Sábado, 13 de agosto de 1977
En una de las habitaciones del tercer piso de la casa de Edison, Paul Annendale ordenaba sus bártulos de afeitar sobre la cómoda. De izquierda a derecha: un bote de espuma, un bol con una brocha de piel, una navaja de barbero en una segura cajita de plástico, un estuche lleno de hojas de afeitar, un lápiz hemostático, un frasco de crema suavizante y otro de loción para después del afeitado. Estos siete objetos habían sido dispuestos de una forma tan ordenada que parecían formar parte de uno de esos dibujos animados donde todos los objetos cobran vida y marchan como soldados.
Se apartó de la cómoda y se dirigió a una de las dos grandes ventanas. Las montañas se elevaban en la distancia sobre las paredes del valle, majestuosas y verdes, jaspeadas de sombras púrpuras que originaban unas cuantas nubes de paso. Las estribaciones más cercanas, decoradas con grupos de pinos, olmos diseminados y prados, descendían suavemente hacia el pueblo. Al otro lado del Main Street, los abedules se agitaban en la brisa. Por la acera caminaban hombres con camisas de manga corta y mujeres con ligeros vestidos veraniegos. La veranda y el rótulo de la tienda de Edison quedaban justo debajo de la ventana.
En un momento dado, mientras su mirada subía y bajaba de las lejanas montañas, Paul se percató de su propio reflejo en el cristal de la ventana. Con un metro setenta de altura y sesenta y ocho kilos de peso, no era ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado. En ciertos aspectos, aparentaba más de treinta y ocho años y, en otros aspectos, parecía más joven. Su cabello, moreno claro y rizado, casi ensortijado, crecía espeso por los lados, pero no era largo. Se trataba de un corte de pelo más apropiado para un hombre joven, pero a él le quedaba bien. Los ojos eran tan azules que podían haber sido trocitos de cristal que reflejasen el cielo. La expresión de dolor y de pérdida que había detrás de la luminosidad exterior de aquellos ojos pertenecía a un hombre mucho mayor. Tenía unos rasgos finos, en cierta forma aristocráticos; pero un profundo bronceado le suavizaba los ángulos agudos del rostro y evitaba que tuviese un aspecto arrogante. Daba la impresión de ser un hombre capaz de sentirse cómodo tanto en un elegante salón como en un bar del puerto.
Iba vestido con una camisa azul, tejanos y botas negras de punta cuadrada; sin embargo, no daba la sensación de ir vestido con descuido. En realidad, a pesar de los tejanos, su forma de vestir tenía un aire formal. Llevaba este tipo de ropa mucho mejor de lo que muchos hombres llevan el esmoquin. Las mangas de la camisa habían sido cuidadosamente planchadas y los pliegues estaban impecables. El cuello abierto se erguía tieso y recto, como si hubiese sido almidonado. La hebilla plateada del cinturón estaba minuciosamente abrillantada. Al igual que la camisa, los tejanos parecían estar hechos a medida. Sus botas de tacón bajo centelleaban como charol.
Siempre había sido obsesivamente limpio. No recordaba una sola vez en que sus amigos no le hubiesen tomado el pelo por ello. De pequeño, mantenía su caja de juguetes mejor ordenada que su madre el armario de la vajilla.
Tres años y medio antes, después de que Annie muriese y le dejase con los niños, su necesidad de orden y de limpieza se había convertido en algo casi neurótico. Un miércoles por la tarde, diez meses después del funeral, cuando se descubrió volviendo a arreglar el contenido de un armario en su clínica veterinaria por séptima vez en dos horas, se percató de que su obsesión por la limpieza podría convertirse en un refugio de la vida y, especialmente, del dolor. Solo en la clínica, de pie delante de un surtido imponente de instrumentos, fórceps, jeringas, escalpelos, lloró por primera vez desde que se había enterado de la muerte de Annie. Con la equivocada creencia de que debía ocultar su dolor a los niños por darles un ejemplo de fortaleza, nunca había dado rienda suelta a las fuertes emociones que había engendrado la pérdida de su esposa. En aquellos momentos, lloró, tembló y se reveló ante la crueldad de este hecho. Rara vez utilizaba palabras soeces pero recopiló todos los tacos y todas las frases indecentes que conocía y maldijo a Dios, al universo, a la vida… y a sí mismo. A partir de entonces, su pulcritud excesiva dejó de ser una neurosis y volvió a convertirse simplemente en una faceta más de su carácter, que defraudaba a unas personas y gustaba a otras.
