, paralizado por la fuerza de su propio orgasmo, a la vez que pronunciaba suavemente su nombre.
Relajado dentro de ella, Paul le besó los pechos, los labios y la frente. A continuación, salió de ella y se tumbó a su lado.
Jenny se apretó contra él, vientre con vientre, y posó los labios en las arterias palpitantes de su cuello.
Se abrazaron. El acto que acababan de realizar parecía haberlos unido; el recuerdo del gozo era un invisible cordón umbilical.
Durante unos minutos, Jenny no era consciente del mundo que había más allá de la sombra de Paul. Sólo oía el latido de su propio corazón y la pesada respiración de ambos. De vez en cuando, los sonidos de la montaña volvían a infiltrarse en su interior: hojas que crujían sobre su cabeza, el arroyo que se precipitaba cuesta abajo hasta el remanso, los pájaros que se llamaban unos a otros en los árboles. De la misma forma, al principio sólo sentía el ligero dolor de su pecho y el semen caliente de Paul que fluía poco a poco de ella; sin embargo, gradualmente, advirtió que hacía calor y humedad y que el abrazo se había vuelto más pegajoso que romántico.
De mala gana, se apartó y se tumbó boca arriba. Un brillo de sudor le cubría los pechos y el estómago.
—Increíble —musitó.
—Increíble —repitió él.
Ninguno de los dos estaba preparado para decir más que esto.
Se encontraban casi achicharrados por la caliente brisa cuando Paul finalmente se incorporó, apoyándose en un codo, y la miró.
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué?
—Nunca he conocido a ninguna mujer capaz de disfrutar tanto como tú.
—Te refieres al sexo.
—Me refiero al sexo.
—A Annie le gustaba.
—Por supuesto. El nuestro era un buen matrimonio; pero ella no disfrutaba como tú lo haces, tú pones el alma entera. Cuando hacemos el amor, para ti sólo existen tu cuerpo y el mío. Te dejas consumir por el acto sexual.
—No puedo remediarlo, soy una cachonda.
—Eres más que cachonda.
—Obsesa sexual, entonces.
—No se trata sólo de sexo.
—No irás a decirme que también te gusta mi cerebro.
—Eso precisamente iba a decirte. Disfrutas con todo. Te he visto saborear un vaso de agua como muchas personas lo hacen con un buen vino. —Paul recorrió con un dedo la línea situada entre los pechos de ella—. Tú gozas de la vida.
—Yo y Van Gogh.
—Estoy hablando en serio.
Jenny meditó sobre ello.
—Una amiga de la universidad solía decir lo mismo.
—¿Lo ves?
—Si eso es cierto, el mérito es de mi padre.
—¿Ah, sí?
—Me dio una infancia muy feliz.
—Tu madre murió cuando tú eras pequeña, ¿no?
—Pero se murió mientras dormía —precisó, Jenny, asintiendo con una inclinación de cabeza—. Una hemorragia cerebral. Un día estaba allí, al siguiente se había ido. Nunca la vi sufrir, y esto es muy importante para un niño.
—Pero tú sufriste. Estoy seguro de que así fue.
—Durante un tiempo. Pero mi padre se esforzó muchísimo para sacarme de aquel estado. No paraba de hacer bromas, de jugar, de contarme cuentos y de hacerme regalos, las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Se esforzó igual que tú hiciste con tus hijos para que olvidasen la muerte de Annie.
—Si pudiese tener el mismo éxito con ellos que el que tuvo evidentemente Sam contigo…
—Quizá fue un éxito desmesurado.
—¿Cómo es posible una cosa así?
—En ocasiones pienso que habría debido pasar menos tiempo haciendo que mi niñez fuese feliz y más tiempo preparándome para el mundo real —confesó Jenny, en voz muy baja.
—Oh, no estoy muy seguro. La felicidad es un factor muy raro en esta vida. No te la cargues, trata de asir todos los minutos de felicidad que se te ofrezcan y no mires atrás.
Ella sacudió la cabeza, poco convencida.
—Yo era demasiado ingenua, la inocente habitual. Hasta el día de mi boda.
—A cualquiera, inocente o astuto, puede sucederle que su matrimonio no funcione.
—Es cierto, pero al astuto eso no lo destroza.
Las manos de Paul se movían perezosas, trazando círculos sobre el vientre de ella.
A Jenny le gustaba la forma en que la acariciaba. Lo estaba deseando de nuevo.
—Si eres capaz de analizarte de este modo, puedes superar tus traumas. Podrás olvidar el pasado.
—Oh, a mi marido he podido olvidarlo perfectamente, sin problemas, con tiempo; y no mucho tiempo.
—¿Entonces?
—Ya no soy inocente. Dios sabe que no lo soy; pero ¿ingenua? No creo que una persona pueda volverse cínica de repente, ni siquiera realista.
—Tú y yo encajaríamos perfectamente —aseguró Paul, mientras le acariciaba los pechos—. Estoy seguro de ello.
—A veces, también yo estoy segura. Y es precisamente de esta certeza de lo que desconfío.
—Cásate conmigo.
—¿Por qué volvemos a darle vueltas a eso?
—Te he pedido que te cases conmigo.
—No quiero ponerme en situación de volver a fracasar.
—Yo no pretendo nada de eso.
—Intencionadamente, no.
—No se puede vivir sin correr riesgos.
—Siempre puedo intentarlo.
—Será una vida solitaria.
Ella le hizo una mueca.
—No estropeemos el día.
—Para mí no es estropearlo.
—Pues para mí no tardará en estarlo, si no cambiamos de tema.
—¿De qué podemos hablar que sea más importante?
