—Extraordinario —dijo Chang cuando oyó de labios de Conway su entrevista con el Gran Lama. Y en un individuo tampoco amante de los superlativos, aquella palabra tenía gran significación—. Aquello no había sucedido jamás —añadió en tono enfático—, desde que se fundó el lamaísmo nunca había deseado el Gran Lama una nueva entrevista hasta que habían transcurrido los cinco años de prueba pará purgar las emociones probables de todos los exiliados.
Hizo una pausa reflexiva y prosiguió:
—Porque, usted sabe, le cuesta un gran esfuerzo hablar con los recién llegados ordinarios. La mera presencia de las pasiones humanas le produce una sensación de disgusto insoportable. Sin embargo, no tengo la menor duda de que obra siempre con gran rectitud de juicio; por lo que esto nos enseña una lección de gran valor… que hasta las reglas fijas por que se rige nuestra comunidad no son más que moderadamente fijas.
Para Conway, sin embargo, todo aquello no era más extraordinario que cualquier otra cosa y, cuando volvió a visitar al Gran Lama otra y otra vez, halló que no tenía nada de particular.
Todo parecía en realidad algo preordenado por la facilidad con que se identificaban sus dos intelectos, el del Gran Lama y el suyo. Entonces, todas las secretas inquietudes de Conway desaparecían al salir de las habitaciones del anciano, dando paso a una suntuosa tranquilidad.
Había veces en que le parecía estar completamente embrujado por la maestría de aquella inteligencia central, y en las polémicas sobre las humeantes tazas de té, todos sus razonamientos se contraían y extractaban de tal modo, que le daba la impresión de un teorema fundiéndose en un soneto.
Sus charlas se hacían cada vez más largas y profundas; desarrollábanse tratados completos de filosofía; las largas avenidas de la historia se prestaban también a su examen, dándoles nueva plausibilidad.
Para Conway aquello era una experiencia agradabilísima, pero no cejaba en su actitud crítica, hasta tal punto, que, un día, después de argüir extensamente sobre un punto de vista completamente personal, el Gran Lama replicó:
—Hijo mío, es usted joven en años, pero su juicio posee la madurez de la edad. Tengo la seguridad de que en el pasado le ha sucedido algo extraordinario.
Conway sonrió.
—No mucho más inusitado de lo que les ha sucedido a muchos otros de mi misma generación.
—Pues no he conocido jamás a nadie que se le pareciera.
Conway repuso después de un breve intervalo:
—No hay nada de misterio en todo ello. Esa parte de mi todo que le parece vieja fue desgastada por la experiencia intensa y prematura. Mis años, desde los diecinueve a los veintidós, fueron de una educación suprema, sin duda, pero agotadora.
—¿Fue usted desgraciado en la guerra?
—No eso precisamente. Me excitaba frecuentemente y llegué a ser un suicida cuando me acometía la rabia feroz e indomable que me hacía luchar como un loco, ebrio de sangre y de alcohol destrozando, matando, gozándome en las agonías de los que caían desangrados por las heridas abiertas por mi bayoneta…
Pasóse las manos por la frente, estremeciéndose ante la violencia de aquellos recuerdos.
—Allí gastamos por completo casi todas nuestras emociones —añadió—, lo cual nos hizo mucho más difíciles los años posteriores. No crea que estoy adoptando una postura excesivamente trágica…, no. Confieso que tuve una suerte endiablada después de todo. Pero fue como un escolar que tiene un mal maestro… Al principio es divertido, pero el tiempo nos hace desesperar después…
Quedó silencioso y el Gran Lama le instó a proseguir, diciendo:
—¿Y así continuó su educación?
Conway se encogió de hombros.
—Tal vez el agotamiento de las pasiones sea el principio de la sabiduría, si me permite alterar el proverbio.
El Gran Lama respondió con una contracción espasmódica de sus infinitas arrugas, que revelaba su sonrisa:
—Ésa es también, hijo mío, la doctrina de Shangri-La.
—Lo sé, padre. Por eso me encuentro tan bien aquí.
No haba dicho ni más ni meno, que la verdad. A medida que pasaban los días y las semanas, aumentaba aquella sensación de contento que unía su espíritu a la materia; como Perrault, Henschell y tantos otros, empezaba a rendirse al encanto de aquel recinto edénico.
La Luna Azul le había aprisionado en sus garras impalpables y ya no tenía escape. Las montañas resplandecían a su alrededor con pureza inaccesible, y sus ojos descendían de ellas a las verdes profundidades del valle; todo el cuadro poseía una belleza incomparable, y cuando oía la argentina monotonía del clavicordio desde el estanque de los lotos, tenía la sensación de que aquellas melodías trenzaban la perfecta asociación de la vista y el sonido.
Estaba, y lo sabía, enamorándose calladamente de la pequeña manchú. Su amor no pedía nada, ni siquiera una respuesta; era un tributo del espíritu, al que sus sentidos sólo añadían una nueva fragancia.
Ella era para él como un símbolo de todo lo delicado y frágil. Sus estilizadas cortesías y el alado deslizamiento de sus dedos sobre las teclas del piano le producían una sensación embriagante de intimidad.
A veces se había dirigido a ella en tales términos que podían, si ella hubiese querido, haberles llevado a una conversación menos formal; pero las respuestas de la muchacha nunca rompieron la exquisita particularidad de sus pensamientos, ni él quiso forzarla tampoco a que lo hiciera.
