Los cigarros ya se habían apagado y empezábamos a experimentar la desilusión que generalmente aflige a los compañeros de colegio que vuelven a encontrarse ya adultos, y que tienen mucho menos de común de lo que imaginaban.
Rutheford escribía novelas; Wyland era secretario de embajada y nos había dado un banquete en Tempelhof, no de muy buen grado, por cierto, pero con la ecuanimidad que los diplomáticos guardan para estas ocasiones.
Era indudable que sólo el hecho de que eramos tres ingleses solteros en una capital extranjera nos había reunido y yo me había convencido de que el orgullo del que siempre había hecho gala Wyland Tertius no había disminuido con los años.
Rutheford me gustaba más. Se había desarrollado en él el niño precozmente inteligente que conociera en la infancia. La probabilidad de que éste tenía que hacer bien pronto una fortuna con el fruto de su imaginación nos hizo participar a Wyland y a mí del mismo sentimiento: la envidia.
La tarde no había tenido en verdad nada de aburrida. Habíamos contemplado los enormes aparatos de la Lufthansa llegar al aeródromo procedentes de todos los puntos de la Europa Central, y en el crepúsculo, cuando todas las luces del campamento fueron encendidas, la escena adquirió el brillante aspecto de un teatro.
Uno de los aparatos era inglés, y su piloto, con el mono y el casco, se aproximo a nuestra mesa y saludó a Wyland, que, al principio, no le reconoció. Un segundo despues nos lo presentaba. Era un joven locuaz y agradable, llamado Sanders.
Wyland le presentó sus excusas por la dificultad en reconocer a los hombres cuando van enmascarados con el casco de aviación y su cuerpo desfigurado por aquél horrible uniforme. Sanders sonrió y respondió:
—Demasiado bien lo sé, Wyland. No olvides que estuve en Baskul.
Wyland sonrió también, pero con menos espontaneidad y la conversación tomó otros derroteros.
Sanders fue una adición atractiva para nuestra tertulia. Bebimos juntos una cantidad enorme de cerveza. Alrededor de las diez, Wyland se levantó un momento para hablar con alguien que se hallaba en una mesa próxima, y Rutheford, aprovechando aquel paréntesis en nuestra conversación, dijo:
—Oh, hace un momento mencionó usted Baskul. Yo conozco aquel lugar ligeramente. ¿A qué sucesos hacía usted referencia?
Sanders sonrió algo confuso; respondió:
—Fue un caso raro que nos sucedió cuando yo estaba en el servicio…
Su juventud le empujó a hablar y prosiguió:
—Un afgano o árabe robó un día uno de nuestros aparatos y produjo la confusión consiguiente. Fue la cosa más atrevida que he presenciado en mi vida. El ladrón subió a la cabina del piloto, lo redujo a la impotencia de un golpe en la cabeza, le quitó el casco, ocupó su puesto y, después de dar a los mecánicos las señales de rigor, despegó con gran estilo y soltura. Aquello no habría dejado de ser una aventura sin trascendencia si hubiera regresado o se le hubiera encontrado. Pero jamás volvimos a ver ni al piloto aquel ni al avión.
Rutheford parecía interesado.
—¿Cuándo sucedió eso? —preguntó.
—Hace un año aproximadamente. En el treinta y uno. Estábamos evacuando a la población civil de Baskul a Peshawar a causa de la revolución… Todo aquello andaba revuelto en aquellos días, pero jamás habría sospechado de que nadie se atrevería a realizar aquello, y… sin embargo… sucedió. Esta visto que los vestidos hacen al hombre, digan lo que digan.
—Creo que debieron poner más hombres de vigilancia en los aparatos en una ocasión como aquélla.
—Lo hicimos en los transportes de tropas, pero éste era un aparato especial, construido para un maharajá, un verdadero avión de lujo. Luego, una sociedad de investigaciones de la India lo empleó para vuelos a gran altura en Cachemira.
—¿Y asegura usted de que no llegaron a Peshawar?
