En Delhi me encontré de nuevo con Rutherford. Habíamos sido comensales en un banquete ofrecido a una personalidad, pero la distancia y el ceremonial nos mantuvo separados, hasta que las enguantadas manos de dos domésticos con turbantes nos trajeron los sombreros para salir.
Él me invitó.
—Vente a mi hotel y te daré algo de beber.
Compartimos el mismo taxi, que nos llevó a través de las áridas millas del terreno que separan a la tranquila Lutyana del caluroso y cinematográficamente palpitante Delhi viejo.
Yo sabía por los periódicos que Rutherford acababa de regresar de Kashgar. Los periodistas le habían colgado una reputación que él no había hecho nada para merecerla. Para aquéllos, el disfrute de unas vacaciones constituía una exploración arriesgada; claro que el público ignora muchas veces el lugar exacto en que se encuentra y el emborronador de cuartillas capitaliza la apresurada impresión.
A mí, por ejemplo, no me había parecido de los que hacen época el viaje de Rutherford, mientras que a la prensa sí. Las enterradas ciudades de Khotan estaban ya pasadas de moda, si se recordaba a Stein y a Sven Hedin.
Pero conocía a Rutherford suficientemente para charlar con él sobre aquello y me respondió:
—Con la verdad habrían confeccionado un artículo mucho más interesante.
Llegamos al hotel en que se hospedaba; subimos a sus habitaciones, y después de sentarnos confortablemente ante una botella de whisky y habernos servido una ración generosa, pregunté:
—¿Fuiste en busca de Conway? .
—Buscar es una palabra demasiado fuerte —me respondió—. No se puede buscar a un hombre en un país que es tan grande como la mitad de Europa. Lo único que puedo decir es que visité los lugares en que era presumible que pudiera encontrarlo o por lo menos saber algo de él.
—¿Y…?
—No me interrumpas. Recordarás que su último mensaje lo expidió desde Bangkok y desde allí se dirigió al noroeste, según dijo. Encontré sus huellas en mi viaje hacia la parte superior del país, y mi opinión es que se encaminó a través de los distritos habitados por tribus nómadas a la frontera china. No creo que se atreviese a entrar en Burma, donde corría el riesgo de encontrarse con los oficiales británicos. En resumen, el rastro continuó hasta la parte alta de Siam, pero jamás intenté pasar de allí.
—Sería más fácil investigar en el valle de la Luna Azul, ¿verdad? .
—¿Le has echado una ojeada a esas Memorias?
—Hice más que echarles una ojeada. Había pensado devolvértelas, pero ignoraba tu dirección.
Rutherford movió la cabeza.
—¿Qué te ha parecido? —me preguntó.
—Pues lo encuentro todo muy extraño… Es notabilísimo, presumiendo que esté toda la narración basada genuinamente en lo que Conway te dijo.
—Te doy mi palabra de honor de que no he inventado nada en absoluto. Mejor dicho, no hay en ella casi nada de mi propio lenguaje, si me permites la expresión. Tengo una memoria excelente, y Conway siempre ha poseído un don especial para describir las cosas. No olvides que tuvimos una charla que duró prácticamente veinticuatro horas.
—Pues bien, como te dije, lo encuentro todo extraordinariamente notable.
Rutherford se recostó en su asiento y sonrió.
—Si es eso todo lo que se te ocurre, estoy viendo que voy a tener que continuar hablando. Supongo que me creerás una persona bastante crédula pero yo no creo que lo sea, ni mucho menos. La gente comete muchos errores en esta vida por creer demasiado, pero hay veces en que las pasan mal por creer demasiado poco. Confieso que la historia de Conway me sedujo por más de una razón y me propuse comprobar ciertos datos al mismo tiempo que emprendía su persecución.
Encendió un cigarro y prosiguió:
—Aquello suponía un viaje duro, pero me agradan extraordinariamente esas cosas, y mis editores no se niegan jamás a publicarme un libro de viajes de vez en cuando. Hice, pues, un trayecto de varias millas… Baskul, Bangkok, Chung-Kiang, Kashgar… Las visité todas, y tengo la seguridad de que el misterio se halla en el área comprendida entre ellas. Pero es un área demasiado extensa y todas mis investigaciones no me permitieron tocar más que el borde del misterio.
»En resumen, si quieres conocer los hechos sobre las aventuras de Conway, tal como he podido ir verificándolos, te diré que él salió de Baskul el veinte de mayo y llegó a Chung-Kiang el cinco de octubre. Y lo último que supimos de él es que salió de Bangkok otra vez el tres de febrero. Todo el resto no son más que posibilidades, probabilidades, presunciones, mitos, leyendas…, lo que más te guste.
—¿No encontraste, entonces, nada en el Tíbet?