Jenny sonrió.
—Pareces fascinado por mis tetas, ¿quieres que hablemos de ellas?
—Jenny, un poco de seriedad.
—¡Pero si estoy hablando en serio! Creo que mis tetas son fascinantes, podría pasarme horas hablando de ellas.
—Eres imposible.
—Está bien, está bien. Si no quieres hablar de mis tetas, no hablaremos de ellas, con lo hermosas que son. En cambio…, podemos hablar de tu polla.
—¡Jenny!
—Me gustaría chuparla.
Mientras ella hablaba, el miembro blando se hinchó y se puso duro.
—Estás derrotado por la biología.
—Eres una descarada.
Ella se echó a reír y empezó a sentarse.
Paul la empujó hacia atrás.
—Quiero probarla —insistió ella.
—Más tarde.
—Ahora.
—Primero quiero hacerte gozar.
—¿Y siempre consigues lo que quieres?
—Esta vez sí, soy más fuerte que tú.
—Eres un macho chovinista.
—Si tú lo dices…
Paul le besó los pezones, los hombros, las manos, el ombligo y los muslos. Con la nariz arriba y abajo, frotó suavemente el rizado pelo de la base del vientre.
Un escalofrío recorrió a Jenny.
—Tienes razón, la mujer debe gozar primero —susurró.
Paul levantó la cabeza y sonrió. Era una sonrisa encantadora, casi infantil. Los ojos eran tan claros, tan azules y tan cálidos que Jenny sintió como si la estuviesen absorbiendo.
«Eres un hombre maravilloso —pensó, mientras los sonidos de la montaña se desvanecían para ser reemplazados por los latidos de su corazón—. Tan guapo, tan deseable, tan tierno para ser un hombre. Muy, muy tierno».
La casa estaba en Union Road, a una manzana de la plaza del pueblo. Un chalet blanco de madera, bien cuidado, con las ventanas pintadas de verde y los postigos a juego. En la parte anterior, había un porche con barandilla y un brillante suelo verde, y en el interior, balancines y mecedoras. En un extremo del porche, una celosía adornada con hiedra, y en el otro, una pared llena de lilas. El camino de entrada estaba bordeado de caléndulas. Podía verse asimismo una pila para pájaros, en cerámica blanca y rodeada de petunias. De acuerdo con el rótulo, colgado de un decorativo farol al final del camino, la casa pertenecía a los Macklin.
A la una de la tarde, Salsbury subió los tres escalones que conducían al porche. Llevaba un sujetapapeles con una docena de hojas. Llamó al timbre.
Unas abejas zumbaban en las hojas de las lilas.
La mujer que abrió la puerta lo sorprendió. Se hubiera esperado, posiblemente a causa de las flores plantadas un poco por doquier, de la prístina condición de la casa, que parecía labor de una persona singularmente exigente, que los Macklin fuesen una pareja de edad avanzada. Una pareja flacucha a la que le gustara permanecer horas en el jardín, sin nietos con los que pasar el rato, y que mirara suspicazmente por encima del borde de sus gafas bifocales. En cambio, la mujer que acudió a abrir tendría unos veinticinco años y era una esbelta rubia con esa clase de rostro que queda bien en los anuncios de cosméticos de las revistas. Alta, entre un metro setenta y cinco y un metro ochenta, no era delicada, pero sí femenina y sus piernas parecían tan largas como las de una corista. Llevaba unos pantalones cortos azul marino y un corpiño azul y blanco, con lunares y sin espalda. Incluso a través de la red metálica se podía ver que tenía un cuerpo bien proporcionado, firme y elástico, mejor que cualquier otro que Salsbury hubiese tocado nunca.
Como siempre que se enfrentaba a una mujer similar, a una de las que habían poblado las fantasías de su vida adulta, se mostró inquieto. La miró fijamente, se mojo los labios y no se le ocurrió nada que decir.
—¿En qué puedo servirle?
Carraspeó.
—Me llamo… Albert Deighton. Estoy en el pueblo desde el viernes pasado. No sé si usted habrá oído… Estoy realizando una investigación, una investigación sociológica. He estado hablando con alguna persona…
—Ahora caigo. Ayer por la tarde estaba usted en la casa de al lado, la de los Soloman.
—En efecto. —A pesar de que el sol era caliente y el aire esta pesado, Salsbury no había sudado durante ninguna de las primeras tres visitas del día; pero, en aquellos momentos, sentía gotas de sudor que le corrían por la frente—. Si pudieran dedicarme algo de su tiempo, me gustaría hablar con usted y con el señor Macklin. Media hora será suficiente. Hay aproximadamente cien preguntas…
—Lo siento, mi marido no está en casa. Trabaja en la fábrica en el turno de día, no estará en casa hasta las cinco y media.
Ogden miró la hoja que tenía delante, solo por hacer algo.
—Bien, a su marido podría entrevistarlo en otro momento. Si fuese posible hacerle a usted y a los niños las preguntas ahora, así ya estaría hecha esta parte…
—Oh, sólo hace un año que nos hemos casado. No tenemos niños.
—Recién casados.
—Más o menos.
La mujer sonrió. Tenía hoyuelos.
Salsbury tuvo la sensación de estar siendo arrastrado por una peligrosa corriente, dirigido inexorablemente hacia una decisión susceptible de destruirlo.
—¿Vive alguien más aquí con ustedes? ¿Algún pariente?
—Sólo Richie y yo.
—¿Richie es su marido?
—Efectivamente.