Alguien llamó a la puerta de la habitación.
—Adelante —dijo, y se apartó de la ventana.
Rya abrió la puerta.
—Son las siete, papá. Es super tarde.
Con aquellos tejanos desteñidos y un jersey blanco de manga corta, y con su cabello oscuro cayéndole por los hombros, se parecía increíblemente a su madre. La niña ladeó la cabeza, exactamente como Annie solía hacerlo en un intento de adivinar sus pensamientos.
—¿Mark está preparado?
—Oh, desde hace una hora. Está en la cocina estorbando a Sam.
—Será mejor que bajemos. Conociendo el apetito de Mark, yo diría que ya se ha terminado la mitad de la comida.
Cuando se acercó a ella, la niña dio un paso atrás.
—Estás realmente guapo, papá.
Él sonrió y le pellizcó la mejilla. De haber querido hacerle un cumplido, le habría dicho que estaba «super», pero lo que ella quería era que supiese que lo estaba juzgando con pautas adultas, y había utilizado un lenguaje de adultos.
—¿De verdad lo crees así? —preguntó.
—Jenny no podrá resistirse a ti.
Él hizo una mueca.
—Es la verdad —aseguró Rya.
—¿Qué te hace pensar que me importa si Jenny se me resiste o no?
La expresión de su hija le decía que debería dejar de tratarla como a una niña.
—Cuando Jenny estuvo en Boston en marzo, tú estabas completamente distinto.
—¿Distinto de qué?
—Distinto de como estás normalmente. Durante esas dos semanas, cuando volvías a casa de la clínica, ni una sola vez te quejaste de los caniches enfermos y de los gatos siameses.
—Bueno, pero eso es porque los únicos pacientes que tuve en aquellas dos semanas fueron elefantes y jirafas.
—Oh, papá.
—Y una canguro embarazada.
—¿Le vas a pedir que se case contigo? —quiso saber Rya, mientras se sentaba en la cama.
—¿A la canguro?
La niña sonrió, en parte por la broma y en parte por la forma en que su padre estaba tratando de eludir la pregunta.
—No estoy segura de si me gustaría tener una canguro por madre; pero, si el niño es tuyo, tendrás que casarte con ella si quieres hacer las cosas bien hechas.
—Juro que no es mío. Las canguros no me atraen en absoluto.
—¿Y Jenny?
—Me sienta o no atraído por ella, lo importante es si yo le gusto a Jenny.
—¿No lo sabes? —preguntó Rya—. Bueno…, yo me enteraré por ti.
—¿Cómo vas a hacerlo? —dijo él en tono de broma.
—Preguntándoselo.
—¿Y hacerme quedar como a Miles Standish?
—Oh, no. Seré más sutil que todo eso. —Se levantó de la cama y se dirigió a la puerta—. En estos momentos Mark debe de haberse comido las tres cuartas partes de la comida.
—Rya.
La niña volvió la vista hacia su padre.
—¿Te gusta Jenny?
—Oh, muchísimo —afirmó Rya, con una amplia sonrisa.
Hacía siete años, desde que Mark tenía dos y Rya cuatro, que los Annendale pasaban sus vacaciones de verano en las montañas situadas sobre Black River. Paul quería comunicar a sus hijos su propio amor por los lugares y las cosas salvajes. Durante aquellas vacaciones de cuatro o seis semanas, les enseñaba el comportamiento de la naturaleza, a fin de que pudiesen conocer la satisfacción de estar en armonía con ella. Era una educación divertida y la ansiaban en cada paseo o excursión.
