Capítulo 4

Veintiocho meses antes:

Sábado, 12 de abril de 1975

El helicóptero, un elegante, lujoso y bien equipado Bell Jet Ranger II, atravesó el aire seco de Nevada y voló hacia la zona de Las Vegas. El piloto se acercó cautelosamente a la pista de aterrizaje en el tejado del Hotel Fortunata, se quedó suspendido sobre el círculo rojo un momento, y se posó con consumada habilidad.

Cuando los rotores dejaron de agitarse, Ogden Salsbury abrió la puerta y bajó al tejado del hotel. Estuvo desorientado unos segundos. La cabina del Jet Ranger tenía aire acondicionado; fuera, el aire era como la bocanada reseca de un horno. En un tocadiscos sonaba un disco de Frank Sinatra, que se oía por unos altavoces montados sobre unos palos de metro ochenta de altura. La luz del sol se reflejaba en el agua ondulada de la piscina situada en el tejado, y Salsbury quedó parcialmente cegado a pesar de las gafas de sol. Sin saber la razón, había esperado que el tejado se agitase y se balancease bajo sus pies como lo había hecho el helicóptero; y, al no ser así, dio un ligero traspié.

La piscina y la sala de recreo acristalada formaban parte de la enorme suite presidencial del piso decimotercero del Hotel Fortunata. Aquella tarde, únicamente dos personas utilizaban la piscina: dos voluptuosas jóvenes vestidas sólo con diminutos bikinis blancos de punto. Estaban sentadas en el borde de la piscina, cerca de la parte profunda, con las piernas colgando en el agua. Un hombre rechoncho, de fuerte constitución, vestido con unos pantalones anchos y grises y una camisa de seda blanca de manga corta, estaba en cuclillas junto a ellas, hablándoles. Los tres tenían ese perfecto aplomo que, en opinión de Ogden, sólo se adquiría con poder y dinero. Ni siquiera parecían haber advertido la llegada del helicóptero.

Salsbury atravesó el tejado en dirección a ellos.

—¿General Klinger?

El hombre rechoncho levantó la mirada. Las muchachas hicieron caso omiso de su presencia. La rubia había empezado a cubrir a la morena con loción bronceadura. Sus manos se deslizaban por las pantorrillas y las rodillas de la otra muchacha para subir luego amorosamente por los morenos y jóvenes muslos. Era evidente que eran más que simples amigas.

—Me llamo Salsbury.

Klinger se puso en pie. No le ofreció la mano.

—Tengo una maleta, iré a buscarla.

El hombre caminó hacia la sala acristalada. Salsbury se puso a mirar a las muchachas. Tenían las piernas más largas y preciosas que jamás había visto. Se aclaró la garganta y dijo:

—Apostaría a que están ustedes en el mundo del espectáculo.

Ninguna de las dos lo miró. La rubia echó loción en su mano izquierda y empezó a frotar la parte superior de los grandes pechos de la morena. Sus dedos se deslizaron bajo el sostén del bikini, rozando los ocultos pezones.

Salsbury se sintió como un estúpido, como siempre le había ocurrido cuando se encontraba ante mujeres hermosas. Estaba seguro de que se burlaban de él. ¡Perras asquerosas!, pensó con rencor. Algún día os tendré a cualquiera de vosotras si así lo deseo. Algún día os diré lo que yo quiero y vosotras lo haréis y os gustará porque yo os diré que os tiene que gustar.

Klinger regresó con una maleta de tamaño considerable. Se había puesto una chaqueta deportiva a cuadros azules y grises que habría costado por lo menos doscientos dólares.

Salsbury pensó que parecía un gorila vestido para una actuación de circo.

En el compartimiento de los pasajeros del helicóptero, mientras se elevaban del tejado, Klinger apretó el rostro contra la ventana y observó que las muchachas se iban convirtiendo en puntos sin sexo. A continuación, suspiró y se arrellanó en el asiento.

—Su jefe sabe organizar las vacaciones de una persona.

Salsbury parpadeó lleno de confusión.

—¿Mi jefe?

—Dawson —precisó Klinger, a la vez que lo miraba. Sacó un paquete de puros del bolsillo interior de la chaqueta, sin ofrecerle a Salsbury, cogió uno y lo encendió—. ¿Qué le han parecido Cristal y Daisy?

Salsbury se quitó las gafas de sol.

—¿Cómo dice?

—Cristal y Daisy. Las muchachas de la piscina.

—Guapas. Muy guapas.

—No puede usted imaginarse lo que saben hacer estas chicas —suspiró Klinger, después de haber hecho una pausa para dar una larga calada al puro y expulsar el humo.

—Yo creía que eran bailarinas.

Klinger lo miró incrédulo, echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

—¡Oh, así es en efecto! Hacen bailar sus culitos por la noche en la sala de fiestas del Fortunata. Pero también han estado actuando en la suite del ático. Y deje que le diga una cosa, bailar es uno de sus talentos menores.

A pesar de que en la cabina del Jet Ranger se estaba fresco, Salsbury sudaba. Mujeres… Las temía y las deseaba desesperadamente. Para Dawson, el control de la mente significaba una fortuna ilimitada, un completo dominio financiero de todo el mundo; para Klinger, podía significar un poder sin límites, la satisfacción del mando incuestionable; pero, para Salsbury, significaba tener sexo tan a menudo como quisiera, de la forma que quisiera, con la mujer que deseara.

—Apostaría a que le gustaría tener a esas dos en su cama, y metérsela a ambas, a una después de la otra —le excitó Klinger y, luego, echó el humo hacia el techo de la cabina—. ¿Le gustaría, eh?

