Al levantarse por la mañana se preguntó si lo que recordaba de la noche anterior no habría sido sólo un sueño.
Pero no tardó en convencerse de la realidad. Un coro de preguntas le asaltó.
—¡Vaya una conversación larga la que tuvo anoche con el jefazo! —dijo el americano—. Pensábamos esperarle, pero nos encontrábamos fatigados y nos acostamos. ¿Qué clase de hombre es?
—¿Dijo algo sobre los guías? —preguntó Mallinson.
—Supongo que le hablaría usted sobre mis intenciones de establecer aquí una misión —añadió la señorita Brinklow.
—Lamento tener que desilusionarlos a todos —replicó, pronunciando cuidadosamente las sílabas—. No discutí con él nada referente a misiones; no nombré para nada a los guías, y en cuanto a su aspecto, sólo puedo decir que es muy anciano, que habla un inglés irreprochable y que es extraordinariamente inteligente.
Mallinson le interrumpió exasperado.
Dijo:
—Lo principal es saber si podemos confiar en él o no. ¿Cree usted que nos dejará salir de aquí?
—Me dio la impresión de ser una persona honorabilísima.
—¿Y por qué diablos no le preguntó usted por los porteadores?
—No se me ocurrió.
Mallinson le lanzó una mirada de incredulidad.
Replicó:
—No puedo comprenderle, Conway. Se portó tan maravillosamente en aquella refriega de Baskul, que apenas me atrevo a creer que sea usted el mismo. Me ha desilusionado.
—Lo siento.
—¿Y de qué me sirve a mí que lo sienta? Debía preocuparse más por nuestra suerte, o aparentarlo por lo menos.
—No me has entendido bien. He dicho que sentía haberte decepcionado.
Conway hablaba con voz seca y cortante, intentando ocultar sus sentimientos, que eran en realidad tan confusos que ninguno de los otros habría sido capaz de adivinarlos.
Quedó sorprendido de ver la facilidad con que había prevaricado; era indudable que tenía el propósito de observar la sugestión del Gran Lama y guardaría el secreto de lo ocurrido.
Estaba asombrado también por la naturalidad con que había aceptado una posición que sus compañeros, de conocerla, habrían considerado, y con razón, como de traidora a su causa; y, como Mallinson había dicho, su conducta no era precisamente la que podía esperarse de un héroe.
Conway experimentó de pronto una simpatía invencible hacia el joven; luego se fortaleció con el pensamiento de que los aficionados a idealizar héroes se encuentran siempre con las mismas desilusiones.
Mallinson, en Baskul, había tenido mucho del niño que adora al bizarro capitán de sus cuentos de guerra; pero ahora el bizarro capitán se tambaleaba, si no es que había caído ya de su pedestal.
Siempre había algo de patético en el derrumbamiento de un ideal aunque fuese falso; y la admiración de Mallinson podría haberle proporcionado un solaz parcial para inducirle a pretender ser lo que no era. Pero la pretensión era imposible, el aire de Shangri-La gozaba de una cualidad, tal vez debida a su altura, que impedía y anulaba el esfuerzo de una emoción fingida.
Dijo, dirigiéndose al joven:
—Mira, Mallinson, no vuelvas a mencionar a Baskul para nada. Entonces… era diferente… Nuestra situación era distinta también.
—Y mucho más agradable, en mi opinión. Por lo menos, allí sabíamos con quién nos enfrentábamos.
—Con asesinos e incendiarios, para ser precisos. Puedes considerar eso agradable, si te place.
La voz del joven adquirió un timbre indignado cuando respondió:
—Pues bien, yo lo considero agradable en cierto sentido. Lo prefería a todo este misterio que nos rodea.
Y, de pronto, añadió:
—Esa muchacha china, por ejemplo, ¿cómo ha llegado aquí? ¿Se lo ha dicho ese hombre?
—No. ¿Por qué había de decírmelo?
—¿Y por qué no? ¿Y por qué no se lo preguntó usted, si es que le interesa algo nuestra intolerable situación? ¿Es corriente encontrar a una mujer joven, casi una niña, viviendo rodeada de monjes?
Aquel aspecto de la cuestión no se le había ocurrido jamás a Conway.
—Éste no es un monasterio ordinario —respondió, pensando que aquélla era la mejor respuesta que se le podía ocurrir.