El año en que murió Annie, estuvo a punto de anular el viaje. Al principio había tenido la sensación de que ir sin ella sólo haría más evidente su pérdida. Rya lo había convencido en el sentido contrario. «Es como si mamá todavía estuviese en esta casa», había dicho Rya. «Cuando voy de una habitación a otra, espero encontrarla allí, pálida y ojerosa como estaba al final. Si vamos a hacer camping a Black River, supongo que también la veré en el bosque, pero por lo menos espero no verla pálida y ojerosa. Cuando íbamos a Black River, ella estaba bonita y llena de salud. Y siempre parecía muy feliz cuando dábamos paseos por el bosque». Convencido por Rya, aquel año habían hecho las vacaciones como de costumbre y resultó ser lo mejor que podían haber hecho.
La primera vez que él y Annie habían llevado a los niños a Black River, compraron las conservas y los pertrechos en la tienda de Edison. Mark y Rya se habían enamorado de Sam Edison el mismo día en que lo conocieron. Annie y Paul sucumbieron a su hechizo casi al mismo tiempo que los niños. Al final de las cuatro semanas de vacaciones, habían bajado en dos ocasiones de las montañas para cenar en casa de Edison y, cuando se marcharon a casa, prometieron mantenerse en contacto por correspondencia. Al año siguiente, Sam les dijo que no iban a subir a las montañas para instalar el campamento después del largo y cansado viaje desde Boston. En cambio insistió en que pasasen la noche en su establecimiento y se marchasen descansados a la mañana siguiente. Aquella primera noche de las vacaciones se había convertido en una costumbre anual. Sam era ya como un abuelo para Rya y Mark. Hacía dos años que Paul llevaba a los niños al norte para pasar la semana de Navidad en casa de Edison.
Paul no había conocido a Jenny Edison hasta el año anterior. Naturalmente, Sam había hablado muchas veces de su hija. Se había marchado a Columbia y se había especializado en música. Al llegar al curso superior, se casó con un músico y se trasladó a California, donde él tocaba en una orquesta. Pero, a los siete años, el matrimonio había empezado a ir mal y Jenny había vuelto a casa para recobrarse y decidir lo que haría en el futuro. A pesar de lo muy orgulloso que estaba como padre, Sam nunca les había enseñado fotografías de ella. No era su estilo. El primer día que Paul llegó a Black River el año anterior, al entrar en la tienda de Edison, donde ella estaba pendiente de la llegada de los niños en el mostrador de caramelos, se quedó sin respiración por un momento.
Sucedió todo muy rápido. No fue amor a primera vista, sino algo más fundamental que el amor; algo más básico que debía surgir primero, antes de que se desarrollase el amor. Instintiva, intuitivamente, a pesar de que había estado seguro de que no podría haber ninguna otra después de Annie, Paul supo que ella era la persona adecuada para él. Jenny también sintió aquella atracción, fuerte, inmediata…, pero casi involuntaria.
Si Paul le hubiese explicado todo esto a Rya, ella habría dicho: entonces, ¿por qué no os casáis?
Si la vida fuera así de simple…
Después de cenar, mientras Sam y los niños lavaban los platos, Paul y Jenny se retiraron a la sala de estar. Pusieron los pies sobre un antiguo banco de madera tallada y él pasó su brazo alrededor de los hombros de ella. La conversación había sido fácil y despreocupada durante la cena, pero en aquellos momentos se había vuelto afectada. Jenny estaba rígida y dura bajo su brazo, tensa. En dos ocasiones, Paul se inclinó y la besó amorosamente en la comisura de la boca, pero ella reaccionó de una forma fría y rígida. Paul llegó a la conclusión de que se encontraba inhibida ante la posibilidad de que Rya, Mark o su padre pudiesen entrar en la habitación en cualquier momento, por lo que le sugirió ir a dar una vuelta en coche.
—No sé…
—Vamos. —La animó, al tiempo que se ponía de pie—. Un poco de aire fresco nocturno te sentará bien.
Fuera la noche era fría. Cuando estuvieron sentados en el coche, Jenny dijo:
—Casi necesitaríamos la calefacción.
—Ni hablar. Arrímate a mí y yo te daré calor. —Sonrió—. ¿Dónde vamos?
—Conozco un pequeño bar bonito y tranquilo en Bexford.
—Yo pensaba que debíamos permanecer alejados de los lugares públicos.
—En Bexford no hay esta gripe.
—¿Allí no hay gripe? Sólo está a cuarenta kilómetros.