—Ni allí ni a ninguna parte. Jamás se han encontrado a los tripulantes ni los restos del avión. Tal vez el osado piloto perteneciera a alguna tribu del interior y quiso secuestrar a los pasajeros para pedir un crecido rescate y se estrelló contra las montañas… ¡Quién sabe!
—¿Cuántos eran los pasajeros?
—Cuatro, según tengo entendido. Tres hombres y una mujer.
—¿Se llamaba Conway, por casualidad, uno de los hombres?
Sanders hizo un gesto de sospecha.
—Sí, en efecto… Conway el Glorioso. ¿Le conocía usted?
—Fuimos juntos al colegio.
—Era un gran muchacho —aseguró Sanders.
—Pero yo no he leído ese suceso en los periódicos, que recuerde —dijo Rutheford.
Sanders parecía algo molesto.
—Si he de decir la verdad, me parece que he hablado demasiado. Tal vez ahora carezca de importancia, pero entonces se evitó dar a la prensa la menor noticia, por la sensación que el caso pudiera despertar…
Wyland llegó en aquel momento y Sanders se volvió hacia él, diciendo en tono de excusa:
—Estábamos hablando de Conway el Glorioso, Wyland, y se me ha escapado lo de Baskul. Supongo que no tendrá importancia, ¿verdad?
Wyland quedó silencioso durante algunos segundos. Sin duda pesaba en su interior la cortesía debida a sus compatriotas con la rectitud oficial.
—Creo —dijo finalmente— que no se trata de un caso adecuado para convertirlo en una anécdota. Tenía el convencimiento de que vosotros, los aviadores, os limitabais a referir vuestras patrañas en el cuartel, pero que vuestro extraño honor os vedaba descubrir a los extraños los secretos que no os pertenecen.
—Pero si no se trata de un misterio… empezó a decir Sanders con el rostro enrojecido por la repulsa.
—Además, yo he sido quien le ha estado preguntando, deseoso de conocer la verdad —añadió Rutheford.
—La verdad no se ocultó a nadie de los que estaban legalmente interesados en conocerla. Yo me hallaba en Peshawar en aquel tiempo y puedo asegurároslo. Tú conocías a Conway bien, ¿verdad?
—Fuimos juntos al colegio, como ya sabes. Después nos encontramos un par de veces en Oxford y otras tantas en el extranjero. ¿Y tú?
—Me encontré con él en Angora cuando me destinaron allí.
—¿Y qué te pareció?
—Inteligente, pero algo… descuidado…
—¡Inteligentísimo! —corrigió Rutheford con extraño acento—. Su carrera universitaria era excepcional… Cuando estalló la guerra tuvo que incorporarse a un regimiento y obtuvo la cruz del Mérito militar, siendo citado varias veces en la orden del día; además era el mejor pianista amateur que he conocido en mi vida.
—Perteneció después al servicio consular —añadió Wyland; y calló apretando los labios, como si temiera continuar.
Rutheford se levantó para marcharse. Yo le imité. La actitud de Wyland al despedirnos era la de un diplomático que se ve libre de una carga importuna, pero Sanders se mostró muy cordial y nos dijo que esperaba que nos volviésemos a ver a menudo.
Tenía yo que tomar un tren transcontinental al amanecer y, cuando estaba esperando un taxi, Rutheford me rogó que le acompañara a su hotel y aguardase en su compañía la hora de partida. Tenía un gabinete confortable y quería que hablásemos.
A mí me pareció una idea excelente y le acompañé.
—Bien —dijo al llegar—. Hablaremos de Conway.
Guardó silencio durante algunos minutos, reflexionando, y luego prosiguió:
—Esa historia de Baskul ya la había oído en otra ocasión, pero no la creí. Formaba parte de otra historia fantástica a la que no he concedido jamás el menor crédito por ciertas razones. He viajado mucho y sé que hay cosas muy extrañas en este mundo…
De pronto pareció darse cuenta de que lo que se disponía a decir pudiera no interesarme en absoluto y lanzó una carcajada.
