11

Llegaron finalmente al salón de los miradores donde comían habitualmente. Mallinson se había soltado de su brazo.

Ahora le oía decir:

—Vamos, Conway, tenemos tiempo hasta el amanecer para empaquetar nuestras cosas y largarnos de aquí. ¡Buenas noticias, hombre! Quisiera saber lo que pensarán el viejo Barnard y la señorita Brinklow cuando se den cuenta mañana que nos hemos marchado… Pero ellos son los que han preferido quedarse, y creo que a nosotros nos conviene más que haya sido así… Solos iremos mucho mejor. Los porteadores están a cinco millas más allá del desfiladero…, llegaron ayer mismo cargados de libros y otras cosas… Mañana emprenderán el viaje de regreso… Esto nos demuestra que estos individuos pretendían tenernos aquí secuestrados hasta Dios sabe cuándo, pues sabían que esos hombres habían venido y no nos habían dicho una palabra… Pero ¿qué le pasa…? ¿Se encuentra enfermo?

Conway se había desplomado sobre una silla y en aquel momento se inclinaba hacia adelante con los codos apoyados sobre la mesa.

Pasóse las manos por los ojos y dijo:

—¿Enfermo? No, no lo creo… Me parece que lo que tengo es cansancio.

—Probablemente ha sido la tormenta ¿Dónde ha estado metido todo el tiempo que duró? Le he estado esperando durante muchas horas.

—Fui a visitar al Gran Lama.

—¿Ah, si? Pero afortunadamente ha sido por última vez, gracias a Dios.

—Sí, Mallinson, tienes razón. Ha sido por última vez.

Algo en la voz de Conway y aún más en el silencio que siguió a sus últimas palabras excitó extraordinariamente al joven.

—Bueno, pues no esté tan seguro si continúa así. Tenemos que movernos si queremos partir antes de que nos descubran.

Conway se estremeció por el esfuerzo que le costó recobrar la claridad de sus ideas.

—Lo siento —dijo.

Y para probar sus nervios ante la realidad de la situación, encendió un cigarrillo. Se dio cuenta de que las manos y los labios le temblaban.

—No te he comprendido bien, Mallinson. Decías que los porteadores…

—Sí. Que los porteadores han llegado… Procure recobrarse.

—¿Y piensas marcharte con ellos?

—¿Pensarlo? Estoy completamente seguro que me iré… Están al otro lado del desfiladero… Y tenemos que salir de aquí inmediatamente.

—¿Inmediatamente?

—Sí, sí… ¿Por qué no?

Conway hizo un segundo esfuerzo para transferirse de un mundo a otro.

Dijo finalmente, habiéndolo logrado en parte:

—Por lo visto, no te das cuenta de que la cosa no es tan fácil como la imaginas.

Mallinson, que estaba atándose en aquel momento los cordones de sus pesadas botas tibetanas especiales para la montaña, respondió hecho un basilisco:

—Me doy cuenta de todo, Conway, y podremos hacerlo si tenemos un poco de suerte y usted se mueve algo más deprisa.

—No veo cómo…

—¡Santo Dios! ¿Es que va a tener miedo? ¿Lo ha acobardado hasta ese punto la maldita atmósfera que respiramos?

Conway se decidió a afrontar valientemente la situación. Miró fijamente a su antiguo subordinado y le dijo:

—No tengo miedo a nada ni a nadie; si es eso lo que quieres saber. Pero ahora se trata de algo cuyos detalles me interesan. ¿Cómo piensas llegar hasta allí? Y suponiendo que lo consigas y encuentres a los porteadores, ¿qué podrás ofrecerles para inducirles a que te acompañen hasta la India? No puedes presentarte así como así y pedir que te escolten. Necesitas hacer negociaciones previas…

—O cualquier cosa para perder tiempo —exclamó Mallinson amargamente—. ¡Santo Dios! ¿Qué clase de hombre es usted, Conway? Gracias al Todopoderoso no le he necesitado para arreglar las cosas… Porque no sé si sabrá que ya está todo arreglado. Los porteadores han sido pagados de antemano y han aceptado acompañarnos.

