Viernes, 19 de agosto de 1977
Paul y Mark se hallaban sentados con las piernas cruzadas uno junto al otro, sobre la hierba de la montaña húmeda de rocío. Estaban callados como piedras. Incluso Mark, que aborrecía la inactividad y para quien la paciencia era algo irritante más que una virtud, lo único que hacía era parpadear.
Estaban rodeados por un vertiginoso panorama compuesto por una tierra virtualmente virgen. En tres de los lados del claro se elevaba, como si de paredes se tratase, una densa selva de un verde púrpura y casi primitivo. A la derecha, el claro se abría en el extremo de un angosto valle; a tres kilómetros de distancia, el pueblo de Black River brillaba como mancha de hongo opalescente en la extensión esmeralda de la tierra salvaje. Sólo había otra señal de civilización: se trataba del aserradero Big Union, apenas visible a casi cinco kilómetros al otro lado de Black River. Es más, desde aquella distancia, los enormes edificios no parecían lugares de trabajo, sino más bien murallas, puertas y torres de castillos. Los bosques previstos para suministrar a Big Union, que eran menos atractivos que los montes naturales, estaban fuera de la vista, más allá de la siguiente montaña. Un cielo azul y unas nubes blancas que se movían velozmente dominaban lo que podía haber pasado por una escena del edén en una película bíblica.
A Paul y a Mark no les interesaba el paisaje, tenían su atención puesta en una pequeña ardilla de color pardo rojizo.
Llevaban cinco días poniendo comida para la ardilla —cacahuetes tostados y trozos de manzana— con la esperanza de ganarse su confianza e irla domesticando gradualmente. Cada día se acercaba más a la comida, y el día anterior, había dado algunos mordiscos antes de sucumbir al miedo y huir.
En aquellos momentos, y sin dejar ellos de mirar, la ardilla salió del perímetro del bosque y repitió varias veces la operación de dar tres o cuatros rápidos pero cautelosos pasos de una vez, detenerse y estudiar al hombre y al niño. Cuando finalmente llegó hasta la comida, apresó un trozo de manzana con sus diminutas patas delanteras, se sentó sobre sus ancas y empezó a comer.
Cuando había terminado la primera rodaja y estaba con la segunda, Mark comentó:
—No aparta los ojos de nosotros, ni siquiera un instante.
Al hablar el niño, la ardilla se inmovilizó como ellos; ladeó la cabeza y se quedó mirándolos fijamente con sus grandes ojos marrones.
Paul había asegurado que podrían hablar en susurros, rompiendo la promesa de silencio, si la ardilla reunía valor desde el día anterior y lograba permanecer junto a la comida más de unos segundos. Si iban a domesticarla, el animal tendría que acostumbrarse a sus voces.
—Por favor no te asustes —habló Mark en voz baja.
Paul había prometido que, si eran capaces de domesticar a la ardilla, Mark podría llevársela a casa como animal de compañía.
—Por favor, no te escapes.
La ardilla, que todavía no estaba preparada, para confiar en ellos, soltó el trozo de manzana, se volvió, se precipitó dando saltos dentro del bosque y trepó hasta las ramas altas de un arce.
—¡Oh, demonios! ¡Estúpida ardilla, no te habríamos hecho daño! —le recriminó Mark, a la vez que se ponía de pie bruscamente; en su rostro se reflejaba la desilusión.
—No te pongas nervioso. Mañana volverá —le tranquilizó Paul, que se levantó y estiró sus tensos músculos.
—Nunca confiará en nosotros.
—Sí, confiará. Poco a poco.
—Nunca la domesticaremos.
—Poco a poco. No es posible cambiarla en una semana, has de tener paciencia.
—La paciencia no es mi punto fuerte.
—Ya lo sé, pero aprenderás.
—¿Poco a poco?
—Efectivamente —afirmó Paul, y luego, se agachó y recogió los trozos de manzana y los cacahuetes y los metió en una bolsa de plástico.
—Oye, quizás está enfadada con nosotros porque siempre le quitamos la comida cuando nos marchamos —aventuró Mark.
—Es posible, pero si se acostumbra a volver y comer una vez nos hayamos marchado, no tendrá ningún motivo para salir mientras nosotros estemos aquí.
Mientras regresaban al campamento, al final de una pradera de casi doscientos metros, Paul volvió a advertir la belleza del día: era como un mosaico para todos los sentidos, que, pieza a pieza, se iba encajando a su alrededor. La cálida brisa veraniega; las blancas margaritas centelleando en la hierba y, aquí y allá, un ranúnculo; el olor de la hierba, de la tierra, de las flores salvajes; el constante crujido de las hojas y el suave susurro de la brisa en las ramas de los pinos; el gorjeo de los pájaros; las solemnes sombras del monte. En lo alto, acababa de surgir un halcón planeando, la última pieza del mosaico; su estridente grito parecía estar lleno de orgullo, como si fuese consciente de haber acabado de adornar el escenario, como si pensase que, con sus alas, había hecho descender el cielo.
Había llegado el momento de bajar al pueblo, como hacían cada semana, para abastecerse de los productos perecederos; pero, por un momento, deseó no tener que dejar la montaña. Incluso Black River, pequeño, casi aislado del mundo moderno y singularmente pacífico, parecería ruidoso comparado con la serenidad del monte.
Aunque ciertamente Black River ofrecía algo más que huevos frescos, leche, mantequilla y demás comestibles: Jenny estaba allí.
Al acercarse al campamento, Mark se puso a correr. Apartó la lona amarilla y miró dentro de la amplia tienda que habían levantado a la sombra de varios abetos y cicutas de dos metros y medio de altura. Un segundo después, se volvió, formó bocina con las manos y gritó:
—¡Rya! ¡Eh, Rya!
—Estoy aquí —respondió ella, al tiempo que salía de detrás de la tienda.
En un principio, Paul no pudo creer lo que estaba viendo: sobre el brazo derecho de su hermana se encaramaba una pequeña ardilla, cuyas patas se aferraban a la manga de la chaqueta de pana. Estaba mascando un trozo de manzana, y la niña le hacía cariñosos arrumacos.
