Capítulo 1

Sábado, 13 de agosto de 1977

Paul Annendale sintió que algo cambiaba en él cuando tomó la curva para penetrar en el pequeño valle.

Después de haber estado cinco horas al volante el día anterior y cinco más aquel día, se encontraba débil y tenso, pero de pronto dejó de dolerle el cuello y sus hombros se relajaron. Sintió una gran paz, como si nada pudiese ir mal en aquel lugar, como si fuese Hugh Conway en Horizontes perdidos y acabase de entrar en Shangri-La. Por supuesto, Black River no era Shangri-La, ni siquiera con toda la imaginación posible. Existía, y mantenía a su población de cuatrocientos habitantes solamente como un anexo de la fábrica. Para ser un pueblo creado alrededor de una compañía, era bastante limpio y atractivo. La calle principal estaba bordeada de abedules y de altos robles. Las casas eran coloniales, tipo Nueva Inglaterra, con marcos blancos y ladrillos del color de la sal. Paul suponía que, si reaccionaba de una forma tan positiva, era porque no tenía malos recuerdos que asociar con él, sólo buenos; y en la vida de un hombre, esto no podía decirse de muchos lugares.

—¡Ahí está la tienda de Edison! ¡Ahí está Edison! —exclamó Mark Annendale, a la vez que se inclinaba hacia adelante desde el asiento posterior y señalaba a través del parabrisas.

—Gracias, Pete «el Negro», explorador del norte —le agradeció Paul, con una sonrisa.

Rya estaba tan excitada como su hermano, pues Sam Edison era como un abuelo para ambos; pero ella era mucho más solemne que Mark. Con sus once años, suspiraba ya por la edad adulta, para llegar a la cual todavía le quedaban muchos años por delante. Estaba sentada muy erguida y con el cinturón de seguridad puesto, en el asiento delantero, junto a Paul.

—Mark, a veces creo que tienes cinco años y no nueve —sentenció.

—¿Ah, sí? Pues, mira, yo a veces creo que tienes sesenta en lugar de once.

Touché —dijo Paul.

Mark sonrió. Por regla general, no podía competir con su hermana. Aquel tipo de respuesta rápida no era su estilo.

Paul miró de soslayo a Rya y vio que se había ruborizado. Le hizo un guiño para hacerle saber que no se estaba riendo de ella.

Segura de sí misma otra vez, sonrió y se irguió en su asiento.

Habría podido rebatir la salida de Mark con otra mejor y dejarlo boquiabierto, pero era capaz de ser generosa, una cualidad no muy común en niños de su edad.

Apenas la furgoneta se detuvo junto al bordillo, Mark saltó a la acera. Subió corriendo los tres escalones de cemento, se precipitó a través de la amplia galería cubierta y desapareció en el interior de la tienda. La puerta se cerró de golpe detrás de él, justo en el momento en que Paul apagaba el motor.

Rya estaba decidida a no montar ningún espectáculo, como había hecho Mark. Salió del coche con calma, se estiró y bostezó, se alisó las rodilleras de los tejanos, se ajustó el cuello de la blusa azul marino, se arregló con la mano la larga cabellera oscura, cerró la puerta del coche y empezó a subir los escalones. Sin embargo, cuando llegó a la altura de la galería, también ella empezó a correr.

La tienda de Edison era un completo centro comercial de novecientos metros cuadrados. Había una sala, de treinta metros de largo por nueve de ancho, con un viejo suelo de madera de pino. En el extremo este de la tienda, estaban los ultramarinos; en el extremo oeste, la mercería, artículos varios y un mostrador reluciente y moderno con productos farmacéuticos.

Al igual que su padre anteriormente, Sam Edison era, en toda la ciudad, el único farmacéutico licenciado.

En el centro de la sala, se agrupaban alrededor de una estufa típica, alimentada con madera, tres mesas y doce sillas de roble.