—Pero…

Y aquí tenemos los equipos necesarios para el viaje. Todo está dispuesto, absolutamente todo. Así es que su última excusa cae por su propio peso. Vamos, ¡haga algo!

—Pero, no comprendo…

—Ya lo supongo, pero no importa.

—¿Quién ha hecho todo este plan?

Mallinson respondió bruscamente:

—Le-Tsen, si es que le interesa mucho saberlo. Ahora está con los porteadores, esperándonos.

—¿Esperándonos?

Sí. Viene con nosotros. Espero que no se opondrá usted, ¿verdad?

A la mención de Le-Tsen, los dos mundos aproximaron y se fundieron en uno solo en la mente de Conway.

Entonces gritó con voz aguda y casi despreciativamente:

—Eso es imposible… Sería una insensatez… No puede ser…

—¿Por qué no? —repuso Mallinson extrañado.

—Porque… Bien… Hay muchas razones para ello. Bástete mi palabra. No podría… No podríamos… Ya es lo bastante increíble que ella esté allí fuera ahora… Estoy asombrado ante lo que me has referido… Pero, realmente, la idea de que ella se aleje más de aquí es completamente absurda.

No veo por qué ha de ser absurda. Es tan natural que ella quiera salir de aquí como yo.

—Pero ella no puede desear salir de aquí. En eso es donde te equivocas.

Mallinson sonrió forzadamente:

—Usted cree que la conoce mejor que yo, ¿eh? Pues tal vez pueda darle todos los detalles sobre ella que estime oportunos.

—¿Qué quieres decir?

—Que hay muchas formas de comprender a las mujeres sin necesidad de hablar su lengua.

—Por el cielo, Mallinson, ¿a dónde quieres ir a parar?

Luego, Conway añadió más reposadamente:

—Esto es absurdo, Mallinson. No debemos reñir, pero… dime, ¿de qué se trata? Te juro que no lo comprendo.

—¿Y por qué me está haciendo todo ese lío?

—Dime la verdad, por favor, dime la verdad.

—Pues bien, es muy sencilla. Una muchacha de su edad, rodeada de viejos, es natural que pretenda escapar de aquí en el momento en que se le presente una oportunidad…

—Creo que miras su situación a la luz de la tuya. Como te he dicho muchas veces, ella es completamente feliz aquí.

—Entonces, ¿por qué me ha dicho que vendrá?

—¿Dijo ella eso? ¿Cómo lo dijo? No habla inglés.

—Se lo pregunté en tibetano… La señorita Brinklow me enseñó a hacer la pregunta… No fue una conversación muy fluida que digamos, pero sí lo suficiente para ponernos de acuerdo…

Mallinson enrojeció un poco.

—¡Caramba, Conway —añadió, no me miré así, por todos los santos! Cualquiera diría que le he robado algo.

Conway respondió con los dientes apretados:

—Nadie podría decir eso, supongo, pero tengo la convicción de saber algo más de lo que tú me has dicho. No puedo decir más que lo siento mucho, mucho…

—Y, ¿por qué diablos ha de sentirlo?

Conway dejó caer el cigarrillo que sostenía con los dedos. Sentíase cansado, agotado y pleno de infinita ternura hacia aquel muchacho a quien había llegado a querer como a un hijo.

Díjole dulcemente:

—No quisiera que nos disgustáramos, Mallinson. Le-Tsen es encantadora, no lo dudo, pero no creo que valga para ti más que nuestra amistad.

—¡Encantadora! —repitió Mallinson con acritud—. Es algo más que eso. No piense que todo el mundo puede contemplarla con tanta indiferencia como usted, que tiene una piedra en vez de corazón y la contempla como si se tratará de una escultura o alguna pieza de museo… Yo soy algo más práctico que usted. Cuando veo a alguien que me gusta en situación desagradable, hago por su servicio todo lo que puedo.