—¿Cómo lo has hecho?
—Con chocolate.
—¿Con chocolate?
—Al principio traté de atraerla con el mismo cebo que habéis estado utilizando tú y Mark; pero supuse que una ardilla puede sin duda conseguir nueces y manzanas por su cuenta y, en cambio, no puede conseguir chocolate. Pensé que el olor sería irresistible… ¡Está comiendo en mi mano desde el miércoles!, sólo que no quería hablaros de ella hasta estar segura de que había superado su miedo a los humanos.
—Pero ahora no está comiendo chocolate.
—Demasiado chocolate le sentaría mal.
La ardilla levantó la cabeza y miró burlonamente a Paul. Luego siguió mordisqueando la manzana que tenía en sus patas.
—¿Te gusta, Mark? —preguntó Rya, cuya sonrisa, mientras hablaba, se había transformado en un fruncimiento de ceño.
Paul comprendió la razón: el muchacho estaba al borde de las lágrimas. Él quería una ardilla, pero sabía que no podrían llevarse dos animales a casa. Le temblaba el labio superior; no obstante, estaba decidido a no llorar.
Rya reaccionó rápidamente.
—¿Bien, Mark? —dijo, sonriendo—. ¿Te gusta? Me molestaría mucho si no fuese así, me ha costado muchísimo conseguírtela.
Adorable pequeña, pensó Paul.
—¿Para mí? —se emocionó Mark, al tiempo que parpadeaba en su esfuerzo por retener las lágrimas.
—Pues claro.
—¿Quieres decir que me la regalas?
—¿A quién si no? —Rya fingió sorprenderse.
—Yo pensaba que era para ti.
—¿Quieres decirme qué iba a hacer yo con una ardilla? Será un animal doméstico muy apropiado para un chico, pero no pega nada para una chica. —Dejó el animal en el suelo y ella se puso en cuclillas junto a él. Después de sacar un bombón de un bolsillo, añadió—: Ven, tendrás que darle un poco de chocolate si quieres que sea amiga tuya.
La ardilla tomó el trozo de chocolate de la mano de Mark y lo mordisqueó con evidente placer. También el muchacho, mientras acariciaba cariñosamente sus flancos y la larga cola, estaba extasiado. Cuando se acabó el chocolate, el animal husmeó primero a Mark y luego a Rya, y cuando se dio cuenta de que aquel día no habría más convite, los dejó a ambos y se marchó corriendo hacia los árboles.
—¡Eh! —la llamó Mark, que se puso a correr detrás de ella hasta que comprendió que era mucho más rápida.
—No te preocupes —dijo Rya—, volverá mañana, siempre y cuando tengamos chocolate para ella.
—Si la domesticamos, ¿podré llevármela a casa la semana que viene?
—Ya veremos —respondió Paul. A continuación, miró el reloj—. Si hemos de pasar el día en el pueblo, será mejor que nos pongamos en movimiento.
La furgoneta estaba aparcada a unos ochocientos metros, al final de un sendero cubierto de maleza que usaban los cazadores a finales del otoño y a principios del invierno.
Para no perder la costumbre, Mark gritó:
—¡El último que llegue al coche es un tonto!
Echó a correr por el sendero que descendía a través de los árboles y, al cabo de pocos segundos, ya no estaba a la vista.
Rya caminaba junto a Paul.
—Lo que has hecho ha sido muy bonito —la felicitó su padre.
Ella fingió no saber a qué se refería.
—¿Coger la ardilla para Mark? Ha sido divertido.
—No la cogiste para Mark.
—Claro que sí, ¿para quién iba a cogerla?
—Para ti. Pero cuando viste lo mucho que significaba para él tener una ardilla, se la diste.
—¡Debes pensar que soy una santa o algo parecido! —rechazó ella, haciendo una mueca—. Si de verdad hubiese querido la ardilla para mí, no se la habría dado; ni en un millón de años.
—No eres una buena mentirosa —la reprendió Paul afectuosamente.
—¡Padres! —exclamó la niña con enfado, y, para que no viese su turbación, echó a correr detrás de Mark y no tardó en perderse de vista detrás de una densa extensión de cerezos.
—¡Hijos! —dijo él en voz alta. Pero en su voz no había exasperación, sólo amor.
Desde que Annie había muerto, había pasado más tiempo con los niños que si ella hubiese seguido con vida; en parte, porque en Mark y en Rya había algo de ella y tenía así la sensación de seguir en contacto con su mujer a través de los niños. Había aprendido que eran muy diferentes el uno del otro y que cada uno tenía su propia actitud y su propia capacidad, y él apreciaba esta individualidad. Rya siempre sabría más que Mark sobre la vida, la gente y las reglas del juego. Curiosa, indagadora, paciente y ansiosa de conocimientos, disfrutaría de la vida desde un punto de vista intelectualmente ventajoso; conocería esa pasión especialmente intensa —sexual, emocional, mental— que sólo los muy inteligentes llegan a experimentar. Mark, por su parte, aunque se enfrentaría a la vida con mucha menos comprensión que Rya, no era digno de lástima; ¡ni por un momento! Rebosante de entusiasmo, de risa fácil, arrolladoramente optimista, viviría todos y cada uno de sus días con frenesí. Si por un lado le eran negados los placeres y las satisfacciones complejas, en compensación, siempre armonizaría con las alegrías sencillas de la vida, que Rya, a pesar de comprenderlas, jamás podría permitírselas completamente sin una cierta inseguridad. Paul estaba seguro de que, en un futuro próximo, cada uno de sus hijos le proporcionaría un tipo especial de felicidad y orgullo; hasta que la muerte los separase de él.
Como si hubiese tropezado con una barrera invisible, se detuvo en medio del sendero y se tambaleó ligeramente de un lado a otro.