Jenny se encogió de hombros.
—Es una de las curiosidades de esta plaza.
Paul puso el coche en marcha y salió a la calle.
—De acuerdo. Al pequeño y tranquilo bar de Bexford.
Ella encontró en la radio una emisora canadiense que ponía música swing norteamericana de los años cuarenta.
—Y ahora un poco de silencio durante un rato —le pidió, a la vez que se sentaba cerca de él con la cabeza apoyada contra su hombro.
El camino de Black River a Bexford era muy bonito. La estrecha carretera asfaltada subía, bajaba y se curvaba suavemente a través del oscuro y frondoso campo. Los árboles formaban un arco sobre la carretera a lo largo de algunos kilómetros y constituían un túnel de frío aire nocturno. Al cabo de un rato, a pesar de la música de Benny Goodman, Paul tenía la sensación de que sólo había dos personas en el mundo; y éste era un pensamiento sorprendentemente agradable.
Jenny era todavía más encantadora que la noche de las montañas y tan misteriosa en su silencio como los profundos y despoblados valles del norte por donde pasaban. Para ser una mujer delgada, tenía una gran presencia. Ocupaba muy poco espacio en el asiento y, sin embargo, parecía que dominaba todo el coche y que lo engullía a él. Tenía los ojos, grandes y oscuros, cerrados; no obstante, Paul tenía la sensación de que ella lo estaba mirando. El rostro en reposo; un rostro demasiado hermoso para aparecer en Vogue: habría hecho que las otras modelos de la revista pareciesen caballos. Sus gruesos labios estaban separados mientras tarareaba al compás de la música; y esta pizca de animación, estos labios separados, tenía más impacto sensual que una mirada penetrante e impúdica de Elizabeth Taylor. Apoyada contra él, el oscuro cabello se desparramaba sobre su hombro y el olor a jabón y a limpio ascendía hasta él.
Una vez en Bexford, aparcó el coche en la calle de la taberna.
Ella apagó la radio y le dio un rápido y fraternal beso.
—Eres muy bueno.
—¿Qué he hecho?
—Yo no quería hablar y tú has respetado mi deseo.
—No ha sido ninguna proeza. Tú y yo… nos comunicamos tanto con el silencio como con las palabras. ¿No lo has advertido?
—Lo he advertido —dijo ella, sonriendo.
—Pero tú no le das el suficiente valor, por lo menos no el que deberías darle.
—Lo valoro mucho.
—Jenny, lo que nosotros tenemos es…
Ella puso una mano sobre los labios de él.
—No quiero que esta conversación tome un giro tan serio.
—Sin embargo, yo creo que deberíamos hablar en serio. Ya hace tiempo que debíamos haberlo hecho.
—No. No quiero hablar de esto seriamente. Y como eres un hombre bueno, vas a hacer lo que yo quiera.
Jenny volvió a besarlo, abrió la puerta y salió del coche.
La taberna era un lugar cálido y acogedor. A la izquierda había una barra rústica, en el centro de la sala unas quince mesas y a la derecha unos reservados con asientos forrados de cuero marrón. Las estanterías de detrás de la barra brillaban con una suave luz azul. En cada una de las mesas del centro de la sala había una alta vela dentro de un candelabro de cristal rojo y, sobre cada uno de los reservados, colgaba una lámpara de vidrios de colores, imitación de las de Tiffany. En el tocadiscos automático sonaba una balada country cantada por Charlie Rich. El encargado, un hombre de fuerte constitución y con bigote de foca, bromeaba continuamente con los clientes. Sin intentarlo, sin ser consciente de ello, se parecía a W. C. Fields. En la barra había cuatro hombres, media docena de parejas en las mesas y otras parejas en los reservados. El último de éstos estaba libre y ellos lo ocuparon.
Después de pedir las bebidas —whisky escocés para él y martini seco con vodka para ella— y de que se las sirviera una alegre camarera pelirroja, Paul dijo:
—¿Por qué no subes a las montañas y pasas unos días con nosotros en el campamento? Hemos traído un saco de dormir de más.
—Me gustaría.
—¿Cuándo?
—Tal vez la próxima semana.