—En eso interviene otro factor… La impetuosidad… Bien, ¿a dónde crees que piensa ella dirigirse?

—Supongo que tendrá amigos en China o en cualquier otra parte. De todas formas siempre estará mejor fuera que aquí…

—¿Cómo puedes estar seguro de eso?

—Procuraré que se preocupe por mí… Después de todo, cuando se rescata a alguien de un lugar infernal, no hay que perder tiempo en preguntarle el punto a que quiere dirigirse.

—¿Y tú crees que Shangri-La es un lugar infernal?

—Desde luego que sí… Hay algo…, un no sé qué oscuro y maligno en todo esto. Siempre me lo ha parecido… desde su comienzo… La forma en que nos trajeron aquí, sin razón alguna, por un loco… y la manera con que nos han tenido secuestrados con infinidad de excusas… Pero lo que más me ha aterrado es el efecto que todo ha causado en usted.

—¿En ?

—Sí, en usted. Se ha comportado como si nada le importara y estuviese dispuesto a permanecer aquí por toda su vida. Diablos, llegó a confesar que le gustaba este lugar… ¿Qué le ha sucedido, Conway? Nos llevábamos tan bien en Baskul… Allí era usted muy distinto…

—¡Mi querido muchacho! …

Conway extendió su mano hacia Mallinson y el apretón que recibió de éste dejaba traslucir su afecto.

El joven prosiguió diciendo:

—Supongo que no se habrá dado cuenta; pero me he sentido terriblemente solo en estas últimas semanas. Nadie parecía preocuparse por una cosa que yo consideraba tan importante… Barnard y la señorita Brinklow tenían sus razones de especies distintas… Pero era odioso que usted también estuviese en contra mía…

—Lo siento.

—Ya lo dijo antes, pero que lo sienta no me sirve de nada.

Conway replicó con impulso repentino:

—Entonces, permíteme que te sirva de algo contándote una cosa… Cuando la oigas comprenderás mucho de lo que ahora te parece extraño y duro de entender… Por lo menos te darás cuenta de que Le-Tsen no puede marcharse contigo.

—No creo que haya nada que pueda hacerme comprender eso. Hable lo más deprisa que pueda porque no tenemos mucho tiempo que perder.

Conway refirió entonces, tan brevemente como pudo, toda la historia de Shangri-La, tal como se la había oído al Gran Lama y amplificada más tarde por sus conversaciones con Chang.

Era lo último que hubiese pensado hacer; pero en estas circunstancias le pareció justificado y hasta necesario. Era una triste verdad que Mallinson se había convertido en su problema y tenía que resolverlo sin dilación.

Narró rápida y fluidamente, y al hacerlo volvió a caer de nuevo bajo el encanto de aquel mundo extraño en que el tiempo carecía de valor; su belleza le abrumaba al hablar de él y más de una vez tuvo la sensación de que leía una página de memoria, tan claramente tenía impresas las ideas y las imágenes en su cerebro.

Sólo ocultó una cosa, y ésta para evitarse una emoción dolorosa y otra más dolorosa aún a su joven amigo; la muerte del Gran Lama, ocurrida aquella noche…, y su designación para sucederle.

Cuando se aproximaba al fin de la historia se sintió confortado; alegrábase de haberla terminado, ya que era la única solución, después de todo. Levantó la vista reposadamente al dar cima a su narración, confiando en que había obrado bien.

Pero Mallinson tamborileó con los dedos sobre la mesa del comedor y exclamó después de un minuto de silencio:

—Realmente, no sé qué decir de todo eso, Conway…, si no es que me parece que está usted completamente loco…

Siguió una larga pausa, durante la cual los dos hombres se contemplaron mutuamente mirándose a los ojos de forma muy distinta en cada uno de ellos…

Conway sentíase amargado y desilusionado. Mallinson, a todas luces intranquilo.