El último pensamiento le había cogido completamente por sorpresa. Cuando perdió a Annie, pensó durante una época que había perdido todo lo que valía la pena tener. La muerte de su esposa le hizo dolorosamente consciente de que todo —incluidas las relaciones profundas y muy personales que nada en la vida podía desviar o destruir— era temporal, que se dejaba en la tumba. En los pasados tres años y medio, en el fondo de su mente, una vocecita le había estado diciendo que se preparase para la muerte, que la esperase y que no debía dejar que la pérdida de Mark, de Rya o de cualquier otra persona, de producirse, le hiciese añicos como había estado a punto de ocurrir con la muerte de Annie. Pero, hasta aquel momento, la voz había sido casi subconsciente, una apremiante recomendación de la que no se sentía sino vagamente consciente. Era la primera vez que la dejaba salir del subconsciente. Al salir a la superficie, lo dejó atónito, lo recorrió un estremecimiento desde la cabeza hasta los pies. Tuvo un extraño sentimiento de precognición, que desapareció tan rápidamente como había venido.
Un animal se movió entre la maleza.
Sobre Paul, por encima de la bóveda que formaban los árboles, gritó un cuervo.
De repente, el bosque estival se había vuelto mucho más oscuro, mucho más denso, mucho más salvaje: siniestro.
Paul se dijo que era un estúpido, que él no era ningún echador de cartas, que no era clarividente.
Sin embargo, apresuró el paso por el sinuoso sendero, deseoso de alcanzar a Mark y a Rya.
A las 11.15 de aquella mañana, el doctor Walter Troutman se encontraba sentado ante el gran escritorio de caoba de su consultorio. Estaba tomando un almuerzo rápido —dos sándwiches de rosbif, una naranja, un plátano, una manzana, un pastel de caramelo y varios vasos de té helado— mientras leía un boletín sobre medicina.
En calidad de único médico de Black River, consideraba que tenía dos responsabilidades principales con las personas de la zona. La primera consistía en estar seguro de que, en caso de producirse una catástrofe en la fábrica o alguna otra crisis sanitaria, no habría de verse nunca subalimentado ni necesitado de energías para poder cumplir con sus obligaciones; la segunda era estar al corriente de todos los desarrollos de las técnicas y teorías de su profesión, con el fin de que las personas que acudiesen a él pudieran recibir el tratamiento más moderno. El número de pacientes satisfechos, así como el respeto y el afecto que todo el pueblo le manifestaba, daban fe del buen resultado de su segunda responsabilidad. En cuanto a la primera…, medía un metro cincuenta y seis centímetros y pesaba unos ciento veinte kilos.
Cuando algún paciente con exceso de peso tenía la osadía de mencionar el sobrepeso de Troutman, en medio de una de las recomendaciones del doctor, éste siempre respondía, visiblemente asombrado, con la misma broma: «¿Obeso? ¿Yo?; Lo que yo tengo encima no es grasa; es energía almacenada, lista para ser consumida si se produce una catástrofe en la fábrica». Y a continuación seguía con su discurso.
A decir verdad, comía de forma casi obsesiva, y había sido así toda su vida. A los treinta años había desistido de las dietas y de la psicoterapia como causas completamente perdidas. Aquel mismo año, Big Union Supply Company le ofreció un sueldo atractivo y él se trasladó a Black River, donde la gente estaba tan contenta de tener un médico propio que le traía sin cuidado que fuese gordo, delgado, blanco, negro o verde. Durante los veinte años transcurridos desde entonces se había dedicado a complacer su obsesión, atiborrándose de pasteles y de tartas y comiendo cinco veces al día; y, en definitiva, consideraba que disfrutaba mucho más de la vida que cualquier otra persona de las que conocía.
Cuando estaba a punto de disfrutarla todavía más, cuando estaba echando mano al segundo sándwich, sonó el teléfono. Le pasó por la mente la idea de no contestar, pero era un médico que atendía todas las llamadas, a cualquier hora del día o de la noche: hasta la comida debía ser dejada a un lado si un paciente necesitaba ayuda. Descolgó el auricular.
—Diga.
—¿El doctor Troutman?
—Sí.
La voz al otro lado de la línea era fría y aguda.
—Yo soy la llave, doctor Troutman.
—Yo soy la cerradura —contestó Troutman, sin titubeos.
—¿Está usted solo?
—Sí.
—¿Dónde está su enfermera, la señorita MacDonald?
—No lo sé, supongo que en su casa.
—¿Cuándo irá a trabajar?
—Media hora antes de que se abra el consultorio.
—¿Y el consultorio se abre a la una y media?
—Así es.
—¿Espera usted a alguien antes de la una?
—No, a nadie.
El interlocutor guardó silencio unos segundos.
Troutman escuchaba el tictac del reloj de su escritorio. Miró la comida extendida sobre un mantel de lino frente a él, tomó una rodaja de carne asada del sándwich y se la comió rápidamente, como un pez que atrapa una mosca.
Cuando el hombre al otro lado de la línea hubo decidido la forma de proseguir, dijo:
—Voy a hacerle una serie de preguntas importantes, doctor. Me dará las respuestas más completas que pueda.
—Sí, naturalmente.
—¿Han tenido recientemente en Black River algún tipo de epidemia?
—Sí, la hemos tenido.
—¿De qué?
—De escalofríos nocturnos.
—Explíqueme lo que quiere usted decir con ello, doctor.
—Escalofríos violentos, sudores fríos, náuseas, pero sin vómitos, y el consiguiente insomnio.
—¿Cuándo aparecieron los primeros casos?
—El miércoles día diez de este mes. Hace nueve días.
—¿Alguno de sus pacientes ha mencionado haber tenido pesadillas?
—Absolutamente todos se despertaron a consecuencia de un sueño horrible.
—¿Recuerda alguien este sueño?
—No. Ninguno recuerda nada.
—¿Qué tratamiento les recetó usted?
—A los primeros les receté placebos. Pero, cuando yo también fui víctima de los escalofríos el miércoles por la noche, y como aparecieron nuevos casos el jueves, empecé a prescribir un antibiótico bastante flojo.
—Que, por supuesto, no tuvo efecto alguno.
—Ningún efecto.
—¿Envió usted a algunos pacientes a otro médico?