Conway se había dado cuenta repentinamente de una nueva faceta de la joya prometida; tenía tiempo, tiempo para todo cuanto pudiera desear que aconteciera, tiempo para que todos sus anhelos se viesen satisfechos.
Dentro de diez años, o de quince, aún tendría tiempo… Esta reflexión invadió su mente y le hizo feliz.
Luego, a intervalos, volvía a la otra vida, para encontrarse con la impaciencia de Mallinson, la cordialidad de Barnard y la robusta intención de la señorita Brinklow.
Díjose que experimentaría un gran placer el día en que todos supiesen ya lo que él sabía. Como Chang, pudo imaginarse que ni la misionera ni el americano serían casos difíciles.
Y un día acogió con alegría la declaración que le hizo Barnard de repente:
—¿Sabe usted lo que le digo, Conway? Que este lugar es mucho más atractivo de lo que yo imaginaba. Al principio creí que echaría muy de menos los periódicos y los cines, pero estoy seguro de que no tardaré en acostumbrarme.
Y más tarde supo que Chang había llevado a Barnard al valle a ruegos de este último, para gozar de una noche de francachela, según dijo él mismo.
Mallinson, cuando oyó esto, dijo con acritud:
—No le conviene hacer excesos. —Luego volvióse a Conway y al mismo Barnard, y añadió—. No es cosa que me importe, en realidad; pero los porteadores llegarán dentro de quince días aproximadamente y necesitaremos todas nuestras energías para el viaje de regreso que, a mi parecer, no será ninguna excursión de recreo.
Barnard movió la cabeza con gesto de asentimiento:
—Jamás he pensado en que lo fuera. Y en cuanto a mi estado físico, nunca me he sentido mejor que ahora. Hago ejercicio diariamente, y en las tabernas del valle no me permiten tampoco beber como en un bar de allá. Moderación… Ya conoce usted el lema de la casa.
—Sí. Y supongo que usted procura pasarlo lo más moderadamente posible —repuso Mallinson acerbamente.
—En efecto. Este establecimiento satisface todos los gustos… Hay, por ejemplo, algunas personas a quienes les gustan las chinitas que tocan el piano, ¿eh? No vaya a molestarse porque uno se imagina cosas…
Conway no supo qué replicar, pero Mallinson enrojeció como un escolar y dijo furiosamente:
—Si ciertas personas estuviesen en donde debían… en un calabozo, por ejemplo, no se permitirían meterse en los asuntos del prójimo que no le incumben en absoluto.
—Sí, sí, desde luego —repuso el americano sonriendo afablemente—. Y eso me hace pensar en algo que tenía el propósito de decirles. Caballeros, he decidido dar esquinazo a los porteadores. Como sus llegadas se efectúan de una manera periódica, esperaré a la próxima vez o la otra para marcharme. Eso, naturalmente, siempre que los monjes me concedan el crédito suficiente para prolongar mi estancia en este hotel.
—¿Quiere usted decir que no piensa venir con nosotros?
—Eso es, precisamente. Permaneceré aquí un poco más de tiempo. Para ustedes todo será magnifico… Les esperará allí una banda de música, que los acogerá con toda clase de honores… Pero yo no tengo a nadie que me espere, como no sea la policía, y cuanto más pienso en ello más me ratifico en mi decisión de dejar a los polis que esperen sentados mi regreso.
—En otras palabras, que tiene miedo a afrontar la… música.
—En efecto, la música no me ha seducido nunca. No soy melómano como usted.
Mallinson respondió con resentimiento:
—Bien, eso es asunto suyo. Nadie puede obligarle a salir de esta inmunda pocilga si usted está decidido a permanecer en ella toda su vida.
—Sin embargo, miró a su alrededor como si buscase a alguien que le ayudara a convencer a aquel reacio.
—No es lo que todo el mundo elegiría; pero siempre ha habido divergencias de opiniones. ¿Qué dice usted, Conway?
Conway se estremeció imperceptiblemente. Repuso:
—Pues… lo mismo que tú… que siempre ha habido divergencias de opiniones.
Mallinson se volvió a la señorita Brinklow, que súbitamente cerró el libro que leía y declaró:
—Decididamente, creo que yo también me quedaré.
—¿Qué? Gritaron todos al unísono.
Y ella continuó, con brillante sonrisa que más bien parecía una adición de su rostro que una iluminación del mismo:
—Verán… He estado pensando detenidamente sobre los extraños acontecimientos que nos han conducido aquí y no he logrado sacar más que una conclusión que me satisfaga. Detrás de todo lo ocurrido hay un poder misterioso, desconocido e invisible, que ha forzado nuestras costumbres… ¿No lo cree usted así también, Conway?
Conway se atragantó. No sabía qué responder. Titubeó, carraspeó, pero la propia señorita Brinklow se encargó de allanarle el camino al proseguir apresuradamente:
—¿Quién soy yo para sustraerme a los dictados de la Providencia? Yo tengo la convicción ciega, absoluta, de que he sido enviada aquí con alguna finalidad, y me quedaré.
—¿Quiere usted decir que espera hacer obra misionera en Shangri-La? —preguntó Mallinson, cuando se hubo recobrado de su estupor.
—No solamente lo espero, sino que he empezado ya. Voy aprendiendo poco a poco a tratar con esta gente, de acuerdo con mi experiencia, y estoy segura de que no tienen lo que pudiéramos llamar una verdadera fe.
—¿Y usted pretende iniciarlos en la suya?