—¿A quién no?

—Son duras para un solo hombre —añadió Klinger, riéndose entre dientes—. Para hacerlas felices es necesario un hombre con verdadera resistencia. ¿Cree usted que podría con las dos, con Cristal y con Daisy?

—No me importaría nada intentarlo.

Klinger se rió ruidosamente.

Salsbury lo detestó por ello.

Ogden pensó que aquel bastardo grosero no era más que un influyente correveidile. Podía ser comprado… y su precio era barato. Ayudaba en cierta forma a Futurex International en sus ofertas competitivas para los contratos del Pentágono. A cambio, tenía vacaciones gratis en Las Vegas y recibía algún tipo de retribución que le era ingresada en una cuenta bancaria de Suiza. Sin embargo, había un elemento de este arreglo que para Salsbury no encajaba con la filosofía personal de Leonard Dawson. Le dijo a Klinger:

—¿También Leonard paga lo de las chicas?

—Pues no lo sé; pero yo, desde luego, nunca he pagado por eso. —Klinger se quedó mirando duramente a Salsbury hasta que se convenció de que el científico lo creía—. El hotel paga la factura. Es una de las filiales de Futurex. Pero tanto Leonard como yo fingimos que él no sabe nada sobre las muchachas. Cuando me pregunta si me he divertido durante las vacaciones, actúa como si todo lo que yo hubiese hecho es estar junto a la piscina, solo, leyendo los últimos libros publicados. —Hablaba en un tono divertido. Dio una calada al puro—. Leonard es un puritano, pero es lo bastante listo como para no dejar que sus sentimientos personales interfieran en los negocios. —Sacudió la cabeza—. Su jefe no es cualquier cosa.

—No es mi jefe.

Tuvo la impresión de que Klinger no lo había oído.

—Leonard y yo somos socios —añadió Salsbury.

—Socios —repitió Klinger, y le miró de arriba abajo.

—Así es.

Sus ojos se encontraron.

Al cabo de unos segundos, y de mala gana, Salsbury apartó la mirada.

—Socios —volvió a decir Klinger. No se lo creía.

Salsbury pensó: somos socios; es posible que el helicóptero, el Hotel Fortunata, Crystal, Daisy y usted mismo pertenezcan a Dawson, pero yo no le pertenezco y nunca será así, nunca.

En el aeropuerto de Las Vegas, el helicóptero aterrizó a treinta metros de un blanco y resplandeciente avión Grummann Gulf Stream. Unas letras rojas sobre el fuselaje decían: FUTUREX INTERNATIONAL.

Quince minutos después, volaban hacia una pista privada de aterrizaje cerca del lago Tahoe.

Klinger se desabrochó el cinturón de seguridad y dijo:

—Tengo entendido que debe usted darme una serie de informaciones.

—Así es. Tenemos un par de horas por delante —contestó Salsbury, a la vez que colocaba su maletín sobre el regazo—. Habrá oído usted hablar de los mensajes…

—Antes de empezar, me gustaría un whisky con hielo.

—Creo que hay un bar a bordo.

—Bien, bien.

—Está ahí detrás. —Salsbury señaló por encima de su hombro.

—Tráigame dos dedos de whisky escocés con cuatro cubitos de hielo en un vaso de cuarto de litro.

Al principio, Salsbury lo miró sin comprender; luego, lo entendió: los generales no se sirven las bebidas. Pensó que no debía dejarse intimidar por él. Sin embargo, contra su voluntad, se levantó y se dirigió hacia la parte posterior del avión. Era como si no pudiese controlar su cuerpo. Cuando regresó con la bebida, Klinger ni siquiera le dio las gracias.

—¿Es cierto que es usted socio de Leonard?

Salsbury comprendió que, actuando más como un camarero que como un huésped, no había hecho otra cosa que reforzar la convicción del general en cuanto a que la palabra «socio» no encajaba con él. Aquel bastardo lo había puesto a prueba.

Empezó a preguntarse si Dawson y Klinger no serían demasiado para él. ¿No sería él un gallito en un cuadrilátero con pesos pesados?

Tal vez se estaba poniendo en situación de recibir un sorprendente puñetazo que lo dejara sin sentido.

Rechazó rápidamente esta idea. Sin Dawson y sin el general, no podía ocultar sus descubrimientos al Gobierno, que los había financiado, al que pertenecían y que los codiciaría al conocer su existencia. Su única alternativa era asociarse con aquella gente; y sabía que debería estar alerta, ser cauteloso y desconfiado. Pero uno podía dormir con el demonio mientras lo hiciese con una pistola cargada bajo su almohada.

¿O acaso él no podía?

Pine House, la mansión de veinticinco habitaciones que Dawson poseía sobre el lago Tahoe en Nevada, había ganado dos premios de diseño por su arquitectura y había salido en la revista House Beautiful. La casa estaba construida al borde del agua, dentro de un terreno de veinte mil metros cuadrados, con un telón de fondo de más de cien enormes pinos; y, más que una intrusión en el paisaje, parecía surgir naturalmente de él, incluso siendo sus líneas bastante modernas. El primer nivel era grande y circular, de piedra y sin ventanas. El segundo piso, un círculo del mismo tamaño, pero no concéntrico con respecto al primer nivel, era una elevación de la planta baja. En la parte posterior de la casa, que daba al río, el segundo piso dominaba al primero y protegía una pequeña dársena; esta planta contaba con una ventana de tres metros y medio de longitud que proporcionaba una vista magnífica del agua y de las lejanas colinas cubiertas de pinos. El negro tejado abovedado de pizarra estaba coronado por un estilizado chapitel de casi tres metros de altura parecido a una aguja.