El primero dijo finalmente:

—Así pues, ¿crees que estoy loco?

Mallinson rompió en una carcajada histérica.

—¿Qué quiere usted que piense después de lo que acabo de oír…! Me parece que una sarta de necedades y absurdos como la que acaba de contar me dan derecho a opinar así…

Conway parecía inmensamente sorprendido.

Exclamó:

—¿Lo crees absurdo?

—Bien… ¿Cómo quiere usted que lo crea…? Lo siento, Conway, pero aunque le parezca muy fuerte, no tengo más remedio que decirle que ninguna persona cuerda tendría la menor duda sobre ello.

—¿Y persistes en tu creencia de que nos trajeron aquí por un azar, por un accidente fortuito…, que un lunático planeó y maduró el proyecto, volando durante miles de millas solamente por divertirse?

Conway ofreció un cigarrillo y el otro lo tomó. Ambos quedaron agradecidos a la pausa que siguió.

Ahora respondió Mallinson:

—Mire, Conway no vale la pena discutir todo eso punto por punto. En realidad, su teoría de que la gente de aquí envió a uno de los suyos a nuestro mundo para traer extranjeros y que ese individuo aprendió a volar y esperó días y días tal oportunidad de encontrar un aeroplano de características adecuadas para el vuelo que había de emprender y salió de Baskul con cuatro pasajeros… Eso, no puedo decir que me parezca imposible, aunque creo que está ridículamente amañado. Pero considerándolo cierto, no puedo admitir el resto de su historia… Eso de que los lamas vivan cientos de años y que han descubierto una especie de elixir de la eterna juventud o lo que se llame… Me pregunto qué clase de microbio es el que le ha atacado; eso es todo.

Conway sonrió.

—Ya suponía que no le prestarías crédito —dijo—. Tal vez me sucediera a mí lo mismo al principio, aunque no me acuerdo. Desde luego, es una historia extraordinaria, pero me atrevo a esperar que convengas conmigo en que todo esto en sí es extraordinario. Piensa en lo que hemos visto hasta ahora… un valle perdido entre montañas inexploradas…, un monasterio con una biblioteca en que se acumulan miles y miles de libros europeos…

—Sí, y con calefacción central y agua corriente y té por las tardes y todo lo demás… Sí, es maravilloso, lo reconozco.

—Bien, ¿y qué piensas de todo ello?

—Muy poco. Es un completo misterio. Pero eso no me hará aceptar cuentos que son físicamente imposibles. Creer que tienen baños calientes porque uno se ha bañado es muy distinto a creer que la gente tiene cientos de años sólo porque ellos lo pretenden.

Volvió a reír, aún intranquilo, y prosiguió:

—Mire, Conway, lo que sucede es que este lugar le ha atacado los nervios y no me extraña. Empaquete sus cosas y continuaremos esta discusión dentro de un par de meses en el Maiden.

Conway respondió pausadamente:

—No tengo el menor deseo de volver a una vida como aquélla.

—¿Qué vida?

La que tú piensas.

—Comidas de sociedad, bailes, polo…, todo eso…

—¡Pero yo nunca dije nada sobre bailes y polo! Además, ¿qué hay de malo en ello? ¿Quiere decir que no se viene conmigo? ¿Se quedará aquí con los otros dos? Pues no me impedirá que me vaya, aunque usted no venga.

Mallinson tiró el cigarrillo y se lanzó hacia la puerta con ojos llameantes.

Exclamó:

—Ha perdido usted el juicio… Está loco, rematadamente loco… Eso es lo que le pasa, Conway… Sé que usted ha sido siempre muy calmoso, mientras que yo me excito con facilidad, pero estoy cuerdo a pesar de todo eso y usted no… Ya me lo advirtieron antes de que me reuniese con usted en Baskul… Entonces creía que se habían equivocado, pero ahora veo que no…

—¿Qué es lo que te dijeron?

