Treinta y un meses antes:
Viernes, 10 de enero de 1975
Ogden Salsbury llegó con diez minutos de adelanto a su cita de las tres de la tarde. Era una característica suya.
H. Leonard Dawson, presidente y principal accionista de Futurex International, no recibió inmediatamente a Salsbury. De hecho, Dawson lo tuvo esperando hasta las tres y cuarto. Esta era su característica. Nunca permitía que los subalternos olvidasen que el tiempo del jefe era incalculablemente más valioso que el suyo.
Cuando la secretaria de Dawson introdujo finalmente a Salsbury en el despacho del gran hombre, fue como si ella le estuviese mostrando el altar de una silenciosa catedral. Tenía una actitud reverente. En la oficina exterior, había hilo musical; pero en el despacho interior todo era puro silencio. La estancia estaba escasamente amueblada: una gruesa alfombra azul, dos oscuras pinturas al óleo en las paredes blancas, dos sillas en la parte externa del escritorio, una silla al otro lado, una mesita de café, y unas cortinas de terciopelo azul oscuro que caían sobre veintiún metros cuadrados de cristal ligeramente ahumado que daban al centro de Manhattan. La secretaria se retiró casi como un monaguillo se aleja del santuario.
—¿Cómo estás, Ogden? —le saludó Dawson, a la vez que le estrechaba la mano.
—Bien, estoy bien…, Leonard.
La mano de Dawson era dura y seca; la de Salsbury estaba húmeda.
—¿Cómo está Miriam? —Advirtió la turbación de Salsbury—. ¿No estará enferma?
—Estamos divorciados.
—Siento tener que oír una cosa así.
Salsbury se preguntó si no había un rastro de desaprobación en la voz de Dawson. ¿Y por qué demonios debía preocuparse si así era?
—¿Cuándo os separasteis? —preguntó Dawson.
—Hace veinticinco años…, Leonard.
Salsbury presentía que debía utilizar el apellido del otro hombre en lugar de su nombre de pila, pero estaba decidido a no dejarse intimidar por Dawson como había ocurrido cuando ambos eran jóvenes.
—Hacía muchísimo tiempo que no nos veíamos —dijo Dawson—. Es una lástima, hemos pasado muchos buenos ratos juntos.
Habían sido hermanos de fraternidad en Harvard y amigos ocasionales durante algunos años después de haber terminado la carrera. Salsbury era incapaz de recordar un solo «buen» rato que hubiesen podido compartir. De hecho, siempre había considerado el nombre H. Leonard Dawson como un sinónimo tanto de mojigatería como de aburrimiento.
—¿Has vuelto a casarte? —preguntó Dawson.
—No.
Dawson frunció el ceño.
—El matrimonio es esencial para una vida ordenada, al hombre le proporciona estabilidad.
—Tienes razón —dijo Salsbury, si bien no lo creía—. Soy el peor de los solteros.
Dawson siempre le había hecho sentirse incómodo. Aquel día no era una excepción.
Una parte de aquella incomodidad enfermiza tenía su origen en lo diferentes que eran uno del otro. Dawson medía un metro ochenta y ocho centímetros, era ancho de hombros, estrecho de caderas y atlético. Salsbury medía un metro setenta y ocho, era de hombros escurridos y pesaba nueve kilos de más. Dawson tenía el cabello canoso y espeso, la piel intensamente bronceada, unos límpidos ojos negros y rasgos de ídolo público; por su parte, Salsbury era de tez pálida, tenía escaso cabello y unos ojos marrones y miopes que necesitaban gruesas gafas. Ambos tenían cincuenta y cuatro años. De los dos, Dawson llevaba los años mucho mejor.
Salsbury pensó, y no por primera vez, que Dawson había empezado con una apariencia mejor que la suya. Con mejor apariencia, más ventajas, más dinero…
Dawson irradiaba autoridad, Salsbury irradiaba servilismo. En el laboratorio, su propio y familiar territorio, Ogden era tan impresionante como Dawson. Sin embargo, en aquellos momentos no estaban en el laboratorio y se sentía fuera de lugar, fuera de su clase, inferior.
—¿Cómo está la señora Dawson?
—¡Estupendamente! —respondió el otro hombre, mostrando una amplia sonrisa—. Estupendamente. En mi vida he tomado miles de decisiones acertadas, Ogden; pero ésa fue la mejor de todas. —Su voz se volvió más profunda y más solemne; el efecto era casi teatral—. Es una mujer buena, temerosa de Dios y amante de la Iglesia.
Sigue siendo aficionado a la Biblia, pensó Salsbury. Sospechaba que eso podía ayudarlo a conseguir lo que había ido a hacer.
Se miraron mutuamente, sin que a ninguno se le ocurriese ninguna otra cosa superficial que decir.
—Siéntate —dijo Dawson.
Se sentó detrás del escritorio mientras Salsbury se instalaba frente a él. El metro veinte de roble pulido entre ellos ponía todavía más de relieve el dominio de Dawson.
Sentado muy tieso, con el maletín sobre las rodillas, Salsbury parecía el equivalente comercial de un perro faldero. Sabía que debía relajarse, que era peligroso que Dawson viese lo fácilmente que podía ser intimidado. A pesar de ser consciente de ello, su pretendida relajación sólo consistió en cruzar las manos sobre el maletín.