—Lo cierto es que yo no estoy dispuesto a confiar lo que conozco a Wyland. Sería como vender un poema épico a Tit-Bits. Voy a probar fortuna contigo.
—Me adulas —repuse sonriendo.
—Nada de eso; he leído algunos de tus libros y sé lo que me digo. En uno de ellos hablabas con gran erudición de la amnesia y ésta era precisamente la enfermedad que aquejaba a Conway… en cierta ocasión.
—¿No murió, entonces?
—No. por lo menos no había muerto hace unos meses, cuando yo le vi.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque viajé con él en el correo japonés desde Shanghai a Honolulú, en noviembre pasado.
Sacó una botella de whisky, dos vasos, un sifón y una caja de cigarros y prosiguió después de haberme servido una ración generosa de whisky y haber encendido uno de los riquísimos habanos:
—Fui a pasar mis vacaciones en China. Visité a un amigo en Hankew, y regresaba en el expreso de Pekín, cuando entablé conversación con la madre superiora de un hospital de hermanas de la caridad francesas. Ella se dirigía a Chung-Kiang, y al ver que yo hablaba francés, fue tal su complacencia que me contó infinidad de cosas sobre sus tareas… Bien, lo importante es que me relato un caso de fiebre que se les presentó pocas semanas antes. Tratábase de un hombre que debía de ser europeo, aunque él mismo no podía dar detalle alguno sobre sí mismo y carecía de documentación. Los vestidos con que le llevaron al hospital eran los de un nativo de la clase más indigente. Hablaba con bastante fluidez el chino, el francés y el inglés. Yo argüí que era difícil para ella saber si en inglés que su enfermo hablaba era bueno o malo, ya que ella lo ignoraba casi en absoluto. Discutimos agradablemente sobre este punto de vista y terminó por invitarme a que visitara el hospital si se me ocurría pasar por allí. Nos despedimos afablemente y proseguí mi viaje lamentando la falta de mi locuaz compañera. A los pocos minutos, la máquina descarriló y otra de socorro nos arrastró de nuevo a Chung-Kiang, donde nos enteramos que tendríamos que permanecer allí durante doce horas por lo menos, por las dificultades para poner de nuevo la locomotora en los carriles.
Dio una chupada enorme a su cigarro y continuó, mirándome con los ojos entornados:
—Decidí entonces visitar a la madre superiora y me encaminé al hospital. Me recibió cordialmente, aunque sorprendida por lo repentino de nuestro nuevo encuentro. Hablamos sin tregua durante media hora, al final de la cual se me anunció que había sido preparada la comida y me encontré sentado a la mesa con mi compañera de viaje y un joven doctor chino, que entabló conversación conmigo en una mezcla chispeante de francés, inglés y chino. Después de la comida me llevaron a visitar el hospital, admirablemente cuidado y limpio. De pronto, la madre superiora me llevó ante un lecho, en el que se encontraba un enfermo del que no podía ver más que la parte posterior de la cabeza. La monja me sugirió que me dirigiera a él en inglés.
»—Buenas tardes —le dije. Es poco original, pero fue lo primero que se me ocurrió.
»El enfermo volvió la cabeza y respondió: —Buenas tardes.
»A pesar de su barba crecidísima y cambiada expresión, le reconocí. Era Conway, sin ningún género de dudas. Dile a conocer mi nombre, después de haberle llamado por el suyo, y aunque no me reconoció, no por ello perdí la seguridad de que se trataba de Conway. Tenía un tic nervioso que ya había observado en Oxford.
»Bien, para hacer la historia breve. Permanecí allí una quincena, esperando que tal vez sucediese algo que le hiciese recordar. No lo conseguí, pero recobró la salud física en pocos días y, cuando le dije quién era yo y quién era él, no discutió conmigo. Parecía contento en mi compañía y cuando le insté a que se dejara llevar por mí, me dijo que le daba igual. Fijé nuestra partida valiéndome de un conocido del Consulado de Hankew que nos entregó los pasaportes sin obstáculos.