Cuando Salsbury vio el lugar por primera vez, lo emparentó con aquellas iglesias futuristas que se habían alzado en parroquias acaudaladas y progresistas a lo largo de los últimos diez o quince años. Así lo dijo, sin pasársele por la cabeza la idea de tener un poco de tacto; y Leonard tomó el comentario como un cumplido. Como había vuelto a familiarizarse con las excentricidades de su anfitrión durante sus reuniones semanales de los tres meses anteriores, Ogden estaba bastante seguro de que se suponía que la casa debía parecerse a una iglesia; que para Dawson significaba el templo, un monumento sagrado a la fortuna y al poder.

Pine House había costado casi tanto como una iglesia: un millón y medio de dólares, incluido el precio de la tierra. De todos modos, sólo era una de las cinco casas y tres grandes pisos que Dawson y su mujer mantenían en Estados Unidos, Jamaica, Inglaterra y Europa.

Después de cenar, los tres hombres se acomodaron en los sillones de la sala de estar, a pocos metros de la ventana panorámica. Tahoe, uno de los mayores y más profundos lagos del mundo, refulgía con la luz y la sombra de los rayos del sol que, ya detrás de las montañas, se escapaban desde el cielo. Por la mañana, el agua tenía una apariencia clara y verdosa; por la tarde, era de un azul puro y cristalino; en aquel momento, a punto de volverse negra como una extensión de aceite, parecía terciopelo púrpura que envolvía suavemente la orilla. Estuvieron cinco o diez minutos disfrutando del panorama, hablando sólo para comentar la comida que acababan de terminar y el coñac que estaban saboreando.

Finalmente, Dawson se volvió hacia el general y le preguntó:

—Ernst, ¿qué piensas de la publicidad subliminal?

El general ya había previsto aquel brusco paso de la relajación al trabajo.

—Es algo fascinante.

—¿No tienes ninguna duda?

—¿De su existencia? Ninguna en absoluto. Tu hombre, Salsbury, tiene la prueba. Pero no me ha explicado lo que la publicidad subliminal tiene que ver conmigo.

Mientras tomaba un sorbo de coñac y lo saboreaba, Dawson hizo un gesto con la cabeza en dirección a Salsbury.

Ogden dejó su vaso, furioso por haberse Klinger referido a él como al hombre de Dawson y furioso de que Dawson no hubiese corregido al general, por lo que tomó la decisión de no olvidar que no debía dirigirse a Klinger utilizando su título militar.

—Ernst, hasta esta mañana no nos conocíamos. No te he dicho dónde trabajo; pero estoy seguro de que tú lo sabes.

—En el Instituto Brockert —dijo Klinger, sin titubeo alguno.

El general Ernst Klinger supervisaba una división de vital importancia del Pentágono, el Departamento de Seguridad para Investigación de Armamento. Su autoridad dentro del departamento se extendía a los estados de Ohio, Virginia del Oeste, Virginia, Maryland, Delaware, Pennsilvania, Nueva Jersey, Nueva York, Connecticut, Massachusetts, Rhode Island, Vermont, New Hampshire y Maine. Su responsabilidad consistía en vigilar las instalaciones e inspeccionar regularmente los sistemas provisionales y electrónicos que protegían todos los laboratorios, las fábricas y las zonas de pruebas donde se llevaban a cabo las investigaciones de armamento en estos catorce estados. Algunos laboratorios que pertenecían a Creative Development Associates, el instituto Brockert de Connecticut incluido, estaban bajo su jurisdicción; y a Salsbury le habría sorprendido que el general no conociese el nombre del científico a cargo del trabajo en Brockert.

—¿Estás al corriente del tipo de investigación que realizamos allí? —preguntó Salsbury.

—Yo soy responsable de la seguridad, no de la investigación —respondió Klinger—. Sólo estoy al corriente de lo que necesito saber; como el historial de las personas que trabajan allí, la distribución de los edificios y la naturaleza del campo que lo rodea. No necesito conocer el trabajo que realizan.

—Está relacionado con los mensajes subliminales.

Klinger, con algunos colores provocados por el coñac filtrándosele en el rostro, se revolvió como si hubiese oído un movimiento sigiloso detrás de él y le dijo a Ogden:

—Si no me equivoco, has firmado una promesa de guardar secreto, al igual que todo el mundo en Brockert.

—Sí, en efecto.

—Y ahora la estás violando.

—Soy consciente de ello.

—¿Eres asimismo consciente de la sanción?

—Sí. Pero nunca me veré afectado por ella.

—Estás muy seguro de ti mismo.

—Completamente seguro —afirmó Salsbury.

—Eso no cambia las cosas; tú ya sabes que yo soy un general del Ejército de Estados Unidos y que Leonard es un ciudadano leal y de confianza. A pesar de eso, has roto la promesa. Es posible que no puedan encarcelarte por traición sólo por haber hablado con personas como nosotros; pero como mínimo te pueden caer dieciocho meses por levantar el secreto de información sin autoridad para ello.

Salsbury miró a Dawson.

Este, se inclinó hacia delante en su butaca y le dio una palmada en la rodilla al general.

—Deja que Ogden termine.

—Esto podría estar preparado —se quejó Klinger.

—¿A qué te refieres?

—Que puede estar preparado, que puede ser una trampa.

—¿Para cogerte? —preguntó Dawson.

—Podría ser.

—¿Para qué querríamos nosotros cogerte? —Dawson parecía estar sinceramente dolido por la sugerencia.

Salsbury pensó que, a pesar del tono utilizado, probablemente había cogido y destruido a cientos de hombres a lo largo de los últimos treinta años.