—Esta carta… —comenzó Dawson, a la vez que miraba la hoja de papel que había sobre el secafirmas.
Salsbury había escrito aquella carta y conocía su contenido de memoria.
Querido Leonard:
Desde que salimos de Harvard, tú has ganado más dinero que yo. No obstante, yo no he desperdiciado mi vida. Después de décadas de estudio y experimentación, he perfeccionado prácticamente un proceso que no tiene precio. Los ingresos en un solo año podrían sobrepasar tu acumulada fortuna. Hablo completamente en serio.
¿Podrías recibirme? Cuando a ti te vaya bien. No te arrepentirás de haberlo hecho.
Fija la cita para «Robert Stanley», un subterfugio para que mi nombre no aparezca en tu agenda. Como podrás ver por el membrete de esta carta, dirijo las operaciones en el laboratorio principal de investigación bioquímica de Creative Development Associates, una filial de Futurex International. Si estás al corriente de la naturaleza de las actividades de la CDA, comprenderás esta necesidad de discreción.
Un cordial saludo,
Ogden Salsbury.
Había esperado una rápida respuesta a aquella carta, y sus expectativas se habían cumplido. En Harvard, Leonard se había guiado por unos evidentes principios; el dinero y Dios. Salsbury suponía, y acertadamente, que Dawson no había cambiado. La carta se echó al correo el martes. El miércoles siguiente, la secretaria de Dawson llamaba para fijar la cita.
—Normalmente no firmo los acuses de recibo de cartas certificadas —dijo Dawson severamente—. Ésta la acepté sólo porque aparecía tu nombre. Después de haberla leído, estuve a punto de arrojarla a la papelera. —Salsbury se estremeció—. De haber procedido de cualquier otra persona, la habría tirado. Pero en Harvard no eras un fanfarrón. ¿Has exagerado en tu carta?
—No.
—¿Has descubierto algo que, en tu opinión, vale millones?
—Sí. Y más —afirmó Salsbury, con la boca seca.
Dawson sacó una carpeta de papel manila del cajón central de su escritorio.
—Creative Development Associates. Compramos esta compañía hace siete años. Tú ya estabas allí cuando efectuamos la compra.
—Sí, señor… Leonard.
Como si no hubiese advertido el resbalón de Salsbury, Dawson prosiguió:
—CDA produce programas informáticos para departamentos universitarios y gubernamentales relacionados con estudios sociológicos y psicológicos. —No se tomó la molestia de hojear el informe. Parecía haberlo memorizado—. CDA también lleva a cabo investigaciones para el Gobierno y para la industria. Cuenta con siete laboratorios que examinan las causas biológicas, químicas y bioquímicas de ciertos fenómenos sociológicos y psicológicos. Tú estás al cargo del Instituto Brockert en Connecticut. —Frunció el ceño—. Toda la actividad de Connecticut está dedicada al trabajo ultra secreto del Ministerio de Defensa. —Sus ojos negros eran excepcionalmente agudos y claros—. De hecho, es tan ultra secreto que ni siquiera yo he podido descubrir lo que estáis haciendo allí; solamente, que entra dentro del campo de la modificación del comportamiento.
Mientras Salsbury se aclaraba la garganta con nerviosismo, se preguntaba si Dawson contaba con un criterio lo bastante amplio como para comprender el valor de lo que estaba a punto de explicarle.
—¿Te dice algo el término «percepción subliminal»?
—Está relacionado con la subconsciencia.
—En efecto; hasta cierto punto. Me temo que te voy a parecer un poco pedante, pero es necesaria una introducción. —Dawson se reclinó contra el respaldo y Salsbury, por su parte, se inclinó hacia delante—. Es imprescindible.
Sacó del maletín dos fotografías de tamaño carnet y dijo:
—¿Ves alguna diferencia entre la foto A y la foto B?
Dawson las examinó de cerca. Eran unas instantáneas en blanco y negro del rostro de Salsbury.
—Son idénticas.
—En apariencia, sí. Son copias de la misma fotografía.
—¿Dónde está la diferencia?
—Te lo explicaré después. Por el momento, quédatelas.
Dawson miró con recelo las fotografías. ¿Era algún tipo de juego? No le gustaban los juegos. Eran una pérdida de tiempo. Mientras uno estaba jugando, podía igual, y fácilmente, estar ganando dinero.
—La mente humana tiene dos monitores primarios para la entrada de datos: la consciencia y la subconsciencia.
—Mi Iglesia reconoce la subconsciencia —interrumpió Dawson, afablemente—. No todas las Iglesias admitirían su existencia.
Incapaz de ver el interés de ello, Salsbury lo ignoró.
—Estos monitores observan y almacenan dos diferentes grupos de datos. Por decirlo de alguna forma, la mente consciente se entera sólo de lo que ocurre en su línea directa de visión, mientras que la subconsciencia tiene una visión periférica. Estas dos mitades de la mente trabajan independientemente una de otra y, a menudo, en oposición mutua…
—Sólo en el caso de una mente anormal.