—Se lo diré a los niños. Sabiendo que ellos te esperan, no podrás echarte atrás.
—Estos dos niños son algo serio —comentó Jenny, riéndose.
—Cuánta razón tienes.
—¿Sabes lo que me ha dicho Rya cuando me estaba ayudando a hacer el café después de cenar? —Tomó un sorbo de su bebida—. Me ha preguntado que si me había divorciado de mi primer marido porque era un amante fatal.
—¡Oh, no! No es posible.
—Oh, sí, es cierto.
—Sé que esta niña sólo tiene once años, pero a veces me pregunto…
—¿Reencarnación? —interrumpió Jenny.
—Tal vez algo así. Sólo tiene once años en esta vida, pero quizá vivió setenta en otra. ¿Qué le contestaste?
Jenny sacudió la cabeza como si la asombrase su propia credulidad. El cabello negro se le apartó del rostro.
—Pues, cuando se dio cuenta de que estaba a punto de decirle que no era asunto suyo si mi primer marido era o no un buen amante, me dijo que no debía enfadarme con ella; que no quería ser fisgona, sino que simplemente era una niña que estaba creciendo, un poco madura para su edad, y que tenía una curiosidad perfectamente comprensible con respecto a los adultos, al amor y al matrimonio. Y, luego, empezó a embaucarme.
Paul hizo una mueca.
—Puedo decirte la actitud que ha adoptado: la de pobre niña huérfana, confundida por su propia pubescencia y perpleja ante una nueva serie de emociones y de química corporal.
—Así que también utiliza este ardid contigo…
—Muchas veces.
—¿Y tú caes?
—Todo el mundo cae.
—Yo desde luego he caído. Me daba mucha lástima. Tenía cientos de preguntas…
—Todas ellas íntimas —dijo Paul.
—… Y se las he contestado todas. Me di cuenta luego de que toda la conversación tenía sólo un objetivo. Después de haberse enterado de más cosas sobre mi marido de las que quería, me ha dicho que ella y su madre tuvieron largas charlas el año anterior a la muerte de Annie, y que ésta le contaba que tú eras un amante fantástico.
Paul emitió un gruñido.
—Yo le he dicho: Rya, creo que estás intentando venderme la idea de tu padre. Se ha indignado y ha dicho que era horrible que yo pudiese pensar una cosa así. Yo le he explicado que, bueno, que me resultaba difícil creer que su madre le hubiese confesado alguna vez una cosa así. ¿Cuántos años debía de tener entonces? ¿Seis? Y me ha dicho que sí, que seis exactamente; pero que, incluso cuando tenía seis años, era ya muy madura para su edad.
Paul, cuando dejó de reírse, dijo:
—Vaya, no la culpes. Lo único que está haciendo es jugar a la casamentera porque tú le gustas. Lo mismo le ocurre a Mark. —Se inclinó hacia ella y bajó ligeramente el tono de voz—: Y a mí.
Jenny bajó la vista hacia su bebida.
—¿Has leído algún buen libro últimamente?
Paul agitó el whisky y suspiró.
—Como soy un hombre bueno, se supone que debo dejar que cambies de tema tan fácilmente.
—Así es.
Jenny Leigh Edison recelaba de los romances y temía al matrimonio. Su ex marido, a cuyo apellido había renunciado encantada, era uno de esos hombres que desprecian la educación, el trabajo y el sacrificio; pero que, no obstante, piensan que merecen fama y fortuna. Dado que, año tras año, no lograba triunfo alguno, necesitaba alguna excusa para su fracaso. Y Jenny era una buena excusa. Decía que no había podido formar una orquesta de éxito por culpa de ella, que no había conseguido un contrato discográfico con una compañía importante por culpa de ella, que ella era un obstáculo en su camino. Después de siete años de soportarlo tocando en un piano-bar, ella sugirió que ambos serían más felices si disolvían su matrimonio. Al principio, la acusó de abandonarlo y, luego, la amenazó con matarla si lo dejaba. Se divorciaron. «El amor y el cariño no son suficientes para que funcione un matrimonio», le había dicho a Paul en una ocasión. «Es necesario algo más. Quizá sea respeto. Mientras no sepa de qué se trata, no tengo prisa por volver al altar».