Klinger parecía estar pensando lo mismo, si bien se encogió de hombros y fingió no tener respuesta para la pregunta de Dawson.

—Yo no trabajo de esta forma —aseguró Dawson, incapaz de ocultar su orgullo herido o sin querer hacerlo—. Me conoces mejor que eso. Toda mi carrera, toda mi vida están basadas en principios cristianos.

—Yo no conozco a nadie lo suficiente como para arriesgarme a poder ser acusado de traición —soltó bruscamente el general.

—Amigo mío —dijo Dawson, fingiendo exasperación; era un poco demasiado obvio para ser real—, tú y yo hemos hecho mucho dinero juntos. Pero todo eso no es más que calderilla si lo comparamos con lo que podemos ganar al cooperar con Ogden. Tenemos ahí una fortuna literalmente ilimitada… para los tres. —Observó al general un momento y, como no obtuvo reacción por su parte, añadió—: Ernst, yo nunca te he engañado. Nunca. Ni una sola vez.

—Todo lo que has hecho hasta el momento ha sido pagarme por mi asesoramiento… —apuntó Klinger, sin gran convencimiento.

—Por tu influencia.

—Por mi asesoramiento —insistió Klinger—. Y, aunque hubiese vendido mi influencia, cosa que no he hecho, eso está muy lejos de la traición.

Se miraron el uno al otro.

Salsbury tenía la sensación de no estar en la habitación con ellos, como si los estuviese mirando a través del ocular de un telescopio de una milla de longitud.

Klinger, con menos aspereza en su voz que un minuto antes, habló finalmente:

—Leonard, supongo que te das cuenta de que yo podría estar tendiéndote una trampa.

—Por supuesto.

—Podría aceptar escuchar a tu hombre, oír todo lo que tiene que decir… sólo para obtener pruebas contra ti y contra él.

—Seguirnos la corriente.

—Proporcionaros suficiente cuerda para que os colgarais vosotros mismos. Te lo advierto sólo porque eres un amigo. Te aprecio, no quiero verte metido en problemas.

Dawson se arrellanó en su butaca.

—Bien, quiero hacerte una oferta y necesito tu cooperación. Por consiguiente, voy a tener que arriesgarme, ¿no es así?

—Tú decides.

Dawson, sonriendo y aparentemente satisfecho de la actitud del general, levantó su copa de coñac y propuso silenciosamente un brindis.

Con una amplia sonrisa, Klinger alzó su copa.

Salsbury se preguntó qué demonios estaba pasando.

Después de haber olido el coñac y de haber tomado un sorbo, Dawson miró a Salsbury por primera vez en varios minutos.

—Puedes empezar, Ogden.

Salsbury comprendió de pronto el objetivo subyacente de la conversación que acababa de escuchar. En el improbable caso de que Dawson estuviese realmente tendiendo una trampa a un viejo amigo, en la eventualidad de que la reunión estuviese siendo grabada, Klinger se había proporcionado hábilmente como mínimo alguna protección contra un eventual procesamiento. Constaba que había advertido a Dawson sobre las consecuencias de sus actos. En un tribunal o ante una junta militar, el general podría argüir que sólo estaba siguiéndoles la corriente para obtener pruebas contra ellos; y, aunque nadie lo llegase a creer, era más que probable que lograse conservar tanto su libertad como su rango.

Ogden se puso en pie, dejó su coñac tras de sí, se dirigió a la ventana y se colocó con la espalda hacia el lado cada vez más oscuro. Estaba demasiado nervioso para permanecer sentado mientras hablaba. De hecho, durante unos segundos, estuvo incluso demasiado nervioso para poder hablar.

Al igual que dos lagartos situados entre la caliente luz del sol y la sombra fría, a la espera de que la oscilación de la luz cambie lo suficiente como para permitir algún movimiento, Dawson y Klinger lo miraban fijamente. Estaban sentados en idénticos sillones de piel negra y respaldo alto con bruñidos botones y tachuelas plateadas. Entre ellos había una mesita redonda de roble oscuro. La única luz que había en la estancia elegantemente amueblada procedía de dos lámparas de pie que flanqueaban la chimenea a seis metros de distancia. La parte derecha del rostro de ambos hombres aparecía suavizada y en cierta forma oculta por las sombras, mientras que la izquierda estaba intensamente iluminada por la luz ámbar; sus ojos parpadeaban con una paciencia de saurio.

Salsbury pensó que tanto si el plan era un éxito como si no, Dawson y Klinger saldrían de él ilesos. Ambos llevaban una armadura eficaz: Dawson, su fortuna; Klinger, la dureza, la inteligencia y la experiencia.

Salsbury, por su parte, no contaba con ninguna armadura. Ni siquiera había considerado que necesitaba una, como Klinger había hecho al protegerse con aquel discurso sobre garantías de secreto y sobre traición. Había supuesto que su descubrimiento generaría suficiente dinero y poder como para satisfacerlos a los tres, pero estaba empezando a comprender que la codicia no podía quedar satisfecha con la misma facilidad que un fuerte apetito o una acuciante sed. Si tenía alguna arma defensiva, era su inteligencia y su mente rápida; pero su intelecto había estado tanto tiempo metido en los estrechos canales de las cuestiones científicas especializadas que ahora le era de mucha menos utilidad en los asuntos comunes de la vida que en el laboratorio.

Se recordó por segunda vez en aquel día que habría de estar alerta y que debía ser cauteloso y suspicaz. Con unos hombres tan agresivos como aquéllos, la cautela era una armadura muy débil, pero se trataba de la única que tenía. Comenzó a hablar.