—Precisamente, señor Mallinson. Soy, por naturaleza, diametralmente opuesta a la idea de moderación que predican estos fanáticos locos. Usted puede llamarlo indiferencia, amplitud de miras, tolerancia, despreocupación; pero a mí me parece la peor especie de pereza imaginable y me propongo abolirla con todas mis fuerzas.
—¿Y los cree tan tolerantes o tan perezosos que se lo permitan? —dijo Conway, sonriendo.
—O ella puede ser tan terca, que ellos no tengan fuerzas para evitarlo añadió Barnard. —Luego chascó la lengua significativamente y prosiguió—: Es lo que yo he asegurado antes. Este establecimiento satisface todos los gustos.
—Es posible; si es que a usted le gusta la prisión —dijo Mallinson, resueltamente.
—Bien; hay dos formas de considerar esa cuestión. ¡Dios mío! Si piensa usted en la enorme cantidad de hombres que viven en la Tierra y que darían gustosamente cuanto poseen por venir aquí, le resultaría imposible distinguir si son ellos o nosotros los que se encuentran enchiquerados.
—Ésa es una reflexión consoladora para un mono enjaulado —repuso Mallinson secamente.
Estaba furioso.
Cuándo se quedó solo con Conway, le dijo:
—Ese hombre me ataca los nervios. No me preocupa lo más mínimo que no venga con nosotros al otro mundo tal vez me crea rencoroso, pero lo cierto es que su insinuación sobre la muchacha china ha estado a punto de hacerme enloquecer.
Conway asió el brazo de Mallinson. Cada vez se daba más cuenta del progresivo incremento de su afición por aquel joven, que las semanas pasadas en su compañía iban haciendo cada vez mayor a pesar de sus violentos modales. Respondió:
—Creo que fue a mí a quien se refirió, Mallinson, no a ti.
—No, Conway, tengo la seguridad de que lo dijo por mí. Él sabe que la muchacha me interesa… ¡Oh, Conway! Me preocupa horriblemente saber por qué está aquí y si realmente le gusta esta vida. ¡Dios mío, si yo hablase su lengua como usted, ya se lo habría preguntado! .
—Y no creo que hubiese conseguido nada. Es extraordinariamente reservada esa pequeña.
—Pero a usted no se le ha ocurrido nunca preguntárselo, tampoco.
—No me gusta importunar a nadie con cuestiones tan delicadas.
Deseó haber podido decir más, y entonces una mezcla de piedad y de ironía flotó en su cerebro; este joven, tan impetuoso, tan ardiente, no aceptaría la realidad de los hechos fácilmente. Puso su mano en el hombro de Mallinson y dijo:
—Yo, en tu lugar, no me preocuparía más de Le-Tsen. Ten la seguridad de que ella es aquí lo suficientemente feliz.
La decisión de Barnard y de la señorita Brinklow de permanecer en el monasterio le pareció a Conway una señal excelente, aunque colocaba a Mallinson y, aparentemente, a él, en contraposición con el resto de sus compañeros. Era, pues, una situación bastante delicada y no sabía cómo afrontarla.
Por fortuna, en apariencia no había necesidad de afrontarla. Hasta dentro de dos meses podían ocurrir muchas cosas; y luego habría una crisis mucho más aguda para la cual podría prepararse suficientemente. Por éstas y otras razones se sentía inclinado a no preocuparse por lo inevitable, aunque dijo en cierta ocasión:
—¿Sabe, Chang? Estoy intranquilo por Mallinson. Temo que tome las cosas violentamente cuando lo sepa.
Chang hizo un gesto de simpatía y asentimiento al responder:
—Sí. Yo también creo que será muy difícil convencerle de su buena fortuna. Pero esa dificultad, después de todo, será temporal. Dentro de veinte años, nuestro amigo se amoldará voluntariamente a todo.
Conway se dijo que el chino consideraba el asunto demasiado filosóficamente. Declaró:
—No sé cómo le sentará el conocimiento de la verdad. Cuenta los días que faltan para la llegada de los porteadores, y si no vienen…
—¡Pero como vendrán!
—¿Sí? Yo me imaginaba que todo lo que usted dijo referente a ellos no era más que una fábula para que no nos desesperásemos.
—Nada de eso. En Shangri-La tenemos la costumbre de decir moderadamente la verdad, y le aseguro que mi declaración sobre los porteadores era completamente cierta. Esperamos la llegada de esos hombres para la fecha que dije.
—Entonces nos costará bastante trabajo impedir que Mallinson se vaya con ellos.
—No lo intentaremos siquiera. Él descubrirá por sí solo que los porteadores no son amigos de que nadie les acompañe en su viaje de regreso.
—¿Ah, sí? ¿Éste es el método que siguen? ¿Y qué espera que suceda después?
—Pues, entonces, mi querido Conway, después de un período de histerismo, empezará a esperar, ya que es joven, que en la próxima llegada de porteadores, que tendrá lugar dentro de nueve o diez meses, sea más afortunado. Y nosotros no le disuadiremos de ninguna manera del error en que vivirá, alimentando esta esperanza irrealizable.
Conway se apresuró a replicar.
—No creo que consigan engañarlo tan fácilmente. Es mucho más probable que intente escaparse de todas formas, aunque sea solo.
—¿Escapar? ¿Cree que es ésa la palabra adecuada? El paso está abierto a todos cuantos quieran atravesarlo. No tenemos más guardianes que los que la Naturaleza nos proporciona.
Conway sonrió.