—¡Desde luego que no, santo Dios!
Y se hizo el silencio, porque el argumento había alcanzado indudablemente un punto muerto. A Conway, la historia de Le-Tsen le tenía sin cuidado; la pequeña manchú se hallaba tan quietecita en los pliegues de su cerebro, que ni siguiera se daba cuenta de que estaba allí.
Pero al mencionarla, la señorita Brinklow levantó los ojos de la gramática tibetana que estudiaba sobre la mesa del comedor (como si no dispusiera de toda una vida para hacerlo, pensó Conway).
Las conversaciones sobre muchachas y monjes le recordaban aquellas historias de los templos hindúes, que los misioneros varones referían a sus esposas y que las esposas transmitan a sus colegas solteras.
—Desde luego —dijo ella con los labios apretados—, la moral de este establecimiento deja mucho que desear, aunque ya lo debíamos haber previsto.
Y se volvió al americano, como invitándole a adherirse a su opinión, pero Barnard hizo una mueca irónica.
Dijo:
—No creo que ustedes estimen mucho mi parecer sobre moralidades.
Luego añadió secamente:
—Pero me atrevo a decir que las rencillas son mucho peores. Puesto que hemos de estar tanto tiempo juntos, me parece que debemos refrenar nuestros nervios y no amargarnos la vida.
A Conway le pareció acertadísimo, pero Mallinson exclamó implacablemente:
—Tengo la seguridad de que usted encontrará todo esto mucho más confortable que Dartmoor.
Barnard levantó las cejas.
—¿Dartmoor? ¡Ah, sí! ¿Allí es donde tienen ustedes instalado el presidio? Lo comprendo. Pues bien, tiene usted razón, no he envidiado jamás a los huéspedes obligados de esos establecimientos. Además, voy a decirle otra cosa. No me molesta lo más mínimo que hable así. Piel de elefante y corazón de niño. Ésa es mi naturaleza.
Conway le lanzó una mirada de simpatía y a Mallinson le hizo un gesto de amonestación. Luego se dio cuenta de que todos ellos eran los personajes de un larguísimo drama, cuyo argumento solo conocía él; y este conocimiento tan incomunicable le hizo desear con todas sus fuerzas quedarse solo.
Hízoles un saludo con la cabeza a todos y salió silenciosamente al patio. A la vista del Karákal se desvanecieron todas sus preocupaciones, y los escrúpulos de conciencia que sentía a causa de sus compañeros se esfumaron ante la misteriosa acogida de un mundo nuevo, que se hallaba tan lejos de la imaginación de todos ellos. Había veces, díjose a sí mismo, en que la extrañeza de todo hacía extremadamente difícil darse cuenta de la extrañeza de algo; entonces, había que aceptar las cosas porque sí, pues el asombro habría sido tan tedioso para él como para los otros.
Y a medida que pasaba el tiempo en Shangri-La, recordaba que había tenido una comunidad similar, aunque bastante menos agradable, durante los años que estuvo en la guerra.
Necesitaba la ecuanimidad, aunque sólo fuese para acomodarse a la doble vida que estaba obligado a llevar. En adelante, con sus compañeros de exilio, viviría en un mundo condicionado por la llegada de los porteadores y el regreso a la India; en otros tiempos, el horizonte colgaba como una cortina; el tiempo se extendía, mientras que el espacio se contraía y el nombre de Luna Azul adquiría un significado simbólico, como si el futuro, tan delicadamente plausible, fuera de una especie tal que sólo pudiera acontecer en una luna azul y una sola vez.
A menudo se preguntaba cuál de las dos vidas sería la más real, pero el problema no le preocupaba. Y de nuevo recordaba la guerra, pues durante los bombardeos de la artillería pesada había experimentado la misma sensación consoladora de que poseía muchas vidas y que no podrían arrancarle más que una cada vez.
Chang le hablaba ahora sin reservas de ninguna clase y sostenían larguísimos coloquios sobre la regla y rutina diaria del lamaísmo.
Así supo Conway que, durante sus primeros cinco años, viviría una vida completamente normal, sin régimen especial; esto se hacía siempre, según decía Chang, «para permitir al cuerpo que se acostumbrara a la altitud y también para dar tiempo a la dispersión de las pesadumbres mentales y emotivas».