—El Instituto Brockert ha estado durante diez años completamente dedicado a un estudio del Pentágono sobre publicidad subliminal. No nos hemos interesado por sus aspectos técnicos, teóricos o sociológicos; es éste un trabajo que se hace en alguna otra parte. Hemos trabajado únicamente en los mecanismos biológicos de la percepción subliminal. Desde un principio, hemos estado intentando desarrollar una droga que «preparase» el cerebro para la subcepción, una droga que permitiera que un hombre obedeciese todas las órdenes subliminales que se le diesen sin hacer preguntas.

Unos científicos de otro laboratorio de la CDA del norte de California estaban intentando poner a punto un agente vírico o bacteriano con el mismo propósito. Pero se encontraban sobre una pista falsa; lo sabía por la sencilla razón de que él estaba en la buena.

—Actualmente —prosiguió—, es posible utilizar mensajes subliminales para influir en las personas que no tienen una opinión clara sobre un asunto o un producto en particular. Pero el Pentágono quiere tener la posibilidad de utilizar mensajes subliminales con el fin de alterar la disposición básica de las personas que tienen opiniones muy claras y tenazmente arraigadas.

—El control de la mente —dijo Klinger, imperturbable.

Dawson tomó otro sorbo de coñac.

—Si se llega a sintetizar esta droga, cambiará el curso de la historia —continuó Salsbury—. No se trata de una exageración. En primer lugar, no volverá a haber guerras, por lo menos en el sentido tradicional. Nos limitaremos a contaminar los suministros de agua de nuestros enemigos con esta droga y, después, los inundaremos, a través de sus propios medios de comunicación (televisión, radio, cine, periódicos y revistas), con una serie continuada de mensajes cuidadosamente estructurados que los convencerán de que vean las cosas a nuestra manera. De forma gradual y sutil, podremos convertir a nuestros enemigos en nuestros aliados… y dejar que piensen que esta transformación ha sido idea suya.

Permanecieron en silencio tal vez durante un minuto, reflexionando sobre ello.

Klinger encendió un puro. A continuación, dijo:

—Una droga así podría utilizarse también para una serie de fines nacionales.

—Por supuesto —confirmó Salsbury.

—A largo plazo —agregó Dawson, casi con melancolía—, podríamos alcanzar la unidad nacional, poner fin a todas las disputas, protestas y desacuerdos que retrasan la evolución de este gran país.

Ogden les dio la espalda y se puso a mirar por la ventana. La noche había envuelto totalmente el lago. Se oía el chapoteo del agua contra los pilotes de la dársena pocos metros más abajo, justo bajo la ventana. Dejó que el rítmico sonido lo tranquilizase. Tenía la certeza de que Klinger cooperaría, veía que un futuro maravilloso se extendía ante él y estaba tan excitado ante la perspectiva que tenía miedo de hablar.

—Eres sobre todo el director de investigaciones de Brockert —oyó a Klinger a su espalda—, pero aparentemente no eres tan sólo un hombre de despacho.

—Me he reservado algunas partes del estudio —admitió Salsbury.

—Y has descubierto una droga que funciona, una droga que prepara el cerebro para la subcepción.

—Hace tres meses —concretó Ogden de cara al cristal.

—¿Quién está enterado de ello?

—Nosotros tres.

—¿Nadie en Brockert?

—Nadie.

—Aunque, como tú dices, te hayas reservado algunas de las partes del estudio, debes de tener un ayudante de laboratorio.

—No es muy brillante, por eso precisamente lo escogí. Hace seis años.

—¿Y durante todo este tiempo has estado pensando en reservarte el descubrimiento? —preguntó Klinger.

—Sí.

—¿Y has manipulado el informe diario del trabajo? ¿Los formularios que van a Washington al final de cada semana?

—Sólo he tenido que falsificarlos unos cuantos días. Apenas vi que lo había logrado, dejé de trabajar en ello inmediatamente y cambié toda la dirección de mi investigación.

—¿Y tu ayudante no ha sospechado nada de este cambio?

—Pensó que había renunciado a aquella trayectoria de investigación y que me disponía a seguir otra. Ya os he dicho que no es muy inteligente.

—Ogden no ha perfeccionado esta droga, Ernst —intervino Dawson—. Todavía queda mucho trabajo por hacer.

—¿Cuánto trabajo? —quiso saber el general.

Salsbury se volvió y dijo:

—No puedo decirlo con absoluta seguridad. Tal vez seis meses como mínimo y como máximo un año y medio.

—No puede trabajar en ello en Brockert —le apoyó Dawson—. Es imposible que pueda seguir falsificando los informes durante tanto tiempo. Por esta razón, estoy preparando un laboratorio completamente equipado en mi casa de Greenwich, a cuarenta minutos del Instituto Brockert.

—¿Tan grande es la casa que puedes convertirla en un laboratorio? —se asombró Klinger, con las cejas arqueadas.

—En realidad, Ogden no necesita mucho espacio. Unos trescientos metros cuadrados; trescientos treinta en el exterior. Y la mayor parte de este espacio será dedicado a las computadoras. Unos ordenadores terriblemente caros, debo añadir. Estoy respaldando a Ogden con casi dos millones de dólares de mi propio bolsillo, Ernst. Esto te dará una idea de la tremenda fe que tengo en él.

—¿Crees de verdad que puede desarrollar, probar y perfeccionar esta droga en una chapuza de laboratorio?

—No creo que con dos millones se haga una chapuza —protestó Dawson—. Y no olvides que el Gobierno ha pagado ya miles de millones de dólares para la investigación preliminar. Yo sólo estoy financiando la fase final.