—No, no; en todas las mentes. La tuya y la mía incluidas.
Molesto ante la idea de que alguien pudiese pensar que su mente actuaba de alguna forma que no fuese la perfecta armonía consigo misma, Dawson empezó a hablar.
—Por ejemplo —lo interrumpió Salsbury—, un hombre está sentado a la barra de un bar. Una mujer guapa toma asiento en el taburete junto a él. Con un objetivo consciente intenta seducirla. Sin embargo, al mismo tiempo, sin ser consciente de ello, es posible que esté aterrorizado ante una implicación sexual. Puede tener miedo del rechazo, del fracaso o de la impotencia. Con su mente consciente, actúa como la sociedad espera que reaccione en compañía de una mujer atractiva; pero su subconsciente trabaja de forma efectiva contra su consciente. Como consecuencia de ello, indispone a la mujer contra él. Habla toscamente y en un tono demasiado alto. Si bien es normalmente un tipo interesante, la aburre con cotizaciones de bolsa. Derrama la bebida sobre ella. Este comportamiento es el producto de su temor subconsciente. La mente exterior dice «adelante», aun cuando la interior esté gritando «detente».
La expresión de Dawson era dura. No le había gustado la naturaleza del ejemplo. No obstante, dijo:
—Continúa.
—La subconsciencia es la mente dominante. La consciencia duerme pero la subconsciencia no lo hace. El consciente no tiene acceso a los datos del subconsciente, pero la subconsciencia está al corriente de todo lo que ocurre en la mente consciente. Esencialmente, el consciente no es otra cosa que una computadora, mientras que el subconsciente es el programador de la computadora.
»Los datos almacenados en las diferentes mitades de la mente son recogidos de igual manera a través de los cinco sentidos conocidos. El subconsciente ve, oye, huele, paladea y siente mucho más que la mente exterior. Capta todo lo que ocurre de una forma demasiado rápida y demasiado sutil para que sea grabado en la mente consciente. De hecho, para nuestro objetivo, ésta es la definición de “subliminal”: lo que sucede demasiado rápidamente o demasiado sutilmente para que quede grabado en la mente consciente. Más del noventa por ciento de los estímulos que recibimos a través de nuestros cinco sentidos entra de un modo subliminal.
—¿Noventa por ciento? ¿Quieres decir que yo veo, siento, huelo, paladeo y oigo diez veces más de lo que creo? ¿Puedes ponerme algún ejemplo?
Salsbury tenía uno preparado.
—El ojo humano se fija en distintos objetos cien mil veces al día como mínimo. Una fijación de la vista dura desde una fracción de segundo a un tercio de minuto. No obstante, si uno intenta hacer una lista de las cien mil cosas que ha mirado durante un día, no será capaz de recordar más que unos cuantos cientos. El resto de estos estímulos han sido observados y almacenados en el subconsciente; al igual que los otros dos millones de estímulos que han llegado al cerebro mediante los otro cuatro sentidos.
Dawson cerró los ojos como si quisiera bloquear todas aquellas visiones que no veía conscientemente y dijo:
—Has establecido tres puntos. —Y los indicó con tres dedos de uñas bien cuidadas—. Uno, la subconsciencia es la mitad dominante de la mente. Dos, no sabemos lo que ha observado y recordado nuestra mente subconsciente; no podemos recordar estos datos a voluntad. Tres, la percepción subliminal no es algo extraño u oculto; es una parte integral de nuestras vidas.
—Tal vez la parte más importante de nuestras vidas.
—Y tú has descubierto un uso comercial para la percepción subliminal.
Las manos de Salsbury temblaban. Se estaba acercando al meollo de su propuesta y no sabía si Dawson se sentía fascinado o escandalizado.
—Desde hace dos décadas, los anunciantes de productos de consumo han conseguido llegar a las mentes subconscientes de los clientes potenciales mediante el uso de la percepción subliminal. Las agencias de publicidad se refieren a estas técnicas por medio de otros nombres: recepción subliminal, regulación del umbral, percepción inconsciente, subcepción. ¿Sabes de qué te estoy hablando? ¿Has oído hablar de ello?
Dawson, todavía envidiablemente relajado, respondió:
—Hace quince…, quizá veinte años, se llevaron a cabo varios experimentos en salas de cine. Recuerdo haber leído sobre ello en los periódicos.
—Sí —asintió Salsbury rápidamente—. El primero tuvo lugar en 1956. Durante la proyección normal de una película cualquiera, se superponía en la pantalla un mensaje especial: «Usted tiene sed» o algo por el estilo. Se proyectaba de forma tan rápida que nadie advertía que estaba allí. Después de haber sido lanzado…, ¿cuánto, unas mil veces?, casi todos los espectadores del cine salían al vestíbulo y compraban bebidas refrescantes.