Conway hizo observar con una sonrisa:
¿Está usted seguro, pues, que ningún afecto humano puede soportar una ausencia de cinco años?
—Desde luego que sí puede, pero queda convertido en un recuerdo lejano y no doloroso como una fragante melancolía.
Después de los cinco años de prueba, continuó explicándole Chang, empezaría el proceso de retardo de la edad, y si tenía éxito, Conway podría conservar durante medio siglo aproximadamente su aparente edad de cuarenta años, que no era una mala edad para dejarla estacionada.
—¿Y qué me dice de usted mismo? —preguntó Conway—. ¿Cómo le fue el método?
—Ah, mi querido señor. Yo tuve la buena fortuna de llegar aquí siendo muy joven. Acababa de cumplir los veintidós. Era soldado, aunque usted jamás lo habría imaginado. Mandaba una compañía de infantería y nos dedicábamos a luchar contra las tribus de bandoleros que asolaban el país. Esto sucedía en el año mil ochocientos cincuenta y cinco. Estaba haciendo lo que ustedes llaman un reconocimiento, si hubiese regresado a comunicar el informe a mis superiores; pero la verdad es que me perdí por las montañas y sólo siete de mis hombres, de los cien que componían la compañía, pudieron sobrevivir a los rigores del clima. Cuando me recogieron y me transportaron aquí, estaba tan enfermo, que sólo mi extremada juventud y fuerte naturaleza me permitieron recobrarme.
—¡Veintidós! —exclamó Conway haciendo cálculos—. Luego ahora tiene usted noventa y siete, ¿eh?
—En efecto, y muy pronto, si los lamas prestan su consentimiento, seré iniciado plenamente.
—¿Tiene que esperar a llegar a la cifra redonda?
—No. No se nos limita la edad; pero un siglo se considera ya suficiente para que hayan desaparecido de nosotros las posiciones y modales de la vida ordinaria.
—Así lo creo yo también. ¿Y qué sucede después? ¿Cuánto piensa vivir aún?
—Tengo mis motivos para creer que entraré en la vida monástica con las perspectivas que sólo Shangri-La puede ofrecer. En cuanto a la edad, tal vez alcance otro siglo más.
Conway movió la cabeza.
Dijo:
—No sé si debo felicitarle… Parece que ha sacado usted lo mejor de los dos mundos. Tiene una juventud larga y agradable detrás de usted y una vejez igualmente larga e igualmente agradable en perspectiva. ¿Cuándo empezó a envejecer… en apariencia?
—Después de cumplir los setenta. Eso es lo más corriente, aunque todavía puedo presumir de parecer mucho más joven de lo que soy.
—Desde luego… Y dígame, ¿qué sucedería si se marchase del valle ahora?
—Moriría si me alejara de aquí más de unos cuantos días.
—¿La atmósfera es esencial, entonces, para el éxito del tratamiento?
—No hay más que un valle de la Luna Azul, y quien espere encontrar otro pide demasiado a la Naturaleza.
—Bien. ¿Qué habría sucedido si hubiese abandonado el valle hace treinta años, durante su prolongada juventud?
Chang respondió:
—Probablemente habría muerto también. En el mejor de los casos habría adquirido rápidamente la apariencia de una persona de la edad que entonces tenía en realidad. Tuvimos una curiosa experiencia de eso hace algunos años; luego ha habido otras.
—¿Qué fue?
—Verá usted. Uno de los nuestros abandonó el valle para salir al encuentro de una partida de viajeros que anunciaron nuestros centinelas. El individuo de referencia, un ruso, había llegado en su juventud, y el tratamiento le probó tan bien, que a los ochenta años apenas representaba la mitad. No debía haberse ausentado más de una semana, pero desgraciadamente fue cogido prisionero por las tribus nómadas y conducido muy lejos de aquí. Nosotros sospechamos que había sido víctima de un accidente y le dimos por perdido.
—Tres meses más tarde, volvió junto a nosotros; pero ya no era el mismo. Tanto en la apariencia como en sus actos manifestaba los estragos de la edad que tenía y murió poco después como mueren los que han llegado a una edad avanzada.
Conway guardó silencio durante largo rato. Estaban hablando en la biblioteca, y durante la mayor parte de la conversación conservó la mirada vagando por el espacio, contemplando el paso que conducía al exterior.