—No. El médico más cercano está a casi cien kilómetros; y tiene más de setenta años. No obstante, solicité a las autoridades de la Sanidad Pública que llevasen a cabo una investigación.
El desconocido permaneció un momento en silencio y, a continuación, dijo:
—¿Sólo porque había una epidemia de gripe bastante benigna?
—Era benigna, pero claramente insólita —se defendió Troutman—. Nada de fiebre. Ninguna inflamación de glándulas. Y, sin embargo, por muy benigna que fuese, se extendió por el pueblo y por la fábrica en veinticuatro horas. Todo el mundo estaba afectado por esta extraña enfermedad. Es lógico que me preguntase si tal vez no era gripe, sino algún tipo de intoxicación.
—¿Intoxicación?
—Sí, por alguna comida o por el suministro de agua.
—¿Cuándo contactó usted con Sanidad?
—El viernes día doce, a última hora de la tarde.
—Y enviaron a alguien.
—Sí, pero no hasta el lunes siguiente.
—¿Seguía habiendo epidemia en aquel momento?
—No. Todo el pueblo volvió a sentir escalofríos, sudores fríos y náuseas el sábado por la noche; pero el domingo por la noche nadie tuvo molestias. Fuera lo que fuese, desapareció tan repentinamente como había venido.
—¿Realizó, a pesar de ello, una investigación el departamento de Sanidad Pública?
Troutman, sin dejar de observar intensamente la comida sobre el mantel, cambió de postura en la silla.
—Oh, sí. El doctor Evans, uno de sus jóvenes especialistas, se pasó todo el lunes y parte del martes hablando con la gente y haciendo análisis.
—¿Análisis?, ¿de la comida y del agua?
—Sí. También de muestras de sangre y de orina.
—¿Tomó muestras de agua del embalse?
—Sí. Como mínimo llenó veinte frascos y botellas.
—¿Ha redactado ya su informe?
—Sí —respondió Troutman, después de humedecerse los labios—. Me llamó ayer por la tarde para darme el resultado de las pruebas.
—Supongo que no se encontró nada.
—Así es. Todas las pruebas fueron negativas.
—¿Se sacó alguna conclusión? —preguntó el desconocido, con un ligero rastro de ansiedad en su voz.
Esto desconcertó a Troutman; la llave no debía mostrar preocupación, la llave tenía todas las respuestas.
—Él cree que lo sucedido es un caso raro de enfermedad psicológica masiva.
—¿Una epidemia de histeria colectiva?
—Sí, exactamente.
—¿Hizo alguna recomendación?
—Ninguna, que yo sepa.
—¿Ha dado por finalizada la investigación?
—Eso es lo que me dijo.
—Doctor —dijo el desconocido, con un ligero suspiro—, hace un momento usted ha afirmado que todo el mundo en el pueblo y en la fábrica fue aquejado de escalofríos nocturnos; ¿hablaba usted figurada, o literalmente?
—Figuradamente. Hubo excepciones. Unos veinte niños, todos con menos de ocho años, y dos adultos: Sam Edison y su hija, Jenny.
—¿Los dueños del almacén?
—Así es.
—¿No tuvieron escalofríos en absoluto?
—En absoluto.
—¿Y reciben el agua del embalse del pueblo?
—Como todo el mundo aquí.
—Bien. ¿Y qué me dice de los madereros que trabajan en los montes al otro lado de la fábrica? Algunos prácticamente viven allí, ¿estuvieron enfermos?
—Sí. Es algo que el doctor Evans también quiso saber. Habló con todos ellos.
—No tengo más preguntas, doctor Troutman; pero tengo algunas órdenes que darle. Cuando cuelgue el teléfono, borrará usted inmediatamente de su mente todo recuerdo de nuestra conversación. ¿Lo ha comprendido?
—Sí, perfectamente.
—Olvidará todas y cada una de las palabras que hemos intercambiado. Borrará el recuerdo tanto de su consciente como de su subconsciente, de forma que nunca pueda volver a recordarlo por mucho que desee hacerlo. ¿Comprendido?
—Sí —aceptó sobriamente Troutman.
—Cuando cuelgue el auricular, sólo recordará que sonó el teléfono y era alguien que se había equivocado de número. ¿Está claro?
—Se han equivocado de número. Sí, está claro.
—Muy bien. Cuelgue, doctor.
Colgó el aparato y, un poco irritado, pensó: qué descuidada es la gente. Si la gente prestase atención a lo que hace, no se equivocaría tantas veces de número de teléfono ni cometería una décima parte de los errores que llenaban sus vidas. ¿A cuántos pacientes había tratado porque se habían cortado o se habían quemado, sólo por no haber prestado atención o por haber sido descuidados? Muchos. Cientos. ¡Miles! A veces, cuando abría la puerta de la sala de espera y miraba su interior, tenía la impresión de que acababa de levantar la tapadera de una cazuela sobre el fuego y que no estaba viendo personas, sino una hilera de truchas con los ojos en blanco y la boca abierta. Y ahora interceptaban la línea de un médico, por marcar un número equivocado, durante casi medio minuto. Vaya, eso podía ser realmente grave.
Movió la cabeza, consternado por la ineptitud y la ineficacia de sus conciudadanos.
Acto seguido, cogió el sándwich y le dio un enorme mordisco.
A las 11.45, Paul Annendale entró en el estudio de Sam Edison, situado en el segundo piso de la casa, justo encima de la tienda.
—Señor y dueño de la tienda Edison, me gustaría invitar a su hija a comer.
Sam estaba de pie delante de una estantería llena de libros. En su mano izquierda sostenía un gran libro abierto que hojeaba con la mano derecha.
—Siéntate, vasallo —le saludó sin levantar la vista—. El dueño y señor estará contigo en unos segundos.