Puesto que él era un hombre bueno, había cambiado de tema ante su petición. Estaban hablando de música cuando Bob y Emma Thorp se acercaron al reservado y los saludaron.
Bob Thorp era el jefe de los cuatro hombres que formaban el cuerpo de policía de Black River. Normalmente, un pueblo tan pequeño podría haberse jactado de no tener más que un solo guardia, pero en Black River hacía falta más de un guardia para mantener el orden cuando los hombres de la explotación forestal acudían al pueblo para distraerse un poco; por esta razón, Big Union Supply Company pagaba a cuatro hombres. Bob era un ex policía militar de un metro ochenta y ocho de altura, noventa kilos de peso y adiestrado en artes marciales. El rostro cuadrado, los ojos hundidos y la frente pequeña le hacían parecer a la vez peligroso y lerdo. Puede que fuera peligroso, pero no estúpido. Escribía un divertido artículo para el periódico semanal de Black River, y la calidad tanto de pensamiento como de lenguaje de estas obras habría sido un honor para cualquier página editorial de un gran periódico de la ciudad. Esta combinación de fuerza bruta e inesperada inteligencia hacía que Bob compitiese en pie de igualdad incluso con trabajadores forestales más fuertes que él.
A sus treinta y cinco años, Emma Thorp era todavía la mujer más guapa de Black River. Era una rubia de ojos verdes y con un tipo espectacular; una combinación de belleza y atractivo sexual que la había llevado a la final de la elección de Miss Estados Unidos diez años atrás. Este logro había hecho de ella la única y genuina celebridad de Black River. Su hijo, Jeremy, tenía la misma edad que Mark. Jeremy pasaba cada año algunos días en el campamento de los Annendale. Mark lo apreciaba como compañero de juegos, pero lo apreciaba todavía más porque su madre era Emma: estaba profunda e infantilmente enamorado de Emma y rondaba a su alrededor siempre que podía.
—¿Estás de vacaciones? —preguntó Bob.
—He llegado esta tarde.
—Os diríamos que os sentaseis, pero Paul está intentando mantenerse alejado de cualquiera que tenga la gripe —les explicó Jenny—. Si la cogiese él, se la pasaría a los niños.
—No es nada grave —afirmó Bob—. En realidad, no se trata de gripe, sólo son escalofríos nocturnos.
—Es posible que tú puedas vivir con ellos —intervino Emma—, pero yo creo que son bastante graves. Desde hace una semana no he podido dormir una noche entera. No son sólo temblores nocturnos, esta tarde he intentado hacer la siesta y me he despertado tiritando y sudando.
—Ambos tenéis muy buen aspecto.
—Ya os lo he dicho —insistió Bob—, no es nada serio. Escalofríos nocturnos. Mi abuela solía quejarse de lo mismo.
—Tu abuela se quejaba de todo —dijo Emma—. Escalofríos nocturnos, reumatismo, fiebre intermitente, sofocos…
Paul vaciló, sonrió y se decidió:
—Oh, demonios, sentaos. Dejad que os invite a una copa.
—Gracias. —Bob miró su reloj—. Cada sábado por la noche hay aquí una partida de póquer en la sala interior. Emma y yo solemos jugar. Nos están esperando.
—¿Tú juegas, Emma? —preguntó Jenny.
—Y mejor que Bob —aseguró Emma—. La última vez, él perdió quince dólares y yo gané treinta y dos.
Bob le dirigió una sonrisa a su mujer.
—Di la verdad. No se trata de habilidad, lo que ocurre es que, cuando tú juegas, la mayoría de los hombres no se entretiene lo suficiente en mirar sus cartas.
Emma se tocó el escote de su jersey.
—Bueno, el farol es una parte importante de un buen jugador de póquer. Si esos malditos estúpidos se dejan engañar por el farol de un escote, significa que simplemente no juegan tan bien como yo.
De regreso a casa, a dieciséis kilómetros de Bexford, Paul empezó a desviarse de la carretera asfaltada para introducirse en un sendero, muy apreciado por los enamorados y que conducía hasta un paraje panorámico.
—Por favor, no te pares —le pidió Jenny.