En estos crudos experimentos, que estaban cuidadosamente regulados por los investigadores de la motivación, se lanzaban mensajes subliminales al público mediante un taquistoscopio; una máquina patentada por una compañía de Nueva Orleáns, Precon Process Equipment Corporation, en octubre de 1962. El taquistoscopio era un proyector normal de cine con una alta velocidad de obturación. Podía lanzar un mensaje doce veces por minuto a 1/3000 de segundo. La imagen aparecía en la pantalla por un espacio de tiempo demasiado corto para que fuese percibido por la mente consciente, pero el subconsciente sí la recogía. Durante una prueba que se hizo del taquistoscopio, cuya duración fue de seis semanas, cincuenta y cinco mil espectadores de cine fueron sometidos a los mensajes de «Beba Coca-Cola» y «¿Tiene usted hambre? Coma palomitas de maíz». Los resultados de esos experimentos no dejaron duda sobre la efectividad de la publicidad subliminal. Las ventas de palomitas de maíz ascendieron en un sesenta por ciento y las ventas de Coca-Cola aumentaron casi en un veinte por ciento.
Aparentemente, los mensajes subliminales habían influido en la gente para que comprasen estos productos, incluso si no tenían ni hambre ni sed.
—Ya lo ves —concretó Salsbury—, la mente subconsciente cree todo lo que se le dice. Aunque construya pautas de comportamiento basadas en la información que recibe y aunque estas pautas guíen la mente consciente…, ¡no puede distinguir entre verdadero o falso! El comportamiento que programa en la mente consciente está a menudo basado en conceptos erróneos.
—Pero si esto fuese cierto, nos comportaríamos todos irracionalmente.
—Y así es, en un sentido o en otro. No olvides que el subconsciente no siempre construye programas basados en ideas obstinadas; sólo a veces. Esto explica por qué hombres inteligentes, modelos de razón en muchas cosas, esconden como mínimo unas pocas actitudes irracionales. —Como tu fanatismo religioso, pensó; pero dijo—: Por ejemplo, la mojigatería racial y religiosa, la xenofobia, la claustrofobia, la acrofobia… Si se logra que un hombre analice uno de estos temores a un nivel consciente, los rechazará. Pero la conciencia resiste el análisis. Entretanto, la mitad interior de la mente continúa aconsejando mal a la mitad exterior.
—La mente consciente no se enteraba de esos mensajes de la pantalla, por consiguiente no podía rechazarlos.
—Sí —susurró Salsbury—, ésta es la esencia. El subconsciente muestra los mensajes y provoca que la mente exterior actúe en consonancia.
El interés de Dawson aumentaba por minutos.
—Pero ¿por qué los mensajes subliminales hicieron que se vendiesen más palomitas de maíz que Coca-Colas?
—El primer mensaje, «Beba Coca-Cola», era una frase clara, una orden directa. En ocasiones, la subconsciencia obedece una orden enviada de forma subliminal… y, a veces, no lo hace.
—¿Por qué es así?
Salsbury se encogió de hombros.
—No lo sabemos. Pero habrás visto que el segundo mensaje subliminal no era completamente una orden directa. Era más sofisticada. Empezaba con una pregunta: «¿Tiene usted hambre?». La pregunta estaba destinada a causar ansiedad en el subconsciente. Ayudaba a generar una necesidad. Establecía una «ecuación motivacional». La necesidad, la ansiedad, están en la parte izquierda del signo de igualdad. A fin de llenar la parte derecha, de equilibrar la ecuación, el subconsciente programa al consciente para comprar las palomitas de maíz. Una parte ayuda a la otra. El hecho de comprar palomitas de maíz acaba con la ansiedad.
—Este método es similar a la sugestión posthipnótica. Pero he oído decir que una persona no puede ser hipnotizada y verse obligada a hacer algo que considera moralmente inaceptable. En otras palabras, si no es un asesino por naturaleza, no se le puede obligar a matar cuando está hipnotizado.
—Eso no es cierto. Cualquiera puede ser inducido a hacer cualquier cosa bajo hipnosis. La mente interior puede ser manipulada muy fácilmente… Por ejemplo, si yo te hipnotizo y te digo que mates a tu esposa, tú no me obedecerías.
—¡Naturalmente que no lo haría! —exclamó Dawson, indignado.
—Tú quieres a tu mujer.
—¡Por supuesto que sí!
—No tienes ningún motivo para matarla.
—Ninguno en absoluto.
Salsbury consideró las categóricas negativas de Dawson y pensó que el subconsciente de aquel hombre debía de rebosar de hostilidad reprimida hacia su esposa temerosa de Dios y amante de la Iglesia. No se atrevió a decirlo; Dawson lo habría negado y habría podido echarlo del despacho.
—Sin embargo, si te hipnotizo y te digo que tu mujer tiene un lío con tu mejor amigo y que está conspirando para matarte con el fin de heredar tu fortuna, tú me creerías…
—No te creería. Julia sería incapaz de una cosa así.
Salsbury asintió pacientemente.
—Tu mente consciente rechazaría mi historia; debe razonar. Pero, después de haberte hipnotizado, yo estaría hablando a tu subconsciente… que no puede distinguir entre mentiras y verdades.
—Ah, ya comprendo.
