Muchos lectores, cuando hayan terminado de leer este libro, se sentirán incómodos, asustados, tal vez incluso horrorizados. A pesar de haberse entretenido, estarán tentados de olvidar Escalofríos tan rápidamente como si se tratara de una novela sobre posesión demoníaca o reencarnación. Aunque se pretende que esta historia sea ante todo una «lectura amena», no dejaré de insistir en que el tema básico es algo más que una mera fantasía mía; se trata de una realidad y de una influencia que está ya en todas nuestras vidas.
La publicidad subliminal y subperceptible y la manipulación cuidadosamente planeada de nuestro subconsciente se han convertido en una seria amenaza para la intimidad y la libertad individuales, por lo menos desde 1957. En ese año, James Vicary hizo una demostración en público de un aparato llamado taquistoscopio: una máquina que transmite mensajes en una pantalla cinematográfica, de forma tan rápida, que sólo pueden ser leídos por el subconsciente. Como se verá en el segundo capítulo de este libro, el taquistoscopio ha sido reemplazado principalmente por instrumentos y procesos más sofisticados, y más terribles. La ciencia de la modificación del comportamiento, tal y como se ha alcanzado mediante el uso de la publicidad subliminal, está entrando en la edad de oro de los, en teoría, adelantos y progresos tecnológicos.
Los lectores particularmente sensibles se sentirán consternados al enterarse de que incluso detalles como el transmisor infinito (capítulo diez) no son producto de la imaginación del autor. Robert Farr, el conocido experto en seguridad electrónica, habla de la intervención de las conexiones telefónicas con transmisores infinitos en su libro The electronic criminals, como se indica en la bibliografía al final de esta novela.
La droga que desempeña un papel central en Escalofríos es un recurso de novelista. No existe. Es la única pieza del trasfondo científico que me he permitido inventar a partir de todo el conjunto. Innumerables investigadores de la conducta se han formado un concepto de ella. Sin embargo, cuando digo que no existe, quizá debería añadir unas cautelosas palabras: de momento.
Quienes estudian y forjan el futuro de la publicidad subliminal nos dirán que no tienen ninguna intención de crear una sociedad de obedientes robots, que semejante objetivo violaría sus códigos personales y morales. No obstante, como les ha ocurrido a miles de científicos en este siglo de cambios, es seguro que llegará un día en que se enterarán de que sus conceptos sobre lo bueno y lo malo no son un impedimento para que muchos hombres desaprensivos utilicen a su manera estos descubrimientos.
D. R. K.