—Es una historia terrible, Chang —comentó finalmente—. Me produce la sensación de que el tiempo es un monstruo hambriento que está apostado al otro lado del valle en espera de los gandules que se retrasan más de lo debido en volver a su hogar.
—¿Gandules? —repitió Chang extrañado.
Su conocimiento del inglés era bastante bueno, pero había palabras que no comprendía.
Conway le explicó:
—Gandul es un apelativo familiar con que designamos a un individuo perezoso, indolente. Naturalmente que no lo decía en serio.
Chang se inclinó y le dio las gracias por la información. Al chino le gustaban los idiomas y aceptaba agradecido todas las palabras con que podía enriquecer sus conocimientos.
Dijo, después de una pausa:
—Es significativo que ustedes, los ingleses, consideren la pereza como un vicio. Nosotros la preferimos a la tensión. ¿No cree que hay demasiada actividad, demasiada tensión en el mundo en el presente, y que sería mucho mejor que todos fuesen perezosos?
—Me parece que estoy inclinado a pensar como usted —respondió Conway solemne y divertido.
Durante una semana aproximadamente después de su entrevista con el Gran Lama, Conway fue presentado a varios de sus futuros colegas.
Chang ni sentía ansiedad ni le disgustaba hacer las presentaciones, y a Conway no le desagradaba aquella atmósfera en que la urgencia no era apremiante ni producían disgusto los retrasos.
—Tenga en cuenta —dijo Chang— que alguno de los lamas no le volverán a ver a usted en el transcurso de algún tiempo, tal vez de años. Pero eso no debe sorprenderle. Están preparados para conocerle cuando llegue la hora y el que eludan la prisa no quiere decir que no tengan deseos de verle.
Conway, que había experimentado la misma sensación cuando recibía la visita de recién llegados en los consulados, consideró aquella actitud perfectamente comprensible.
En las entrevistas que celebró tuvo un éxito rotundo y la conversación con hombres que le triplicaban la edad no le produjo, aquella especie de embarazo que le acometía en las entrevistas con compatriotas en Londres o en Delhi.
Conoció en primer lugar a un alemán llamado Meister, que había ingresado en el lamaísmo cumplidos los ochenta, y era el superviviente único de una partida de exploradores.
Hablaba buen inglés, aunque con acento extranjero. Un día o dos después hubo otra presentación, y Conway, pudo conversar con el hombre a quien el Gran Lama había mencionado ya particularmente… Alfonso Brisac, un francés membrudo y de baja estatura que se anunció como discípulo de Chopin.
Conway pensó que habrían hecho una excelente compañía él, Brisac y el alemán. Subconscientemente empezó a analizarlo y después de dos o tres entrevistas posteriores sacó sus conclusiones.
Se dio cuenta entonces que, aunque los lamas que había conocido poseían diferencias individuales, todos tenían una cualidad que probaba que su carencia de edad no era una cosa insignificante, sino que los dotaba de una inteligencia ecuánime y una rectitud de criterio que les hacía participar, como de común acuerdo, de una sola y misma opinión.
Conway encontró tan fácil la conversación con ellos como con cualquiera de los grupos culturales con quienes se había reunido durante su existencia anterior, aunque tenía un tinte tan extraño para él oír aquellas reminiscencias de tiempos tan pretéritos, que brotaban de sus labios sin concederles, al parecer, la menor importancia.
Un individuo de albos cabellos y benevolente aspecto le preguntó, por ejemplo, después de corta conversación, si se interesaba por las Brontë.
Conway respondió que sí y el otro declaró:
—Verá usted, yo ejercía el sacerdocio en el West Riding cuando tenía cuarenta años y una vez estuve en Haworth y visité la rectoría, donde pernocté. Cuando vine aquí empecé a hacer un estudio sobre el problema Brontë y estoy escribiendo un libro sobre este asunto. ¿Me proporcionará algunos datos que necesito?
Conway respondió cordialmente, y poco después, cuando quedó solo en compañía de Chang, comentó la claridad con que los lamas recordaban sus vidas pretibetanas.
Chang respondió que aquello formaba parte de su educación.
—Mire, mi querido señor, uno de los primeros pasos para el esclarecimiento de la mente es obtener un panorama del pasado, y eso, como cualquier otra vista, es más exacto en su perspectiva.