El viernes anterior, en el café de Ultman, puso en peligro todo el proyecto al utilizar la frase clave, sólo para jugar con la camarera que se parecía a Miriam. Salió bien parado de aquello, pero sabía que era una locura permitir que sus emociones lo dominasen de aquella manera. Como castigo a su comportamiento, el sábado y el domingo había sido mucho más cauteloso de lo que necesitaba ser. Utilizó la frase clave dos docenas de veces, mientras entrevistaba detalladamente a las personas, en busca de un punto débil en su forma de obediencia; pero, en ningún momento, abordó a ninguno de ellos si había la mínima posibilidad de ser descubierto. Algunas de las mujeres eran atractivas, y habría podido usarlas como hubiese querido, pero se contuvo. Después de haber demostrado un dominio total cuando utilizó la clave con Alice, aquella camarera zorra, ardía en deseos de que una de ellas se desnudase y cayese a sus pies. Era un ardiente deseo. Y aquella mujer, de pie ante él, vestida únicamente con unos pantalones cortos y un diminuto corpiño, parecía irradiar un calor que evaporaba su voluntad y su cautela. Quería creer que, a diferencia del episodio del restaurante, aquella situación no contenía peligro; y el hecho de querer creer algo era el primer paso para convencerse de ello.
—Yo soy la llave.
—Yo soy la cerradura.
Aliviado, se enjugó la frente.
—¿Estás sola?
—Sí.
Ogden empezó a temblar; no de miedo, sino de excitación.
—¿Estás esperando a alguien?
—No, a nadie.
—¿Te está esperando alguien? ¿Tenías previsto ir de visita?
—No.
—Déjame entrar.
Le abrió la puerta metálica.
Entró en el vestíbulo, que tenía aire acondicionado, rozándola al pasar junto a ella. A la derecha, había un espejo ovalado y una mesa accesoria; a la izquierda, un pequeño cuadro que representaba un barco de vela sacudido por la tempestad.
—Cierra la puerta. Y echa el cerrojo.
Así lo hizo ella.
Un pequeño pasillo, que contenía otros dos cuadros de barcos de vela, llevaba del vestíbulo a la cocina.
Se pasaba del vestíbulo al salón por una arcada. Estaba amueblado con esmero: una alfombra oriental, dos sillones forrados de terciopelo y una mesita de centro con superficie de pizarra, cuya disposición formaba un rincón que invitaba a la charla; en las tres ventanas, cortinas de terciopelo a juego; una estantería con revistas; un estuche con armas de fuego; dos lámparas Stiffel. A fin de armonizar con la alfombra, los cuadros eran de unos barcos de vela occidentales atracados en puertos chinos.
—Corre las cortinas.
Ella fue de ventana en ventana y volvió luego al centro de la habitación. Se quedó de pie, con las manos extendidas a los costados, mirándolo fijamente, con una media sonrisa en el rostro.
Esperaba. Esperaba órdenes. Sus órdenes. Era su muñeca, su esclava.
Salsbury permaneció más de un minuto bajo la arcada, incapaz de moverse, incapaz de decidir lo que haría a continuación. Paralizado por el temor, por la expectación y por la sacudida del deseo, que le causaba un dolor casi desagradable en la ingle; estaba, sin embargo, sudando como si acabara de correr dos kilómetros. Ella era suya, completamente suya: su boca, sus pechos, su culo, sus piernas, su coño, cada centímetro y cada pliegue de la piel. Mejor que eso; no tenía que preocuparse de si a ella le gustaba o no, la única consideración era su propio placer. Si le decía que aquello le gustaba, a ella le gustaría; y sin quejas, sin recriminaciones de ningún tipo, sólo el acto; luego, al cuerno con ella. Allí, dispuesto por primera vez a usar a una mujer exactamente como le apetecía, la realidad le pareció más estimulante que los sueños que había elaborado durante tantos años.
Ella lo miraba burlonamente.
—¿Eso es todo?
—No —dijo él con voz ronca.
—¿Qué quiere?
Salsbury se dirigió a la lámpara más cercana, la encendió y fue a sentarse en uno de los sofás.
—Quédate donde estás. Contesta a mis preguntas y haz lo que yo te diga.
—De acuerdo.
—¿Cómo te llamas?
—Brenda.
—¿Cuántos años tienes, Brenda?
—Veintiséis.
Sacó el pañuelo de uno de los bolsillos del pantalón y se enjugó el rostro. Contempló luego los cuadros de los veleros.
—¿Le gusta el mar a tu marido?
—No.
—Pero le gustan los cuadros relacionados con el mar.
—No, le son indiferentes.
Había hablado sólo para ganar tiempo mientras decidía la forma de actuar, pero la inesperada respuesta de ella lo desconcertó.
—¿Por qué demonios tenéis entonces todos esos cuadros?
—Yo nací y me crié en Cape Cod. Me gusta mucho el mar.
—Pero a él le importa un bledo. ¿Por qué te deja colgar todas esas malditas cosas por todas partes?
—Sabe que me gustan.
Volvió a enjugarse el rostro; luego, guardó el pañuelo.
—Así que él sabe que si quita los cuadros de la pared, tú lo rechazarás en la cama. ¿No es así, Brenda?
—Por supuesto que no.
—Tú sabes que así sería, putita. Eres una cosa muy sabrosa. Él haría cualquier cosa por tenerte feliz, cualquier hombre lo haría. Desde que tenías edad suficiente para follar, los hombres han estado perdiendo el culo por cumplir tus órdenes. Chasqueas los dedos y se ponen a bailar, ¿verdad?
Atónita, ella sacudió la cabeza.
—¿Bailar? No.
Ogden se rió con amargura.
—Un juego de palabras. Ya sabes que no quería realmente decir «bailar». Eres como las demás, eres una puta, Brenda.