—Y hay que admitir que ha sido bastante condescendiente con ustedes a este respecto. Pero no creo que puedan confiar mucho en ella, a pesar de todo. ¿Qué me dice de las numerosas partidas de exploradores que han llegado hasta aquí? ¿Se les dejó abierto el paso también cuando intentaron proseguir su viaje?
Ahora le tocó a Chang sonreír. Dijo:
—¡Ah, mi querido Conway! Las circunstancias especiales requieren consideraciones especiales.
—Excelente. Luego, ustedes solamente proporcionan ocasiones de escapar a aquéllos que conceptúan lo suficientemente locos para aprovecharse de ellas, ¿no es así?
—En efecto.
—Y supongo que algunos de ellos habrán conseguido sus propósitos.
—Sí. Así ha sucedido en algunas ocasiones, pero los que lo hicieron dieron gracias al cielo cuando pudieron regresar al día siguiente, después de pasar la noche en la meseta.
—¿Sin abrigo ni ropas adecuadas? ¡Ah, Chang, ya comprendo! Sus métodos suaves, condescendientes y moderados son mucho más efectivos que los más expeditivos que pudieran practicar los demás hombres. ¿Y en los casos en que no vuelven?
—Pues usted mismo ha respondido: no vuelven. —Y luego se apresuró a añadir—: Puedo asegurarle, empero, que han sido muy pocos los infortunados y confío en que su joven amigo no será lo suficientemente insensato para aumentar ese número.
Conway no encontró estas respuestas bastante tranquilizadoras, y el futuro de Mallinson continuó preocupándole. Deseó que el joven volviera de su testarudez por propio acuerdo, ya que aquel caso no carecía de precedentes, como por ejemplo, Talu, el aviador.
Chang omitió que las autoridades tenían poderes absolutos para obrar a su antojo. Y luego añadió:
—Pero, mi querido Conway, ¿cree usted que sería prudente confiar nuestras existencias y nuestro futuro a los sentimientos de gratitud de su joven amigo?
Conway pensó que aquella cuestión era pertinente en grado sumo, porque la actitud de Mallinson dejaba pocas dudas sobre cuál sería su comportamiento cuando llegará a la India. Era su tema favorito y muy frecuentemente se había extendido en consideraciones sobre ello.
Pero todo aquello se refería al mundo ruidoso y alejado que gradualmente iba desvaneciéndose en su cerebro, para dar paso al rico y penetrante mundo de Shangri-La.
Exceptuando cuando pensaba en Mallinson, Conway se sentía extraordinariamente contento; la pausada calma de todo cuanto le rodeaba le asombraba por su intrincado ajuste a sus propios gustos e inclinaciones.
Cierto día dijo a Chang:
—¿Cómo cuadra el amor a su forma de pensar? Supongo que alguno de ustedes se habrá sentido en alguna ocasión atacado de esa enfermedad tan humana.
—Desde luego —replicó Chang, con amplia sonrisa—. Naturalmente, los lamas están inmunizados, así como la mayoría de nosotros, debido a nuestra avanzada edad; pero hasta que alcanzamos ésta somos exactamente igual a los demás hombres, aunque nos vanagloriamos de comportarnos más razonablemente que ellos. —Hizo una pausa; sonrió de nuevo, y prosiguió—: Y esto me suministra la ocasión de decirle que la hospitalidad de Shangri-La es bastante comprensiva en este aspecto. Su amigo, el señor Barnard, ya ha tenido ocasión de aprovecharse de ello.
Conway le devolvió la sonrisa. Dijo secamente:
—Gracias. No tengo la menor duda de ello; pero mis propias inclinaciones no son, por el momento, tan perentorias. Era el aspecto emocional, más que el físico, lo que me interesaba.
—¿Y sería usted capaz de hacer una distinción entre ambos? ¿Es posible que se haya enamorado usted de Le-Tsen?
Conway quedó sorprendido, pues no creía que hubiesen podido adivinar sus sentimientos.
—¿Qué le hace preguntarme eso?
—Sencillamente, mi querido Conway, que sería una cosa muy conveniente para todos si así ocurriera… Siempre, naturalmente, que lo tomara con la debida moderación. Le-Tsen no le correspondería con ningún grado de pasión; eso sería más de lo que usted podría esperar, pero la experiencia sería deliciosa, se lo aseguro. Y hablo con conocimiento de causa, pues yo estuve enamorado de Le-Tsen cuando era más joven.
—¿Sí? ¿Y accedió a sus demandas?
—Me dijo que apreciaba en grado sumo el delicado sentimiento con que la honraba inmerecidamente, y así nació una amistad que no se ha entibiado durante el curso de los años.
—En otras palabras, que le dio calabazas.
—Si así lo prefiere, sea —añadió Chang, con dulce sonrisa—. Ella ha querido siempre ahorrar a sus amantes el momento de saciedad que invade siempre a los que han alcanzado plenamente sus ambiciones.
Conway lanzó una carcajada. Luego dijo:
—Eso sería perfectamente en su caso; y tal vez también en el mío. Pero ¿qué actitud adoptaría un joven impulsivo y ardiente como Mallinson?
—¡Ah, mi querido Conway! Eso sería la cosa más favorable que podría ocurrir. Le-Tsen confortaría al desgraciado exiliado una y otra vez, cuando él se entere de que no podría haber reciprocidad.
—¿Confortaría ha dicho usted? —preguntó Conway, extrañado.
—Sí, confortaría; pero no confunda el significado que doy a esta palabra. Le-Tsen no da caricias, sino que tranquiliza el corazón que late por ella con su mera presencia.
—No le comprendo.