»Salimos de China sin contratiempos y luego tomamos el tren en Nankin para Shanghai. Allí subimos a bordo de un vapor correo japones que debía conducirnos a San Francisco.
»Como es de suponer, en el barco reanudamos nuestra vieja amistad. Díjele todo cuanto sabía sobre él, y Conway me escuchaba con una atención que en otros momentos me había parecido absurda. Recordaba absolutamente todo desde su llegada a Chung-Kiang; y otro punto que tal vez pueda interesarte es que no había olvidado los idiomas. Me confesó que debía haber estado relacionado con algo referente a la India, ya que recordaba el indostánico.
»En Yokohama el barco admitió nuevos pasajeros y entre ellos subió a bordo el célebre pianista Sieveking, que se dirigía a Estados Unidos a dar varios conciertos. Sentábase a nuestra mesa y a veces hablaba con Conway en alemán.
»Algunos días después de abandonar Japón, Sieveking fue instado a que diese un concierto a bordo. Accedió, y Conway y yo fuimos a oírle. Interpretó a Brahms, Scarlatti y, finalmente, a Chopin. Miré un par de veces a Conway y le vi escuchar en éxtasis, cosa que me pareció natural, teniendo en cuenta sus dotes musicales.
»Tras ejecutar algunas de sus propias composiciones para contentar a sus admiradores, el gran pianista abandonó el instrumento y se dirigió a la puerta.
»Entonces sucedió ago inexplicable. Conway se sentó al teclado y tocó algo que nosotros no supimos apreciar, pero que hizo dar la vuelta rápidamente a Sieveking y preguntarle, bastante excitado, qué era lo que tocaba.
»Conway pareció hacer un tremendo esfuerzo mental y físico para recordar, y al fin respondió que se trataba de una composición de Chopin. Sieveking lo negó.
»—Mi querido amigo —dijo—, conozco todas las obras de Chopin y puedo asegurar que él no escribió jamás lo que usted acaba de ejecutar. No niego que pudiera ser suyo, ya que es su propio estilo, pero aseguro bajo palabra de honor que él no lo escribió y le desafío a que me muestre la edición en que fue publicado.
»Conway se llevó las manos a la frente y replicó:
»—¡Oh, ya recuerdo! No, no se imprimió. Yo lo conozco por haberselo oído a un hombre que fue discípulo de Chopin… Oiga otra de sus composiciones, inédita también.
Rutheford clavó en mí sus ojos al proseguir:
—No se si tú eres aficionado a la música o no; pero creo que te explicaras la estupefacción de Sieveking y la mía propia cuando Conway continuó tocando… Para mí representaba una ojeada fugaz a su pasado; para Sieveking constituía un problema insoluble, ya que Chopin murió, como tú sabes, en mil ochocientos cuarenta y nueve.
“Todo en sí era tan inexplicable que, para convencerte, tendría que acudir al testimonio de varios de los presentes, entre ellos un profesor californiano de cierta reputación. La explicación de Conway era cronológicamente imposible, pero allí estaba la música inconfundible, inimitable, del gran genio. Si no era verdad lo que aseguraba Conway, ¿cómo explicarlo?
“Sieveking declaró que si se publicaban aquellas dos piezas, estarían en el repertorio de todo virtuoso antes de seis meses. Aunque fuese una exageración, demuestra la opinión de Sieveking sobre ellas.
“Yo, viendo el estado de fatiga en que se hallaba Conway, le insté a que se acostara y dimos por terminado el incidente; no sin que antes una empresa de discos de gramófono propusiera a Conway el registro de las dos piezas musicales, cosa que aceptó a instancias de Sieveking. Fue una lástima que no cumpliera su promesa.