Ella entornó los ojos y frunció el ceño.
—He dicho que eres una puta. ¿Estoy en lo cierto?
Desapareció el ceño fruncido.
—Sí.
—Siempre estoy en lo cierto, ¿eh?
—Sí, usted siempre está en lo cierto.
—¿Qué soy yo?
—Usted es la llave.
—¿Qué eres tú?
—Yo soy la cerradura.
Se iba sintiendo mejor por momentos, ya no estaba tan tenso como antes. Ni tan nervioso. Tranquilo, controlado, como nunca lo había estado. Se ajustó las gafas en la nariz.
—Te gustaría que te desnudase y te follase. ¿Te gustaría, Brenda?
Ella vaciló.
—Te gustaría —insistió.
—Me gustaría.
—Te encantaría.
—Me encantaría.
—Quítate el corpiño.
La mujer se llevó las manos a la espalda y deshizo el lazo, la tela cayó a sus pies.
La piel que había debajo era blanca, contrastando fuerte y eróticamente con el oscuro bronceado. Los pechos no eran ni grandes ni pequeños, pero sí exquisitamente redondos y altos, con algunas pecas. Los pezones rosados no eran mucho más oscuros que la piel sin broncear. Ella apartó el corpiño con una patada.
—Tócatelos.
—¿Los pechos?
—Estrújalos. Tira de los pezones. —La vio obedecer con movimientos que le parecieron demasiados mecánicos—. Estás cachonda, Brenda, quieres que te follen, no ves el momento de que te haga mía, lo necesitas, lo deseas, lo deseas más de lo que nunca lo has deseado en toda tu vida, lo deseas tanto que casi estás enferma.
A medida que se acariciaba, los pezones se le fueron poniendo erectos y se volvieron de un color algo más oscuro que el rosa. Respiraba con fuerza.
Ogden se rió entre dientes. No podía evitarlo: se sentía maravillosamente bien, maravillosamente.
—Quítate los pantalones.
Lo hizo.
—Y las bragas. Veo que eres rubia de verdad. Ahora, mete una mano entre esas bonitas piernas. Tócate. Eso es, muy bien, a esto le llamo yo ser una buena chica.
Verla allí de pie, con las piernas separadas y masturbándose, era sensacional. Ella echó la cabeza hacia atrás y su pelo dorado empezó a ondear como una bandera, tenía la boca abierta y el rostro fláccido, jadeaba, se estremecía, se retorcía, gemía.
Con la mano libre, seguía acariciándose los pechos.
El poder. ¡Dios Santo, el poder que tenía ahora sobre ellas, que siempre tendría sobre ellas, desde aquel día en adelante! Podría entrar en sus casas, en sus lugares más secretos y en los más privados, y, una vez dentro, hacer todo lo que quisiera con ellas. Y no sólo con las mujeres, también con los hombres. Los hombres se pondrían de rodillas y a gatas ante él, si así se lo ordenaba. Le rogarían que se follase a sus esposas. Le darían a sus hijas, a sus niñas pequeñas. No le negarían experiencia alguna, por muy extravagante o humillante que fuese. Exigiría todas las sensaciones y las disfrutaría todas. Pero, en conjunto, sería un gobernante benigno, un dictador benévolo, más parecido a un padre que a un carcelero. Nada de patadas en la cara con botas militares como en los regímenes totalitarios. Se rió ante esta última idea. Diez años antes, cuando daba conferencias y escribía sobre el futuro de la modificación de la conducta y del control de la mente, había sido sometido con frecuencia al ridículo y a una vehemente condena por parte de algunos miembros de la comunidad académica. En las salas de conferencias, casi retenido a la fuerza al final de las charlas, había escuchado a innumerables pelmazos santurrones que lanzaban interminables sermones sobre la invasión de la intimidad y la santidad de la mente humana. Citaban a cientos de grandes pensadores, cantidades de epigramas; de algunos de ellos se acordaba todavía. Según uno, el futuro de la humanidad vendría a ser poco más o menos un régimen totalitario. Bien, aquello era una mierda. Las tiranías, y el cruel estado autoritario que simbolizaban, eran únicamente un medio para mantener a las masas a raya. Ahora, con su droga y el programa llave-cerradura, las tiranías se habían vuelto obsoletas. No le daría a nadie una patada en el rostro. Por supuesto, a una serie de mujeres seleccionadas, él tenía otra cosa para ponerles en la cara. Mientras se tocaba por encima de los pantalones, lanzó una carcajada. El poder, el dulcísimo poder.
—Brenda.
Se estremecía, jadeaba, con las piernas ligeramente dobladas, llegaba al orgasmo con el dedo índice trabajando laboriosamente entre sus piernas.
—Brenda.
Ella lo miró por fin. Estaba empezando a sudar. En la frente, el pelo se había vuelto oscuro y estaba húmedo.
—Ponte sobre el sofá. Arrodíllate, dándome la espalda, y abrázate a los cojines con los brazos.
Una vez en esa posición, con su blanco culo hacia él, la mujer miró por encima del hombro.
—Deprisa, por favor.
Sin dejar de reírse, empujó violentamente la mesa de centro, que se deslizó por la alfombra, cruzó el suelo de madera y se empotró en la estantería de las revistas. Se puso de pie detrás de ella, se bajó los pantalones y los calzoncillos de rayas amarillas. Estaba preparado, las venas a punto de estallar, dura como el hierro, mayor que nunca, grande como la herramienta de un semental, una polla de caballo. Y roja, tan roja que parecía haber sido salpicada de sangre. Le pasó una mano por las nalgas, por los dorados cabellos que le cubrían la espalda, por el costado, por debajo del oscilante pecho, pellizcó el pezón, acarició la cintura, pellizcó el culo, deslizó los dedos entre los muslos, hasta el pubis. Estaba húmeda, mojada, mucho más a punto que él. Podía incluso olerla. Soltó una risilla tonta.