—¿Cómo podrás mantener el secreto?

—Los ordenadores se utilizan para mil cosas distintas. Nosotros no nos involucraremos en su adquisición; además, lo haremos a través de una filial de Futurex, no habrá ningún indicio de que nos los hayan vendido a nosotros. Nadie hará preguntas —afirmó Dawson.

—Necesitará técnicos de laboratorio, ayudantes, secretarios…

—No. Mientras Ogden pueda contar con el ordenador y con el completo archivo de datos de su investigación anterior, puede llevarlo todo él solo. Ha tenido durante diez años un equipo de laboratorio completo para realizar los trabajos de rutina; pero la mayor parte de esta tarea ya está hecha.

—Si se marcha de Brockert, habrá una exhaustiva investigación de seguridad —avisó Klinger—. Querrán saber por qué se marcha… y descubrirán la razón.

Estaban hablando de Salsbury como si éste fuese otra persona y no pudiese oírlos, y esto no le gustaba nada. Se alejó de la ventana, avanzó dos pasos hacia el general y dijo:

—No voy a dejar mi cargo en Brockert. Cumpliré con mi trabajo como de costumbre, cinco días a la semana, desde las nueve hasta las cuatro. Mientras esté allí, trabajaré de forma diligente en un proyecto de investigación sin importancia.

—¿Cuándo encontrarás tiempo para trabajar en este laboratorio que Leonard está montando para ti?

—Por las tardes y los fines de semana. Además, he acumulado muchos permisos por enfermedad y vacaciones. Utilizaré todo eso, pero lo extenderé equitativamente a lo largo del próximo año.

Klinger se levantó y se dirigió al elegante carro de cobre y cristal que hacía las veces de bar y que el criado había dejado a unos metros de las butacas. Sus gruesos y peludos brazos hacían que las jarras de cristal pareciesen todavía más delicadas de lo que eran. Mientras se servía otro doble de coñac, preguntó:

—¿Y qué papel represento yo en todo esto?

—Leonard puede conseguir el sistema de ordenador que necesito —le explicó Salsbury—, pero no puede proporcionarme un archivo de cintas magnéticas de toda la investigación que he hecho para CDA o una serie de cintas del programa maestro diseñado para mi investigación. Necesitaré ambas cosas para que las computadoras de Leonard me sirvan de algo. Ahora, en tres o cuatro semanas, puedo hacer copias de estas cintas en Brockert sin arriesgarme mucho a que me sorprendan; pero, cuando tenga las ochenta o noventa engorrosas cintas magnéticas y casi quinientos metros de papel impreso, ¿cómo sacar todo esto de Brockert? No hay forma de hacerlo. Las normas de seguridad, para entrar y salir, son muy rigurosas, demasiado rigurosas para mi propósito. A menos que…

—Ya comprendo. —Klinger se volvió en el sillón y tomó un sorbo de coñac.

—Ernst, tú eres la autoridad máxima en lo referente al tema de la seguridad de Brockert —dijo Dawson, a la vez que se deslizaba hacia el borde de su asiento—. Conoces el sistema mejor que nadie; si existe un punto débil en la seguridad, tú eres el hombre que puede encontrarlo… o provocarlo.

Klinger estudió a Salsbury como si estuviese evaluando el peligro y preguntándose si era prudente asociarse con alguien de un carácter tan evidentemente inferior.

—¿Se supone que debo dejarle salir con casi cien cintas magnéticas llenas de datos de alto secreto y sofisticados programas informáticos?

Ogden asintió lentamente con la cabeza.

—¿Puedes hacerlo? —preguntó Dawson.

—Probablemente.

—¿Eso es todo lo que puedes decir?

—Es posible encontrar una forma de hacerlo.

—Eso no es suficiente, Ernst.

—De acuerdo —resolvió Klinger, ligeramente exasperado—. Podré hacerlo, encontraré la manera de hacerlo.

—Sabía que podrías hacerlo —aprobó Dawson, sonriendo.

—Pero si encuentro la forma de hacerlo y me pescan durante la operación o después de ella… me meterán en Leavenworth y dejarán que me pudra. Cuando hace un rato he usado la palabra «traición», no estaba hablando a la ligera.

—En ningún momento he pensado que así fuese —dijo Dawson—. Pero ni siquiera hará falta que veas esas cintas magnéticas ni que las toques. Es un riesgo que sólo Ogden tendrá que correr. No podrían acusarte de nada más grave que de negligencia por permitir, o por pasar por alto, una grieta en la seguridad.

—Incluso en ese caso, me vería obligado a retirarme anticipadamente o me expulsarían del servicio con sólo una pensión parcial.

Atónito, Dawson sacudió la cabeza.

—Le estoy ofreciendo un tercio de una asociación que producirá millones de dólares y Ernst se preocupa de una pensión del Gobierno.

Salsbury sudaba copiosamente. Tenía la parte posterior de la camisa empapada y se sentía como si le hubieran aplicado una compresa fría contra la piel.

—Nos has dicho que puedes hacerlo —se dirigió a Klinger—; pero lo crucial es si quieres hacerlo.

Klinger se quedó mirando su copa de coñac un momento; luego, levantó la vista hacia Salsbury.

—Cuando hayas perfeccionado la droga, ¿cuál será el siguiente paso?

—Crearemos una sociedad anónima como fachada en Liechtenstein —le contestó Dawson, a la vez que se ponía de pie.

—¿Por qué allí?