—¿No? ¿Qué es lo que dice vuestro Shakespeare de Cleopatra…? «Ella daba apetito cuanto más lo satisfacía». Era un tipo popular, sin duda aquella mujer, entre las razas apasionadas; pero le aseguro que se hallaría completamente fuera de lugar en Shangri-La. Le-Tsen, si se me permite la parodia, quita el apetito cuando menos lo satisface.
—Y posee una rara habilidad para hacerlo, ¿no es así?
¡Oh! Decididamente, hemos tenido numerosos ejemplos que confirman mi aseveración. Acostumbra a calmar los ímpetus del deseo, transformándolos en un murmullo, no menos agradable…
—Entonces, ¿se la puede considerar como parte integrante del equipo de entrenamiento de este establecimiento?
—Si así le place, ¿por qué no? —replicó Chang, con blanda sonrisa—. Pero para ser más veraces, justos y amables, deberíamos compararla preferiblemente al arco iris reflejado en un vaso de cristal o a las gotas de rocío en los pétalos de las flores…
—Estoy de acuerdo con usted, Chang. Eso sería mucho más agradable.
Pero la próxima vez que quedó solo con la pequeña manchú se dio cuenta de que las observaciones de Chang respecto a ella distaban mucho de ser ciertas. Había en ella una fragancia que se transmitía a sus propias emociones, reavivando los rescoldos de la pasión hasta hacer, si no arder, por lo menos calentar con cierto grado de tibieza los dulces sentimientos.
Y de pronto se dio cuenta de que Le-Tsen era perfecta, así como Shangri-La, y que él no deseaba más que ella correspondiera a su callado afecto. Durante muchos años, sus pasiones habían sido como una cuerda que hace vibrar el mundo; ahora el dolor violento estaba suavizado y experimentaba un amor que no era ni tormento ni molestia.
Cuando por las noches se sentaba junto al estanque de los lotos, se complacía en imaginarse a Le-Tsen entre sus brazos; pero el sentido del tiempo borraba aquella visión calmándole y dejando en él una especie de enervamiento infinito y tierno.
No creía haber sido jamás tan feliz ni aun durante los años anteriores a aquella barrera que separaba sus dos vidas, que era la guerra. Gustábale la serenidad del mundo que le ofrecía Shangri-La, y se sentía pacificado más bien que dominado por su única y tremenda idea.
Gustábale el prevalente modo con que las sensaciones quedaban depositadas en el estuche de los pensamientos, y los pensamientos suavizados hasta la felicidad al ser convertidos en palabras.
Conway, a quien la experiencia había enseñado que la rudeza no es de ninguna manera una garantía de buena fe, se sentía menos inclinado a considerar una frase amable como una prueba de insinceridad. Le agradaba la atmósfera lenta y amanerada en que la conversación era un complemento más que un mero hábito.
Dábase cuenta, con secreto placer, que las ideas más ociosas podían desarrollarse ahora libres de las trabas del tiempo; y los sueños más irrealizables eran acariciados esperanzados por la mente.
Shangri-La gozaba en todo momento de un reposo absoluto, y, sin embargo, había una infinidad de ocupaciones inacabadas. Los lamas vivían como si tuviesen el tiempo en sus manos, pero el tiempo no era precisamente un peso leve.
Conway conoció a algunos más y gradualmente fue dándose cuenta de la extensión y variedad de sus ocupaciones; además de sus conocimientos lingüísticos, algunos, al parecer, se sumergían en el proceloso mar del saber a una profundidad que habría causado sorpresa al mundo occidental.
Algunos de ellos se dedicaban a escribir manuscritos de varias clases; uno, según dijo Chang, había conseguido importantísimos progresos en el campo de las matemáticas puras; otro coordinaba a Gibbon y a Spengler en una tesis vastísima sobre la historia de la civilización europea.
Pero no de todos se podía decir lo mismo; había algunos de ellos que buscaban en canales menos profundos, dedicándose, como Brisac, a recordar fragmentos de antiguas melodías o desarrollando como hacía un lama joven una nueva teoría sobre el problema de las Brontë.
Y existían todavía algunas cosas mucho menos prácticas que aquéllas. Cierto día en que Conway hizo una observación a este respecto, el Gran Lama le refirió una historia de un artista chino del siglo III antes de Jesucristo, que, habiendo empleado muchos años de su vida en grabar dragones, pájaros y caballos sobre un hueso de cereza, ofreció su obra terminada a un príncipe real. El príncipe no pudo ver en un principio más que un hueso de cereza, pero el artista le hizo construir una pared y abrir en ella una ventana a través de la cual podría observar el hueso en la gloria del crepúsculo matutino. El príncipe lo hizo así y pudo contemplar a su sabor la belleza de la primorosa obra.
—¿No cree usted, Conway, que es una historia maravillosa y no le enseña una lección invaluable?
Conway movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Halló agradable la idea de que el sereno propósito de Shangri-La abrazaba una serie infinita de ocupaciones aparentemente extrañas y triviales, pues él mismo se había sentido inclinado en cierto modo hacia estas cosas en algunas ocasiones.
Repasando su pasado, vio que estaba sembrado de imágenes de empresas demasiado erráticas e incluso demasiado abrumadoras para ser terminadas; sin embargo, ahora todo era posible, aun trabajando con moderada indolencia.
Era delicioso observar y contemplar el pasado y el futuro sin apresuramientos, sin resquemores, no miró con ironía a Barnard cuando el americano le confió que él también presagiaba un futuro resplandeciente para Shangri-La.