—Tu subconsciente no actuaría ante la orden de matar porque una orden directa no establece una ecuación motivacional; pero me creería cuando te advirtiese de que ella estaba intentando matarte. Y, al creerme, construiría una nueva pauta de comportamiento basada en las mentiras… y programaría tu mente consciente para el asesinato. Imagínate la ecuación, Leonard: a la izquierda del signo de igualdad, está la ansiedad generada por el «conocimiento» de que tu mujer pretende eliminarte; a la derecha, a fin de equilibrar la ecuación, de acabar con la ansiedad, tú necesitas la muerte de tu esposa. Si tu subconsciente estuviese convencido de que ella iba a matarte esa noche mientras tú dormías, haría que la matases antes incluso de meterte en la cama.
—¿Por qué no ir simplemente a la policía?
Sonriendo, más seguro de sí mismo de lo que había estado desde que entró en el despacho, Salsbury afirmó:
—El hipnotizador podría evitarlo si le dice a tu subconsciente que tu mujer simularía un accidente, que ella era tan inteligente que la policía jamás probaría nada en contra de ella.
Dawson levantó una mano e hizo un gesto en el aire, como si estuviese ahuyentando moscas.
—Todo esto es muy interesante —dijo, en un tono de voz ligeramente aburrido—, pero para mí no es más que teoría.
Ogden tenía una confianza en sí mismo muy frágil. Empezó a temblar de nuevo.
—¿Teoría?
—La publicidad subliminal ha sido declarada ilegal. Se armó un buen lío en aquella época.
—Oh, oh, sí —se apresuró a admitir Salsbury, aliviado—. Se publicaron cientos de artículos en periódicos y en revistas. Newsday lo llamó el invento más alarmante desde la bomba atómica. The Saturday Review dijo que la mente subconsciente era el aparato más delicado del universo y que nunca debía ser manchado o manipulado para aumentar las ventas de palomitas de maíz o de cualquier otra cosa.
»A finales de los años cincuenta, cuando se publicaron los experimentos con el taquistoscopio, casi todo el mundo coincidió en que la publicidad subliminal era una invasión de la intimidad. El congresista James Wright, de Texas, patrocinó un proyecto de ley que declarase ilegal cualquier artefacto, película, fotografía o grabación destinado a anunciar un producto o a adoctrinar al público mediante la impresión en la mente subconsciente. Otros congresistas y senadores prepararon legislaciones para luchar contra la amenaza, pero ningún decreto salió del comité. No se decretó ninguna ley que restringiese o que prohibiese la publicidad subliminal.
—¿La utilizan los políticos? —preguntó Dawson, levantando las cejas.
—La mayoría de ellos no comprende su potencial. Y las agencias de publicidad procuran mantenerlos en la ignorancia. Todas y cada una de las grandes agencias de Estados Unidos tienen un equipo de científicos de medios de comunicación y de comportamiento que desarrollan mensajes subliminales para anuncios en revistas y en televisión. Prácticamente todos los artículos de consumo fabricados por Futurex y por sus filiales se venden con publicidad subliminal.
—No me lo creo —se obstinó Dawson—. Yo estaría al corriente.
—No mientras no quieras saberlo y hagas un esfuerzo para enterarte. Hace treinta años, cuando tú empezaste, este tipo de cosas no existía. Cuando empezaron a utilizarse, ya no estabas estrechamente conectado con las ventas de tus negocios; estabas más preocupado por asuntos de acciones, de fusiones…; por hacer negocios. En un conglomerado de esta magnitud, no es posible que el presidente apruebe cada uno de los anuncios de todos los productos de cada filial.
Dawson se inclinó hacia delante y, con una mirada de repugnancia en su atractivo rostro manifestó:
—Todo esto me parece bastante… repulsivo.
—Si uno acepta el hecho de que la mente humana puede ser programada sin su propio conocimiento, lo que hace es rechazar la noción de que el hombre es en todo momento dueño de su destino. A la gente esto le produce un miedo mortal…
»Por espacio de dos décadas, los norteamericanos se han negado a enfrentarse a la desagradable realidad de la publicidad subliminal. Los sondeos de opinión indican que, de quienes han oído hablar de la publicidad subliminal, el noventa por ciento están convencidos de que ha sido declarada ilegal. No tienen hechos que apoyen su opinión, pero no quieren creer otra cosa diferente. Además, entre el cincuenta y el setenta por ciento de estos encuestados dicen que no creen en la función subliminal. Se revelan tanto ante la idea de ser controlados y manipulados que rechazan esta posibilidad sin más. En lugar de educarse en la actualidad de la publicidad subliminal, en lugar de sublevarse y de pronunciarse contra ella, la consideran una fantasía, como si fuera ciencia ficción.
Dawson se agitó incómodo en su silla. Finalmente se levantó, se dirigió a una de las enormes ventanas y se puso a contemplar Manhattan.
Había empezado a nevar y el cielo estaba más bien oscuro. El viento, como voz de la ciudad, murmuraba al otro lado del cristal.
Dawson se volvió de nuevo hacia Salsbury y dijo:
—Una de nuestras filiales es una agencia de publicidad, Woolring y Messner. ¿Quieres decir que, cada vez que hacen un anuncio de televisión, introducen una serie de mensajes lanzados subliminalmente con un taquistoscopio?
—Es el anunciante quien debe pedir los mensajes subliminales. Este servicio tiene un coste adicional. Pero, contestando a tu pregunta, no, el taquistoscopio está anticuado.