En Liechtenstein no se exigía una lista de los verdaderos propietarios de una sociedad anónima. Dawson podría contratar a unos abogados de Vaduz y designarlos apoderados de la sociedad; y éstos no se verían obligados por la ley a revelar la identidad de sus clientes.

—Además —concluyó Dawson—, conseguiré para cada uno de nosotros documentos falsos, con pasaporte incluido, de forma que podamos viajar y hacer negocios con nombres falsos. Si los abogados de Vaduz se ven obligados por medios extralegales a revelar los nombres de sus clientes, tampoco podrán perjudicarnos porque no sabrán nuestros nombres verdaderos.

La cautela de Dawson no era excesiva. La sociedad anónima no tardaría en convertirse en una empresa de increíble éxito, de tanto éxito que un gran número de personas poderosas, tanto del mundo de los negocios como del Gobierno mismo acabarían introduciéndose sigilosamente en ella, intentando descubrir quién estaba detrás de los apoderados telefónicos de Vaduz. Con la droga de Salsbury y los extensos programas de mensajes subliminales cuidadosamente estructurados, los tres podrían establecer cientos de negocios diferentes y exigir literalmente que los clientes, los asociados y hasta los rivales les produjesen unas sustanciosas ganancias. Todos y cada uno de los dólares que ganasen tendrían una apariencia limpísima, producto de una forma legítima de comercio. Pero, naturalmente, mucha gente presentiría que no era en absoluto legítimo manipular a la competencia y al público comprador mediante una nueva y poderosa droga. En el caso de que la sociedad anónima fuese descubierta haciendo uso de esta droga —robada, como lo había sido, del proyecto estadounidense de armamento—, lo que a primera vista aparecía como una prudencia excesiva podría ser nada más que la adecuada.

—¿Y una vez tengamos la sociedad anónima? —preguntó Klinger.

Los acuerdos financieros y laborales eran la vocación de Dawson, y también su diversión. Empezó a perorar a modo de un predicador baptista, lleno de vigor, de tenaces propósitos y disfrutando por completo.

—La sociedad adquirirá una propiedad amurallada en algún lugar de Alemania o de Francia; como mínimo, cuarenta hectáreas. De cara a la galería, será un retiro para ejecutivos, pero la utilizaremos en realidad para el adiestramiento de soldados mercenarios.

—¿Mercenarios? —interrumpió Klinger, cuyo amplio y duro rostro expresaba el desdén del soldado institucional por los asalariados temporales.

Dawson explicó que la sociedad contrataría quizás a una docena de los mejores legionarios disponibles, hombres que hubiesen luchado en Asia y África. Oficialmente, serían llevados a la propiedad de la compañía para recibir órdenes e instrucciones sobre sus misiones y para conocer a sus superiores. La droga se les suministraría a través del depósito del agua y de todas las bebidas embotelladas de la propiedad. Veinticuatro horas después de que los mercenarios hubiesen tomado las primeras bebidas, cuando estuviesen preparados para un completo lavado de cerebro subliminal, se les mostraría cada día, durante tres días sucesivos, cuatro horas de películas —documentales de interés turístico, estudios industriales y documentales técnicos detallando el uso de una serie de armas y de instrumentos electrónicos—, que serían presentadas como el material básico de fondo para sus misiones. Sin saberlo, por supuesto, habrían visto doce horas de sofisticados mensajes subliminales que los instarían a obedecer, sin hacer preguntas, cualquier orden dada mediante cierta frase clave; y, una vez transcurridos estos tres días, los doce hombres dejarían de ser meros operarios a sueldo y se convertirían en algo bastante parecido a robots programados.

Exteriormente, su aspecto no habría cambiado. Su apariencia y comportamiento sería el mismo de siempre. Sin embargo, obedecerían cualquier orden recibida para mentir, robar o matar a quien fuese; obedecerían sin vacilación, siempre y cuando esta orden estuviese precedida de la frase clave adecuada.

—Lo cierto es que, como soldados mercenarios, serían ya asesinos profesionales —precisó Klinger.

—Así es —convino Dawson—. Pero lo importante reside en su obediencia incondicional e incuestionable. Como mercenarios a sueldo, podrían rechazar cualquier orden o misión que no les gustase; sin embargo, en calidad de equipo programado, harán exactamente lo que se les diga.

—También hay otras ventajas —intervino Salsbury, sin ignorar que Dawson, ahora en una vena proselitista, lamentaba ser apartado del púlpito—. Por una parte, se puede mandar a un hombre que mate y, luego, borrar todo recuerdo del asesinato, tanto de su consciencia como de su subconsciencia. Jamás podría prestar declaración contra la sociedad o contra nosotros, y saldría airoso de cualquier prueba con un detector de mentiras.

El rostro neanderthaliense de Klinger se iluminó un poco. Sabía el valor de lo que decía Salsbury.

—¿Seguiría sin poder recordar aunque usasen pentotal o regresión hipnótica?

—El pentotal sódico está sobrestimado como suero de la verdad. Por otra parte… Bien, podrían ponerlo en trance y hacerlo retroceder al momento del asesinato. Pero el individuo sólo encontraría un blanco en su memoria. Desde el momento en que se le dice que borre el acontecimiento de su mente, ya no existe en su memoria, igual y con la misma certeza que los datos obsoletos no existen en un ordenador cuyos bancos de memoria han sido borrados.

Klinger, que había terminado su segundo coñac, volvió al carro. En esta ocasión se sirvió un triple con hielo y Seven-Up.

Salsbury pensó que el hombre tenía razón: cualquiera que aquella noche no mantuviese la cabeza clara, era un completo suicida.

—¿Qué haremos con esos doce «robots»? —preguntó Klinger, dirigiéndose a Dawson.