—Mi querido amigo, yo no estuve en el Tíbet para nada. El personal del Gobierno no quiso oír hablar de ello; todo lo más que hacen es aprobar una expedición al Everest, y cuando les dije que quería llegar hasta el Kuen-Lun por mi propia cuenta, me miraron con la misma extrañeza que si les hubiera solicitado autorización para escribir las Memorias de Gandhi.
»En realidad ellos sabían del asunto mucho más que yo. El llegar al Tíbet no es cosa de un hombre solo, se necesita un verdadero ejército expedicionario perfectamente equipado y dirigido por alguien que conozca perfectamente el lenguaje de los nativos. Yo recuerdo que cuando Conway me contó la historia, me preguntaba a qué se debía todo ese lío de los porteadores; tener que esperarlos sin aventurarse a huir sin ellos. No tardé en descubrir el misterio. Según me dijeron en el ministerio, todos los pasaportes del mundo no me habrían permitido llegar al Kuen-Lun. Llegué a verlo desde muy lejos, en un día muy claro, tal vez desde cincuenta millas de distancia. Y no hay muchos europeos que puedan decir otro tanto…
—¿Tan difícil es llegar?
—Parecía un puntito helado en la distancia. En Yarkand y Kashgar pregunté a todos los que encontré, pero es extraordinario lo poco que pude descubrir. Creo que es la parte menos explorada del globo.
»Tuve la suerte de encontrarme con un viajero americano que había intentado cruzarlo en una ocasión, pero le fue imposible encontrar un paso practicable, según me dijo. Hay pasos, sin embargo, aseguró, pero se hallan a terribles alturas y no aparecen en mapa alguno.
»Le pregunté si creía posible la existencia de un valle como el descrito por Conway, y me dijo que no es que fuese imposible de todo punto, pero que él personalmente lo consideraba improbable por motivos geológicos.
»A mi pregunta sobre si había oído hablar de una montaña en forma de cono, casi tan alta como el pico más alto del Himalaya, su respuesta fue algo extraña. Había una leyenda, me dijo, sobre esa montaña, pero no creía que tuviese un fundamento sólido. Existen rumores sobre montañas bastante más elevadas que el Everest, pero no creo que valga la pena el darles crédito.
«Dudo de que haya en el Kuen-Lun ningún pico que rebase los veinte mil pies», declaró; pero a continuación confesó que no habían sido explorados lo suficiente para hacer una comprobación cierta.
»Pregúntele entonces qué sabía él sobe el lamaísmo tibetano… Había estado en el país varias veces; pero me hizo el mismo recitado que todos hemos leído en los libros. Eran lugares preciosos, me aseguró, pero los monjes que en ellos viven son generalmente hombres corrompidos y sucios.
«¿Viven mucho tiempo?» le pregunté. Y él me respondió: «Sí, bastante, cuando no mueren de alguna enfermedad producida por su propia miseria».
«Me fui derecho al punto que me interesaba e inquirí si no existía alguna leyenda sobre la longevidad extraordinaria de los lamas».
«Una infinidad de ellas —me respondió—, pero es imposible comprobar su autenticidad. Aseguran que uno de esos hombres tiene más de cien años, y usted lo ve y le parece que no mienten; pero no le enseñan la partida de nacimiento».
«A mis preguntas sobre si él creía posible que existiese una droga capaz de prolongar la vida o preservar la juventud, respondió que se suponía a los monjes en posesión de importantes secretos sobre muchas cosas, pero que sospechaba que si se inquiriera lo suficiente sobre el asunto, se vería que era como el célebre timo de la cuerda india. Me dijeron que lo que parecían tener los lamas era un extraño poder de dominio corporal».
«Yo los he visto —añadió— sentados en el borde de un lago helado, completamente desnudos, a una temperatura bajo cero y con un viento terrible mientras que sus criados sumergían sábanas en el agua helada y rodeaban sus cuerpos con ellas. Repetían esto una docena de veces o más y los lamas secaban las sábanas con sus propios cuerpos». Conservaban el calor por su fuerza de voluntad, nos imaginamos todos; pero eso es una explicación muy pobre.
Rutherford se sirvió otro vaso de whisky.
—Pero, naturalmente, como mi amigo el americano admitió, eso no tenía nada que ver con la longevidad. Probaba simplemente que los lamas se someten voluntariamente a una disciplina severísima.
—Y los nombres Karakal y Shangri-La, ¿no significaban nada para el americano? —pregunté yo.
—Nada en absoluto… Ya se me ocurrió a mí también. Después de interrogarle vanamente un par de veces sobre el asunto, me dijo: «Yo no estoy muy fuerte en monasterios, en realidad. Una vez dije a un individuo que encontré en el Tíbet que si perdía mi camino alguna vez sería para evitarlos, no para hacerles una visita».