Habría estado justificado que Sam se refiriese a aquel lugar como a su biblioteca más que como a su estudio. En el centro de la habitación había dos sillones tapizados de forma exuberante y algo raídos, así como dos escabeles a juego; todo colocado de cara a la única ventana. Dos lámparas de pie con pantallas amarillas, una detrás de cada sillón, proporcionaban una luz adecuada, pero sosegadora y, entre los sillones, se encontraba una pequeña mesa rectangular. En un enorme cenicero sobre la mesa había una pipa boca arriba, y el aire estaba perfumado con el olor a cereza del tabaco de Sam. La habitación sólo tenía unos tres metros y medio por cinco metros; pero dos paredes enteras, desde el suelo hasta el techo, estaban llenas de miles de libros y cientos de ejemplares de distintas revistas de psicología.
Paul se sentó y puso los pies sobre uno de los escabeles.
No conocía el título del libro que su amigo estaba mirando, pero sabía que el noventa por ciento de aquellos libros trataban sobre Hitler, el nazismo y cualquier otra cosa que estuviese relacionada remotamente con aquella pesadilla político-filosófica. Hacía treinta y dos años que el interés de Sam por esta cuestión era constante.
En abril de 1945, como miembro de una unidad de espionaje norteamericana, Sam entró en Berlín menos de veinticuatro horas después de la entrada de las tropas aliadas. Le impresionó la envergadura de la destrucción. Además de la ruina causada por los bombarderos, por los morteros y por la artillería de los tanques aliados, estaba el daño directamente atribuible a la política arrasadora del Führer. En los últimos días de la guerra, aquel loco había decretado que los vencedores no debían apoderarse de nada de valor, que Alemania tenía que convertirse en una llanura estéril de escombros, que ni siquiera una casa había de quedar en pie para caer bajo la dominación extranjera. Naturalmente, la mayor parte de los alemanes no estaban preparados para olvidar esta última fase; aunque muchos sí lo estuviesen. Sam tuvo la impresión de que los alemanes que veía en las devastadas calles no eran meramente supervivientes de la guerra, sino también del frenético suicidio de toda una nación.
El ocho de mayo de 1945 fue transferido a una unidad de espionaje que recogía datos sobre los campos de exterminio nazis. Cuando toda la historia del holocausto salió a la luz, cuando se descubrió que millones de hombres, mujeres y niños habían pasado por las cámaras de gas y que otros cientos de miles habían sido fusilados y enterrados en fosas, Sam Edison, un joven montañés de Maine, no encontró nada en el ámbito de su experiencia que explicase un horror tan alucinante. ¿Por qué tantísimas personas, antes racionales y básicamente buenas, habían puesto en práctica las espantosas fantasías de un hombre evidentemente lunático y de un montón de subordinados locos? ¿Por qué uno de los ejércitos más profesionales del mundo se había deshonrado al combatir para proteger a los asesinos de las SS? ¿Por qué millones de personas no habían protestado contra los campos de concentración y las cámaras de gas? ¿Qué sabía Adolf Hitler sobre psicología de masas que le había ayudado a lograr aquel poder absoluto? Los datos respecto a la ruina de las ciudades alemanas y a los campos de exterminio despertaban todas esas preguntas, pero no proporcionaban respuesta alguna.
Le enviaron de nuevo a Estados Unidos y fue licenciado del servicio en octubre de 1945; y, tan pronto llegó a casa, empezó a comprar libros sobre Hitler, sobre los nazis y sobre la guerra. Leyó todo aquello que consideró de valor y que pudo encontrar. Le resultaban válidos los fragmentos y los retazos de explicaciones, teorías y argumentos. Pero se le escapaba la respuesta completa que buscaba; por consiguiente, extendió su campo de estudio y empezó a coleccionar libros sobre totalitarismo, militarismo, juegos de guerra, estrategias militares, historia alemana, filosofía alemana, fanatismo, racismo, paranoia, psicología de masas, modificación del comportamiento y control de la mente. Su creciente fascinación por Hitler no tenía sus raíces en una curiosidad morbosa; por el contrario, su origen radicaba en una aprensiva certeza de que los alemanes no eran únicos en absoluto y que sus propios vecinos de Maine, en unas circunstancias concretas, serían capaces de cometer las mismas atrocidades.
Sam cerró de repente el libro que había estado hojeando en los últimos minutos y lo repuso en la estantería.
—Maldita sea, sé que están por aquí en alguna parte.
—¿Qué estás buscando? —preguntó Paul desde el sillón.
Con la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha, Sam seguía leyendo los títulos en los lomos.
—Tenemos un sociólogo que está haciendo investigaciones en el pueblo. Sé que tengo algunos de sus artículos en mi colección, pero no puedo encontrarlos.
—¿Sociólogo? ¿Qué tipo de investigaciones?
—No lo sé exactamente. Ha venido a la tienda esta mañana temprano y me ha hecho un montón de preguntas. Me ha dicho que es sociólogo, que viene de Washington y que está haciendo un estudio de Black River. Dice que ha alquilado un cuarto en la pensión de Pauline Vicker y que estará aquí unas tres semanas. En su opinión, Black River es muy especial.
—¿En qué sentido?
—Por una cosa: es un pueblo próspero, creado a partir de una empresa en una época en que se supone que este tipo de pueblos ha caído en desuso o ha desaparecido. Y, como estamos geográficamente aislados, le resultará más fácil analizar los efectos de la televisión en nuestros esquemas sociales. Uy, tenía como mínimo media docena de buenos motivos por los que somos un material apropiado para investigaciones sociológicas; pero no creo que tenga intención alguna de explicar su tesis principal, sea lo que sea lo que esté intentando probar o no probar.
Cogió otro libro de la estantería, lo abrió por el índice, volvió a cerrarlo casi inmediatamente y lo colocó de nuevo donde estaba.
—¿Cómo se llama?
—Se ha presentado como Albert Deighton —contestó Sam—. El nombre no me suena, pero su rostro sí. Es un hombre de aspecto sumiso, labios finos, con entradas. Usa gafas de cristales tan gruesos como los lentes de un telescopio, y son las gafas lo que hace que sus ojos parezcan que están mirando desde fuera del rostro. Sé que he visto su fotografía varias veces en libros o en revistas, junto a los artículos que ha escrito. —Suspiró y se volvió de las estanterías de libros por primera vez desde que Paul había entrado en la habitación. Se alisó la blanca barba con una mano—. Podría pasarme toda la tarde rebuscando entre estos libros. Pero tú quieres que vuelva abajo al mostrador para que puedas llevar a mi hija al elegante e incomparable café de Ultman a comer.
