Capítulo 1

Sábado, 6 de agosto de 1977

El camino de piedra era estrecho. Las ramas bajas de los tamarindos, de las píceas y de los pinos arañaban el techo y rozaban las ventanas laterales del Land Rover.

—Para aquí. —La voz de Rossner estaba cargada de tensión.

Conducía Holbrook. Era un hombre de poco más de treinta años, alto y de rostro severo. Sujetaba el volante con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Frenó, llevó el Rover hacia la derecha y aparcó entre los árboles. Apagó los faros y encendió una luz del cuadro de mandos.

—Comprueba tu pistola —dijo Rossner.

Ambos llevaban una pistolera bajo la axila con una SIG-Petter, la pistola automática más precisa del mundo. Extrajeron los cargadores, comprobaron que estaban llenos, los volvieron a introducir en las recámaras y guardaron las pistolas en sus fundas. Sus movimientos parecían coreográficos, como si hubiesen ensayado la escena miles de veces.

Se bajaron del coche y se dirigieron a la parte de atrás.

Eran las tres de la madrugada, los bosques del Maine estaban siniestramente oscuros y silenciosos.

Holbrook abrió la puerta trasera. Una luz parpadeó en el interior del Rover. Apartó una trampilla que dejó al descubierto dos pares de botas de goma altas hasta la cadera, dos linternas y otros pertrechos.

Rossner era más bajo, más delgado y más rápido que Holbrook. Fue el primero en ponerse las botas. A continuación, sacó del coche las dos últimas piezas de su equipo.

El componente principal de cada aparato era un depósito presurizado muy parecido al cilindro de una escafandra, se completaba con unos tirantes para los hombros y un cinturón para el pecho. Del depósito salía una pequeña manguera, en cuyo extremo había un perno inoxidable con pulverizador.

Se ayudaron mutuamente a ponerse los tirantes, se aseguraron de que las pistoleras quedaran accesibles y caminaron un poco para acostumbrarse al peso que cargaban sobre las espaldas.

A las 3.10, Rossner sacó una brújula de su bolsillo, la estudió al resplandor de la linterna, volvió a guardarla y se introdujo en el bosque. Holbrook lo siguió sin hacer ruido, cosa sorprendente para un hombre de semejante corpulencia.

El terreno subía bastante empinado y tuvieron que detenerse a descansar un par de veces durante la siguiente media hora.

A las 3.40, divisaron el aserradero Big Union. A unos doscientos metros a la derecha, apareció un complejo de edificios de dos y tres pisos de madera y de piedra color ceniza, brillaban luces en todas las ventanas, y unas lámparas en forma de arco bañaban el cercano patio de almacenamiento con una borrosa luz de color blanco purpúreo. Dentro del edificio principal, un zumbido de unas sierras gigantes trepidaba sin cesar. En una cinta transportadora se tambaleaban troncos y tablones cortados que producían un gran estruendo cuando caían en las cajas metálicas.

A fin de no ser vistos, Rossner y Holbrook rodearon la fábrica. A las cuatro llegaban a la cumbre de la estribación.

No les costó localizar el lago artificial. Uno de sus extremos brillaba a la clara luz de la luna y el otro quedaba oculto por la sombra de una estribación todavía más alta que se elevaba detrás de él. Formaba un nítido óvalo de unos trescientos metros de largo por doscientos de ancho, y se alimentaba mediante un generoso manantial. Servía de embalse tanto a la fábrica Big Union como al pequeño pueblo de Black River, que se extendía en el valle a unos cinco kilómetros de distancia.

Siguieron la cerca de casi dos metros de altura hasta que llegaron a la puerta principal. Como la cerca tenía por objeto mantener alejados a los animales, la puerta ni siquiera estaba cerrada. Entraron.

En el extremo sombreado del embalse, Rossner se introdujo en el agua y se adentró tres metros hasta que el agua le llegó al borde de sus altas botas.

La inclinación de las paredes del lago era muy pronunciada y la profundidad en el centro, de dieciocho metros.

Desprendió la manguera de una devanadera situada a uno de los lados del depósito, cogió el tubo de acero de su extremo y pulsó un botón. Del perno salió un producto químico incoloro e inodoro. Introdujo el extremo del tubo bajo el agua y lo movió de un lado al otro, dispersando el fluido todo lo que pudo.

Al cabo de veinte minutos, el depósito estaba vacío. Volvió a enrollar la manguera en la devanadera y miró hacia el otro extremo del lago. Holbrook había terminado de vaciar su depósito y trepaba hacia la pista de cemento.

Se encontraron en la puerta de salida.

—¿Todo bien? —preguntó Rossner.

—Perfecto.

Estaban de vuelta en el Land Rover a las 5.10. Sacaron unas palas de la parte posterior del vehículo y cavaron dos agujeros poco profundos en la fértil tierra negra. Enterraron los depósitos vacíos, las botas, las pistoleras y las armas.

Holbrook condujo durante dos horas por una serie de escabrosos caminos de tierra, atravesó el río St. John por un puente de madera, tomó un sendero de grava y, finalmente, fue a parar a una carretera asfaltada cuando eran ya las ocho y media.

A partir de ese momento, Rossner lo relevó al volante. No dijeron más de media docena de palabras en todo el camino.