Dado que se había pasado los últimos tres meses pensando en ello, mientras él y Salsbury trabajaban en los detalles de cómo abordar al general, Dawson tenía preparada la respuesta.

—Podremos hacer con ellos lo que queramos. Cualquier cosa. Pero, como primer paso…, creo que deberíamos utilizarlos para introducir la droga en los suministros de agua de todas las ciudades importantes de Kuwait. A continuación, podríamos saturar aquel país con una campaña subliminal en los medios de difusión especialmente pensada para la mentalidad árabe, y al cabo de un mes, podríamos tranquilamente hacernos con el control sin que nadie, ni siquiera el Gobierno de Kuwait, tuviese conocimiento de nuestras acciones.

—¿Tomar posesión de todo un país como primer paso?

Klinger se mostraba incrédulo. Dawson, de nuevo como un predicador, se paseó a grandes pasos de un lado a otro entre Salsbury y el general, haciendo amplios gestos al hablar.

—La población de Kuwait se compone de menos de ochocientos mil habitantes. La mayor parte de ellos están concentrados en unas cuantas zonas urbanas, sobre todo en Hawalli y en la capital. Además, todos los miembros del Gobierno y virtualmente todos los ricos residen en estos centros metropolitanos. La mayoría de las familias súper acaudaladas o propietarias de enclaves desérticos obtienen el agua mediante camiones cisternas de la ciudad. En definitiva, podríamos controlar a todas las personas influyentes del país, pudiendo así llegar nosotros a ser una dictadura empresarial de las reservas petrolíferas de Kuwait, que suponen el veinte por ciento de todo el suministro mundial. Hecho esto, Kuwait se convertiría en nuestra base de operaciones, desde donde podríamos tomar posesión de Arabia Saudí, Irak, Yemen y todos los demás países exportadores de petróleo de Oriente Próximo.

—Podríamos acabar con el cártel de la OPEP —observó Klinger pensativamente.

—O reforzarlo —agregó Dawson—. O, alternativamente, debilitarlo y reforzarlo con el fin de provocar mayores fluctuaciones en el valor de las reservas de petróleo. De hecho, podríamos influir en todo el mercado de reservas. Y, como estaríamos al corriente de todas las fluctuaciones con mucha antelación, podríamos sacar una gran ventaja de ello. Tras controlar un año media docena de países de Oriente Próximo, podríamos desviar mil quinientos millones de dólares para la sociedad de Liechtenstein. Después de eso, sólo sería cuestión de, como máximo, cinco o seis años hasta que todo, práctica y literalmente todo, fuese nuestro.

—Suena… disparatado, una locura —comentó Klinger.

—¿Locura? —Dawson frunció el ceño.

—Increíble, inverosímil, imposible —añadió el general, a fin de aclarar la primera observación, que, evidentemente, había molestado a Dawson.

—Hubo una época en que parecían imposibles los vuelos más pesados que el aire —subrayó Salsbury—. A mucha gente la bomba atómica le parecía algo increíble incluso después de haber sido arrojada sobre Japón. Y, en 1961, cuando Kennedy lanzó el programa espacial Apolo, muy pocos norteamericanos creían que algún día un hombre llegaría a caminar por la luna.

Estuvieron un momento observándose mutuamente.

El silencio en la habitación era tan total que la más pequeña ola que rompía contra la dársena, a pesar de no ser mayor que un simple rizo y estar amortiguada además por la ventana, sonaba como el oleaje del océano. Por lo menos, así le parecía a Salsbury: resonaba dentro de su cabeza casi febril.

—Ernst —dijo finalmente Dawson—, ¿nos ayudarás a sacar esas cintas magnéticas?

Klinger miró a Dawson unos instantes y, después, a Salsbury. Lo recorrió un escalofrío; Ogden no supo si de miedo o de placer.

—Os ayudaré.

Ogden suspiró.

—¿Champán? —ofreció Dawson—. Es poco ortodoxo después del coñac, pero creo que debemos brindar por nosotros y por el proyecto.

Quince minutos después, una vez el criado hubo llevado y abierto una botella helada de Moet et Chandon, una vez los tres hubieron brindado por el éxito, Klinger sonrió a Dawson y preguntó:

—¿Qué habría ocurrido si todo este asunto de la droga me hubiese asustado? ¿Qué habría pasado si hubiese considerado que tu propuesta estaba por encima de lo que yo podía llevar a cabo?

—Te conozco bien, Ernst —fue la respuesta—. Tal vez mejor de lo que tú crees. Me habría sorprendido que hubiese algo que tú no pudieses llevar a cabo.

—Pero imagina que me hubiese negado, por la razón que fuese. Supón que no hubiese querido colaborar contigo.

Dawson paladeó el champán, lo tragó, inhaló por la boca, para saborear el resabio, y afirmó:

—En ese caso, no habrías salido de esta propiedad con vida, Ernst. Me temo que habrías sufrido un accidente.

—Que tienes preparado desde hace una semana.

—Más o menos.

—Sabía que no ibas a decepcionarme.

—¿Has venido con un arma?

—Una automática del treinta y dos.

—No se ve.

—Está pegada a la parte más estrecha de mi espalda.

—¿Te has entrenado para sacarla?

—Puedo tenerla en la mano en menos de cinco segundos.

Dawson asintió de forma aprobadora.

—Y me habrías utilizado a mí como escudo. Para salir de la finca.

—Lo habría intentado.

Ambos se echaron a reír y se miraron con algo muy cercano al afecto. Estaban encantados consigo mismos.

¡Dios!, se dijo Salsbury. Y bebió nerviosamente de su copa de champán.