—Que sufrió los efectos de un bombardeo terrible durante la guerra y que, desde entonces, ha habido momentos en que se ha comportado extrañamente… No se lo reprocho… Comprendo que no tiene usted culpa alguna y Dios sabe que no tenía la menor intención de hablarle como lo estoy haciendo… Oh, me voy… Esto es terrible… Pero me he de marchar. He dado mi palabra.

—¿A Le-Tsen?

—Sí.

Conway se levantó y extendió la mano:

—Que te vaya bien, Mallinson —dijo.

—Por última vez, Conway… ¿Viene usted?

—No puedo.

—Adiós, entonces…

Estrecháronse las manos y Mallinson salió.

Conway se hallaba sentado solo a la luz de la linterna de papel. Parecíale, según una frase esculpida indeleblemente en su memoria, que todas las cosas agradables son fugaces y perecederas, que entre los dos mundos no cabía reconciliación alguna y que uno de ellos colgaba, como siempre, de un hilo.

Después de reflexionar así por algún tiempo, miró su reloj de pulsera. Eran las tres menos diez minutos…

Se hallaba todavía sentado a la mesa, fumando el último de sus cigarrillos, cuando regresó Mallinson. El joven entró profundamente conmovido y, al verlo, permaneció inmóvil en la oscuridad, como si ordenase sus pensamientos.

Estuvo silencioso unos segundos, y Conway, después de esperar un momento dijo:

—Hola, ¿qué ha sucedido? ¿Por qué has vuelto?

La completa naturalidad de la expresión hizo a Mallinson dar un paso hacia adelante; se despojó de las pesadas pieles de carnero y se dejó caer en un sillón. Tenía el rostro de color ceniza y todo su cuerpo temblaba.

—¡Me da miedo! —dijo—. No puedo atravesar aquel lugar por donde descendimos con cuerdas… ¿Se acuerda? Sufro de vértigo y a la luz de la luna aquellas alturas me parecen mucho más terribles que de día… Una tontería, ¿verdad?

Y empezó a sollozar histéricamente, hasta que Conway lo calmó.

Entonces prosiguió diciendo entre hipos convulsivos:

—No tienen por qué preocuparse estos individuos, no… Nadie podrá atacarlos jamás por tierra. Pero, Dios mío, daría diez años de mi vida por poder volar por aquí encima con un cargamento completo de bombas…

—¿Por qué te gustara hacer eso, Mallinson?

—Porque es necesario destrozar todo esto. Es insalubre y sucio… Además, si esa pretensión imposible suya fuese verdad, me proporcionaría más motivos aún para hacerlo… ¡Una colección de brujos que se ocultan como arañas esperando a que vengan viajeros inadvertidos por las proximidades…! ¡Es espantoso! ¿A quién se le ocurriría vivir hasta una edad así? Y en cuanto a su precioso Gran Lama, si es verdad que tiene la mitad de los años que usted asegura, ya es hora de que alguien corte el hilo de su siniestra existencia… ¿Por qué no viene conmigo, Conway? Odio tener que pedirle que lo haga por mí, pero soy joven y en otro tiempo fuimos buenos amigos… Conway, ¿no significa nada mi vida para usted, comparada con las mentiras de esos impostores sin escrúpulos? Y Le-Tsen también… Ella es joven… ¿No lo hará por ella?

—Le-Tsen no es joven —declaró Conway.

Mallinson alzó la mirada y empezó a tartamudear histéricamente:

—Ah, no… no es jo… ven, des… de luego. Parece que tie… ne diecisiete a… ños, pe… ro debe tener ya noventa…, según me dijo usted.

Recobró ánimos y añadió irónicamente:

—No me negará que es una nonagenaria muy bien conservada.

Conway respondió con gravedad:

—Llegó aquí en el año mil ochocientos ochenta y cuatro, Mallinson. No lo olvides.

—Está usted loco.