—Eres una puta en más de un sentido. Una vulgar putita. Un animalito. ¿Verdad, Brenda?
—Sí.
—Dime que eres un animalito.
—Soy un animalito.
El poder.
—¿Qué es lo que quieres, Brenda?
—Quiero que me folle.
—¿Quieres que te folle?
—Sí.
—¿Quieres que te folle bien follada?
—Bien follada.
Dulcísimo poder.
—¿Qué es lo que quieres?
—¡Ya lo sabe!
—¿Lo sé?
—¡Ya se lo he dicho!
—Repítelo.
—Me está humillando.
—Ni siquiera he empezado.
—¡Dios mío!
—Escúchame, Brenda.
—¿Qué?
—Tu coño se está poniendo más caliente.
Ella gimió suavemente. Se estremeció.
—¿Lo notas, Brenda?
—Sí.
—Cada vez está más caliente.
—No puedo… No puedo…
—¿No puedes aguantar más?
—¡Qué caliente! Casi me hace daño.
Sonrió satisfecho.
—¿Y ahora qué es lo que quieres?
—Quiero que me folle.
¿Lo ves, Miriam? Soy alguien.
—¿Qué es lo que eres, Brenda?
—Yo soy la cerradura.
—¿Qué más eres?
—Una puta.
—Nunca lo dirás bastantes veces.
—Una puta.
—¿Cachonda?
—Sí, sí. ¡Por favor!
A punto de penetrarla, aturdido por la excitación, endemoniado, electrizado por el poder del que hacía gala, Salsbury era consciente de que su orgasmo, profundo dentro de las regiones sedosas de aquella mujer, no iba a ser el aspecto más importante de la violación. La efusión espasmódica de una o dos cucharadas de semen sería sólo la puntuación al final de la frase, al término de su declaración de independencia. Durante la última media hora se había probado a sí mismo, se había liberado de las docenas de putas que habían convertido toda su vida anterior en un fracaso, incluida su madre, especialmente su madre, aquella diosa de las putas, aquella emperatriz de las «rompehuevos». Después de ella llegaron las chicas frígidas, las que se reían de él, las que se quejaban de su técnica pobre, las que lo rechazaban con no disimulada repugnancia, Miriam y todas las despreciables fulanas a las que se había visto obligado a recurrir en los últimos años. Brenda Macklin era sólo una metáfora, escrita en su vida por casualidad. Si no hubiese sido ella, habría sido alguna otra esa misma tarde o al día siguiente o dos días después. Ella era la muñeca vudú, el tótem con el que podría exorcizar a alguna de aquellas putas del pasado. Cada milímetro de polla que le introducía era un golpe a todas las Brendas de los años ya transcurridos. Cada embestida —y la más brutal sería la mejor— era un anuncio de su triunfo. La machacaría, la magullaría. La usaría hasta que estuviese en carne viva. Le haría daño. Con cada estocada de dolor que transmitiese por medio de ella, estaría atravesando a todas y cada una de aquellas odiadas mujeres. Probaría su superioridad sobre todas ellas montando a aquel rubio y flaco animal, empujando implacable dentro de ella, desgarrándola.
La sujetó por las caderas y se inclinó. Pero cuando la punta de su pene tocó la vagina, incluso antes de que se deslizase dentro, eyaculó de forma incontrolable. Le flaquearon las piernas, lanzó un grito y se derrumbó sobre la mujer.
Ella se desplomó contra los cojines.
El pánico se apoderó de él. Recuerdos de fracasos anteriores. Las acerbas miradas que solían lanzarle después. El desprecio con el que lo trataban. La vergüenza. Estaba oprimiendo a Brenda, aplastándola con su peso. Chilló desesperado:
—Te estás corriendo, muchacha. Tienes un orgasmo. ¿Me oyes? ¿Has comprendido? Repito, te estás corriendo.
Ella emitió un sonido, amortiguado por los cojines.
—¿Lo sientes?
—Mmmmm.
—¿Lo sientes?
Levantó la cabeza y gritó:
—¡Oh, sí!
—Nunca lo tuviste mejor.
—No, nunca. Nunca.
Jadeaba.
—¡Lo sientes!
—Lo siento.
—¿Es bueno?
—Buenísimo. ¡Oh!
—Ahora llegas. Te estás corriendo.
Dejó de retorcerse.
—Se va desvaneciendo. Casi ha terminado.
—Qué bueno… —susurró muy bajito.
—Eres como un animalito.
Con esto, la tensión desapareció de ella.
Sonó el timbre.
—¿Qué demonios es eso?
La mujer no reaccionó.
Salsbury se apartó de ella, se puso de pie, se tambaleó, intentó dar un paso con los pantalones alrededor de los tobillos y casi se cayó. Se subió los calzoncillos e hizo lo mismo con los pantalones.
—Me habías dicho que no esperabas a nadie.
—No esperaba a nadie.
—Entonces, ¿quién es?
Ella se dio la vuelta y se quedó tumbada boca arriba. Su aspecto era de total relajación.
—¿Quién es? —volvió a preguntar.
—No lo sé.
—¡Por los clavos de Cristo, vístete!
Brenda se levantó del sofá, parecía estar en las nubes.
—¡Deprisa, maldita seas!
Se precipitó obedientemente hacia su ropa.