—Esta observación me dio una curiosa idea y le pregunté cuándo había tenido lugar ese encuentro a que hacía referencia.
—Oh, hace mucho tiempo de eso. Antes de la guerra, en el mil novecientos once creo que fue, me respondió. Inquirí más detalles y me los dio como pudo recordarlos. Al parecer viajaba con varios colegas y porteadores, por cuenta de una sociedad geográfica americana, y cerca del Kuen-Lun se encontró con un chino, que era conducido en un palanquín por varios nativos.
—Aquel individuo hablaba inglés perfectamente, y les recomendó que visitaran cierto monasterio que se hallaba en la vecindad, ofreciéndose a guiarlos hasta allí. El americano le respondió que no tenían tiempo y que no les interesaba, y eso fue todo.
Rutherford continúo después de un intervalo:
No creo que eso signifique gran cosa. Cuando un hombre intenta recordar un incidente ocurrido veinte años atrás, no se le puede conceder mucho crédito. Pero se ofrece a una reflexión muy atractiva.
—Sí… aunque si aquella expedición bien equipada hubiese aceptado la invitación, no veo cómo podrían retenerlos en el monasterio en contra de su voluntad.
—Desde luego, y tal vez no se tratase de Shangri-La tampoco.
Careciendo de datos suficientes para iniciar una discusión, abandonamos el argumento y pregunté si no había hecho ningún descubrimiento en Baskul.
—Baskul no me suministró nada, y Peshawar todavía menos. Nadie pudo aclararme nada; pero comprobé la veracidad del robo del aeroplano. No parecían muy orgullosos de ello y no quise insistir.
—¿No volvieron a saber nada del aparato?
—Ni una palabra ni un rumor, así como tampoco de sus cuatro pasajeros. Comprobé que era capaz de subir lo suficientemente alto para atravesar las cordilleras. Intenté averiguar algo sobre Barnard, pero su pasado era tan misterioso que no me sorprendería que fuese en realidad ese Chalmers Bryant de que habló Conway.
—¿Averiguaste algo sobre la identidad del secuestrador?
—Intenté hacerlo, pero sin éxito. El aviador a quien suplantó después de haberlo golpeado había muerto en la revolución. Escribí a un amigo mio americano que tiene una escuela de aviación, preguntando si había tenido algún discípulo tibetano en los últimos tiempos. Pero me dijo que él era incapaz de distinguir a los tibetanos de los chinos y había tenido por lo menos cincuenta de estos últimos adiestrándose para luchar contra los japoneses. No tuve mucha suerte, como verás. Pero hice un descubrimiento bastante interesante, y de esos que es posible hacerlos sin abandonar Londres. Había un profesor alemán en Jena, a mediados del pasado siglo, que se dedicó a vagabundear como trotamundos y visitó el Tíbet en mil ochocientos ochenta y siete. No regresó jamás y se extendió el rumor de que había perecido ahogado al atravesar un río. Se llamaba Friedrich Meister.
—¡Santo Dios! Uno de los nombres mencionados por Conway.
—Sí… Aunque puede ser una simple coincidencia. No prueba toda la historia, sin embargo, porque el profesor de Jena había nacido en mil ochocientos cuarenta y cinco. No es extraordinario, después de todo.
—Pero es muy extraño.
—Sí, bastante…
—¿Lograste situar a alguno de los otros?
—No, y es lástima. Pero no disponía de medios para hacerlo tampoco.
—No pude hallar rastros de ningún discípulo de Chopin que se apellidara Brisac, aunque eso no prueba que no los hubiera. Conway no mencionó más que unos cuántos nombres… En realidad, de los cincuenta lamas que conoció sólo dio los nombres de dos. De Perrault y Henschell tampoco pude indagar nada.
—¿Y qué sabes de Mallinson? ¿Procuraste averiguar lo que había sido de él? ¿Y la muchacha china?
Mi querido amigo. Desde luego que lo hice. Lo lamentable es que, como habrás visto al leer las páginas que te di, la historia de Conway cesó en el momento de abandonar el valle con los porteadores. Después de eso, él no quiso o no pudo decirme lo que había sucedido. Tal vez lo habría hecho si hubiese tenido tiempo suficiente. Creo que debemos pensar en una tragedia. Probablemente, nunca sabremos exactamente lo que ocurrió, pero es de suponer que Mallinson nunca llegó a China. Hice toda clase de indagaciones. En primer lugar, procuré inquirir algo sobre cargas de libros que se enviaran en grandes consignaciones a la frontera tibetana, pero en ninguna de las plazas probables, como Shanghái y Pekín, pude lograr saber nada. Lo intenté en Tatsien-Fu. Es un lugar fantástico, donde los coolies chinos de Yunan transfieren sus cargas de té a los tibetanos. Ya lo leerás en mi nuevo libro cuando aparezca. Los europeos no llegan nunca tan adentro. La gente de allá era bastante educada y cortés, pero no averigüé nada acerca de Conway.