—Su belleza, como todas las bellezas del mundo, se halla a merced de los que no saben evaluarla. Es una cosa frágil que no puede vivir más que donde se hallan las cosas delicadas, donde se aman las cosas frágiles. Llévatela de este valle y pronto la verás marchitarse como un eco…

Mallinson rió secamente, y sus propios pensamientos le dieron confianza.

Dijo:

—No temo nada de eso. Aquí es donde ella es un eco, si es que es algo…

Luego añadió tras una pausa:

—Pero esta conversación no nos llevará a ninguna parte. Terminemos con este sueño poético y atengámonos a las realidades. Conway, quiero ayudarle…, sé que es insensato, pero no quiero discutir. Quiero incluso admitir que hay algo posible en lo que me ha dicho y que es necesario examinar esa posibilidad. Pero, dígame, en serio, ¿qué pruebas tiene usted de esa historia que me ha contado?

Conway quedó silencioso.

—No sabe más que lo que le han contado… Y usted no habría aceptado esas fantasías de una persona seria a quien hubiera tratado durante años y años si no le hubiese proporcionado una prueba por lo menos de todo eso… ¿Y qué prueba tiene en este caso? Ninguna… ¿Le ha contado Le-Tsen su historia?

—No; pero…

—¿Por qué lo acepta entonces sin vacilar de una persona extraña? Todo eso de la longevidad…, ¿puede usted señalar un solo hecho que lo pruebe?

Conway reflexionó y entonces mencionó las obras desconocidas de Chopin que había ejecutado Brisac al piano.

—Bueno. Eso no me dice nada a mí… Yo no soy músico. Pero aunque sean genuinas, ¿no sería posible que las conociera sin probar la autenticidad de su historia?

—Desde luego. Cabe en lo posible…

—Y ese método de preservar la juventud… ¿Qué es? Usted dice que se trata de una especie de droga, pero lo que yo quisiera saber es ¿qué droga? ¿La ha visto usted alguna vez? ¿La ha probado? ¿Le ha dado alguien alguna prueba positiva sobre esto?

—En detalle, no. Lo confieso.

—¿Y no ha solicitado esos detalles nunca? ¿No se le ocurrió pensar que todo eso necesitaba confirmación irrefutable? ¿Se lo tragó todo sin pestañear?

Hizo una pausa y luego, aprovechándose de su repentina ventaja, continuó:

—¿Qué sabe usted de este lugar aparte de lo que le han contado? Ha visto unos cuantos ancianos y a eso se reduce todo. Además, hay que reconocer que todo esto está bien administrado y montado. Cómo y por qué se fundó, no tenemos la menor idea, y por qué pretenden tenernos encerrados, es igualmente un misterio impenetrable; pero seguramente todo eso no es suficiente para explicar esa leyenda.

Otra pequeña pausa.

—Y usted, que se negó a creer lo que le decían en un monasterio inglés, ¿por qué acepta como verídico todo lo que le han contado en uno del Tíbet?

Conway movió la cabeza. Entre sus agudizadas percepciones no pudo abstenerse de manifestar su aprobación ante una estocada bien dirigida.

—Eso es una observación sensata, Mallinson —dijo—. Pero la verdad es que cuando llegamos a creer algo sin necesidad de pruebas es cuando nos resulta más atractivo.

—Pues que me cuelguen si comprendo cómo puede usted encontrar atractivo estar viviendo hasta que no pueda moverse de viejo. Déme una vida corta y alegre y quédese con esta larga y aburrida. Y todo eso sobre la guerra futura me parece sospechoso. ¿Cómo pueden saber cuándo va a ser la próxima guerra y cómo va a ser? ¿No se equivocaron todos los profetas sobre la guerra pasada?

Y en vista de que Conway no replicaba, añadió:

—Además, no creo que las cosas sean inevitables. Y aunque lo sean no tenemos por qué asustarnos. Dios sabe lo que sufriría si tuviese que ir a la guerra; pero lo preferiría a quedarme aquí enterrado en vida.

Conway sonrió.