»La ciencia de la modificación subliminal del comportamiento se desarrolló tan rápidamente que el taquistoscopio quedó obsoleto poco después de haber sido patentado. A mediados de los años sesenta, la mayoría de los mensajes subliminales en los anuncios de televisión se implantaban con fotografías reostáticas. Todos hemos visto un control reostático para una lámpara o para una luz de techo: al girarlo, puede conseguirse que la luz sea más tenue o más brillante. Se puede utilizar el mismo principio en la fotografía cinematográfica. En primer lugar, se lanza y emite el anuncio de sesenta segundos en la forma convencional. Ésta es la mitad del anuncio que conecta con la mente consciente. Otro minuto de película, conteniendo el mensaje subliminal, se lanza con una luz de intensidad mínima, con el reóstato en su punto mínimo. La imagen resultante es demasiado débil para conectar con la mente consciente. Cuando se proyecta en una pantalla, ésta aparece en blanco. Sin embargo, el subconsciente ve y absorbe. Estas dos películas son proyectadas simultáneamente y grabadas en la tercera parte de la extensión de la película. Es esta versión compuesta la que se utiliza en televisión. Mientras el público mira el anuncio, la mente subconsciente observa… y obedece, en un grado u otro, la orden subliminal.
»Y esto es únicamente la técnica básica. Los refinamientos son todavía más inteligentes —concluyó Salsbury.
Dawson paseaba de arriba abajo. No estaba nervioso; sólo estaba… excitado. Salsbury pensó, lleno de felicidad, que el otro hombre estaba empezando a comprender lo valioso del asunto.
—Veo perfectamente cómo se pueden ocultar mensajes subliminales en un trozo de película que está llena de movimiento, luz y sombra —admitió Dawson—; pero ¿qué pasa con los anuncios de las revistas? Es un medio estático, una imagen sin movimiento; ¿cómo se puede ocultar un mensaje subliminal en una hoja de papel?
Salsbury señaló con un dedo las fotografías que le había dado a Dawson antes.
—Para esta fotografía mantuve mi rostro sin expresión. Se hicieron dos copias del mismo negativo: la copia A fue impresa sobre una vaga imagen de la palabra «ira»; y la B, sobre la palabra «alegría».
—Yo no veo ninguna de esas dos palabras —objetó Dawson, después de haber comparado las fotos.
—No me habría gustado nada que las hubieses visto. Se supone que no deben verse.
—¿Cuál es la finalidad?
—Se presentó la fotografía A a cien estudiantes de Columbia y se les pidió que identificasen la emoción expresada por el rostro. Diez estudiantes no opinaron, ocho dijeron «disgusto» y ochenta y dos dijeron «ira». Un grupo diferente estudió la foto B. Ocho no expresaron opinión alguna, veintiuno dijeron «felicidad» y setenta y uno, «alegría».
—Ya veo —comentó Dawson pensativamente.
—Pero esto es tan tosco como el taquistoscopio. Voy a enseñarte algunos sofisticados anuncios subliminales.
Salsbury sacó una hoja de papel de su maletín; era una página de la revista Time. Puso la hoja sobre el secafirmas de Dawson.
—Es un anuncio de la ginebra Gilbey’s —dijo Dawson.
A primera vista, era un simple anuncio de una bebida alcohólica. En la parte superior de la página, había un titular de cuatro palabras: ROMPA LA BOTELLA HELADA. Sólo había otro texto, en la esquina inferior derecha: ¡Y MANTENGA SECAS SUS TÓNICAS! La ilustración que acompañaba este texto se componía de tres objetos. El más notable era una botella de ginebra que resplandecía con gotas de agua y escarcha. El tapón de la botella se encontraba en la parte inferior de la página. Junto a la botella había un vaso alto lleno de cubitos de hielo, una rodaja de lima, un agitador y, presumiblemente, ginebra. El fondo era verde, frío, agradable.
El mensaje propuesto para la mente consciente estaba claro: esta ginebra es refrescante y ofrece una evasión de los problemas cotidianos.
Lo que la página tenía que decirle a la mente subconsciente era mucho más interesante. Salsbury explicó que la mayoría del contenido subliminal estaba enterrado bajo el umbral del reconocimiento consciente, pero que algunos elementos podían verse y analizarse; si bien únicamente con una mente abierta y con perseverancia. El mensaje subliminal que con mayor facilidad podía captar el consciente estaba oculto en los cubitos de hielo. Había cuatro cubitos de hielo amontonados uno sobre el otro. El segundo de ellos, empezando por arriba, y la rodaja de lima formaban una vaga letra S que la mente consciente podía ver si ponía atención; el tercer cubito contenía una muy evidente letra E en la zona de luz y sombra que abarcaba el propio cubito; el cuarto trozo de hielo mostraba el sutil, pero inconfundible contorno de la letra X: S-E-X.
Salsbury se había colocado detrás del escritorio de Dawson y había trazado cuidadosamente estas tres letras con su índice.
—¿Lo ves?
—He visto la E inmediatamente y las otras dos, sin mayor dificultad —aceptó Dawson, con el ceño fruncido—. Pero me cuesta creer que hayan sido puestas a propósito. Podría tratarse de un accidente de las sombras.