Al parecer, las excursiones de Barnard al valle, que se habían hecho mucho más frecuentes en los últimos días, no habían sido dedicadas enteramente a la bebida y a las mujeres.
—Mire, Conway —le dijo—, le cuento esto porque es usted muy distinto a Mallinson… Él me ha tomado cierta inquina, como ya ha tenido ocasión de apreciar. Pero creo que usted comprenderá perfectamente mi situación. Es cómico, porque ustedes, los oficiales británicos, son inflexibles, extraordinariamente rígidos en sus puntos de vista sobre la moralidad de costumbres y todo eso; pero usted es un individuo en quien se puede confiar plenamente después de haberle dicho todo sin rodeos ni prevaricaciones.
—Yo no me sentiría tan seguro sobre eso —replicó Conway, sonriendo—. Además, tenga en cuenta que Mallinson es tan oficial británico como yo mismo.
—Sí, indudablemente; pero él no es más que un chiquillo. No mira las cosas razonablemente. Usted y yo somos hombres de mundo… Tomamos las cosas tal como vienen… Nuestra llegada aquí por ejemplo… Todavía no podemos comprender a qué se ha debido todo esto, por qué fuimos secuestrados, por qué aquel aviador loco nos trajo aquí… Pero, en realidad, ¿no es así como sucede todo en la vida? ¿Sabemos siquiera por qué venimos al mundo?
—Tal vez hay muchos de nosotros que no lo saben; pero ¿quiere decirme a qué viene todo esto?
Barnard bajó la voz hasta convertirla en un murmullo.
—¡Oro, muchacho! —exclamó con éxtasis—. Nada más que eso, y nada menos… Hay toneladas de él en el valle. Yo soy ingeniero de minas y sé perfectamente lo que es un filón aurífero. Créame, es mucho más rico que el Rand y diez veces más fácil de extraer.
—¿Y bien?
—Supongo que usted pensaría mal de mí al verme descender tantas veces con el palanquín; pero yo sabía lo que hacía. Presumí desde el primer momento que estos individuos no podían adquirir toda esta cantidad de muebles, libros y pianos sin pagarlos a precios exorbitantes… ¿Y con qué podían pagar si no era con oro, o plata, o diamantes? Es pura lógica, después de todo. Y empecé a rondar por allá abajo hasta que lo descubrí todo.
—¿Lo encontró usted solo? —preguntó Conway.
—Bueno… No podría decir que sí, sin faltar a la verdad; pero lo cierto es que yo lo adiviné, pregunté a Chang y… Créame, Conway, ese chino no es tan mal muchacho como habíamos pensado.
—Personalmente nunca le he conceptuado como un mal muchacho.
—Sí, desde luego. Ya sé que usted le tomó en gran estima desde el principio, y por consiguiente, no se sorprenderá cuando le refiera la forma en que hemos actuado. Ha sido magnífico. Él me ha enseñado todas las obras y tal vez le interese saber que he logrado un permiso completo de las autoridades para hacer toda clase de proyectos concernientes a la explotación del yacimiento y transmitirles mi informe cuando estén terminados. ¿Qué le parece, muchacho? Ellos, a mi juicio, están encantados de poder contar con los servicios de un experto, especialmente cuando les he asegurado que podré intensificar enormemente la extracción del metal.
—Veo que se va a encontrar aquí mejor que en su propia casa —repuso Conway.
—Por lo menos, he encontrado un empleo, que ya es algo. Además, nadie sabe las vueltas que da este mundo, y es posible que la gente que me espera para encarcelarme no quiera hacerlo cuando se enteren de que puedo proporcionarles un campo de oro. La única dificultad está en que me crean.
—Es posible que sí. ¡No puede usted imaginarse la cantidad de cosas que cree la gente!
Barnard movió la cabeza con frenético entusiasmo.
—¡Cuánto me alegra que me haya comprendido, Conway! Podíamos incluso hacer un contrato. Le ofrezco el cincuenta por ciento de todo, naturalmente. Lo único que tendrá que hacer es poner su firma en mi informe…, cónsul británico y todo eso, ¿sabe? Creo que así no dudaría nadie.
Conway sonrió divertido. Dijo:
—Ya veremos, ya veremos… Primero haga su informe…
Y pensó, complacido, en la posibilidad que parecía tan improbable que aconteciera, y al mismo tiempo se alegró de que Barnard hubiese encontrado algo que le proporcionara tan inmediato solaz.
Y lo mismo le ocurrió al Gran Lama, a quien Conway empezó a visitar más y más frecuentemente. Veíale a menudo a altas horas de la noche, y permanecía con él durante varias horas, mucho después que los criados hubiesen retirado las últimas tazas de té y les hubieran deseado buenas noches.
El Gran Lama le preguntaba siempre por los progresos y el comportamiento de sus tres compañeros, y una vez inquirió particularmente cuáles eran las carreras de cada uno de ellos, que su llegada a Shangri-La había interrumpido tan inevitablemente.
Conway respondió, después de reflexionar:
—Mallinson habría llegado a ser algo… Es enérgico y ambicioso. Los otros dos… —Se encogió de hombros—. En realidad parece ser que están dispuestos a quedarse aquí, por lo menos durante algún tiempo.
Observó como un chispazo luminoso detrás de las encortinadas ventanas; había oído el retumbar de truenos cuando cruzó los patios en su camino hacia aquel aposento que se le había hecho tan familiar.