—Así pues, queda envuelto en el misterio también la forma en que Conway llegó a Chung-Kiang, ¿eh?
La única conclusión es que llegó allí por casualidad, como pudo haber llegado a cualquier otra parte.
—Y…
—De todas formas, en Chung-Kiang logré saber algo. Las monjas del hospital eran bastante sinceras y tenemos también la excitación de Sieveking en el brazo al oír a Conway interpretar aquellas composiciones atribuidas por él a Chopin.
Ruthertord hizo una pausa, y luego añadió reflexivamente:
—Es realmente un ejercicio en el balance de las probabilidades. Si no aceptas la historia de Conway tendrás que confesar que dudas de su veracidad o de su cordura… Hay que ser franco.
E hizo otra pausa, invitándome al comentario.
Yo dije:
—Como sabes, no volví a ver a Conway después de la guerra; pero me han asegurado que había cambiado bastante…
Ruthertord respondió:
—En efecto, no se puede negar, había cambiado. Pero no tiene nada de extraño que un muchacho como era él sufra una transformación por haber estado durante tres años sometido a una tensión de nervios incesante. La gente decía que había regresado de las peores operaciones sin una cicatriz… Pero la cicatriz… Pero la cicatriz existía… La llevaba por dentro.
Hablamos durante algún tiempo de la guerra y su efecto sobre diversidad de individuos, y, finalmente, Rutherford prosiguió:
—Pero hay otro punto que debo mencionar y que es sin duda el más raro de todos. Ocurrió durante mis indagaciones en la misión. Todos se afanaron en complacerme, como puedes figurarte, pero no se acordaban de gran cosa… En aquel tiempo habían estado todos ocupadísimos por una epidemia de fiebre. Una de las preguntas que les hice fue sobre la forma en que Conway había llegado al hospital… Si se había presentado él solo o si lo habían encontrado enfermo… quién lo había llevado y demás. No podían recordarlo con exactitud, pero de repente, cuando ya estaba a punto de interrumpir mis averiguaciones, una de las monjas observó casualmente:
»Creo que el doctor dijo que lo había traído una mujer.
»Eso fue todo lo que ella pudo decirme, y como el doctor había abandonado la misión, no pude lograr la confirmación inmediatamente.
»Pero ya que había llegado tan lejos, no quise darme por vencido. El doctor había sido trasladado a otro hospital mayor en Shanghái y me tomé la molestia de obtener su dirección y encaminarme allí. Fue poco después del raid aéreo japonés, y la cosa estaba bastante seria. Había conocido a aquel hombre en mi primera visita a Chung-Kiang, y me recibió cortés y agradablemente, pero estaba terriblemente agobiado de trabajo. Terriblemente era la palabra, porque los raids aéreos de Londres por los alemanes eran caricias comparadas con los que hicieron los japoneses sobre la parte indígena de Shanghái.
«Oh, sí», dijo instantáneamente. Recordaba el caso del inglés que había perdido la memoria.
»¿Es verdad que lo trajo al hospital de la misión una mujer? —pregunté.
»¡Oh, sí, ciertamente! Lo llevó una mujer, una china.
«¿No recordaba nada sobre ella? No, nada», respondió, excepto que ella también cayó enferma de fiebre y murió casi inmediatamente… En aquel momento hubo una interrupción provocada por una entrada de heridos, que fueron acomodados en los pasillos; las salas y hasta los almacenes estaban ya atestados, y yo no quise robar más tiempo a aquel hombre, sobre todo, porque el tronar de los cañones en Woosung me recordaba que todavía podía ocurrir algo gordo.
»Cuando al galeno se me acercó de nuevo, sonriéndome con una alegría que contrastaba con la tristeza trágica que le rodeaba, le hice una pregunta final, y supongo que adivinarás la que era.
—Tal vez sobre la mujer china —dije yo—. ¿Era joven?
Rutherford golpeó con la uña del meñique la ceniza de su cigarro. Lanzándome una mirada para ver el efecto que la contestación me iba a producir, y dijo muy lentamente:
—No. Aquel doctorcito me miró solemnemente y me respondió con ese inglés que hablan los chinos educados:
«Oh, no, era muy vieja… La mujer más vieja que he visto en mi vida».
Continuamos sentados durante largo rato en silencio, y entonces hablé de Conway tal como yo lo recordaba, pueril y encantador…, de la guerra que lo había alterado y de tantos misterios del tiempo, de la edad, y del espíritu, y de la pequeña manchú, que era tan vieja, y de aquel extraño sueño de la Luna Azul.
—¿Tú crees que habrá llegado a su destino? —pregunté.
FIN