—Por regla general, los cubitos de hielo no se fotografían bien —le explicó Salsbury—. Cuando los veas en un anuncio, puedes estar seguro de que casi siempre han sido dibujados por un artista. De hecho, todo este anuncio ha sido pintado sobre una fotografía. Pero hay algo más aparte de esta palabra en el hielo.
—¿Qué más hay? —preguntó Dawson, mientras echaba un vistazo a la página.
—La botella y el vaso están sobre una superficie reflectante. —Salsbury hizo un círculo alrededor de la zona reflectora relacionada con la botella y con el tapón—. Sin hacer un gran esfuerzo de imaginación, puede verse que el reflejo de la botella está dividido en dos, formando lo que puede ser tomado por un par de piernas. ¿Ves también que el tapón de la botella reflejada parece un pene que asoma entre estas piernas?
Dawson se sintió ofendido.
—Lo veo —dijo fríamente.
Demasiado interesado en su propia conferencia para advertir la turbación de Dawson, Salsbury prosiguió:
—Naturalmente, el hielo fundido en el tapón de la botella podría ser semen. En ningún momento se intentó que esta imagen fuese completamente subliminal. Aquí la mente consciente puede reconocer la finalidad; pero no reconocería el reflejo en esta mesa a menos que fuese inducida a reconocerlo. —Señaló otro punto de la página—. ¿Sería ir demasiado lejos decir que esta sombra entre los reflejos de la botella y del vaso forman unos labios vaginales? ¿Y que esta gota de agua sobre la mesa está colocada en las sombras precisamente donde el clítoris estaría en una vagina?
Cuando Dawson vislumbró los labios separados del órgano sexual subliminal, se sonrojó.
—Lo veo. O creo verlo.
Salsbury metió la mano en su maletín.
—Tengo otros ejemplos.
Uno de ellos era una solicitud a doble página para una suscripción que había aparecido un poco antes de Navidad, algunos años atrás, en Playboy. En la página de la derecha, Liv Lindeland, una rubia de generosos pechos, estaba arrodillada sobre una alfombra blanca; en la página de la izquierda, había una enorme guirnalda de nueces. Ella estaba atando un lazo rojo en lo alto de la guirnalda.
Salsbury explicó que, en una prueba realizada, cien sujetos estuvieron durante una hora estudiando doscientos anuncios, éste incluido. Acabado el plazo de una hora, se les pidió que confeccionasen una lista de los diez primeros que pudiesen recordar. El ochenta y cinco por ciento indicó el anuncio de Playboy. Cuando describieron el anuncio, todos, salvo dos sujetos, mencionaron la guirnalda; sólo cinco de ellos mencionaron a la chica. A éstos se les siguió preguntando, y ocurrió que les costaba recordar si ella era rubia, morena o pelirroja. Recordaban que tenía los pechos desnudos, pero no podían asegurar si llevaba un sombrero o iba vestida de cintura para abajo. (Estaba desnuda y no llevaba sombrero). Ninguno tuvo dificultad a la hora de describir la guirnalda, pues era esto lo que había fascinado su subconsciente.
—¿Comprendes la razón? —preguntó Salsbury—. No hay una sola nuez en esta guirnalda de «nueces». Está compuesta de objetos que parecen cabezas de penes y rajas vaginales.
Incapaz de hablar, Dawson hojeó los otros anuncios sin pedirle a Salsbury que se los explicase. Finalmente, comentó:
—Cigarrillos Camel, Seagram’s, Sprite, Ron Bacardi… Algunas de las compañías más destacadas del país utilizan mensajes subliminales para vender sus productos.
—¿Por qué no habían de hacerlo? Es legal. Si la competencia los usa, ¿qué elección le queda incluso a la compañía de mayor inspiración moral? Todo el mundo tiene que ser competitivo. En resumen, no existen individuos malos, todo el sistema es el malo.
Dawson volvió a su silla de ejecutivo y su rostro era un libro abierto de sus pensamientos. Era posible leer que le disgustaba cualquier charla contra «el sistema» y que, con todo, estaba escandalizado por lo que acababa de enseñarle. También estaba intentando ver la posibilidad de sacar un provecho de ello. Actuaba con el convencimiento de que Dios quería que él se sentase en una silla de ejecutivo en el pináculo de una empresa de mil millones de dólares; y estaba seguro de que el Señor le ayudaría a comprender que, si bien la publicidad subliminal tenía un lado de mal gusto y posiblemente inmoral, tenía también un aspecto que podía ayudarlo en su divina misión. Tal y como él lo veía, su misión era acumular ganancias para el Señor; cuando Julia y él muriesen, la fortuna y las propiedades de los Dawson pasarían a la Iglesia.
Salsbury volvió a ocupar su asiento al otro lado de la mesa. La confusión de páginas de revistas sobre el secafirmas y el vacío roble parecía una colección de pornografía. Tenía la sensación de haber estado intentando excitar a Dawson. Era absurdo, pero se sentía avergonzado.