Ogden se acercó a una de las ventanas de delante y separó las cortinas unos milímetros, lo suficiente para ver el porche. Delante de la puerta había una mujer, que evidentemente no se daba cuenta de que era observada. Llevaba sandalias, pantalones cortos blancos y un suéter naranja de amplio cuello vuelto; y era incluso más guapa que Brenda Macklin.
—Estoy vestida —anunció Brenda.
El timbre volvió a sonar.
Salsbury soltó la cortina.
—Es una mujer. Será mejor que salgas, pero deshazte de ella. Haz lo que quieras, pero no la dejes entrar.
—¿Qué debo decirle?
—Si no la conoces, no tienes que decir nada.
—¿Y si la conozco?
—Le dices que tienes dolor de cabeza. Una terrible jaqueca. Anda, ve a abrir.
Salió de la habitación.
Cuando Salsbury oyó que se abría la puerta del vestíbulo volvió a apartar de nuevo el terciopelo, a tiempo de ver que la mujer del jersey naranja sonreía. Dijo algo, Brenda contestó, y la sonrisa fue reemplazada por una mirada de preocupación. A través de las paredes y las ventanas, las voces eran apenas algo más que murmullos. No pudo seguir la conversación, pero le pareció interminable.
Pensó que tal vez habría sido preferible que entrase, utilizar la frase clave con ella y, luego, follárselas a las dos.
Pero ¿qué habría pasado si la dejaba entrar y resultaba que ella tenía un punto débil en su programa?
No era muy probable.
¿O qué pasaría si no era del pueblo?
Una parienta de Bexford, por ejemplo. ¿Qué pasaría entonces?
En ese caso, habría tenido que matarla.
¿Y qué habría hecho con el cadáver?
—Acaba ya Brenda, perra. Deshazte de ella —masculló.
Finalmente, la desconocida se alejó de la puerta. Salsbury vislumbró brevemente unos ojos verdes, unos labios abultados, un soberbio perfil y una gran abertura en la delantera del suéter. Cuando le dio la espalda y empezó a bajar la escalera, pudo ver que sus piernas no eran solamente atractivas como las de Brenda, sino también elegantes, incluso sin medias de nailon. Unas piernas largas, bronceadas, tersas y ágiles como tijeras, con unos femeninos músculos que se agrupaban, se retorcían, se estiraban, se comprimían y se ondulaban con cada paso. Un animal; un animal saludable; su animal. Como ahora todas ellas: suyas. Al llegar al final del jardín de los Macklin, dobló a la izquierda y se introdujo bajo un sol vespertino abrasador, distorsionada por las olas de calor que se elevaban de la acera de cemento; no tardó en desaparecer de su vista.
Brenda regresó a la sala de estar. Cuando iba a sentarse, Salsbury le ordenó:
—Quédate de pie. En el centro de la habitación.
Obedeció y dejó colgar sus manos a los costados.
Salsbury volvió al sofá.
—¿Qué le has dicho?
—Que tenía jaqueca.
—¿Te ha creído?
—Supongo que sí.
—¿La conoces?
—Sí.
—¿Quién es?
—Mi cuñada.
—¿Vive en Black River?
—Ha vivido aquí la mayor parte de su vida.
—Es una absoluta belleza.
—Participó en uno de los concursos de Miss Estados Unidos.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo fue eso?
—Hace doce o trece años.
—Parece que tiene veintidós.
—Tiene treinta y cinco.
—¿Ganó?
—Quedó en tercer lugar.
—Supongo que se llevaría una gran desilusión.
—Los del pueblo sí. A ella no le importó.
—¿No le importó? ¿Por qué no?
—Nada le preocupa.
—¿Cómo es eso?
—Ella es así… Siempre está feliz.
—¿Cómo se llama?
—Emma.
—¿Y de apellido?
—Thorp.
—¿Thorp? ¿Está casada?
—Sí.
Salsbury frunció el ceño.
—¿Con ese poli?
—Es el jefe de policía.
—Bob Thorp.
—Exactamente.
—¿Qué está haciendo ella con él?
Brenda se quedó desconcertada.
Parpadeó.
Lindo animalito, habría jurado que seguía oliéndola.
—¿Qué quiere usted decir?
—Lo que he dicho. ¿Qué está haciendo con él?
—Bueno, pues… están casados.
—Una mujer como ella con un poli grandote y estúpido.
—No es un estúpido —protestó ella.
—A mí me lo parece. —Meditó un momento y, luego, sonrió—. Tu nombre de soltera es Brenda Thorp.
—Sí.
—Bob Thorp es tu hermano.
—Mi hermano mayor.
—Pobre Bob. —Se recostó en el sofá y cruzo los brazos sobre el pecho; se rió—. Primero, con su hermana pequeña, luego, con su esposa.
Ella sonrió insegura, con nerviosismo.
—Debo ir con cuidado, ¿verdad?
—¿Con cuidado?
—Es posible que ese Bob sea estúpido, pero es grande como un toro.
—No es un estúpido —repitió Brenda.
—Cuando iba al instituto salí con una muchacha que se llamaba Sofia.
Ella guardó silencio, estaba confundida.
—Sofia Brookman. ¡Dios mío, cómo la deseaba!
—¿Estaba enamorado de ella?
—El amor es una mentira, un mito, bobadas. Yo sólo quería follármela. Pero ella me mandó a paseo después de haber salido algunas veces y empezó a salir con otro muchacho, Joey Duncan. ¿Sabes lo que hizo Joey después del instituto?
—¿Cómo lo voy a saber?
—Fue a uno de esos colegios universitarios.
—Yo también.
—Estudió un año de criminología.
—Yo me especialicé en historia.