—¿Por qué no?
—Te deseo.
Aparcó junto al camino.
—¿Y te parece una razón para no parar?
—Te deseo —empezó ella, evitando mirarlo—, pero no eres el tipo de hombre que se conforma sólo con sexo. Tú quieres algo más de mí. Contigo tiene que haber un compromiso más profundo: amor, emoción, entrega. Y yo no estoy preparada para ello.
Paul le sujetó la barbilla con una mano y volvió cariñosamente el rostro de ella hacia él.
—Cuando estuviste en Boston en el mes de marzo, estabas muy variable. A veces pensabas que podríamos llegar a hacer algo juntos y, al cabo de un momento, pensabas lo contrario. Pero luego, los últimos días, justo antes de marcharte de nuevo a casa, parecía que habías tomado una decisión. Decías que estábamos hechos el uno para el otro, que sólo necesitabas un poco más de tiempo.
Él le había propuesto matrimonio en Navidad. Desde entonces, tanto en la cama como fuera de ella, había intentado convencerla de que eran dos mitades de un mismo organismo, que ninguno de ellos podía estar sin el otro. En marzo, pensó haber avanzado un poco.
—Ahora, has vuelto a cambiar de opinión.
Ella apartó la mano de él de su mejilla y le dio un beso en la palma.
—Tengo que estar segura.
—Yo no soy como tu marido.
—Ya sé que no eres igual que él. Tú eres…
—¿Un hombre muy bueno?
—Necesito más tiempo.
—¿Cuánto tiempo todavía?
—No lo sé.
La estudió un momento; seguidamente, puso el coche en marcha y regresó a la carretera. Encendió la radio.
—¿Estás enfadado? —dijo ella al cabo de unos minutos.
—No, sólo decepcionado.
—Tú estás demasiado seguro con respecto a nosotros dos. Deberías ir con más tiento. Deberías tener algunas dudas, lo mismo que yo.
—Yo no tengo dudas. Estamos hechos el uno para el otro.
—Pero deberías dudar. Por ejemplo, ¿no es extraño que yo sea físicamente tan parecida a tu primera mujer, a Annie? Ella tenía la misma constitución que yo, la misma talla; tenía el mismo color de pelo, los mismos ojos. He visto algunas fotografías suyas.
Esto molestó un poco a Paul.
—¿Piensas que me he enamorado de ti sólo porque me recuerdas a ella?
—La querías mucho.
—Eso no tiene nada que ver con nosotros. Sencillamente, me gustan las mujeres morenas y con atractivo sexual —dijo él, a la vez que sonreía en un intento de hacer una broma, tanto para convencerla como para dejar de preguntarse si ella tenía, como mínimo, parte de razón.
—Es posible.
—Maldita sea, no hay posible que valga. Yo te quiero porque eres tú, no porque te parezcas a ninguna persona.
Recorrieron algunos kilómetros en silencio.
Junto a la carretera, entre los arbustos, brillaban los ojos de algunos ciervos. Cuando el coche pasó delante de ellos, la manada se movió. Paul los miró a través del espejo retrovisor, figuras gráciles y fantasmagóricas, mientras cruzaban la calzada.
—Tú estás muy seguro de que estamos hechos el uno para el otro —habló finalmente Jenny—. Tal vez sea cierto… bajo las condiciones adecuadas. Pero, Paul, nosotros sólo hemos compartido buenos momentos. Nunca hemos conocido la adversidad juntos. Nunca hemos compartido una experiencia dolorosa. El matrimonio está lleno de grandes y pequeñas crisis. Mi marido y yo estábamos bastante bien juntos, hasta que surgieron los problemas. Entonces, empezamos a atacarnos el uno al otro. No puedo…, no puedo jugarme mi futuro en una relación que nunca ha sido puesta a prueba en tiempos difíciles.
—¿Debo empezar a rezar para que nos sobrevengan enfermedades, ruina económica y mala suerte?
Ella suspiró y se apoyó contra él.
—Haces que me sienta una estúpida.
—No es eso lo que pretendo.
—Ya lo sé.
Al llegar a Black River, se dieron un beso y cada uno se fue a su habitación, donde permanecieron despiertos casi toda la noche.