Normalmente, en una de aquellas mesas era posible encontrar a los hombres mayores del lugar jugando a las cartas, pero en aquel momento las sillas estaban vacías. El establecimiento de Edison no era únicamente tienda de ultramarinos y farmacia; era también el centro de la comunidad de Black River.

Paul abrió la pesada tapa de la nevera y sacó una botella de Pepsi-Cola del agua helada. A continuación, se sentó en una de las mesas.

Rya y Mark estaban ante un anticuado mostrador de golosinas, con una parte frontal acristalada, y se reían de un chiste de Sam. Éste les dio algunos caramelos y los envió a la sección de libros de bolsillo y tebeos para que escogiesen unos regalos; seguidamente, salió de detrás del mostrador y se sentó con la espalda apoyada en la fría estufa.

Se estrecharon la mano por encima de la mesa.

Paul pensó que, a primera vista, Sam parecía un hombre duro y mezquino. Era de constitución sólida, mediría aproximadamente un metro setenta y seis centímetros y pesaría unos setenta y tres kilos, y era ancho de pecho y de hombros. Su camisa de manga corta dejaba al descubierto unos antebrazos y unos bíceps muy fuertes. Tenía un rostro bronceado y arrugado y los ojos eran como pedacitos de pizarra gris. A pesar del espeso cabello blanco y de la abundante barba, parecía más un tipo peligroso que un abuelo y habría podido pasar por ser diez años más joven de los cincuenta y cinco que tenía.

Pero su imponente apariencia exterior resultaba engañosa: era un hombre cálido y gentil, un blando con los niños; probablemente, regalaba más caramelos de los que vendía.

Paul jamás le había visto enfadado, jamás le había oído levantar la voz.

—¿Cuándo habéis llegado al pueblo?

—Es la primera parada que hacemos.

—En tu carta no decías cuánto tiempo os ibais a quedar este año. ¿Cuatro semanas?

—Creo que nos quedaremos seis.

—¡Estupendo!

Sus ojos grises brillaron alborozados; pero, en aquel rostro curtido, esta expresión podía haber pasado por malicia para cualquiera que no lo conociese bien.

—¿Os quedáis esta noche con nosotros como estaba previsto? Supongo que no subiréis a las montañas hoy.

Paul sacudió la cabeza.

—Mañana tendremos tiempo de sobra. Llevamos en la carretera desde las nueve de la mañana y no tengo fuerzas para moverme esta tarde.

—Sin embargo, te veo muy bien.

—Es que me siento muy bien ahora que estoy en Black River.

—Necesitabas estas vacaciones, ¿verdad?

—Oh, Dios, ya lo ya lo creo. —Bebió un trago de Pepsi-Cola—. Estoy totalmente harto de caniches hipertensos y de gatos siameses con tiña.

—¿Acaso no te lo he dicho cientos de veces? —le reprochó Sam, sonriente—. No se puede esperar ser un honesto veterinario cuando uno se instala en los barrios periféricos de Boston. Allí no se es más que una niñera de animales domésticos neuróticos, y de sus neuróticos propietarios. Instálate en el campo, Paul.

—¿Quieres decir que es preferible que me las vea con vacas y con yeguas parturientas?

—Exactamente.

Paul suspiró.

—Tal vez lo haga algún día.

—Tienes que sacar a esos niños de la ciudad, llevarlos donde el aire esté limpio y el agua sea potable.

—Tal vez lo haga. —Dirigió la vista a la trastienda, hacia una entrada con cortinas—. ¿Está Jenny?

—Me he pasado la mañana haciendo recetas y ahora ella ha ido a entregarlas. Creo que he vendido más medicinas en los cuatro últimos días que lo que suelo vender en una semana.

—¿Una epidemia?

—Sí. Resfriado, gripe, como lo quieras llaman.

—¿Cómo lo llama el doctor Troutman?

Sam se encogió de hombros.