—Ah, Mallinson, no me comprendes o no quieres comprenderme. Cuando estábamos en Baskul me creíste un héroe, ahora me tomas por un cobarde. En realidad, no hay ninguna de las dos cosas, pero no me importa lo que pienses. Cuando regreses a la India, puedes decir a todos que me quedé en un monasterio del Tíbet porque temo que haya otra guerra. No es ése el motivo, ni mucho menos; pero no dudo que será creído a pie juntillas por esa gente que me cree loco.

Mallinson repuso tristemente:

—Es insensato hablar así. Suceda lo que suceda, Conway, no diré nada que pueda perjudicarle. Puede creerlo. No lo comprendo, lo confieso, pero le juro que quisiera comprenderle. Oh, sí, lo desearía con toda mi alma. Dígame, Conway, ¿no podría ayudarle en nada? ¿No quiere que haga nada allí? ¿No quiere que diga algo?

Hubo un largo silencio, que Conway rompió al fin para decir:

—Hay una pregunta que quisiera hacerte… Perdóname por ser tan terriblemente personal.

—Pregunte.

—¿Estás enamorado de Le-Tsen?

La palidez del joven se convirtió en arrebol.

—Creo que sí. Usted dirá que es absurdo e inconcebible, y probablemente lo es, pero no puedo evitar este sentimiento.

—No creo que sea absurda ni mucho menos.

La discusión parecía haber llegado a puerto después del temporal.

Conway añadió:

—Yo tampoco puedo evitar mis sentimientos. Tú y esa muchacha sois las personas que más quiero en el mundo…, aunque te parezca extraño en mí.

De pronto se levantó y cruzó el aposento.

—Creo que hemos dicho ya todo cuanto podíamos decir. ¿No crees?

—Supongo que sí —respondió Mallinson. E inmediatamente continuó en un súbito impulso de ansiedad:

—Oh, pero…, ¡cuán estúpidamente insensato es eso de que ella no sea joven! Conway, ¿lo cree usted de veras? Es demasiado ridículo. No tiene sentido.

—¿Cómo puedes saber con certeza que ella es joven?

Mallinson, que se había vuelto de espaldas, enrojeció sensiblemente al responder con gravedad:

—Porque lo sé… Tal vez piense ahora mal de mí por ello, pero… lo sé. Me temo que usted nunca la comprendió bien, Conway. Era fría superficialmente, pero eso era la consecuencia natural de estar viviendo aquí… Se le había helado el calor… Pero dentro de ella latía la pasión…

—Esperando a que tú la deshelaras.

—En efecto.

Y…, ¿es joven, Mallinson, estás seguro?

Mallinson repuso con extraña suavidad:

—Sí… Es casi una niña. A mí me apenaba mucho su confinamiento aquí y tal vez debido a esto nuestra atracción fue mutua… No creo que sea nada para avergonzarme… En realidad, en un sitio como éste es la cosa más decente que pueda haber ocurrido.

Conway salió al balcón y contempló la azulada cumbre del Karakal; la luna se elevaba lentamente en un océano sin olas.

Ocurriósele que su sueño se había disuelto, como todas las cosas bellas, al primer contacto con la realidad; que todo el mundo futuro, pesado en la balanza con la juventud y el amor en otro platillo, sería tan liviano como el aire.

Y se dio cuenta también que su mente vivía en un mundo propio, Shangri-La en microcosmos, y que aquel mundo también se hallaba en peligro.

Vio con los ojos de la imaginación los corredores en ruina, los pabellones derrumbarse al impacto de las bombas. Era sólo parcialmente desgraciado, pero se sentía infinitamente más triste y perplejo, porque no sabía si había estado loco y ahora volvía a ser cuerdo, o había estado cuerdo por algún tiempo y ahora volvía a enloquecer otra vez.

Cuando volvió, había cierta diferencia en él; su voz era más aguda, casi brusca, y su rostro se contraía un poquito; se le parecía mucho más al Conway que había sido un héroe en Bashul.