—Lo expulsaron.
—A mí, no.
—Acabó como policía de su pueblo.
—Igual que mi hermano.
—Yo estuve en Harvard.
—¿De verdad?
—Siempre iba mejor vestido que Joey. Además, él era aburrido como una ostra; yo era mucho más ingenioso. Joey no leía más que los chistes del Reader’s Digest. Yo leía The New Yorker cada semana.
—A mí no me gusta ni uno ni otro.
—A pesar de todo eso, Sofia lo prefirió a él. Pero ¿sabes una cosa?
—¿Qué?
—Fue en The New Yorker donde leí por primera vez algo sobre la percepción subliminal. Fue en los años cincuenta. Era un artículo, un editorial, tal vez algo sucinto, al final de una columna; he olvidado exactamente de qué se trataba, pero fue eso lo que me estimuló, algo que leí en The New Yorker.
Brenda suspiró. Estaba inquieta.
—¿Estás cansada de estar de pie?
—Un poco.
—¿Te aburres?
—Un poco.
—Puta.
Ella bajó la vista al suelo.
—Desnúdate.
El maravilloso poder. Estaba lleno de él, rebosante de él; pero había cambiado. Al principio le había parecido una corriente maravillosa, estable. Casi todo el tiempo seguía siendo así, un suave zumbido dentro de él, quizás imaginado, pero, en cualquier caso, electrizante, un río de poder por el que navegaba llevando él el mando. Sin embargo, desde hacía unos momentos, de vez en cuando, durante pequeños lapsus, no lo sentía como un flujo constante, sino como una continuada e interminable serie de cortas y punzantes sacudidas. El poder como una metralleta: ra-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta… Su ritmo le afectaba; la cabeza le daba vueltas. Los pensamientos se amontonaban, ninguno terminaba, saltaban de una cosa a la otra: Joey Duncan, Harvard, llave-cerradura, Miriam, su madre, la Sofia de ojos oscuros, pechos, sexo, Emma Thorp, putas, Dawson, Brenda, su creciente erección, su madre, Klinger, Brenda, coño, el poder, la tiranía, las piernas de Emma…
—¿Y ahora qué?
Estaba desnuda.
—Ven aquí.
Animalito.
—¡Agáchate!
—¿En el suelo?
—De rodillas.
Se arrodilló.
—Eres un hermoso animal.
—¿Te gusto?
—Me servirás hasta entonces.
—¿Hasta qué?
—Hasta que consiga a tu cuñada.
—¿Emma?
—Lo obligaré a mirar.
—¿A quién?
—Al estúpido del poli.
—No es estúpido.
—Un culo precioso. Estás cachonda, Brenda.
—Me estoy poniendo caliente. Como antes.
—Claro que lo estás. Cada vez más caliente.
—Estoy temblando.
—Me deseas más que antes.
—Házmelo.
—Cada vez más caliente.
—Estoy… incómoda.
—No, no estás incómoda.
—¡Dios mío!
—¿Te sientes bien?
—Muy bien.
—No te pareces en nada a Miriam.
—¿Quién es Miriam?
—Ese bastardo debería verme en estos momentos.
—¿Quién es Miriam?
—Se sentiría ultrajado. Citaría la Biblia.
—¿A quién se refiere?
—A Dawson. Seguramente ni siquiera se le pone tiesa.
—Tengo miedo —dijo ella de pronto.
—¿De qué?
—No lo sé.
—Deja de tener miedo. Tú no tienes miedo.
—De acuerdo.
—¿Estás asustada?
Brenda sonrió.
—No. ¿Va a follarme?
—Voy a machacarte de una forma bestial. ¿Estás caliente?
—Sí, ardiendo. Métemela, ya.
—Klinger y sus malditas coristas.
—¿Klinger?
—Es posible que hasta sea maricón.
—¿Va a metérmela?
—Te voy a desgarrar. Es grande como la de un caballo.
—Oh, sí, la quiero, estoy caliente.
—Probablemente Miriam era… —Ra-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta…
A las cinco de la tarde del lunes, Buddy Pellineri, recién salido de la cama y con siete horas por delante antes de volver al trabajo en la fábrica, se dirigió a la tienda de Edison a ver si había nuevas revistas en los estantes. Sus preferidas eran las que tenían muchas imágenes: People, Travel, Nevada, Arizona Highways, Vermont Life, y algunos periódicos con fotografías. Encontró dos ejemplares que no tenía y los llevó a la caja para pagarlos.
Jenny estaba junto a la registradora. Llevaba una blusa blanca con flores amarillas estampadas. Su largo pelo negro parecía recién lavado, tupido y brillante.
—Está usted muy guapa, señorita Jenny.
—Oh, gracias, Buddy.
Se sonrojó y pensó que ojala no hubiera dicho nada.
—¿Cómo te trata la vida? —le preguntó Jenny.
—No puedo quejarme.
—Me alegra oír eso.
—¿Cuánto le debo?
—¿Tienes dos dólares?
Buddy metió una mano en el bolsillo y sacó unas monedas y facturas arrugadas.
—Sí, claro. Aquí están.
—Y te devuelvo tres monedas de veinticinco centavos.
—Yo creía que eran más caras.
—Bueno, ya sabes que te hacemos un descuento.
—Yo lo pago todo, no quiero un trato especial.
—Tú eres un amigo de la familia —dijo Jenny, a la vez que agitaba un dedo delante de él—, y hacemos descuento a todos los buenos amigos de la familia. Sam se enfadaría si no lo aceptases. Mete estas monedas en tu bolsillo.
—Bien…, pues muchas gracias.
—De nada. Buddy.
—¿Está Sam?