A las doce y media, Holbrook se bajó en el motel Starlite, en la carretera 15, donde tenía una habitación reservada. Cerró la puerta del coche sin despedirse siquiera, entró en el motel, echó la llave a la puerta de su habitación y se sentó junto al teléfono.

Rossner llenó el depósito de gasolina del Rover en una estación de servicio de Sunoco, tomó la autopista 95 Sur en dirección a Waterville y atravesó Augusta. Desde allí, tomó la autopista de peaje de Maine hacia Portland, donde se detuvo en un área de servicio y aparcó cerca de una fila de cabinas telefónicas.

El sol vespertino convertía las ventanas del restaurante en espejos y hacía brillar los coches aparcados. Del suelo ascendían unas trémulas olas de aire caliente.

Miró su reloj: 3.35.

Se reclinó contra el asiento y cerró los ojos. Daba la impresión de estar durmiendo, pero cada cinco minutos miraba el reloj. A las 3.55 bajó del coche y se dirigió a la última cabina de la fila.

A las cuatro en punto sonó el teléfono.

—Rossner.

La voz al otro lado de la línea era fría y aguda:

—Yo soy la llave, Rossner.

—Yo soy la cerradura —dijo a su vez Rossner.

—¿Cómo ha ido?

—Según lo previsto.

—No has contestado a la llamada de las tres y media.

—Sólo por cinco minutos.

El hombre que estaba al otro lado de la línea vaciló un momento y añadió:

—Deja la autopista de peaje en la próxima salida. Gira a la derecha en la carretera nacional. Pon el Rover como mínimo a ciento sesenta kilómetros por hora. Al cabo de tres kilómetros, hay una curva muy cerrada hacia la derecha; está jalonada por una pared de roca. No frenes cuando llegues a la curva. No sigas la carretera. Estréllate en la roca a ciento sesenta kilómetros por hora.

Rossner miró a través del cristal de la cabina. Una joven se dirigía desde el restaurante hacia un pequeño coche deportivo rojo. Llevaba unos pantalones cortos blancos muy apretados y con puntadas negras. Tenía unas bonitas piernas.

—¿Glenn?

—Sí, señor.

—¿Me has comprendido?

—Sí.

—Repite lo que te he dicho.

Rossner lo repitió, casi palabra por palabra.

—Muy bien, Glenn. Manos a la obra.

—Sí, señor.

Rossner regresó al Land Rover y se dirigió hacia la concurrida autopista.

Holbrook esperaba tranquila y pacientemente en la oscura habitación del motel.

Encendió la televisión, aunque no la miró. Se levantó una vez para utilizar el cuarto de baño y servirse un vaso de agua, pero ésta fue la única interrupción de su vigilia.

A las 4.10 sonó el teléfono.

Descolgó.

—Aquí Holbrook.

—Yo soy la llave, Holbrook.

—Yo soy la cerradura.

El hombre al otro lado de la línea habló durante medio minuto.

—Repite lo que he dicho.

Holbrook lo repitió.

—Excelente. Manos a la obra.

Colgó, se dirigió al cuarto de baño y empezó a llenar la bañera con agua caliente.

Cuando giró a la derecha para introducirse en la carretera nacional, Glenn Rossner apretó el acelerador hasta el fondo. El motor rugió. La carrocería del coche empezó a temblar. Las casas, los árboles y los otros coches pasaban como un rayo, eran meros contornos de color. El volante saltaba y vibraba en sus manos.

Durante el primer kilómetro y medio no apartó la mirada de la carretera ni siquiera por un segundo. Cuando vio la curva delante de él, miró el cuentakilómetros y vio que la velocidad era algo superior a los ciento sesenta kilómetros por hora.

Lanzó un gemido, pero ni siquiera él mismo se oyó.

La única cosa que oía eran los martirizantes ruidos producidos por el coche. En el último momento, apretó los dientes y sintió un estremecimiento.

El Land Rover se estrelló con tal fuerza contra la pared de roca de un metro veinte de altura que el motor se empotró en el regazo de Rossner. El coche se abrió paso a lo largo de la pared. Se desprendieron y llovieron algunas rocas. El Rover se inclinó sobre su abollado lateral, volcó con el techo hacia abajo, se deslizó a lo largo de la pared destrozada y estalló en llamas.

Holbrook se desnudó y se metió en la bañera. Se sumergió en el agua y cogió la hoja de afeitar que estaba en el borde de porcelana. Sujetó la hoja por la parte que no tenía filo, firmemente entre el pulgar y el índice de su mano derecha, y se abrió las venas de la muñeca izquierda.

Intentó cortarse la muñeca derecha, pero la mano izquierda no pudo sostener la hoja, que resbaló de sus dedos. La sacó del cada vez más oscuro líquido, la sujetó una vez más con la mano derecha y se abrió el puente del pie izquierdo. A continuación se reclinó contra la bañera y cerró los ojos.

Se introdujo lentamente en un oscuro túnel de la mente, en una oscuridad cada vez más profunda, mareándose, debilitándose y sintiendo, para su sorpresa, muy poco dolor. Al cabo de treinta minutos estaba en coma. Al cabo de cuarenta minutos, muerto.