Domingo, 7 de agosto de 1977
Buddy Pellineri trabajaba toda la semana en el turno de noche, y era incapaz de cambiar sus hábitos de sueño durante el fin de semana. A las cuatro de la madrugada del domingo, se encontraba en la cocina de su minúsculo apartamento de dos habitaciones. La radio, su más preciada posesión, estaba encendida a bajo volumen: música de una emisora canadiense que transmitía durante toda la noche. Se había sentado a la mesa, junto a la ventana, y miraba fijamente las sombras al otro lado de la calle. Al ver un gato que corría por la acera, se le erizó el pelo de la nuca.
Había dos cosas que Buddy Pellineri odiaba y temía más que a nada en el mundo: los gatos y el ridículo.
Había estado viviendo veinticinco años con su madre, y durante veinte, ella había tenido algún gato en casa; primero, Caesar, y luego, Caesar Segundo. La madre nunca había sido consciente de que los gatos eran más rápidos y mucho más astutos que su hijo, lo que a él, por consiguiente, le planteaba un grave problema. A Caesar, el primero o el segundo, lo mismo daba, le gustaba tumbarse tranquilamente en lo alto de las estanterías de libros y de los armarios hasta que Buddy pasaba por allí. Entonces, saltaba sobre la espalda del chico. El gato nunca lo arañaba con saña; lo que importaba sobre todo era agarrarse bien a la camisa del chico para que éste no pudiese sacudírselo de encima. Cada vez, como si se tratara de un guión, Buddy era víctima del pavor y corría en círculos o se precipitaba de habitación en habitación en busca de su madre, mientras Caesar le escupía en la oreja. Nunca sufrió daños graves en el juego; era lo imprevisto del ataque, la sorpresa, lo que lo aterrorizaba. Su madre le decía que el gato sólo quería jugar. En ocasiones, él mismo se enfrentaba a él para demostrarse que no estaba asustado. Se acercaba al animal mientras éste tomaba el sol en la repisa de una ventana, e intentaba mirarlo fijamente; pero siempre era Buddy el primero en apartar la mirada. A las personas no las comprendía ni la mitad de bien, y la extraña mirada del gato le hacía sentirse especialmente estúpido e inferior.
Era capaz de responder mejor al ridículo que a los gatos, aunque sólo fuese porque aquél nunca llegaba por sorpresa. Cuando era pequeño, los otros niños le tomaban el pelo despiadadamente.
Había aprendido a estar preparado, a saber cómo soportarlo. Tenía inteligencia suficiente para saber que era diferente a los demás: si su coeficiente de inteligencia hubiese sido algunos puntos más bajo, habría tenido bastante conocimiento como para estar avergonzado de sí mismo, que era precisamente lo que la gente esperaba de él; si hubiese sido unos puntos más alto, habría sido capaz de enfrentarse tanto con los gatos como con las personas crueles, por lo menos hasta cierto punto; pero, como se encontraba en medio, su vida era una eterna excusa por su intelecto mal desarrollado, una maldición que pesaba sobre él como resultado del mal funcionamiento de la incubadora del hospital, donde lo habían metido después de haber nacido prematuramente cinco semanas antes de lo previsto.
Su padre había muerto en un accidente laboral cuando Buddy tenía cinco años, y el primer Caesar entró en la casa dos semanas más tarde. Si su padre no hubiese muerto, tal vez no habría habido gatos. Buddy se deleitaba pensando que, de haber vivido su padre, nadie se habría atrevido a ponerlo en ridículo.
Desde que la madre había sucumbido al cáncer diez años antes, cuando él tenía veinticinco, Buddy trabajaba como ayudante del vigilante nocturno en la fábrica Big Union Supply Company. Si sospechaba que algunas personas en Big Union se sentían responsables de él y que su trabajo era pura caridad, nunca lo había admitido, ni siquiera en su interior.
Estaba de servicio desde la medianoche hasta las ocho de la mañana, cinco noches por semana, y patrullaba los patios de almacenamiento, en vigilancia de que no se produjera un incendio o de que no saltaran chispas o apareciesen llamas. Estaba orgulloso de su cargo. En los últimos diez años, había llegado a disfrutar de cierto grado de respeto por sí mismo, lo que habría sido inconcebible antes de que le contrataran.
Sin embargo, había ocasiones en que se sentía de nuevo como un niño humillado por otros niños, el blanco de unos chismes que no podía comprender. Su jefe en la fábrica, Ed McGrady, el jefe de los vigilantes de su turno, era un hombre agradable, incapaz de herir a nadie; sin embargo, sonreía cuando otros le tomaban el pelo. Siempre les decía que parasen, siempre rescataba a su amigo Buddy…; pero siempre le arrancaban una sonrisa.
Por esto es por lo que no le había contado a nadie aquello que había visto el sábado de madrugada, aproximadamente veinticuatro horas antes. No quería que se riesen de él.
Más o menos a aquella hora, había salido del patio de almacenamiento y se había adentrado bastante en el bosque para hacer una necesidad. Siempre que podía evitaba acudir al lavabo porque era allí donde los otros hombres más se burlaban de él y donde más despiadados se mostraban. A las cinco menos cuarto, estaba de pie junto a un gran pino, envuelto en la oscuridad y orinando, cuando vio que dos hombres bajaban del embalse. Llevaban unas linternas tapadas que desprendían estrechos y amarillos rayos de luz. Al tenue resplandor de las luces, cuando los hombres pasaron a unos cinco metros de él, Buddy vio que llevaban unas botas de goma hasta las caderas, como si viniesen de pescar. En el embalse no podían pescar. ¿Verdad que no podían? Allí no había peces. Otra cosa: cada hombre llevaba un depósito en la espalda, como el que llevaban los buceadores en la televisión. Además, llevaban pistolas en unas fundas. Allí, en los bosques, parecían fuera de lugar, completamente extraños.
Tuvo miedo. Le pareció que eran asesinos; como en la televisión. De haber sabido que él los había visto, lo habrían matado y enterrado allí mismo. Estaba seguro de ello. También es cierto que Buddy siempre se esperaba lo peor; la vida le había enseñado a pensar de esta forma.
Permaneció inmóvil, los observó hasta que estuvieron fuera de su vista y volvió corriendo al patio de almacenamiento. No tardó en comprender que no podía contar a nadie lo que había visto. No lo creerían. Y, tan seguro como que había un Dios, lo ridiculizarían por contar algo que era sólo la verdad, así que lo mantendría en secreto.
Al mismo tiempo, deseaba poder contárselo a alguien, aunque no fuese a los vigilantes de la fábrica. Reflexionó una y otra vez sobre el asunto, pero no logró encontrar una explicación a la presencia de aquellos buzos o lo que fuesen. De hecho, cuanto más pensaba en ello, más extraño le parecía. Le asustaba lo que no podía comprender. Estaba seguro de que, si se lo contaba a alguien, daría con la explicación. Entonces, no tendría miedo. Si se reían… Bueno, de todas formas, tampoco comprendía sus risas, y éstas eran incluso más aterradoras que los misteriosos hombres del bosque.
Al otro lado de Main Street, el gato surgió de las frondosas sombras color púrpura y corrió hacia el este, hacia la tienda de Edison, con lo que sacó a Buddy de su ensueño. Éste se apretó contra el cristal de la ventana y miró al gato hasta que hubo doblado la esquina. Por temor a que volviese sobre sus pasos y trepase hasta las habitaciones situadas en la tercera planta, siguió observando el lugar por donde había desaparecido. Había olvidado de momento a los hombres del bosque porque su miedo a los gatos era mayor que su miedo a las armas y a los extraños.