—Me has demostrado que se ha gastado muchísimo esfuerzo creativo y dinero en los anuncios subliminales —dijo Dawson—. Es evidente que existe una teoría, generalmente extendida, al respecto de que la estimulación sexual subconsciente vende productos. Pero ¿es así? ¿Vende lo suficiente como para que el gasto merezca la pena?
—¡Indudablemente! Los estudios psicológicos han demostrado que la mayoría de los norteamericanos reaccionan, ante los estímulos sexuales, con ansiedad y tensión subconscientes. Así, si la mitad subliminal de un anuncio televisivo para el refresco XYZ muestra a una pareja haciendo el amor, el subconsciente del espectador empieza a rebosar ansiedad; y esto establece una ecuación motivacional. En la parte izquierda del signo de igualdad hay ansiedad y tensión. Para completar la ecuación y acabar con estas sensaciones desagradables, el espectador compra el producto: una botella o una caja de XYZ. La ecuación se ha terminado, la pizarra está limpia.
Dawson estaba sorprendido.
—Entonces, ¿no compra el producto porque cree que le proporcionará una mejor vida sexual?
—Justo lo contrario. Lo compra para escapar del sexo. El anuncio lo llena de un deseo a un nivel subconsciente, y al comprar el producto es capaz de satisfacer este deseo sin correr el riesgo de rechazo, impotencia, humillación o alguna otra experiencia insatisfactoria con una mujer. O, si el espectador es una mujer, compra el producto para satisfacer el deseo y con ello evita una relación infeliz con un hombre. Para ambos, hombre y mujer, el deseo se desvanece si el producto tiene un aspecto oral; como la comida o los refrescos.
—O los cigarrillos. ¿Podría esto explicar que a tantas personas les cueste dejar de fumar?
—La nicotina crea dependencia; pero no hay duda de que los mensajes subliminales en los anuncios de cigarrillos refuerzan el hábito en la mayoría de las personas.
—Si tan efectivos son, ¿por qué yo no fumo? —preguntó Dawson, a la vez que se acariciaba su cuadrada barbilla—. He visto esos anuncios muchas veces.
—La ciencia todavía no ha sido perfeccionada. Si uno piensa que fumar es un hábito repugnante, si ha decidido no fumar nunca, los mensajes subliminales no cambian su forma de pensar. Por otra parte, si uno es joven, si acaba de entrar en el mercado del tabaco y no tiene una opinión real sobre el hábito, los mensajes subliminales pueden influir para que lo adquiera. O si se ha sido un fumador empedernido, pero se ha dejado el hábito, con los persuasivos mensajes subliminales se puede volver a fumar. Los mensajes subliminales afectan también a las personas que no tienen fuertes preferencias con respecto a las marcas. Por ejemplo, a quien no bebe ginebra o no le gusta beber en absoluto, los mensajes subliminales en el anuncio de Gilbey’s no le convencerán de que corra a la bodega de la esquina; pero, al que sí bebe, al que le gusta la ginebra y no le importa la marca de ginebra que bebe, estos anuncios le pueden establecer una preferencia de marca. Funciona, Leonard. Los mensajes subliminales venden cada año productos por valor de cientos de millones de dólares, y un porcentaje importante de ellos probablemente nunca los compraría el público de no ser manipulado subliminalmente.
—¿Habéis estado trabajando en la percepción subliminal en Connecticut durante los últimos diez años?
—Sí.
—¿Perfeccionando la ciencia?
—Exactamente.
—¿Acaso el Pentágono ve un arma en ello?
—¡Por supuesto! ¿Tú no lo ves?
—Si habéis perfeccionado la ciencia…, estás hablando de un total control de la mente —dijo Dawson, lenta y reverentemente—; y no sólo de la modificación del comportamiento, sino de un control absoluto, fuerte como el hierro.
Ninguno de los dos pudo hablar durante un momento.
—Sea lo que sea lo que hayas descubierto, aparentemente quieres mantenerlo al margen del Ministerio de Defensa. Pueden llamarlo traición.
—No me importa cómo lo llamen —afirmó Salsbury, con brusquedad—. Con tu dinero y con mis conocimientos no necesitamos al Ministerio de Defensa; ni a ninguna otra persona. Somos más poderosos que todos los Gobiernos del mundo juntos.
Dawson no podía ocultar su excitación.
—¿Qué es? ¿Qué has descubierto?
Salsbury se dirigió a la ventana y contempló la nieve que caía en espiral sobre la ciudad. Se sentía como si se hubiese agarrado a un resorte vital. Una corriente le zarandeó y, sacudido por ella, capaz casi de imaginar que los copos de nieve eran chispas que estallaban desde él, con la impresión de estar en el vértice de un poder semejante al de Dios, le explicó a Dawson lo que había descubierto y el papel que Dawson podía interpretar en este guión de conquistas.
Media hora más tarde, cuando Ogden hubo terminado, Dawson, que con anterioridad sólo se había mostrado humilde en la iglesia, musitó:
—¡Dios bendito! —Miró a Salsbury como un devoto católico podría haber mirado la visión de Fátima—. Ogden, ¿vamos nosotros dos a… heredar la tierra?
Su rostro se iluminó de repente con una sonrisa totalmente carente de humor.