—¿Qué quiere decir?
—Cuando esté más tiempo entre nosotros verá su propia vida enfocada gradualmente como con un telescopio al que va ajustando poco a poco la lente. Irá descubriendo poco a poco todo con maravillosa claridad, debidamente proporcionada y con su exacta significación.
Hizo una pausa y luego añadió:
—Este conocido suyo, por ejemplo, discierne que el momento culminante de su vida ocurrió cuando, siendo joven, visitó una casa en que vivía un anciano párroco y sus tres hijas.
—¿Y supone, entonces, que deberé esforzarme en recordar cuál o cuáles han sido mis momentos culminantes?
—No tendrá necesidad de esforzarse. Vendrán a usted por sí solos.
—No creo que les dé la bienvenida —respondió Conway pensativamente.
Pero a pesar de lo que pudiese otorgarle el pasado, lo cierto es que estaba descubriendo cierta felicidad en el presente. Cuando se sentaba en la biblioteca o interpretaba alguna de las sonatas de Mozart en la sala de música, experimentaba la sensación de una profunda emoción espiritual, como si Shangri-La fuese una esencia viviente destilada de la magia de los siglos y preservada milagrosamente contra el tiempo y la muerte.
Sus charlas con el Gran Lama le proporcionaban inevitablemente estas ideas; sentía entonces una calma inteligencia que trataba gentilmente de todas las materias, tranquilizando y reconfortando sus ojos y oídos con aquel susurro musical.
También escuchaba con reconcentrada atención cuando Le-Tsen ejecutaba al clavicordio alguna de aquellas fugas rítmicas y difíciles, y se preguntaba qué existiría detrás de aquella sonrisa leve e impersonal que abría sus labios dándoles la apariencia de un capullo en flor.
La pequeña manchú hablaba muy poco, aunque sabía que Conway conocía su lengua; para Mallinson, que visitaba la sala de música en algunas ocasiones, permanecía muda. Pero Conway descubrió el encanto que tan perfectamente expresaba con su silencio.
Una vez le preguntó a Chang su historia y supo que Le-Tsen procedía de sangre real mongólica.
—Había sido prometida a un príncipe del Turquestán y había emprendido el camino hacia Kashgar para encontrarse con su futuro esposo, cuando sus porteadores se perdieron entre las montañas. Toda la partida habría perecido sin duda alguna, si no hubiese sido por el encuentro habitual con nuestros emisarios.
—¿Cuándo sucedió eso?
—En el año mil ochocientos ochenta y cuatro. Ella tenía dieciocho entonces.
—¿Dieciocho… entonces?
Chang se inclinó.
—Sí… Habrá visto usted el éxito que estamos obteniendo con ella.
—¿Cómo recibió la condición previa?
—Pues en principio le costó mucho trabajo amoldarse a las circunstancias. No protestó, pero nos dimos cuenta de su turbación durante cierto tiempo. Desde luego que fue una ocurrencia singular interceptar a una joven que iba a contraer matrimonio… Todos nos esforzábamos entonces en hacerle la vida agradable.
Chang sonrió suavemente.
—Creo que la excitación amorosa no facilita mucho la resignación; pero antes de los cinco años ya había accedido de buen grado…
—¿Quería mucho al hombre con quien iba a casarse?
—No lo creo, señor, ya que no lo vio jamás. Pero era la antigua costumbre, ya sabe usted. La excitación de su afecto era puramente impersonal.
Conway hizo con la cabeza un gesto afirmativo, de comprensión, y pensó tiernamente en Le-Tsen. Se la imaginó tal como debía estar un siglo antes, estatuaria en su silla decorada, cuando sus porteadores alcanzaron la meseta, con sus ojos profundos interrogando el horizonte barrido por los vientos, que le parecía tan terriblemente duro comparado con los jardines y estanques bordeados de lotos de Oriente.
—¡Pobre niña! —exclamó en voz baja, pensando en aquella figura delicada cautiva durante tantos años.
Y el conocimiento de su pasado aumentó, en vez de aminorarlo, su contento, con su quietud y su silencio; ella era como un ángel de fría porcelana, sin más adorno que un rayo de sol.