Ella señaló la puerta con cortinas.
—Está arriba, haciendo la cena.
—Debo contárselo.
—¿Contarle qué?
—Una cosa que vi.
—¿No puedes contármelo a mí?
—Bueno… Mejor a él.
—Si quieres puedes subir a verlo.
La invitación lo asustó. Nunca se sentía cómodo en las casas de los demás.
—¿Tienen gatos arriba?
—¿Gatos? No. Ningún animal.
Sabía que no le mentiría, pero es que los gatos surgían en los lugares más inesperados. Dos semanas después de la muerte de su madre, le habían pedido que fuese a casa del párroco. El reverendo Potter y la señora Potter lo habían conducido al salón, donde ella le ofreció galletas y pasteles caseros. Se sentó en un sofá con las rodillas juntas y las manos sobre el regazo. La señora Potter hizo chocolate. El reverendo Potter se lo sirvió a todos. Ambos estaban sentados frente a Buddy en sendos sillones de orejas. Durante un rato, todo fue sobre ruedas. Comió pan de jengibre y galletitas con azúcar rojo y verde, bebió cacao, sonrió mucho y habló un poco; pero, entonces, un enorme y peludo gato blanco saltó sobre su hombro, sobre su regazo, le clavó un instante las uñas, y pegó un brinco hasta el suelo. Buddy no sabía que los Potter tenían un gato. ¿Acaso esto era justo? ¿Por qué no se lo habían dicho? Había estado agazapado en el alféizar de la ventana detrás del sofá. ¿Cuánto tiempo había estado allí? ¿Todo el rato mientras comía? Paralizado por el terror, incapaz de hablar, con deseos de gritar, derramó el chocolate sobre la alfombra y él mismo se ensució. Se orinó en los pantalones, allí sobre el sofá de brocado del reverendo. ¡Menuda mancha! Fue espantoso. Un día horrible. Nunca volvió allí, y también dejó de ir a la iglesia, aun a riesgo de acabar en el infierno.
—¿Buddy?
Jenny lo estaba mirando.
—¿Sí?
—¿Quieres subir a ver a Sam?
Cogió las revistas y dijo:
—No, no, se lo contaré en otro momento, en otro momento. Ahora no.
—Se encaminó hacia la puerta.
—Buddy.
Miró atrás.
—¿Pasa algo? —preguntó ella.
Sonrió forzado.
—No. No, nada, la vida me trata bien.
Salió corriendo de la tienda.
De nuevo en su apartamento de dos habitaciones al otro lado de Main Street, se dirigió al cuarto de baño y orinó; seguidamente, abrió una botella de Coca-Cola y se sentó a la mesa de la cocina a mirar las revistas. Lo primero que hizo fue hojear ambas rápidamente, en busca de posibles artículos sobre gatos y fotografías de gatos y anuncios de comida para gatos. Encontró dos páginas en cada revista que lo ofendieron y las hizo trizas sin pensárselo dos veces, indiferente a lo que había en sus dorsos. Rompió metódicamente cada página en cientos de diminutos fragmentos y arrojó el resultante montón de confetis en la papelera. Sólo entonces estuvo preparado para relajarse y mirar las fotografías.
Hacia la mitad de la primera revista, cayó sobre un artículo que hablaba de un equipo de buceadores que estaban, según le pareció a él, tratando de sacar a la superficie un antiguo barco lleno de tesoros. No era capaz de leer más de dos palabras de cada cinco, pero estudió las fotografías con gran interés; y, de repente, se acordó de lo que había visto aquella noche en el bosque; cerca de la fábrica, cuando estaba orinando. A las cinco menos cuarto de aquella madrugada, del día que tan cuidadosamente había marcado en su calendario. Buzos. Venían del embalse; llevaban linternas, y armas. Fue una cosa tan tonta que no pudo olvidarlo. Una cosa tan extraña…, tan aterradora… Aquellos hombres no pertenecían al lugar donde los había visto, no habían ido en busca de tesoros; imposible de noche e imposible en el embalse.
¿Qué habrían estado haciendo?
Había reflexionado sobre ello largamente, pero sin poder sacar nada en claro. Tuvo ganas de pedirle a alguien que se lo explicase, pero era consciente de que iban a reírse de él.
No obstante, la semana anterior, se le ocurrió que había alguien en Black River que lo escucharía, que lo creería y que no se reiría por muy tonta que fuese la historia. Sam. Sam siempre había tenido tiempo para él, incluso antes de la muerte de su madre. Sam nunca se había reído de él ni se había dado aire de superioridad o había herido sus sentimientos. Además, en opinión de Buddy, Sam era la persona más inteligente del pueblo. Sabía de todo; o Buddy pensaba que así era. Si había alguien a quien poder explicarle lo que había visto, esa persona era Sam.
Por otra parte, no quería quedar como un estúpido a los ojos de Sam. Estaba resuelto a agotar todas las posibilidades de encontrar una respuesta por sí mismo antes de actuar. Por esta razón, había aplazado su visita a Sam después de haberse acordado de él el pasado miércoles.
Un momento antes, en la tienda, estaba finalmente preparado para dejar que Sam asumiese la responsabilidad de pensar en su lugar. Pero Sam estaba arriba, en unas habitaciones que no eran familiares para Buddy, y eso planteó el problema de los gatos.
Ahora tenía más tiempo para resolver el dilema por su cuenta. La próxima vez que Buddy fuese a la tienda, si Sam estaba allí, le contaría la historia; pero no en los próximos días. Permaneció sentado a la tamizada luz del ocaso que pasaba a través de la cortina, se bebió la Coca-Cola y siguió meditando.