—Jenny me ha dicho que ya no hay gripe en el pueblo —comentó Paul, sonriendo—, así que lo peor que nos puede pasar en Ultman es que nos intoxiquemos con la comida.
—¿Y los niños?
—Mark pasará la tarde con el hijo de Bob Thorp. Lo han invitado a comer, y se pasará todo el tiempo mirando a Emma.
—¿Todavía está loco por ella?
—Él cree que está enamorado, pero nunca lo admitirá.
Las facciones marcadas del rostro de Sam se suavizaron con una sonrisa.
—¿Y Rya?
—Emma la ha invitado también; pero, si no te importa, ella preferiría quedarse contigo.
—¿Importarme? No digas tonterías.
Mientras se levantaba del sillón, Paul dijo:
—¿Por qué no la pones a trabajar después de comer? Podría venir aquí y escudriñar los libros hasta que encuentre el nombre de Deighton en algún índice.
—¡Qué trabajo más aburrido para una niña tan inquieta!
—Rya no se aburrirá. Es lo suyo, le gusta trabajar con libros; y estará encantada de hacerte un favor.
Sam vaciló; luego, se encogió de hombros.
—Tal vez se lo pida. Cuando haya leído lo que ha escrito Deighton, sabré dónde radica su interés y tendré una idea más clara de lo que está tramando ahora. Ya me conoces, soy terriblemente curioso. Cuando una abeja se mete en mi gorra, no paro hasta descubrir si es una obrera, un zángano, una reina o tal vez incluso una avispa.
El café de Ultman estaba en la esquina sureste de la plaza del pueblo, a la sombra de un par de enormes robles oscuros. El restaurante tenía veinticuatro metros de longitud y una estructura de aluminio y de cristal que pretendía remedar un antiguo vagón de pasajeros. Contaba con una estrecha fila de ventanas que abarcaba tres lados; y, añadido a la fachada, un vestíbulo estropeaba el efecto de vagón del ferrocarril.
Dentro, junto a las ventanas, había unos compartimentos tapizados de plástico azul. Sobre cada una de las mesas, un cenicero, un azucarero cilíndrico de cristal, un salero, un pimentero, un servilletero y un selector para el tocadiscos automático. Un pasillo separaba los compartimentos de la barra, que ocupaba la longitud del restaurante.
Ogden Salsbury se encontraba en el compartimiento del rincón, al extremo norte del local. Bebía una segunda taza de café y observaba a los demás clientes.
Eran las dos menos diez de la tarde; ya había pasado la hora punta de la comida. El restaurante estaba casi vacío. En un compartimento cercano a la puerta, una pareja de cierta edad leía el periódico semanal, comía carne asada con patatas fritas y charlaba en tono bajo sobre política. El jefe de policía, Bob Thorp, estaba en un taburete de la barra, terminando de comer y bromeando con una camarera de pelo canoso llamada Bess. En el extremo de la sala, en el otro rincón, Jenny Edison estaba acompañada por un atractivo hombre que tendría entre treinta y cinco y cuarenta años; Salsbury no lo conocía, pero supuso que trabajaba en la fábrica o en la explotación forestal.
De estos cinco clientes, Jenny era quien más interesaba a Salsbury. Unas horas antes, cuando habló con el doctor Troutman, se enteró de que ni Jenny ni su padre habían sufrido los escalofríos nocturnos. No le preocupaba el hecho de que unos cuantos niños hubieran escapado también de ellos; el efecto de los mensajes subliminales era, en parte, directamente proporcional a la capacidad de leer y escribir de los sujetos, por lo que ya había previsto que no influirían en algunos niños. Pero Sam y Jenny eran adultos y no tenían por qué haber salido indemnes.
Era posible que no hubiesen consumido la droga. Si esto era cierto, no habían bebido agua del circuito del pueblo ni habían hecho cubitos ni cocinado con ella. Supuso que esto era mínimamente posible. Mínimamente. No obstante, la droga había sido también introducida en catorce productos de un mayorista de Bangor antes de ser enviados a Black River, y le costaba creer que hubiesen tenido la suerte de evitar, por casualidad, todas esas sustancias contaminadas.
Existía una segunda posibilidad. Era concebible, si bien muy improbable, que los Edison sí hubiesen tomado la droga, pero que no hubieran estado en contacto con ninguno de los sofisticados programas subliminales que se habían diseñado minuciosamente para el experimento de Black River y que habían inundado el pueblo a través de los medios de comunicación, tanto impresos como electrónicos, durante siete días.
Salsbury estaba casi seguro de que ninguna de estas explicaciones era la correcta y de que la verdad era a la vez compleja y técnica. Ni siquiera las drogas más benignas tenían un efecto benigno en todas las personas; se podía contar con que todas las drogas causaban enfermedad o muerte al menos a un número muy reducido de las personas que las tomaban. Por otra parte, con casi todas las drogas había algunas personas, otro grupo extremadamente pequeño, en los que el efecto era mínimo o incluso nulo debido a diferencias en el metabolismo, a variaciones en la química corporal y a factores desconocidos. Lo más probable era que Jenny y Sam Edison hubiesen tomado la sustancia subliminal en el agua o en la comida, pero que no les hubiera afectado —en absoluto, o no en la medida en que debiera haberlo hecho— y que, por consiguiente, los mensajes subliminales no les hubiesen afectado por no estar preparados para ellos.
Con el tiempo tendría que someterlos a ambos a una serie de exámenes y de análisis en una clínica completamente equipada, en la esperanza de poder encontrar la razón de su insensibilidad a la droga. Pero esto podía esperar. Durante las tres semanas siguientes estudiaría y tomaría nota de los efectos que la droga y los mensajes subliminales producían en los otros habitantes de Black River.