También le produjo contento, aunque menos extáticamente, cuando Brisac le habló de Chopin y tocó alguna de sus conocidas melodías con extremada habilidad y buen gusto. Aconteció que el francés conocía también algunas composiciones del gran músico que no habían sido publicadas y Conway empleó muchas horas en aprendérselas de memoria.
Reflexionó con cierto placer irónico que ni Cortot ni Pachmann habían sido tan afortunados como él. Tampoco tenían fin los recuerdos de Brisac, y su espléndida memoria le traía incesantemente nuevos trozos musicales que el célebre compositor había iniciado e improvisado en determinada ocasión. Los escribió en papel pautado, tal como acudían a su cerebro y algunos eran fragmentos deliciosos.
Chang le dijo:
—Brisac ha sido iniciado hace poco tiempo; por consiguiente, no le debe tomar a mal que hable excesivamente de Chopin. Los lamas jóvenes están naturalmente preocupados todavía por el pasado; es un paso necesario para enfrentarlos con el futuro.
—Lo cual debe ser la misión de los viejos, ¿eh?
—Sí. El Gran Lama, por ejemplo, emplea casi toda su vida en clarividente meditación.
Conway reflexionó un momento y exclamó de pronto:
—Y, a propósito, ¿cuándo cree usted que volveré a verle?
—Probablemente, dentro de los cinco primeros años de prueba, señor.
Pero Chang se equivocó en aquella confiada profecía, porque aún no hacía un mes que Conway se hallaba en Shangri-La, cuando recibió otra invitación para subir a la tórrida habitación del piso superior.
Chang le había dicho que el Gran Lama nunca abandonaba sus aposentos, y que su ardiente atmósfera era absolutamente indispensable para su existencia corporal. Conway, sabiendo esto, halló el cambio de temperatura menos desconcertante que antes.
Respiraba más fácilmente cuando se inclinó ante el anciano y observó la amable acogida de sus ojitos apagados y hundidos. Experimentó una sensación de familiaridad el cerebro que había tras ellos, y aunque sabía que esta visita tan próxima a la primera suponía un honor sin precedente, no sentía nerviosidad ni azoramiento alguno por aquella distinción.
La edad no era para él un factor mucho más obsesionante que el rango o el color y nunca había sentido más o menos atractivo por una persona porque fuese más o menos joven.
Profesaba hacia el Gran Lama un respeto cordial, pero se dijo que sus relaciones para con él no eran más que urbanas. Cambiaron las acostumbradas cortesías y Conway respondió a varias cuestiones hechas en tono afable y cariñoso.
Dijo que empezaba a encontrar agradable la vida en Shangri-La y que había hecho ya algunas amistades.
—¿Ha guardado bien nuestro secreto ante sus tres compañeros?
—Hasta ahora, sí. Ha sido muy desagradable a veces, pero mucho menos que si se lo hubiese revelado.
—Como yo predije, ha obrado usted como lo creyó más acertado. Ese desagrado, después de todo, no es más que temporal. Chang me ha dicho que dos de ellos, por lo menos, darán muy poco que hacer.
—Eso creo yo también.
—¿Y el tercero?
Conway replicó:
—Mallinson es un joven excesivamente excitable… Está decidido a regresar allá a todo trance.
—¿Lo quiere usted?
—Sí, mucho.
En este momento trajeron las tacitas de té y la conversación se tornó menos seria, entre sorbos del aromático líquido. Era la costumbre hacer la charla más frívola con la ingestión de la fragante infusión, y Conway la respetó.
Luego, cuando el Gran Lama le preguntó si Shangri-La no era algo único en su especie y si el mundo occidental podía ofrecerle algo remotamente parecido, él respondió con una sonrisa:
—¡Oh, sí! Pará ser sincero, le diré que me recuerda ligeramente a Oxford, cuando estuve allí de lector.
»El escenario no es tan encantador, pero indudablemente los sujetos dignos de estudio son a menudo casi tan poco prácticos como éstos. Además, aunque el más viejo de aquellos profesionales no llega a la mitad de algunos de los de aquí, dan la impresión de poseer la misma disposición a la longevidad en cierto modo.
—Oh, mi querido Conway, tiene usted un excelente buen humor, por lo que hemos de dar gracias al Todopoderoso que nos lo ha traído en espera de los duros años que nos… que os aguardan.