—No está completamente seguro. Piensa que puede tratarse de algún nuevo tipo de gripe.

—¿Qué está recetando?

—Un antibiótico de amplio espectro. Tetraciclina.

—No es especialmente fuerte.

—Ya, pero esta gripe no es muy devastadora.

—¿Ayuda la tetraciclina?

—Es demasiado pronto para decirlo.

Paul miró a Rya y a Mark.

—Están más seguros aquí que en cualquier otro lugar del pueblo —le tranquilizó Sam—. Jenny y yo debemos de ser casi las únicas personas de Black River que todavía no la hemos cogido.

—Si cuando esté allá arriba en las montañas se me ponen los dos niños enfermos, ¿qué debo esperarme? ¿Náuseas? ¿Fiebre?

—Nada de eso. Sólo escalofríos por la noche.

Paul ladeó la cabeza, con ironía.

—Según me han dicho, se pega uno un susto de muerte —siguió Sam, cuyas cejas se juntaron formando una frondosa raya blanca—. Te despiertas por la noche como si acabases de tener una horrible pesadilla. Los escalofríos son tan intensos que ni siquiera puedes sujetar nada, apenas puedes caminar y el corazón te va al galope. El sudor sale por todos los poros, y estoy hablando de vasos enteros de sudor, como si la presión sanguínea hubiese subido de forma alarmante. Todo lo más que dura es una hora y, luego, desaparece como si nunca hubiese existido. Lo deja a uno débil durante casi todo el día siguiente.

—No parece gripe —comentó Paul, con el ceño fruncido.

—No se parece mucho a nada. Pero asusta mortalmente a la gente. Algunos se pusieron enfermos el martes por la noche y, casi todos los demás siguieron sus pasos el miércoles. Se despiertan cada noche con escalofríos y cada día están débiles, un poco cansados. Durante esta semana, muy poca gente ha pasado una buena noche de sueño.

—¿Ha pedido el doctor Troutman una segunda opinión sobre estos casos?

—El médico más cercano está a noventa y cinco kilómetros. Ayer por la tarde, llamó a las autoridades sanitarias estatales y pidió que le mandasen a uno de los hombres de su equipo para examinar los casos. Pero no pueden enviar a nadie hasta el lunes. Me temo que una epidemia de escalofríos nocturnos no les motive demasiado.

—Los escalofríos podrían ser la punta del iceberg.

—Es posible. Pero ya conoces a los burócratas. —Cuando vio que Paul volvía a mirar a Rya y a Mark, Sam añadió—: Escucha, no te preocupes; mantendremos a los niños alejados de cualquiera que esté enfermo.

—Tenía que llevar a Jenny a cenar al café de Ultman, en el extremo de la calle. Íbamos a tener una agradable y tranquila cena juntos.

—Si uno de los camareros u otro cliente te contagia la gripe, se la pasarás a los niños. Olvídate del café. Cena aquí. Ya sabes que soy el mejor cocinero de Black River.

Paul titubeó.

Sam se rió entre dientes, se acarició la barba con una mano y dijo:

—Cenaremos temprano, a las seis; así Jenny y tú tendréis todo el tiempo para estar juntos. Podéis salir a montar a caballo; o bien los niños y yo nos mantendremos alejados de la salita si preferís quedaros en casa.

—¿Cuál es el menú? —preguntó Paul, sonriendo.

Manicotti.

—¿Quién necesita ir donde Ultman?

Sam movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Sólo los Ultman.

Rya y Mark se acercaron corriendo para que Sam les diese su aprobación sobre los regalos que habían escogido. Sam tenía tebeos por un valor de dos dólares y Rya dos libros de bolsillo. Además, cada uno llevaba unas bolsitas de caramelos.

Paul pensó que los ojos azules de Rya brillaban especialmente, como si hubiese luces detrás de ellos. La niña sonrió y le dijo:

—¡Papá, estas vacaciones van a ser las mejores de nuestra vida!