Si bien Salsbury estaba más interesado por Jenny que por cualquiera de los otros clientes, la mayor parte del tiempo su atención se centraba en la más joven de las dos camareras de Ultman. Una era morena delgada y grácil, con ojos oscuros y un cutis color miel. Tendría unos veinticinco años; y poseía una sonrisa cautivadora y una voz sonora y gutural, perfecta para la intimidad del dormitorio. Para Salsbury, todos sus movimientos estaban llenos de insinuaciones sexuales y claramente incitaban a la violación.
Sin embargo, lo más importante era que la camarera le recordaba a Miriam, la mujer de la que se había divorciado veintisiete años atrás. Al igual que Miriam, tenía unos pechos pequeños y subidos, y unas piernas muy bonitas y flexibles. Su voz gutural le recordaba a la de Miriam. Y caminaba como Miriam: una gracia natural en cada paso, haciendo girar inconsciente y sinuosamente las caderas; cosa que a él le cortaba la respiración.
La deseaba.
Pero no la haría suya porque le recordaba demasiado a Miriam; le recordaba las frustraciones, la rabia y las desilusiones de aquellos cinco horribles años de matrimonio. La joven despertaba su lujuria, pero despertaba también su, en cierto modo, reprimido y por largo tiempo alimentado odio a Miriam y, por extensión, a las mujeres en general. Sabía que en el acto sexual, cuando la penetrase y empezase a moverse, el parecido de la muchacha con Miriam le dejaría impotente.
Cuando la muchacha le llevó la cuenta de la comida y exhibió aquella radiante sonrisa que a él había empezado a parecerle altanera y superior, dijo:
—Yo soy la llave.
Corría un riesgo innecesario que ni siquiera él podía permitirse. Hasta que no estuviese seguro de que todas las personas del pueblo, aparte de los Edison y de un grupo de niños, estaban debidamente programadas, debía limitar el uso de la frase de dominio a conversaciones telefónicas, como con Troutman, y a situaciones donde estuviese a solas con el sujeto y libre del temor de ser interrumpidos. Sólo después de tres semanas de observación y de contacto individual podría empezar a dar por sentado que no existía riesgo; y ahora, en cierto sentido, estaba un poco molesto por estar comportándose de forma irresponsable en su primer día de estancia en el pueblo. No le importaba si el poder absoluto lo corrompía absolutamente; lo que no hacía es volverle imprudente o demasiado confiado. Por otra parte, mientras siguieran hablando en voz baja, había pocas probabilidades de que los oyesen. La pareja mayor del compartimiento junto a la puerta eran los que estaban más cerca de Salsbury, y eso era a media sala de distancia. Además, fuese o no un riesgo innecesario, no podía resistir la tentación de dominar a aquella mujer. Las emociones habían desbocado su razón y le arrastraban con ellas.
—Yo soy la cerradura —dijo ella.
—Habla en voz baja.
—Sí, señor.
—¿Cómo te llamas?
—Alice.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintiséis.
—Eres preciosa.
La joven no dijo nada.
—Sonríeme, Alice.
Le sonrió. No parecía aturdida en absoluto. Ni siquiera sus grandes y oscuros ojos daban señales de estar en trance. Además, obedecía sin titubear.
—Tienes un cuerpo precioso.
—Gracias.
—¿Te gusta el sexo?
—Sí.
—¿Te gusta mucho?
—Sí, me gusta.
—Cuando estás en la cama con un hombre, ¿hay algo que no le dejas hacer?
—Sí. El griego.
—¿No le dejas hacer que te sodomice?
La muchacha se sonrojó.
—No. Eso no me gusta.
—Si yo te deseara, podría tenerte.
Le miró y no dijo nada.
—¿Podría?
—Sí.
—Si yo quisiera, podría hacerte mía ahora mismo, aquí, sobre esta mesa.
—Sí.
—Si quisiera sodomizarte podría hacerlo.
Ella se resistió a la idea, pero aceptó finalmente.
—¿Es eso lo que quiere?
—Si quisiera, podría hacerlo. Tú me dejarías.
—Sí.
Ahora fue él quien sonrió. Miró a su alrededor. Nadie los miraba, nadie los había oído.
—¿Estás casada, Alice?
—No, divorciada.
—¿Por qué te divorciaste?
—Era incapaz de conservar un trabajo.
—¿Tu marido?
—Sí.
—¿Era bueno en la cama?
—No mucho.
Era más parecida a Miriam de lo que había pensado.
Después de todos aquellos años, todavía recordaba lo que le dijo Miriam el día que ella se marchó. «No sólo eres malo en la cama, Ogden, eres fatal. Y no tienes ninguna predisposición a aprender. Pero ya sabes que podría vivir así si hubiera compensaciones. Si tuvieses dinero y pudieses comprarme cosas, tal vez podría vivir con tu torpe forma de hacer el amor. Cuando acepté casarme contigo, pensé que ibas a ganar mucho dinero. ¡Dios santo, eras el primero de la clase en Harvard! Cuando terminaste tu doctorado, todo el mundo quería contratarte. Si hubieses tenido alguna ambición, habrías llenado tus manos de dinero. ¿Lo sabes, Ogden? Creo que eres tan inepto y carente de imaginación en tus investigaciones como lo eres en la cama. Nunca llegarás a ninguna parte, pero yo sí. Me voy». Qué perra era. Sólo el hecho de pensar en ella le hizo empezar a temblar y a transpirar.
Alice le estaba sonriendo.
—Deja de sonreír —ordenó en voz baja—. No me gusta.
Le obedeció sin decir nada.
—¿Qué soy yo, Alice?
—Usted es la llave.
—¿Y tú qué eres?
—La cerradura.
—Ahora que te he abierto, harás cualquier cosa que yo te ordene, ¿es así?
—Sí.
Sacó de la cartera tres billetes de un dólar y los puso sobre la cuenta de la comida.
—Voy a probarte, Alice. Quiero comprobar si eres obediente de verdad.
La muchacha esperó dócilmente.
—Cuando te alejes de esta mesa, llevarás la cuenta y el dinero a la caja registradora, marcarás el importe y te guardarás la propina, lo que quede de los tres dólares. ¿Está claro?