Rutheford miró su reloj y, después de asegurarme que tendría tiempo suficiente para alcanzar mi tren, continuó:
—Aquella misma noche, Conway recobró la memoria. Acabábamos de acostarnos. Yo miraba el techo, perdido en profundas reflexiones, cuando Conway se levantó, entró en mi camarote y habló… Tenía en el rostro una expresión de indecible melancolía, una especie de tristeza remota e impersonal, un Wehmut o Weltsohmerz, como le llaman los alemanes.
Y Rutheford guardó silencio unos momentos, como si quisiera poner en orden sus pensamientos.
—Me refirió ciertos detalles de su vida pasada —prosiguió diciendo—, que me probaron que era verdad su aseveración de que había recobrado la memoria. Aquella noche la pasamos hablando, sin poder dormir. Al día siguiente, a las diez aproximadamente, me dejó para ir a desayunar y ya no le volví a ver.
—Supongo que no… —tenía en mi mente el recuerdo de un suicidio calculado, que tuve ocasión de presenciar en el vapor correo de Holyhead a Kingatown.
Rutheford lanzó una carcajada:
—¡Oh, no, por Dios! —dijo—. Él no era de esos. Unicamente quiso escabullirse para eludir la publicidad que le esperaba en Nueva York, tal vez… El caso es que desapareció sin dejar rastro. Luego supe que había desembarcado en Hawai y había logrado unirse a la tripulación de un ballenero que se dirigía a Fiji.
—¿Cómo lo supiste?
—Por contacto directo. Me escribió tres meses más tarde, desde Bangkok, en incluía un cheque a mi favor para cubrirme de los gastos que me había ocasionado. Añadía, después de darme las gracias por todo cuanto había hecho por él, que se disponía a emprender un largo viaje hacia… el Noroeste. Eso fue todo.
—¿Adónde quería ir?
—¡Quién sabe! Hay muchos sitios al noroeste de Bangkok. Hasta Berlín puede hallarse situado dentro del espacio que comprenden esos límites tan vagos e imprecisos.
Rutheford hizo una pausa; llenó de nuevo mi vaso y el suyo y encendimos otro par de vegueros.
Lo poco que sobre Conway me había contado me tenía en ascuas. Ardía, literalmente, de curiosidad; pero la parte referente a la música no me intrigaba tanto como el misterio de su llegada a aquel hospital chino. Rutheford afirmó que se trataba de dos incógnitas de la misma ecuación.
—Pero ¿cómo diablos llegó a Chung-Kiang? —insistí, perdiendo la paciencia—. Supongo que te lo contaría todo aquella noche.
—Me dijo algo, desde luego, y sería absurdo, ahora que he despertado tu curiosidad, callarte el resto. Pero es una historia larguísima y no tendrías tiempo para coger el tren si la escucharas hasta el final. Además, es algo tan… extraño, que temo que dudes de mi juicio al oírla. Pero te aseguro que yo empecé a conocer interiormente a Conway a medida que me adentraba en su alma.
Rutheford sacó de un cajón de una mesa una gran cartera de cuero, de la cual extrajo una gran cantidad de hojas escritas a máquina.
—Aquí lo tienes todo —me dijo—. Puedes hacer lo que quieras con esto.
—Lo cual quiere decir que juzgas que no lo creeré, ¿verdad?
—No precisamente eso, pero si lo crees, será por la famosa razón de Tertuliano, ¿la recuerdas…?, quis impossibile est. No es un mal argumento, tal vez. Dame a conocer tu opinión, sea la que fuere.
Me llevé las cuartillas y las leí en el expreso de Ostende. Tenía la intención de devolvérselas a Rutheford acompañadas de una larga carta, cuando llegué a Inglaterra, pero me retrasé y cuando me disponía a enviarlas al correo recibí una postal de mi amigo, en la que me anunciaba que había iniciado una de sus correrías por el Oriente y carecería de dirección fija por algunos meses. Se dirigía a Cachemira, añadía, y de allí al «Este». a mí no me sorprendió lo más mínimo.