Con los nervios tensos para la acción, se enfrentó a Mallinson, que lo contemplaba con reprimida ansiedad.

Dijo:

—¿Te crees capaz de salvar el desfiladero con una cuerda si yo estoy a tu lado?

Mallinson dio un salto.

—¡Conway! —exclamó, casi ahogándose de alegría—. ¿Quie… re… de… cir que ven… drá? ¿Se ha decidido al fin?

Partieron tan pronto como Conway se hubo preparado para el viaje. La salida fue sorprendentemente fácil. No se asemejaba en nada a una fuga; no hubo incidentes cuando cruzaron las barreras de luz de luna y sombras del patio.

Parecía que no había nadie en todo aquel silencio, reflexionó Conway; e inmediatamente, la idea de aquel vacío produjo un vacío en él también, mientras que todo el tiempo, aunque él apenas lo oía, Mallinson hablaba del viaje.

Parecía extraño que su larga discusión hubiese acabado así… que aquel recóndito santuario fuese abandonado tan insensiblemente por dos personas que habían gozado en él de tanta felicidad.

Al doblar un recodo, se detuvieron un instante para recobrar el aliento y Conway pudo ver por última vez a Shangri-La.

Allá abajo se hallaba el valle de la Luna Azul semejante a una nube, y a Conway le pareció que sus grises techos venían hacia él para impedir que se marchara.

Mallinson, a quien la pronunciada ascensión le había hecho guardar silencio por unos instantes, murmuró:

—Vamos, hombre, continuemos…

Conway sonrió, pero no replicó; ya había preparado la cuerda para atravesar el estrecho paso. Era verdad, como había dicho el joven, que se había decidido; pero únicamente una parte de él se había hecho solidaria de su decisión. El resto le advertía que no podría soportar mucho aquella ausencia.

Era un errante entre dos mundos y debía errar sin tregua; pero en la actualidad, sintió que amaba paternalmente a Mallinson y tenía que socorrerle; como millones de hombres, despreciaba los dictados de la prudencia y de la sabiduría para convertirse en un héroe.

Mallinson estaba nervioso ante el precipicio, pero Conway lo ató a la manera de los escaladores de montaña, y cuando hubieron pasado lo más difícil, se detuvieron para fumar de los cigarrillos del joven.

Mallinson dijo:

—Oh, Conway, ha sido usted muy bueno para mí… Supongo que adivinará mis sentimientos… No podría decirle cuánto me alegro…

—Pues no lo digas.

Después de una larga pausa, y antes de proseguir el camino, Mallinson añadió:

—Pero me alegro, y no es por mí solamente, sino por usted también… Es estupendo que se haya dado cuenta al fin de que todo lo que me contó no era más que un cuento de niños… Es sencillamente maravilloso que haya vuelto a… la… realidad… —Conway no respondió. Estaba absorto en profundos pensamientos.

Al amanecer llegaron al puentecito que dividía la región del valle del exterior. Si había centinelas como si no, lo pasaron sin que nadie los molestara.

Conway pensó en que aquello no estaba más que moderadamente bien vigilado.

Poco más tarde llegaron a la meseta, limpia de vegetación, como una bola de billar, a consecuencia de los embates furiosos del viento, y después de descender durante unos centenares de metros, avistaron el campamento de los porteadores.

Allí vio Conway que Mallinson no le había engañado; los hombres estaban dispuestos, esperando únicamente su llegada, enfundados en sus pieles de carnero y otros animales, prontos a emprender el viaje a Tatsien-Fa, a mil cien millas al este, sobre la frontera china.

—¡Viene con nosotros! —gritó Mallinson excitadamente cuando Le-Tsen salió a su encuentro.

Olvidaba que ella no sabía inglés; pero Conway lo tradujo.

Parecióle que la pequeña manchú no había estado jamás tan radiante. Recibióle con una sonrisa encantadora, pero sus ojos devoraban materialmente al muchacho.