—Sí.
—Luego, irás a la cocina. ¿Hay alguien allí?
—No. Randy se ha ido al banco.
—Randy Ultman.
—Sí.
—Está bien. Cuando llegues a la cocina, cogerás un tenedor de carne, uno de esos tenedores grandes de dos puntas. ¿Hay alguno de esos en la cocina?
—Sí, varios.
—Pues tomas uno de ellos y te pinchas con él; te atravesarás toda la mano izquierda.
Ella ni siquiera parpadeó.
—¿Has comprendido, Alice?
—Sí. He comprendido.
—Cuando te alejes de esta mesa, te olvidarás de todo lo que nos hemos dicho el uno al otro. ¿Comprendido?
—Sí.
—Cuando te atravieses la mano con el tenedor, pensarás que es un accidente. Un accidente fortuito, ¿comprendido?
—Claro, un accidente.
—Márchate, pues.
La chica se volvió y se dirigió a la puertecita que daba acceso al interior de la barra, meneando provocativamente sus flexibles caderas.
Cuando llegó a la caja registradora y empezó a marcar el importe, Salsbury se deslizó fuera del compartimiento y se encaminó hacia la salida.
La joven dejó caer la propina en un bolsillo de su uniforme, cerró la caja registradora y fue a la cocina.
En la entrada del local, Salsbury se detuvo y metió una moneda de 25 centavos en la máquina de periódicos.
Bob Thorp lanzó una sonora carcajada ante algún chiste, y la camarera llamada Bess se rió tontamente como una jovencita.
Salsbury sacó un ejemplar del Black River Bulletin de la estantería metálica, lo dobló, se lo puso bajo el brazo y abrió la puerta del vestíbulo. Cruzó el umbral y empezó a cerrar la puerta detrás de él, mientras pensaba: «¡Adelante, perra, adelante!». El corazón le latía aceleradamente y se sentía ligeramente mareado.
Alice empezó a gritar.
Salsbury, sonriendo, cerró la primera puerta, empujó la puerta exterior, bajó los escalones y se puso a caminar por Main Street hacia el este, como si fuera ajeno al alboroto del café.
El día era luminoso y cálido. En el cielo no había nubes.
Jamás había sido tan feliz.
Paul pasó rozando el hombro de Bob Thorp y se precipitó a la cocina.
La joven camarera estaba de pie ante un mostrador que había entre dos congeladores verticales. Tenía la mano izquierda con la palma hacia abajo sobre una madera para cortar. Agarraba con la mano derecha un tenedor de carne de unos cuarenta y cinco centímetros.
Parecía que las dos puntas afiladísimas le habían atravesado la mano izquierda y se habían clavado en la madera. La sangre manchaba su uniforme azul pálido, brillaba en la madera de cortar y se deslizaba por el borde del mostrador de fórmica. La chica gritaba, luchaba por respirar entre los gritos, temblaba, intentaba arrancar el tenedor.
Paul se volvió hacia Bob Thorp, que estaba paralizado en el dintel de la puerta, y dijo:
—Ve a buscar al doctor Troutman.
No hizo falta repetírselo, Thorp se fue corriendo.
—Suelte el tenedor —le instó Paul, después de sujetarle la mano derecha—, quiero que suelte el tenedor. Se está haciendo todavía más daño.
Ella levantó la cabeza y lo miró sin verlo. Su rostro, bajo la tez oscura, aparecía lívido; era evidente que se encontraba bajo una conmoción. No podía dejar de gritar y, probablemente, ni siquiera sabía que le habían hablado.
Paul tuvo que arrancarle los dedos del mango del tenedor.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Jenny a su lado.
—Sujétala. No dejes que coja el tenedor.
Jenny asió la muñeca derecha de la mujer.
—Creo que me voy a marear —le advirtió.
Paul no la habría culpado de haber sido así. En la reducida cocina del restaurante, con el techo bajo a sólo unos centímetros de sus cabezas, los gritos eran ensordecedores. La vista de aquella mano delgada con el tenedor clavado en ella era espantosa, cosa de pesadilla. El aire estaba cargado de los rancios olores del jamón cocido, de la carne asada, de las cebollas fritas, de la grasa… y del fresco y metálico hedor de la sangre. Era suficiente para producir náuseas a cualquiera. Pero lo que dijo fue:
—No vas a marearte, eres una mujer fuerte.
Jenny se mordió el labio inferior y asintió con una inclinación de cabeza.
Con rapidez, como si estuviese preparado, como si hubiese esperado precisamente aquella emergencia, Paul tomó de un colgador un trapo de cocina y lo rompió en dos trozos. Dejó uno de ellos a un lado, y con el otro y una larga cuchara de madera, fabricó un torniquete en el brazo izquierdo de la camarera. Hizo girar la cuchara con la mano derecha y cubrió el mango del tenedor con la izquierda.
—Ven aquí y sujeta el torniquete —le ordenó a Jenny.
Apenas la camarera se vio con la mano derecha libre, intentó agarrar el mango del tenedor. Arañó el puño de Paul.
Jenny sujetó la cuchara.
Paul apretó la mano herida de la camarera hacia abajo, tiró del tenedor, que tal vez estuviera clavado unos dos centímetros en la madera, y extrajo de la mano las puntas con un rápido y hábil movimiento. Dejó caer el tenedor y deslizó un brazo alrededor de la cintura de la muchacha para impedir que se cayese. Se le estaban doblando las rodillas, que es lo que él había supuesto que ocurriría.
—Debe dolerle una barbaridad —observó Jenny, cuando Paul tumbaba a Alice en el suelo.
Estas palabras parecieron acabar con el terror de la camarera. Dejó de gritar y empezó a llorar.
—No entiendo cómo se lo ha hecho —comentó Paul mientras se inclinaba sobre ella—. Se ha atravesado la mano con el tenedor con una fuerza increíble. Estaba clavada a la tabla de madera.
—Un accidente —dijo la camarera, llorando y temblando. Gritó sofocadamente, gimió y sacudió la cabeza—. Un terrible… accidente.