Ahora no se percibía el menor ruido, y los pesados tapices transformaban los relámpagos en meros destellos pálidos.
—Sí —fue la respuesta—; creo que hemos hecho todo lo posible por darles la sensación de que se hallan en casa. La señorita Brinklow está empeñada en convertirnos y al señor Barnard también le gustaría convertirnos… en una compañía de responsabilidad limitada. —Hizo una pausa, durante la cual Conway creyó verle sonreír. Luego añadió—: Son proyectos inofensivos, que les harán pasar el tiempo agradablemente para ellos. Pero su joven amigo, a quien no tientan ni el oro ni la religión, ¿qué ocurrirá con él?
—Creo que ése va ser el problema.
—Me temo que ser su problema, Conway.
—¿Por qué mío?
No recibió respuesta inmediata, porque en aquel momento apareció un criado con el servicio de té y el Gran Lama dijo entonces con calmado acento:
—El Karakal nos envía sus tormentas en esta época del año. —Y luego prosiguió, dirigiendo la conversación según el ritual—: La gente de la Luna Azul cree que los temporales son causados por los demonios enfurecidos que luchan en el gran espacio que se extiende al otro lado del desfiladero. El «Exterior» le llaman… Y supongo que habrá comprendido que, en su dialecto, emplean esta palabra para designar todo el resto del Universo. —Tomó un sorbo de té y añadió—: Desde luego, ellos no saben nada sobre Francia, Inglaterra o la India… Se imaginan que la gran altiplanicie se extiende, como es casi la verdad, ilimitadamente. Para ellos, tan plácidos en su recinto abrigado y libre de vientos y tempestades, es inconcebible que nadie quiera abandonarlo; en efecto, se imaginan que todos los desgraciados «habitantes del exterior» están deseando entrar en él. Es una cuestión de pareceres, ¿no cree?
Conway recordó la similitud de aquella observación con la de Barnard, y así lo dijo al Gran Lama, que replicó:
—¡Cuán sensible! Y es nuestro primer americano… Hemos tenido una verdadera suerte.
Conway encontró picante la reflexión de que la fortuna del lamaísmo se basaba en haber adquirido un hombre a quien buscaba sin descanso la policía de doce países; y habría hecho presente al Gran Lama su reflexión si no le hubiese detenido la idea de que era preferible que Barnard refiriese su historia a su debido tiempo. Limitóse a responder:
—Indudablemente, él se encuentra muy bien aquí y cree que hay en el mundo una infinidad de gente a quienes agradaría enormemente hallarse en nuestra compañía.
—Demasiados, mí querido Conway. Somos como un bote salvavidas que cruza el mar durante una galerna. Si todos los náufragos intentaran subir a él nos arrastrarían también al fondo… Pero no pensemos en eso ahora. Me he enterado de que ha conocido a nuestro excelente Brisac. Es un delicioso compatriota mío, aunque no participo de su opinión de que Chopin sea el más grande de los compositores… Ya sabe usted que prefiero a Mozart…
Y hasta que se llevaron el servicio de té y el criado fue despedido, no se aventuró Conway a expresar lo que le quemaba la lengua. Dijo:
—Hablábamos de Mallinson y usted declaró que iba a ser mi problema. ¿Por qué mío particularmente?
Entonces el Gran Lama respondió simplemente:
—Porque, hijo mío, voy a morir.
A Conway le pareció aquello tan extraordinario, que quedó imposibilitado para pronunciar una palabra.
El Gran Lama continuó:
—¿Le sorprende esta noticia? Pero, hijo mío, todos somos mortales, aun en Shangri-La. Es posible que todavía me queden algunos momentos de vida, tal vez años. Lo que anuncio es la simple verdad de que veo llegar mi fin. Me agrada ver que la noticia le preocupa y no pretendo en ningún modo contemplar la muerte con ansiedad, a pesar de mi edad. Afortunadamente, me queda poco que pueda morir físicamente; en cuanto al resto, todas las religiones convergen en un punto optimista con encantadora unanimidad. Estoy contento, pero he de acostumbrarme a la extraña sensación que me acompañará en el tiempo que me queda… Gracias a Dios, tengo todavía tiempo para una cosa más. ¿No se imagina lo que es?
Conway permaneció silencioso.
—Es algo que le concierne a usted, hijo mío.
—Me hace usted un gran honor.
—Tengo en mi mente algo más que todo eso.
Conway se inclinó ligeramente, pero no abrió los labios, y el Gran Lama, después de una pequeña pausa, continuó:
—Supongo que usted sabe que las frecuencias de nuestras charlas han sido algo inusitado. Pero es nuestra tradición, si se me permite la paradoja, no ser jamás esclavos de la tradición. No tenemos reglas rígidas ni inexorables. Hacemos lo que mejor nos parece, guiados siempre por el ejemplo que nos da el pasado, pero aún más por nuestra sabiduría presente y por nuestra clarividencia del futuro. Y por esta razón me atrevo a obrar como voy a hacerlo.
Conway continuaba mudo.
—Pongo en sus manos, hijo mío, la prosperidad y el futuro de Shangri-La.
Por último se había roto la tensión. Conway sintió sobre él la potencia de una persuasión blanda y benigna, pero irresistible: los ecos de las últimas palabras del Gran Lama se perdieron en el silencio, pero ahora percibió los latidos de su agitado corazón, que le hicieron el efecto de golpes de gong.
Y en aquel momento, interceptando el ritmo de las palpitaciones, oyó el musical susurro:
—Le he estado esperando durante mucho tiempo, hijo mío. Sentado en esta habitación, he visto los rostros de muchos recién llegados. Y miraba en sus ojos y oía sus voces en la esperanza de encontrarle a usted algún día. Mis colegas han ido haciéndose viejos y juiciosos; pero usted, que es aún joven en años, es juicioso ya. Amigo mío, la tarea que confío en sus manos no tiene nada de ardua; no nos ligan más que lazos de seda. Ser bondadosos, pacientes, preocuparnos de las riquezas del espíritu, gobernar con prudencia y en secreto, mientras la tormenta sopla furiosa en el exterior… Todo esto será agradablemente simple para usted, y no dudo que encontrar en su práctica la felicidad.
Conway intentó replicar, pero no pudo, y al fin, cuando la vívida luz de un relámpago rasgó por un instante las tinieblas iluminándolas con su pálido fulgor, se estremeció y dijo con un esfuerzo:
—La tormenta…, esta tormenta de que usted habla…
—Será tal como el mundo no ha visto jamás. No habrá salvación por las armas, ni socorros por las autoridades, ni cobijo en el silencio. Arrasará hasta las más diminutas florecillas de la civilización en su rabia y el mundo se convertirá en un caos espantoso. Tuve está misma visión cuando Napoleón era aún un hombre desconocido; y ahora la veo más claramente a cada hora que pasa. ¿Cree que me equivoco?
—No, creo que es posible que tenga usted razón —respondió Conway, sobrecogido a su pesar—. Ya ha sucedido un choque semejante y la época de oscuridad duró quinientos años.
El Gran Lama repuso:
—El paralelo no es exacto, hijo mío. Porque la edad de la oscuridad a que usted se refiere no fue en realidad tan oscura… Había linternas que oscilaban, y si bien la luz se había perdido en Europa existían otros países iluminados que llegaban desde China a Perú.
—Sí…
—Pero la Edad Oscura que surgirá ahora cubrirá con sus tinieblas toda la Tierra; no habrá ni escape ni santuario, salvo aquellos demasiado secretos para ser hollados, o demasiado humildes para ser advertidos. Y Shangri-La puede tener la esperanza de ser ambas cosas a la vez. El aviador con su aparato cargado de bombas destinadas a las grandes ciudades no pasará sobre nosotros, y si lo hiciera, no nos considerará lo suficientemente peligrosos o valiosos para malgastar la bomba.
—¿Y cree usted que todo eso sucederá en mi tiempo?
—Creo que usted sobrevivirá a la tormenta… Y luego, durante la época de la desolación, continuará viviendo, haciéndose más viejo, más sabio y más paciente.
»Conservará la fragancia de nuestra historia y añadirá a ella los frutos de su cerebro. Acogerá benévolamente a los extraños y les enseñará las reglas de la edad y de la sabiduría…
»Y uno de esos extranjeros le sucederá a usted cuando sea excesivamente viejo. Más allá de eso mi visión se debilita, mas me parece ver muy lejos a un nuevo mundo alzándose en las ruinas humeantes, elevándose lleno de esperanzas en el futuro y buscando entre los escombros sus perdidos y legendarios tesoros…
«Y vosotros, hijo mío, continuaréis aquí, ocultos entre las montañas que rodean al valle de la Luna Azul, preservados milagrosamente de un nuevo Renacimiento…».
La conversación cesó y Conway observó en el rostro que tenía ante él una belleza pura y remota; luego la luz que lo iluminaba se disipó y no dejó más que una máscara ensombrecida y agrietada como la madera vieja.
Estaba completamente inmóvil y había cerrado los ojos. Vigilándole atentamente, empezó a pensar, como si formara parte de un sueño, que el Gran Lama había dejado de existir.
Parecía necesario ribetear la situación con algo de actualidad, para evitar que diese tal impresión de ser demasiado extraño todo aquello para ser real, y con instintivo mecanismo de mano y ojos, Conway miró su reloj de pulsera.
Eran las doce y cuarto de la noche.
De pronto, cuando cruzó la habitación y se disponía a abrir la puerta, pensó que no sabía cómo ni a quien llamar para pedir ayuda. Los tibetanos dormían fuera del recinto, según le había dicho el Gran Lama en otra ocasión, y no tenía la menor idea sobre el lugar en que podría encontrar a Chang o a cualquier otro.
Vaciló al llegar al oscuro pasillo y por la ventana pudo ver el cielo completamente despejado, aunque las montañas resplandecían todavía a consecuencia de la electricidad almacenada semejando relámpagos plateados.
Y en medio de aquel sueño confuso se sintió dueño absoluto de Shangri-La.
Todo aquello eran cosas suyas bienamadas; todo cuanto le rodeaba pertenecía a su espíritu interno, en el cual vivía plenamente fuera de las trabas de aquel mundo del que procedía.
Sus ojos escrutaron las sombras y descubrieron los puntitos dorados que relucían en las lacas ricas y onduladas. Y el aroma de las tuberosas, tan débil que expiraba en el mismo borde de la sensación, le enervó mientras pasaba de habitación en habitación.
Finalmente, llegó a los patios y se dio cuenta de que se hallaba junto al estanque de los lotos. La luna llena aparecía detrás de la cúspide del Karakal.
Eran las dos menos veinte minutos.
Poco más tarde, percibió a Mallinson a su lado. Su compatriota lo asió de la mano y lo llevó afuera apresuradamente. Conway no sabía lo que se proponía, pero pudo oír que el joven hablaba muy excitado sobre algo que no entendía bien.